28.2.13

La nieve de las palabras

En principio creo que hablo más que escribo, pero hay ocasiones en las que pienso en que debería escribir más de lo que hablo. En otras, a lo visto, más valdría no excederme ni en escribir ni en hablar y esmerarme en leer o en escuchar. Pasa que cuanto más leo, por lo general, más ganas me dan de escribir y que, en la misma trama de afinidades, cuanto más escucho, más me animo a hablar. Puedo controlar tres de esas formas de entablar un diálogo con el mundo. Con la que no hay manera de rebelarme es la de escuchar. No sé cómo librarme de esa influencia. No vale el recluírme. Dentro de casa hay vías por las que se adquiere una noción bastante exacta (a veces atropellada y brutal) de lo que pasa afuera. No tengo ninguna convicción firme sobre lo que hacer. Si adiestrarme a tiempo completo en el oficio relatado (leer, escribir, hablar, escuchar) o declararme incompetente durante unos días y ver después en qué he ganado o qué he perdido durante la convalecencia mediática. A lo que me cuesta renunciar es a pensar. Juro que lo he intentado con ahínco. He probado a dejarme llevar. A no ahondar en las cosas. A verlas venir y a no interponer contra ellas ninguna declaración amistosa u hostil. Dejarse ir tiene su pequeña cuenta de daños. Todo a lo que uno renuncia regresa más tarde más fieramente. He comprobado que el azar no es azaroso completamente. Que te guarda las cosas. Las buenas y las malas. Quizá más de unas que de otras. No sé este quebranto mío de jueves nevado en mi pueblo a qué conduce. Puede que no sea su cometido el llevarme a ningún sitio. Se está bien aquí, a pie de teclado, mientras afuera el día está norteño y la nieve ameniza la mañana, escuchando a Keith Jarrett en Colonia a un volumen muy discreto, esperando salir después a tomar una cerveza con los amigos. Es posible que en la barra del bar, pensando en todo esto, recule y me escandalice mi promiscuidad verbal. De verdad que no lo hago por molestar. Es que hay veces en que me duele la realidad y no sé cómo atajar el dolor. No tengo otra cosa a mano. La palabra. El vértigo de las palabras. Toda esa fiebre de las palabras. Y ahora me disculparán. Voy a quitarme el forro polar rojo incandescente, el pantalón gordo de estar en casa y las zapatillas de paño y me voy a vestir para la ocasión. Me calaré la gorra. Pasearé Lucena como si no la conociese. Casi nunca pasa eso. Ver las cosas como si fuesen nuevas. No pensarlas. Sentirlas. No someterlas a la inteligencia ni a la experiencia. Simplemente acunarlas dentro como una música.


La fotografía la ha volcado en su muro de Facebook Guadalupe Doblas.

26.2.13

El alma está sola y desnuda



El azar no me obsequió con la fe y a estas alturas no reconozco entre mis desvelos intelectuales o sentimentales o morales que esa iluminación del espíritu escolte mi entrada en ningún reino de los cielos. Como a Borges, me fascina la teología como una disciplina más de la literatura fantástica y admito que la parte mundana de la Santa Iglesia Católica me procura alimento narrativo para entretener los días y satisface casi toda mi inquietud en materia metafísica sin que ese interés me prive de comprender qué pierdo y qué gano al no comulgar con su ideario. He sido convenientemente concernido en la bondad de ese magisterio. Se me ha ilustrado con absoluto rigor sobre los ricos oropeles del espíritu. He sido invitado a la casa del Señor y me han ofrecido una silla preferente desde la que asistir al festín de la palabra. Ojalá me hubiese conmovido lo que percibí. No hubo conmoción alguna. He sido despojado de toda posibilidad de fe. Creo en asuntos que no prometen vidas eternas. Creo con firmeza en la autonomía moral de mi descreimiento. De todo este pensar en Dios y en la Iglesia que lo representa en la tierra he sacado algunas conclusiones de índole absolutamente fantástica. La religión es un generoso territorio para la especulación metafísica. Y a mí especular me encanta. Metafísicos, ya lo dijo alguien, lo somos todos sin saberlo. Sin que se nos atropellen las palabras altas y las palabras nobles en la punta nerviosa de la lengua.

Y ahí está la fotografía, en mitad de mi periplo cibernético, ofreciendo una visión íntima de los asuntos del alma, a los que nunca ha de negarse concurso en las reflexiones del día: están los cardenales, cabizbajos, como apesadumbrados, como si un quebranto les lacerase inextricablemente el alma y sólo pudieran encomendarse a la providencia (sea esto lo que tenga que ser) para recuperar el júbilo aparentemente fugado y poder mirar a cámara o al imponente atrezzo vaticano con un rostro más sereno. Están los cardenales en lo que parece un rezo y hasta uno ha roto a sudar a lo visto en la instantánea, pero también está la paloma, que grácilmente surca el aire purísimo. Está la paloma antológica, la paloma bíblica, la paloma simbólica que trae la luz y da sentido al mundo a través de la fe. Y es entonces cuando uno cae en la cuenta de la sobrecogedora red de casualidades que pueblan el siempre asombroso universo. Como si entre la realidad y la ficción se abrieran grietas y por ellas se filtraran las metáforas y los recitativos, el palimpsesto orgiástico de la vida convertido en un símbolo, en paloma catecumenal, en paloma perfecta. O todo es un truco de photoshop. Nunca se sabe con estas cosas. Está uno afortunadamente negado en la deconstrucción de estas exquisitices del espíritu. Me manejo bien, no obstante, en otras de esas exquisitices. Sin palomas. Sin el vuelo arcangélico de la palabra. Sin toda ese atrezzo indecente con el que visten la inclemencia del espíritu. Creo que no va a ser, en estos días por venir, el único post en el que airee mis reflexiones teológicas. Espero que el amable lector comprenda la rica perplejidad de mis vicios. Que me cuento todo esto para sentir más de cerca lo que no comprendo. Que todo es, en el fondo, un deleite profundo.

25.2.13

Epifanía y renuncia

1
Todo sigue felizmente en desorden. El primer impulso es coger unas cajas y meter los libros que ya no leemos y coger más cajas y meter los discos que ya no escuchamos. Una vez que hemos llenado montones de cajas y hemos aliviado el desorden se procede a inventariar meticulosamente el material sobreviviente. Entonces advertimos que la habitación sigue reventando por todas las paredes y ya no tenemos cajas en las que meter más libros ni más discos. El siguiente impulso es cerrar el cuarto con llave y abrir otro cuarto donde comenzar una nueva vida de libros y de discos. Encerrar a Cortázar con Kundera. A Shostakovich con Robert Johnson. A Gloria Fuertes con José Ángel Valente. No volver al Nostromo ni perderse en el jardín de senderos que se bifurcan. Tampoco fugarse en un solo de Chet Baker, convenientemente a recaudo, ni sentir la primavera dinamitándonos el pecho al escuchar la voz lisérgica de Janis Joplin. Cuando la necesidad apremie y uno sienta que debe iniciar el regreso, nada más sencillo que buscar la llave y abrir la pandora de los recuerdos, pero a cierta edad conviene abrir un cuarto nuevo e ir administrándolo (esta vez) con cierto rigor. Salir una mañana y comprar el primer libro. Colocar en un anaquel espacioso, que no esté combado, y mirar el lomo y la pasta, que puede ser dura o blanda. Abrir sus páginas mientras haces tiempo para salir al trabajo y visitar el episodio en el que Quinn o William Wilson busca a Stillman, que ha renunciado a la vida o que parece que ha renunciado a la vida en el fondo. Los años repiten gestos y la memoria se parece sospechosamente a la habitación que estamos engordando. Al final no es posible desmantelar la memoria y empezar de cero y no saber quién es Humbert Humbert ni cómo se dejó atravesar por aquella dulcísima maraña de espinas.

2
Con los años (este es la addenda que me permito) uno cree haber encontrado los paliativos del dolor adecuados, pero nunca son eficientes del todo, siempre exhiben un roto, una costura mal hilvanada, el hecho sencillo de que vivir es un oficio admirable, pero de una dificultad asombrosa. Hoy mismo, preparándome para ir al trabajo, releyendo un poco con prisa, un texto que me acaba de recordar un amigo, he advertido similitudes increíbles entre quien lo escribió (hace unos años) y el que ahora lo relee. Como si fuese nuevo del todo. Hay textos que se salvan. No porque estén bien escritos. De lo que hablo es del conmoción que siguen causando. Lo leo como si acabara de volverlo a escribirlo. Como si dentro de mi cabeza estuviesen ordenadas las palabras que vertí y saliesen en el mismo orden cuando las llamo. Somos gente de costumbres. Más de lo que pensamos. No se deja nada al azar. Todo lo registramos y tutelamos. Se improvisa lo que se conoce. Al correr de los años, al cabo de lo que hieren, uno se abastece de placebos. La cultura entera es un placebo. Los libros. Los discos. Las películas. Todas esas conversaciones con las que distraemos el rigor de lo real y abrazamos (ebrios) la ficción. Me preguntó K. si sería capaz de vivir al margen de las personas, embebecido de libros, enfebrecido de historias que otros han reseñado para que yo las tenga. No es posible, le contesto siempre. La cultura es la periferia. De un modo vigoroso y también secreto, no somos nada sin lo que nos enseñan, pero somos menos todavía sin la necesidad de sigan enseñándonos.

24.2.13

Amor / Morir es una inconveniencia



De Amor, la última película de Michael Haneke, nadie sale indemne. De hecho, cabe la posibilidad de que no haya posibilidad de escapatoria. Que el espectador, después de abandonar la sala de proyección o la cómoda butaca de su salón, prosiga contemplando la película, extrayendo trozos a conveniencia, fijándose en detalles que se le habían pasado por alto o que, en la primera ocasión, no concedió excesiva importancia. El de Amor es un cine incómodo, que practica una violencia doméstica, desparejada de su lastre físico, enmarcada en la rutina de una pareja de ancianos que ven convulsionada su vida cuando uno de ellos empieza a demostrar inaplazables signos de decrepitud. El discurso de Amor no es en sí mismo el amor que evidencia esa pareja, el que ha hecho que amasan una biblioteca gigantesca y vivan un retiro dorado, con un gran piano presidiendo el salón y amables conversaciones sobre la travesía de los años compartidos mientras desayunan en la cocina. Es la muerte, la inasible, la indeclinable, la que impregna toda la trama. 

El búnker de amor de Georges y de Anna se desmorona cuando lo visita la enfermedad. Se le empiezan a abrir las costuras, entra el frío. Lo que el deterioro de Anna produce es la constatación brutal de que lo peor de que la muerte te robe un ser amado es que no tenga un finiquito noble, acorde a la belleza de la vida que está sacrificando. Y Haneke desmonta el idilio amoroso, el mantenido durante decenas de años, filmando las piezas más sencillas de ese derrumbamiento. Georges lee la prensa a Anna en la cama. Georges la incorpora después de que haya usado el inodoro. Probablemente el amor consiste también en la ejecución de una serie de obras menores, irrelevantes a los ojos de la belleza, intrascendentes, que únicamente ocupan un lugar en el mecano silencioso de las horas. Ninguna de las cosas que el marido hace por la esposa le distraen del hecho fundamental: el hecho de que son testamentarias, últimas. Lo que el marido no acepta, contra lo que batalla inútilmente, es la mediocridad de la enfermedad. No admite que Anna, a la que ama, se vaya perdiendo y no sea capaz de valerse por sí misma ni sea capaz, ya al final de la vida encamada que padece, de expresar lo que siente, de articular una palabra inteligible, de rememorar con él los paseos en los parques, la crianza de la hija o la didáctica de la música a la que no renuncian. Jamás he visto, por otra parte, unos actores tan involucrados en un papel. No parecen en absoluto figurantes que recrean un guión. Te los crees como jamás has creído a nadie que te haya engañado en una pantalla de cine. Fomirdables (es poco eso de formidables) Jean-Louis Trintignam y Emmanuelle Riva.

Amor es en realidad un film sobre la honorabilidad de la muerte. Decía que no es posible salir indemne de esta obra. Cuanto esboza o cuanto fija de un modo indeleble concierne incluso al más alejado del espectador a quien se supone que va dirigida. No hay film de Haneke que, visto en esta perspectiva, no consiga conmocionar, apelar a cosas que llevamos dentro y que afloran visible y certeramente. Haneke tiene la virtud de hurgarnos como a veces no creemos que pueda hacerse. Nos violenta, nos enfrenta al extrañamiento del mundo, a su vértigo y a su fiebre, a lo que nos aguarda y a lo que tememos. Haneke es un cronista del extravío de vivir. Por eso ha fijado su mirada en la conclusión de ese extravío, en la muerte no contemplada como un arrebatamiento sino como una impertinencia. Deja claro, a poco que sintamos el dolor de Georges como nuestro, que morir es un acto infame, uno que deshace a brochazos una pintura formidable en la que hemos estado ocupados y a la que hemos dedicado la más feliz y obstinada de las convicciones. No sé si he visto alguna otra película (o leído algún libro) en el que la vejez sea registrada de una manera tan lírica. No hay un discurso abrupto. No está el Haneke áspero, de discurso hostil, que perturba (La cinta blanca, las dos Funny games) sino uno nuevo, delicadísimo, de una contención absoluta en el modo en que cuenta una historia muy, muy incómoda, que nos afecta más de lo que podríamos permitir en la limpia oscuridad de una sala de cine, que traspasa la placenta idílica de la ficción, taladrando las defensas que creamos para evitar el caos y el miedo, accediendo a un lugar al que solo en ocasiones puede llegar la sensibilidad de un extraño cuando nos cuenta al oído una historia de amor.

22.2.13

Los mundos sutiles, los ingrávidos y los gentiles





En el oficio de escribir, en esto a lo que uno se encomienda para entender el mundo, hay peajes inevitables. A veces pienso que no me habría inclinado a escribir poesía si no hubiese leído a Machado. Es a Borges a quien siempre acudo para contar cómo empecé a sentirme escritor, pero no he encontrado en nadie el refugio que me ha proporcionado Don Antonio. Lo que lamento hoy es que no esté de moda al modo en que lo está la autora de Cincuenta Sombras de su Caliente Madre. Se me podrá interponer el argumento del negocio de la literatura. De cómo el mercado editorial subsiste (penosamente incluso) por estas acometidas bastardas. De cómo son esos los libros que se colocan en los grandes almacenes, en la línea de cajas, junto al stand de las pilas o del chocolate en tabletas. Ya saben, todo lo que se va dejando y no se echa en el carro de la compra. La alta literatura (Machado, Borges, Auster, Stendhal, Lovecraft, Chesterton, Dickens, Poe) no vende casi nunca. Es la que, en el fondo, se aprovecha de la atracción que ejerce la hermana frívola, la que se contonea en las estanterías del Carrefour. Tranquiliza que existan estos conminativos comerciales. Hacen que algunas buenas editoriales de ahora (Impedimenta, Asteroide, Nórdica, Belvedere,  Libros del Acantilado Alpha Decay) ofrezcan en su catálogo obras de Jane Austen, de Henry James o de Luis Cernuda, que no venden lo que venden Las sombras, pero se mantienen en las baldas de las librerías más tiempo, dándoles un apresto de hondura, de inteligencia y también de belleza. Libros que irradian cultura en sí mismos. No estamos contando nada nuevo. Se puede extrapolar esta reflexión libresca al papel de las películas de serie B o las más abiertamente comerciales en la supervivencia de las que recaudan menos o álbumes superventas que salvan el mercado discográfico y permiten que todavía haya músicas minoritarias, impecablemente editadas, destinadas a alimentar espíritus muy sensibles. El mundo verdadero es sutil, ingrávido y gentil. Los otros mundos, los hostiles, los bárbaros, solo hacen que gire. No basta conque el mundo gire. Lo dijo Machado. Se tiró toda la vida explorando las partes frágiles. Las que importan.


addenda: debo este post machadiano a mis amigos Rigoletto y Cobo. Ellos han estado hoy en los mundos sutiles, en los ingrávidos y en los gentiles, y me han obligado a releer Campos de Castilla (qué buena tarde he pasado) y a traer a este casa mía a Don Antonio, tan severo en esta fotografía, tan formal y adusto)

21.2.13

El discurso del lobo

 
 
 
“En el mundo de hoy, sujeto a grandes transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio es necesario también el vigor, tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí”


No tener preocupación alguna sobre quién se siente en la Silla de Pedro hace que uno mire todos estos asuntos vaticanos con una lejanía enriquecedora. Incluso cae en la cuenta de que ese distanciamiento es el mismo con el que se encara la ficción. A esa visión hedonista de las cosas, crecida al modo en que crecen los vicios que se alimentan y se cuidan, contribuye el hecho de que los protagonistas de la trama son asombrosos--- sigue en Barra Libre.

18.2.13

Un país a lo bonzo


 
A lo que conduce esta riada de chorizos que entretienen los telediarios es a que los sintamos como algo de la familia. Están de un modo tan cercano y están en tantas ocasiones que no sabríamos almorzar sin una brizna de Nóos o un sobre más de Bárcenas. Se nos está vendiendo, en fascículos coleccionables, la historia universal de la infamia, pero no la de Borges, la culta que privilegia la metáfora y la hondura intelectual, sino la tosca, la bastarda, la infamia sin adorno posible. De anoche, en la ceremonia de los Goya, aparte del entristecido cine patrio, extrae uno la idea de que somos, en el fondo, un pueblo carnavalero, que hace humor negro como pocos. Humor chusco, en ocasiones, pero también fino e hiriente como un estilete en la base sensible del ojo. A Blancanieves, la ganadora de la gala, le ha birlado la fama merecida. Hoy se habla de Candela Peña y el frío y su padre muriéndose en un hospital. O se habla de Bardem, que le pusieron a huevo poner en prime-time un asunto del que apenas sabemos nada o del que no queremos saber nada incluso, el Sahara, ese pueblo al que no le afectan los recortes (Javier dixit) porque no hay nada que recortar.

Politizar el cine no es una mala opción. Costa-Gavras, que anoche citó Maribel Verdú (la boca más grande de España ganando un premio en un papel en que no emitía un solo sonido) habría disfrutado de la cosa de anoche. Se habría sentado a verlas caer. Seguro que tiene para una película nueva. La realidad es obscena y es terca: da a tutiplén tramas para que el ingenio narrativo no precise de dopaje. Somos un pueblo al que se le da bien lo marrullero, que es la evolución analfabeta del pícaro del siglo de Oro. Luego, a corta distancia de los marrulleros, están los indiscutiblemente honrados, los que salen a la calle o los que, cuando les dejan, en donde sea, sueltan por su boca lo que andan callando. Anoche media España estaba viendo la cacerolada lingüística. Hubiese sido cinematográfico cien por cien que un escuadrón de agentes de la ley dispersara a los insurgentes. Seguro que algún despistado, en el fragor del show, no habría caido en la cuenta de la verosimilitud absoluta de la carga. Creería, a fuerza de haber mamado mucho cine americano, que era un número integrado en la gala. En ese estado aséptico estamos. Narcotizados. Paulatinamente reconvertidos en clientes de un mercado. Antes, en los tiempos en los que las cosas iban algo mejor, en fin, todo esto es muy discutible, éramos ciudadanos. Ahora nos dan una visa, nos pegan una patada en el culo y nos invitan con trompetería y alfombra a juego con las luces de colores a que gastemos. Y da igual si no hay para gastar. Nos venden la ilusión de que compramos. Nos dan el humor que sustituye a las hostias.

Luego está lo olvidadizos que somos. Lo pronto que se nos contenta. La bendita suerte de tener un apresto natural para lo hedonista. Será el carácter mediterráneo o la ingesta histórica de castas y de tronos, toda esa locura teológica que nos ha forrado contra los males terrenos. Valdría más, en términos de resolución de problemas, que no confiasemos en la bondad del más allá, en la injerencia del tiempo, que todo lo soluciona o todo lo enfanga. Cuando la bonanza llegue, si llega y nos pilla en pie y con las extremidades firmes y el cerebro sin embotar demasiado, recordaremos estas escaramuzas nobles de gente indignada que, de pronto, por el vértigo del show business, se ven abalconados a un micrófono, colocados en el centro exacto de una gran pantalla, en alta definición, no cabe otra cosa, que está observando medio país. El otro medio está para poca fiesta de la cultura. No saben qué es eso. Les va importando cada vez menos. Conque coman y conque duerman. Que forniquen cuando puedan y salgan a las terrazas y llenen los bares de vasos vacíos. El que mueve los hilos está feliz con este desordenado mobiliario. Hoy ha habido otro inmolado en un banco. A lo bonzo. No hace falta ni saber qué eso de lo bonzo. España está en plan bonzo total. 

15.2.13

Submarine / El diario del primer amor



Todas las veces en que he comenzado un diario, en la edad en que uno confía a un diario el vértigo de vivir y todas esas zumbadas cosas, lo he abandonado con idéntico entusiasmo al que tuve al iniciarlo. No recuerdo si lo impregné de tristeza enteramente o entre las ruinas de mi desencanto (la edad de los diarios propende al gris, se hermana con todas las orfandades del mundo y finalmente se convierte en un alegato contra uno mismo) se apreciaba (izándose, viril) un punto de febril lirismo, de alegre coyunda con las palabras. Submarine es, más que otra cosa, una revelación de uno de esos amasijo de papeles reveladores. Lo escribe a beneficio óptico nuestro un muy peculiar adolescente inglés, sumergido en un mundo que lo aparta, uno que entiende a trozos, del que no acepta ciertas reglas (nada nuevo, por otra parte) y al que se ha propuesto vencer a base de convicciones sentimentales muy fuertes. De esas convicciones trata la primera cinta de Richard Ayoade, cómico, director de videoclips (Yeah Yeah Yeahs, Arctic Monkeys o Vampire Weeekend) o creador de la serie Los informáticos

Submarine es también la epifanía de un héroe. Se comprende que su ingreso en el mundo adulto es una batalla dura como la de cualquiera, solo la que la suya, caligrafiada con maravilloso esmero por Ayoade, seduce por lo frágil y por lo poético. Hay poesía de andar por casa, subrayada por unas imágenes de un lirismo de una sencillez prodigiosa (paisajes fotografiados cálidamente, paseos fondeados en el romanticismo más naïf que pueda uno imaginar) y hay también un comprensible banco de referentes cinéfilos, desde la Nouvelle Vague de Los 400 golpes (son historias de un mismo aliento iniciático) a todo el Free Cinema inglés, que era un cine de lo real, de la clase media, mirando la vida con una mirada radicalmente distinta a la de Hollywood. A Ayoade no le interesa el aire desabrido, la ira. La perfección no es un objetivo. A lo que se afana es al privilegio, un poco voyeurista, de contarnos las pulsiones morales, sentimentales o sexuales de un personaje absolutamente brillante, Oliver Tate, protagonizado con moroso ardor por un hipnótico Craig Roberts, que transmite con absoluto rigor el desvalimiento del adolescente, su fe en sí mismo y cómo esa confianza lo salva del caos, le encuentra una novia (una fantástica Yasmin Paige) y hasta le encomienda la salvación del matrimonio de sus (extraños, cuanto menos) padres.

De la felicidad es de lo que trata Submarine. La de un joven que vive en su cabeza al modo en que muchos lo hacen, en esa edad, en las feroces siguientes, aunque la forma en que Oliver se protege es la que arma enteramente el film: esa moderada voz en off, que no distrae del discurso de las imágenes, informa de lo que no se ve, pero omite redundar lo evidente, toda esa portentosa (insisto en la untuosa calidez de los fotogramas, en el cuidadísimo modo en que se ha fotografiado Gales, la gris Gales) galería de postales, de retratos canjeables por los que cualquier espectador pueda tener. Yo he sido Oliver en algún momento de mi vida. He sentido lo que Oliver ha sentido y he crecido (por dentro se tarda mucho en crecer) como él lo hace en este trozo de su biografía. Delicadadamente, sin el estrago que por debajo parece anunciarse a cada momento, Ayoade mira al final del film al mar y concentra en él toda la fragilidad de sus criaturas. Son adorables. Son tristes. Están abocadas a que la realidad se las trague. Ya saben, el futuro es así de cabrón. Todas las historias de amor que lo cruzan no se pueden comparar jamás a la primera. Podrán adquirir una trascendencia mayor, pero no agitan el pecho como lo hizo la primera. Ninguna que se le parezca. De eso, de filmar el amor (o la felicidad o lo que al amable lector se le ocurra) trata esta extraña (y delicada y deliciosa) cinta. Un placer.

14.2.13

El día de los columpios II





"El enamoramiento es un estado de estupidez transitoria."
Ortega y Gasset

"Cuesta mucho romper cuando ya no se ama."
Lichtenberg

"Amor es despertar a una mujer y que no se indigne."
Gómez de la Serna

"La victoria pertenece a aquél de dos amantes que sostiene mejor su mentira."
René Girald

"Hay matrimonios que se dan la espalda mientras duermen para que el uno no le robe al otro los sueños ideales."
Gómez de la Serna

"Lo único malo del matrimonio es la convivencia."
Rafael Azcona

"Es peligroso dejar que nuestro afecto se centre demasiado en una persona."
Bertrand Rusell

"Amor,amor,catástrofe del mundo."
La Rochefoucauld

"Solo hay un amor verdadero y es el amor no correspondido."
Woody Allen

"Estuvo casado y ha olvidado qué lo condujo al matrimonio, se divorció y ahora no quiere ni acordarse de los motivos por los que se separó."
Gilles Lipovetsky

"De nuevo estaba enamorado.Estaba en problemas..."
Charles Bukowski

 
"Para que nada nos separe que nada nos una."
Pablo Neruda

"Los amores vulgares se vuelven dorados cuando lo has perdido."
Manuel Vicent

Tanta gente no puede estar equivocada, sentencia mi amigo Machuca. Luego me manda como posdata unos abrazos.

El amable lector puede engrosar el inventario. Se admite la visión lírica, la hedonista, la que hace (como quería Dante) que se muevan el sol y las estrellas.

El día de los columpios





Leo en un libro de poesía (Las afueras, Pablo García Casado, DVD Ediciones) una cita de Jardiel Poncela.:"El amor es como los columpios: casi siempre empieza siendo una diversión y casi siempre acaba dando naúseas". Termino el miércoles con Chet Baker. Es el contrapunto perfecto en este preámbulo del gran día. Sí. Mañana (hoy ya) es el día de los enamorados. Todo el día. Festín de mercaderes. Alegría de columpios. Añado yo otra cita a propósito del noble y humano amor: Sí, ya sé: una historia de amor a primera vista. Es algo que suele ocurrir en los lugares muy mal iluminados” (Eduardo Jordá) Chumy Chúmez, tan grande a veces, dejó dicho que muere más gente de enfermedades venéreas que de amor. 

8.2.13

Blancanieves / La hermosa osadía


Una de las consideraciones primordiales sobre las que entablar un diálogo sobre cine es si de verdad conmueve, si accede a donde no suele haber acceso alguno, si raspa allá donde no hay, por lo común, roce. Otra consideración es la de si debe inclinarse a la parte de negocio o atender, en la medida de lo posible, al arte y trascender al modo en que lo hacen, en otras disciplinas de la belleza, otras creaciones. Si es el mercader o el artista el que debe dar cuentas de los éxitos o de los fracasos de ese empeño. Entiende uno que habrá quien se deje guiar por una u otra vía, sin que se penalice ninguna por el hecho de adoptar la contraria. Valen todas las opciones siempre que haya un intercambio enriquecedor. La obviedad teórica, sabida, aparece con frecuencia en los medios a propósito de Blancanieves, la insólita (y a mi entender hermosa) película de Pablo Berges. Se discute más la pertinencia de su producción, la coincidencia con The Artist, con la que comparte menos cosas de las que se piensa, que la calidad que atesora, y es mucha. 

Berges salió dañado cuando la maquinaria hollywoodiense puso en órbita The Artist, la obra de Michel Hazanavicius  Más aún cuando la premiaron como lo hicieron. Perdió una apreciable cantidad de público a la que le aturdiría que dos obras de parecido rango artístico ocupasen su atención en tan breve periodo de tiempo. A los no aturdidos, los que lograron sobreponerse al impacto mediático, se les regaló una obra mayor, un compendio inteligente de los recursos que hicieron del expresionismo alemán uno de los más creativos en la historia del cine, un tributo sensible y compensado al cine como contador de historias. La de Berges es la clásica, la inmarchitable, la que de pequeños escuchábamos embelesados y que después únicamente reconocemos en el ocio infantil y a la que prestamos poca atención o ninguna. No es rebuscada, a pesar de sacarla de su envoltorio habitual. Tampoco moderna. Insisto en que su estado natural es la revelación de la belleza. Blancanieves es, ante todo, por encima de sus muchos méritos técnicos o conceptuales, un película de una hermosura irreprochable. Su revisión de muchos de los tópicos nacionales, mirados a través del cuento inmortal, hace que parezcan universales. He ahí, a fin de cuentas, el cometido del arte. 

Murnau, Dreyer, Griffith, Stroheim, Eisenstein, Pabst: he ahí la voz en la que Berges quiere contarnos la historia de Carmen, la Blancanieves andaluza, pero no abusa de los clásicos: lo que ofrece es un espectáculo grandilocuente, sensible, cruel al modo en que los cuentos infantiles lo son siempre, inclinando la mirada hacia el débil, registrando la España de una época que no siempre nos vendieron con la fidelidad que merecía, toda vez que fueron los servicios de propaganda del régimen los que la filmaron, borrando lo que no procedía, amplificando lo festivo. No se precisa un adiestramiento cultural para ver Blancanieves sin caer en el sopor que alguien me confesó haber tenido. Se ve con absoluta fluidez, no se embarra en filigranas cinéfilas y tiene una banda sonora que apuntala lo que la palabra hablada no dice.

No sabe uno si se ha abierto una veda de mudo en la máquina del cine. El formato requiere un mimo que otros no precisan. Tampoco creo que haga falta abusar de una manera de hacer las cosas que pueda parecer artificiosa, pero que estimula al cinéfilo aburrido, el que disfruta con el expresionismo alemán en la negritud del salón doméstico, convertido mágicamente en un artefacto digno de Wells, que viaja en el tiempo y regresa después a casa. Al día siguiente de ver Blancanieves, programé una noche muda y en blanco y negro. Vi (muy gozosamente) el Nosferatu de Murnau. Me provocó la misma bendita zozobra que cuando la vi por primera vez, en una sala de esas de arte y ensayo, cuando uno iba al cine a aprender más que a disfrutar. Torpe y hambriento que era uno.

7.2.13

Hitchcock / Una oportunidad perdida





En primer lugar, una confesión: descreo de las biografías. Se me hacen menos creíbles que la ficción de la que parecen desviarse. No he leído ninguna que me haya satisfecho enteramente. Tampoco ninguna a la que le haya tomado cierto afecto. Entiendo que las mías son razones que en nada compartirán quienes disfrutan las vidas contadas de los demás, la constatación de un comportamiento que, en una u otra medida, explica con más hondura la obra del biografiado.

Hitchcock no es un biopic al uso. Prescinde del material previsible, de todo lo que podría esperarse. Maneja con sencilla desenvoltura la construcción de un personaje, pero no ahonda, quedándose solo en los tópicos, en el aplomo dramático de Anthony Hopkins y de Helen Mirren, los únicos verdaderamente involucrados en sus papeles, estando los demás planos y huecos, por no decir desinteresados. Gervasi, el director, y McLaughlin (no confundir con el genio de la guitarra), el guionista, se fijan en lo que rodea la filmación de Psicosis, dan unas pinceladitas sobre la tramoya del cine, dibujan al orondo Hitch como un bebedor, un voyeur y un tragaldabas y desaprovechan (ay) esos primorosos vicios, sin los cuales (presumimos) no habría hurgado como hizo en la tormentoso corazón humano, en toda esa delincuente inclinación que lo barniza, con toda esa mórbida fascinación hacia el mal puro. Lo que uno querría, puestos a ver una biografía del gordo, es que le retrataran de verdad. Que le abrieran en canal. Que viésemos la tortura del pornógrafo tímido. Que nos brindasen la oportunidad, largamente acariciada, de asistir a la intimidad del genio. Nada de eso hay en esta pequeña comedia de situación, malamente adornada con un par de apreciables gags, llevada sin esmero hacia la corrección. Porque es correcta hasta el cansancio esta rendición de un fragmento de la vida de Hitchcock. Pensé en El discurso del rey, del afamado Hopper. Me causé una zozobra parecida. Hecha con un desparpajo frío, montada sin entusiasmo, pensada para amenizar tardes en casa, cuando la programen en televisión, pudiendo hasta confundirla con un vulgar telefilm. 

Entonces: ¿es una mala película? No importa que lo sea o no. Aun confiando en que a alguien le haya gustado, no podrá evitar un ramalazo de indiferencia cuando piense en todas las cosas que podrían haber sido dichas (o insinuadas, ay qué hermosa la insinuación y qué poco frecuente hoy en día) y que le han escamoteado. Es que es Hitchcock, el rey del suspense, el emperador del corazón encogido, el gobernador de la isla de lo perverso. Con todo eso podríamos haber vivido una experiencia completa y no, como entenderán, una vivencia pequeña. El ególatra y majestuoso Hitchcock queda, en manos de estos mercaderes, en un personaje ligeramente agradable, al que se le perdona la mala leche (la que se ve de fondo, la que se intuye) por habernos regalado tantas horas de supremo placer. 

Insisto en mi poca querencia hacia las biografías, en mi voluntad de enmarañarme en la ficción antes que en la cuenta de un estado fiable de las cosas, pero si me dejo querer y me siento en la butaca pido, por lo menos, que me emocionen. No hay en Hitchcock emoción. Poco de lo que realmente atrae (la ira de Hitch en la escena de la piscina, su humor en las sesiones del censor) se explota con verdadero talento. La sensación generalizada es la del desaprovechamiento de un material prodigioso. Querría uno que la película se hubiese titulado Alma y que su glotón marido saliese de secundario. En algún momento del metraje, cae uno en la cuenta de que al guionista le ha gustado de repente el papel de la inteligente y sumisa esposa del director, pero que ese giro absoluto en la trama no hubiese hecho caja. Tampoco (a lo visto) lo habrá hecho ésta.






6.2.13

La vida no vale nada

Algo sucede
José Agustín Goytisolo, 1966

No llevamos redactando pasquines hasta el alba. Tampoco nos reunimos en extraños cafés, en tu casa, en la mía, durmiendo mal y tomando pastillitas. Hace muchos años que abandonamos la lucha, pero dentro, en lo oscuro, debe andar todavía el que espera la oportunidad y mide con afecto y con devoción sus armas, las que luego terminan en palabras, en papeles confiados al amigo, a la espera de que algún día cuajen y la vida se haga paso y hayamos hecho que el mundo gire sin pegar un tiro.
 
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4.2.13

Argo / Mentiras de la política, verdades del cine




Lo mejor de Argo es su fascinante vocación de mecano. Su mayor virtud es la de hacer que todas las piezas ensamblen de una manera prodigiosa. Que su metraje (dos horas) pase en un suspiro. Que en la butaca se nos olvide la realidad que nos circunda. Uno de los oficios de la ficción es precisamente éste, la supresión de la realidad, la maravillosa sensación de haber salido de este mundo y haber entrado en otro. La bufonada de su argumento (la puesta en escena de una película falsa para rescatar del Irán de Jomeini a unos norteamericanos retenidos en una embajada) podría haber desembocado en una comedia, pero Ben Affleck (más que inspirado) la bordea y se centra en el suspense, en el vértigo de una trama muy hitchcockniana, pero también muy del gusto del mejor Alan J. Pakula. Tampoco renuncia al humor, un humor cínico, que hurga en las tripas del cine como objeto de negocio. Delirante a ratos, cruda en otras, Argo sostiene firmemente la idea de que se puede hacer cine de entretenimiento masivo sin renunciar a unas altas cotas de calidad artística. Lo mejor de Argo es que la sabemos insólita. No se hacen películas como Argo. Toda la artesanía del Hollywood de los setenta y primeros ochenta (De Palma, Scorsese, Spielberg, Lumet, el propio Pakula, Pollack) está primorosamente recuperada en la obra de Affleck. No solo recrea muy fidedignamente el atrezzo de la época o su vestir hortera a nuestros ojos sino que filma como si no hubiesen pasado treinta años. Podría haber sido una cinta producida a poco de estallar el conflicto iraní.

Lejos de ser una función perfecta, Argo se reblandece en su tramo final, cuando el director privilegia un suspenso chusco, como de erotismo barato, oportunista como pocos. Sobran los subrayados políticos (en ocasiones muy tímidos) y brillan los estrictamente cinematográficos: geniales los personajes de John Goodman y Alan Arkin. De lo que dicen y de cómo se comportan se podría sacar material para otro film, no lo duden, pero hay un aroma clásico que rezuma amor por el cine clásico, liberado de texturas modernas, esforzado en ofrecer un espectáculo completo. Affleck, discreto como actor, brilla en los tres films que ha dirigido. Ninguna de sus tentativas frente a las cámaras (salvo Hollywoodland, que le valió el aprecio de la crítica) rivaliza con su oficio detrás de ellas (Adiós, pequeña, adiós y The town, ciudad de ladrones, impecables muestras de cine policiaco con idéntico sesgo clásico).

Contemplada como una lección de Historia, Argo es un artículo enciclopédico malo en el que el autor suprime los datos de interés y revisa únicamente los tópicos, los trazos más evidentes, los que se recitan en un juego de mesa. Ben Affleck prescinde de la política y se deja querer por el material narrativo, que es excelente. Contemplada solo como un producto de ficción (aunque narre unos hechos reales y se impregne, sobre todo al principio, de un maravilloso tono documental) Argo es una lección de cine. Impagable, por fijar en la pantalla durante buena parte del metraje, la querencia de Affleck (y de su excelente guionista Chris Terrio) por la bendita iconografía de la ciencia-ficción de esos años. Se te saltan las lágrimas con el merchandising galáctico que adorna el dormitorio del hijo de Méndez, el personaje de Affleck. Literalmente.


Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...