A Tucán le va la vida contemplativa, pero no le acompaña la pinta. Una vez que se aposta en lo alto de un árbol, por más que exhiba un gesto adusto y su pensamiento se engolosine con las variaciones del paisaje o con la música de las nubes, siempre hay alguien que lo mira con frívolo arrobo y distrae con alguna charla sin enjundia, inane o hueca, con lo que se interrumpe el flujo de la inspiración y entra en un estado melancólico del que únicamente sale si regresa a su atalaya y recupera la postura y la mirada. Incluso el hambre le incomoda. Hay veces en que llega a tal estado de concentración que los apetitos son un estorbo y hasta el propio cuerpo, que reclama atenciones, le supone una incómoda esclavitud. Quisiera Tucán carecer de colores, no tener ese pico mayestático, haber sido investido con tonalidades grises, las menos llamativas, por favor, (eso acaba de decir), no me deis festejo, que yo sólo quiero evadirme de la realidad y hacer recuento de mis cuitas y de mis cogitaciones, pero el azar es cabrón por naturaleza y no atiende exigencias por lo que Tucán no acaba de sentirse en completo bienestar. Ah, dicha, qué lejos te me insinúas, recita con morosa delectación en el fraseo de la sílabas. Ah, placer, qué esquivo tu abrazo, qué pasajero y tenue. En las noches de iluminada perfección, cuando la oscura bóveda celeste aminora el trasiego de la selva y puede encomendarse al libre desempeño de sus vicios, Tucán es metafísico. Es capaz de apreciar la respiración cadenciosa de la divinidad y le susurra su pequeña oración arbórea: Oh, Dios, concédeme la gracia de la contemplación. Ignoro tus planes conmigo, pero aún me pregunto con qué propósito me esculpiste con estas trazas. Si conveniste en adjudicarme este cromatismo a todas luces imprudente, habida cuenta de las facultades cognitivas que tuviste a bien concederme. No tendrás más excusas, me he explayado a gusto. Anochece en la selva. Rezo mis plegarias.
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