27.5.18
Los domingos son un género literario
Cansa tanta ambición ajena. La propia, con la edad, flaquea, no cuenta, hasta molesta. No desea uno más que unas cuantas pequeñas cosas en las que refugiarse. Incluso ésas, vistas con detalle, pesando lo que exigen, se dan a veces de lado, se prefiere no manifestar nada en ocasiones, hacer como que todo está hecho o todo por hacer, pero no andar metido en construir, en imponerse una tarea y acometerla con voluntad hasta que se salda ese empeño y se planea otro. Está gris el domingo, Raúl. El café y las tostadas con la radio de fondo no garantiza que después todo transcurra con esa plácida apatía que uno anhela y con la que cuenta para empezar con brío la semana, que volverá a ser exigente, implacable y (más veces de las deseables) voraz. No soñé nada que pueda recordar. El cielo está entre echarse abajo o aclararse y dejar que la luz muerda el aire y lo haga brincar como una brújula loca. Los domingos son un género literario. Las horas se persiguen, se encolerizan o se aplacan, adquieren una rara mansedumbre o un vigor inusual. Todo tiene esa inminencia extraña en la que no se sabe si se enmendará o acabará despeñado y roto. Hay días que se rompen con más facilidad que otros. Algunos vienen ya con ese aviso de fractura. Sabes que acabarán por desmoronarse, aunque más tarde prorrumpa alegremente la armonía, ese concilio feliz y breve en el que no se titubea, ni se cuestiona nada y las horas avanzan sin que se advierta su tránsito mecánico y antiguo. Los domingos no tienen ambición, son una extensión aparte del calendario. A lo sumo, cuando vienen benignos, traen una invitación a que no pensemos mucho en ellos y nos recreemos en esas pequeñas concesiones que nos permitimos. Algunas de ellas vienen sin que se las convoque. Al final todo es literatura. Cada pasaje de la existencia es un texto que se incorpora a los otros textos. Cualquiera puede ser corregido o censurado o cancelado. El lunes es un artefacto curioso. Termina por ser menos dañino de lo que pensábamos. De hecho, una vez se empiezan, confortan, dan el consuelo con el que podemos avanzar como solemos
Por la boca muere el pez y Cristiano Ronaldo
Se deja de llevar razón cuando conviene. No se rompe nada si se echa uno atrás. Depende de las ganas que se tengan o de quién sea el que ha de ser corregido o enmendado o expuesto a los argumentos de la verdad, que es siempre una cosa frágil de la que no se puede poseer título de propiedad fiable. Las veces en que la verdad se esgrime con firmeza se parecen mucho unas a otras y en ocasiones no importa dejar pasar una por alto, no darle el peso que quizá merece, pensar que da igual, pensarlo sinceramente, sin un atisbo ni titubeo. Hay gente que siempre desea salirse con la suya, no consienten que le arrebaten lo que consideran suyo, no cejan hasta que lo que arguyen se impone y quien les discute se arredra y da por zanjada la discusión. Gente que no concilia bien el sueño cuando su punto de vista no ha sido el aceptado o cuando alguien les ha convencido. No saben lo bien que se está en el lado de los perdedores. Ganar está sobrevalorado. Yo creo que ganar estresa más. Tienes que pensar cómo celebrarlo. Hoy andan de cabeza en el Real Madrid porque no saben cómo festejar su decimotercera Liga de Campeones, tercera consecutiva. No porque los jugadores no sientan el temblor divino de la victoria (el hambre de ganar y de continuar ganando tras haber ganado) sino porque uno de los suyos, Cristiano Ronaldo, ha decidido acaparar todo el protagonismo y dejar caer la idea de que se marchará el próximo año. Lo ha dicho a pie de campo justo mientras sus compañeros brincaban y reían. Tampoco Bale está de fiesta, el pobre. A pesar de su extraña chilena (más efectiva que estética) el galés dice que tiene que pensar qué hacer con su carrera y en ese plan quejumbroso. No saben ganar ni saben perder. Hablan cuando deben callar. Se deja de llevar razón cuando los argumentos que se exponen no son los pertinentes. Tal vez puedan airearse más tarde, hay un momento para todo, pero no en el momento en que otro asunto cobra más importancia. Me gusta el fútbol, me gusta mucho. Lo que me molesta es que el periodismo deportivo también desee siempre salirse con la suya. No se rompe nada si no hago la pregunta que todo el mundo espera que haga: esa es la idea. Se puede hacer mañana o dentro de tres días, pero no hoy. Era el momento de la celebración. Todo lo demás, lo que tendrá una trascendencia tremenda, ya verán, podrá ser portada y ocupar tertulias radiofónicas y discusiones de taberna más adelante, pero no ahora. Es el problema antiguo de querer ser protagonista, aunque no lo seas. Este tipo, un genio en lo suyo, se pierde cuando coge un micrófono. Yo creo que deberían dejarle marchar. Que lo fichen en Manchuria o se vaya con Iniesta a forrarse en Japón. Ah perdón, me equivocaba, que él sólo desea batir más récords. Qué cansancio de criatura, qué perfección más cansina. Por otro lado, qué se puede esperar. No es canterano (qué palabra más romántica es canterano), ni tiene las alforjas y las vitrinas llenas del todo. Así que más vale que el jefe se forre y fichen a otro menos lenguaraz. Ha dado buenos servicios, pero ya está cargante. A ver si al final el Real Madrid va a ser menos que un club, ustedes ya me entienden. La decimocuarta Champions que la traiga otro. A ver si quién la traiga va a ser más relevante que el hecho mismo de traerla
26.5.18
Dios
Cada uno en su infierno y Dios en el de todos. Siempre me fascinó la idea del infierno, pero la atracción fue absoluta cuando dejé de creer en que pudiera andar por ahí a la espera de que yo resida en él o que mis buenas acciones eviten que entre. Con Dios viene a pasar algo parecido: lo tengo a mi lado de un modo más cercano a medida que lo aparto de mis creencias o cuando lo retiro abiertamente y no considero que nada suyo me impregne. Es más mío cuanto más lo alejo. Si no me preguntan por él, sé quién es. Si lo hacen, si me hurgan, cuando indagan en que me explique, menos sé de él o a veces, por unas u otras razones, no sé nada. Soy un creyente fluctuante o un descreído voluble. Me va bien ese viaje. En cualquier caso no es una relación conflictiva, no me oprime, ni me preocupa. En ocasiones noto como si me abrazara y en otras, sin que intermedie mi voluntad, lo siento lejos o incluso no lo percibo en absoluto. Hay días enteros (semanas, meses) en que no se me ocurre pensar en él, invocarlo, tenerlo a mano y hay días enteros (semanas, meses) en que me evado, no comulgo con el espíritu divino, lo guardo, no interpongo la voluntad, no niego que Dios irrumpa y, a su arcano modo, me susurre, me incline a que lo atienda y le dé cobijo o Èl me guarezca a mí. En cierto modo, me apasiona esa lubricidad espiritual. No está nunca impregnada de iglesia, no es su enseñanza algo que me interese lo más mínimo. Todo queda, a la manera de Borges, en disfrutar de la religión como una rama de la literatura fantástica y Dios , en su vastedad, protagonista absoluto, personaje antológico, criatura perfecta en su halo de ficción pura o de irrealidad forjada por la imaginación del escritor. Así transcurren los días, así los clausuran las noches.
20.5.18
Todas las tardes de los domingos
Son las tardes de domingo las que no difieren unas de otras. No admiten que se las varíe o que les incrustemos un adorno. Si se piensa en ellas cuando es lunes, no hay una variación excesiva, parecen cogidas de un mismo molde, extraídas de un arquetipo. Hay como una lentitud en las tardes de los domingos que no se da en ninguna de las otras tardes. Se hacen morosas las horas, adquieren el peso que no suelen, se obstinan en evidenciar cierta fatalidad soportable, la del tiempo echado encima como si fuese piedra, la de la súbita constatación de todo lo que tenemos que hacer durante la semana, de todas esas cosas menudas, tal vez irrelevantes, pero que parecen montañas si se ven de lejos. Hace tiempo que todas las tardes de domingo son paradójicamente la misma. A veces incurren en anomalías, presentan novedades que entusiasman, aunque luego vuelven a esa deriva suya ya conocida. Todos los gatos son el mismo gato, dejó escrito Schopenhauer. Por extensión, no hay domingo que rivalice con otro en novedades. Alguna trae un paseo que no se espera o una llamada de un amigo del que no sabemos nada hace tiempo. No hay que distraerse con estas evidencias de la existencia del azar. Igual veo esta noche en los tejados un gato primerizo, una especie de gato fundacional, inédito, rutilante. Sólo por llevarle la contraria al seco y soso de Schopi. La de mañana, pues escribo a ciegas, de memoria, pensando en lo que ya conozco, será una tarde maravillosa, no tengo motivos para pensar lo contrario. Si me apesadumbro y la miro con malos ojos, el lunes se hará inabarcable, pesará como a veces pesan los lunes y la semana será una historia de Tántalo cuando lo arrumbaron al Tártaro (perdonen la similitud fonética, así son los clásicos) y penó una eternidad rodeado de placeres inalcanzables. En el fondo, cuanto más lo pienso, más amo los domingos. De no ser por ellos, no tendríamos la satisfacción hedonista del lejanísimo viernes.
19.5.18
La ciudad derrotada
I
Tomaron la casa. Dejaron las baldas, se llevaron los libros. Abrieron los armarios, desocuparon las perchas. Todos los cajones estaban a medio abrir y no había nada adentro. Vaciaron el frigorífico, lo despojaron de su dignidad, sólo quedó un olor a rancio y unos tappers huecos. No era la voluntad de hacer daño, no se disfruta con esas cosas. Fue un acto de amor lo que hicieron. No debía quedar nada que indicase cómo eran los moradores. Lograron que la casa dejara de ser una casa. Era cualquier otra cosa, pero no una casa. Luego estaba el silencio. Parecía colocado adrede. Como si lo hubiesen traído de afuera y dejado allí para que colaborase al expolio. El silencio juntamente con el frío. Hay casas que viven en ese limbo sin sustancia. Las ves desde la acera o desde un coche. Piensas que nunca fueron habitadas. Dan esa sensación de orfandad. Te parece inverosímil que antes hubiera conversaciones, afectos, actos de amor y de odio, pequeñas o grandes evidencias de que la vida pasó por allí y se animó a quedarse. Están proliferando las casas vacías, tomadas, descompuestas, desoladas, ciegas y muertas. Las hay en número que rivaliza con el de las ocupadas. Toda esa abundancia obscena de bloques a medio construir o de pisos no estrenados jamás hace pensar en que cierto mal está asentándose en la sociedad y de que estamos encantados de que nos haya visitado. De no estarlo, no habría bloques fantasmas, pisos muertos, casas solas. Duelen más las que no llegaron a ser útiles siquiera. Las otras, las que se habitaron y dejaron, pronto se enmohecen, se cuartean, ofrecen la impresión de que algo extraordinariamente perverso las impregna. Una casa deshabitada es como un libro que no se ha abierto nunca o como un corazón que no ha amado nunca o como una palabra que nunca se ha dicho. Hay una inminencia trágica, una terrible presencia que se esfuerza por contarnos su dolencia íntima, su absoluta flaqueza, su deseo de que la poseamos y nos volquemos en ella fieramente al modo en que el amante se vacía en su amada y la colma como si no hubiese venido al mundo a otra cosa. Las ciudades son cada vez más fantasmales. El hombre es cada vez más insensible. Las casas son cada vez más absurdas.
II
Hoy, al entrar en la ciudad (hoy Granada), vi extensiones enormes de bloques vacíos, expuestos al desorden y a la soledad. No hay nadie que los observe. Nadie se fija en ellos. Cuanto más grandes son, menos atención se les da. No sabemos si tuvieron inquilinos o nadie los habitó. Si alguien pensó en cómo amueblarlos e imprimirles vida. Todos ocupan ahora un lugar infame en la historia del progreso. No hubo dinero con el que acabarlos o la sinrazón o las corrupciones (vaya usted a saber) se desentendió de ellos y no les dio carta de habitabilidad, ni luz, ni agua. A veces los toman los que no tienen techo en propiedad. No sé cabalmente qué pensar sobre los okupas. Por un lado tengo muy claro que están cometiendo una ilegalidad o que están delinquiendo. Por otra quizá procedan como lo hacen porque los demás, los que construyen, los que levantan las ciudades, han perdido la cabeza y ellos, los pobres, aprovechan la poca cordura que queda en pie. Otro asunto es el de colarse en las casas cerradas, en las que tienen el pestillo echado, las que se podrán habitar o alquilar o lo que le venga en gana al legítimo dueño, pero también esas piden afecto, hablan a su manera. No hay libros en sus baldas o no hay baldas. Las camas dispuestas en los dormitorios no sirven para que se duerma o se ame en ellas. Dejarlas fue un acto de amor. Los que las habitaban retiraron todo lo que delatara alguna evidencia de sus vidas. Que fuese cualquier cosa, pero una casa. No hasta que tuviese un nuevo inquilino y la tratase con esmero.
17.5.18
Trío con Pascal y Hopper
Intermission, Edward Hopper
I
Pascal escribió que no hay hombre que difiera tanto de otro como de sí mismo en el decurso de su vida. Por eso hay días en que uno se levanta pletórico, convencido de que la vida le va a bendecir o de que todo está en su lugar y ofrecido a nuestro capricho, y acaba yendo a la cama hecho un trapo, hundido, convencido de que la vida nos atropelló o de que nada bueno pasó a beneficio propio. Días en que no eres amable, ni templado. Días en que ves a Dios en los grumos del café o al demonio en la sombra que proyectas cuando caminas. Días en que eres un padre maravilloso, uno bueno de verdad o eres el peor padre que pueda existir. Días que escribe el amor las líneas del texto y días en que no hay amor, ni nada que lejanamente se le parezca, en lo que hacemos, en lo que decimos. Días en que alguien hace que tengas fe en el género humano. Días en que alguien hace que desees no haber sido educado en el respeto ni en la mesura y te dan ganas de abrirle la cara. Yo mismo tengo días en los que me reconozco enteramente y días en que no tengo ni idea de quién hace o dice cosas en mi nombre. No hace falta ir al trayecto de una vida entera, como escribía Pascal. Basta un día, un extenso día. Con ese tramo del tiempo podemos sentir que somos dos o somos más incluso. No es difícil que a veces uno se descarríe, desbarre, se obceque, no dé una a derechas, crea que todo el mundo está en su contra, acepta que el azar se obstina en contrariarlo o que el cosmos entero (he aquí el veneno de Coelho) conspira para que se precipite al vacío y reviente al tocar al suelo. Tampoco que concurra toda la felicidad en un momento y uno (en su humildad, en su completa y sincera modestia) encuentre la dicha, el júbilo, la gracia misma y sea suya. Hoy, cuando se me envalentonó la tensión, pensé en todo eso, en la tolerancia, en la resistencia, en la claudicación, en la mesura, pero no vienen esos deseos cuando se les invoca, no acuden a auxiliarte a la primera, con presteza y diligencia. La tarde ha ido bien, he visto la luz y la luz me ha acurrucado en su arco de colores.
II
A mi amigo K. se le ocurrió la idea de convencernos de que no era realmente él, sino otro, uno del que no sabía nada, al que no podía controlar, con quien batallaba con irregular éxito y que, en definitiva, le acompañaba a diario como una sombra, sin que lograra ajustarla a su paso, convencerla de que el dueño era él y hacía lo que él proponía. K sostenía (en uno de sus arrebatos, en uno de los muchos con los que amenizaba las charlas) que no hay nadie que responda de sí mismo en todas las circunstancias. Como si obrar mal pudiese justificarse siempre, como si obrar bien fuese manejo del azar, como si lo que somos no dependiera de nuestra voluntad sino de una voluntad externa, una especie de dios rudimentario y caprichoso que escribiera la trama del teatro que representamos. K. fue un Pascal doméstico. O un Borges en el momento en que se le ocurrió el poema del ajedrez, ése que se interroga sobre las piezas del tablero, de cómo se disponen, de qué artero o benigno oficio realizan y de quién mueve los hilos de sus movimientos y, de camino, de los nuestros, en nuestro tablero enorme, en el teatro que nos ha tocado en suerte (o en jodida desgracia). Es curioso (doloroso, también) que se pretenda borrar ese pensar trascendente de Pascal de las aulas. Sigo perplejo (e indignado) por la incompetencia en materia educativa de quienes nos gobiernan. Se cepillan la Filosofía, la arrumban, la tratan con el miedo que siempre causó (ay) y siguen en la idea de que el pueblo leído no conviene. Luego reculan, luego comprenden y traen a Pascal nuevamente a las pizarras y vuelve a correr las aguas, que fueron detenidas y, en ese estancamiento, hedían. Tenemos a veces gobernantes que hacen que la realidad hieda, dicho de un modo amable. Con lo hermoso que es pensar. No digo ya otros beneficios. Sólo me quedo con la belleza de ese maravilloso acto. Confieso que a veces no lo ejecuto como quisiera y que otras, por más que me esfuerzo, no estoy a la altura. Ahora mismo, a estas horas, cuando pronto abrirá el jueves, sólo pienso en la necesidad que tengo yo de no conciliar el sueño y dedicar el insomnio a invitar a Pascal. No sé si he estado pensando en él o en Coelho. Se me ha hecho un nudo en la garganta al considerar esa duda.
III
Pascal escribió que la infelicidad del ser humano proviene de su incapacidad de estar en soledad. Acudimos al remedio que se precise, inventamos los entretenimientos que convengan: todo por no quedarnos solos, por no tener que mirar adentro y escuchar lo que quiera que por ahí digan. Es el alma, esa residencia antigua, de la que los filósofos, los sacerdotes y los poetas han contado verdades y mentiras, tramas razonables y argumentos bastardos, la que en cuanto puede se manifiesta, se hace ver, implora la atención que no le concedemos y ocupa su lugar en el mundo. Tengo un amigo que mide su felicidad por el grado de intranquilidad que tiene cuando intenta conciliar el sueño. Si tarda y la cabeza le lleva de un lugar a otro, maquinando planes para el día siguiente o revisando los planes cerrados el día difunto, se levanta malhumorado, pronostica que la jornada va a ser mala y que la resaca de esa travesía del espíritu, la de pensar y hacer que pese lo pensado, le va a pasar factura. Pensar siempre fue una actividad de riesgo. Puede uno encontrarse con lo que no espera o lo que no desea. Lo mejor es evitar esa exposición, procurar que no se dé jamás la ocasión en la que no se tenga nada que hacer y el demonio se nos arrime y nos ponga frente a nosotros mismos. Por eso hay que tener al demonio de nuestra parte, saber que podemos contar con él y que no se pondrá hostil ni nos dejará en evidencia. Un demonio privado, maleable: uno con el que despachar largas conversaciones, del que esperar que nos haga pensar y nos empuja al borde del abismo. Puede ser dios el demonio. Todos los dioses ocultan el mal, ninguno inventado por el hombre representa el bien absoluto. Ni siquiera queremos eso, el bien absoluto. Nos conformamos con un bien eventual, accesible, no demasiado insistente, que permita salir y ver la periferia, asomarse al abismo. No saber estar solos, no querer tampoco. El miedo fundamental de nuestro tiempo es la falta de voluntad para ocuparnos de nosotros mismos. Preferimos que otros rellenen el hueco que vamos dejando. Nos refugiamos en la literatura, en el parte del tiempo, en el cine, en los partidos de fútbol, en los programas de recetas de cocina, en la prensa deportiva, en los escaparates, en los gimnasios, en las clases de inglés, en los oficios de misa... Todas esas tramas, grandes o pequeñas, verosímiles o no, amenas o aburridas, cubren cierta necesidad primaria de información, pero solventa el problema de fondo, el de no querer mirar adentro, el asunto de la soledad, la no deseada, la que acude sin ser llamada, la que obstruye, la que cercena, la que duele. Luego está la otra, bien se sabe, la soledad anhelada, la que no obstruye, ni cercena, ni duele, sino que conforta, alivia, alimenta, la sonora, que dijo alguien, la que nos arroja a la sombra que vamos dejando o al espejo, pero ah la felicidad de estar solo a sabiendas, de no precisar injerencia externa, de no necesitar de nadie. Ah del regreso, ah del placer de buscar más tarde con quien compartir ese gozo solitario y decir qué vimos en el pasaje, qué bendito gozo tuvimos al internarnos en él y recorrerlo sin compañía. No sé por qué, pero de pronto me he acordado de unos cuadros de Hopper.
A mi amigo K. se le ocurrió la idea de convencernos de que no era realmente él, sino otro, uno del que no sabía nada, al que no podía controlar, con quien batallaba con irregular éxito y que, en definitiva, le acompañaba a diario como una sombra, sin que lograra ajustarla a su paso, convencerla de que el dueño era él y hacía lo que él proponía. K sostenía (en uno de sus arrebatos, en uno de los muchos con los que amenizaba las charlas) que no hay nadie que responda de sí mismo en todas las circunstancias. Como si obrar mal pudiese justificarse siempre, como si obrar bien fuese manejo del azar, como si lo que somos no dependiera de nuestra voluntad sino de una voluntad externa, una especie de dios rudimentario y caprichoso que escribiera la trama del teatro que representamos. K. fue un Pascal doméstico. O un Borges en el momento en que se le ocurrió el poema del ajedrez, ése que se interroga sobre las piezas del tablero, de cómo se disponen, de qué artero o benigno oficio realizan y de quién mueve los hilos de sus movimientos y, de camino, de los nuestros, en nuestro tablero enorme, en el teatro que nos ha tocado en suerte (o en jodida desgracia). Es curioso (doloroso, también) que se pretenda borrar ese pensar trascendente de Pascal de las aulas. Sigo perplejo (e indignado) por la incompetencia en materia educativa de quienes nos gobiernan. Se cepillan la Filosofía, la arrumban, la tratan con el miedo que siempre causó (ay) y siguen en la idea de que el pueblo leído no conviene. Luego reculan, luego comprenden y traen a Pascal nuevamente a las pizarras y vuelve a correr las aguas, que fueron detenidas y, en ese estancamiento, hedían. Tenemos a veces gobernantes que hacen que la realidad hieda, dicho de un modo amable. Con lo hermoso que es pensar. No digo ya otros beneficios. Sólo me quedo con la belleza de ese maravilloso acto. Confieso que a veces no lo ejecuto como quisiera y que otras, por más que me esfuerzo, no estoy a la altura. Ahora mismo, a estas horas, cuando pronto abrirá el jueves, sólo pienso en la necesidad que tengo yo de no conciliar el sueño y dedicar el insomnio a invitar a Pascal. No sé si he estado pensando en él o en Coelho. Se me ha hecho un nudo en la garganta al considerar esa duda.
III
Pascal escribió que la infelicidad del ser humano proviene de su incapacidad de estar en soledad. Acudimos al remedio que se precise, inventamos los entretenimientos que convengan: todo por no quedarnos solos, por no tener que mirar adentro y escuchar lo que quiera que por ahí digan. Es el alma, esa residencia antigua, de la que los filósofos, los sacerdotes y los poetas han contado verdades y mentiras, tramas razonables y argumentos bastardos, la que en cuanto puede se manifiesta, se hace ver, implora la atención que no le concedemos y ocupa su lugar en el mundo. Tengo un amigo que mide su felicidad por el grado de intranquilidad que tiene cuando intenta conciliar el sueño. Si tarda y la cabeza le lleva de un lugar a otro, maquinando planes para el día siguiente o revisando los planes cerrados el día difunto, se levanta malhumorado, pronostica que la jornada va a ser mala y que la resaca de esa travesía del espíritu, la de pensar y hacer que pese lo pensado, le va a pasar factura. Pensar siempre fue una actividad de riesgo. Puede uno encontrarse con lo que no espera o lo que no desea. Lo mejor es evitar esa exposición, procurar que no se dé jamás la ocasión en la que no se tenga nada que hacer y el demonio se nos arrime y nos ponga frente a nosotros mismos. Por eso hay que tener al demonio de nuestra parte, saber que podemos contar con él y que no se pondrá hostil ni nos dejará en evidencia. Un demonio privado, maleable: uno con el que despachar largas conversaciones, del que esperar que nos haga pensar y nos empuja al borde del abismo. Puede ser dios el demonio. Todos los dioses ocultan el mal, ninguno inventado por el hombre representa el bien absoluto. Ni siquiera queremos eso, el bien absoluto. Nos conformamos con un bien eventual, accesible, no demasiado insistente, que permita salir y ver la periferia, asomarse al abismo. No saber estar solos, no querer tampoco. El miedo fundamental de nuestro tiempo es la falta de voluntad para ocuparnos de nosotros mismos. Preferimos que otros rellenen el hueco que vamos dejando. Nos refugiamos en la literatura, en el parte del tiempo, en el cine, en los partidos de fútbol, en los programas de recetas de cocina, en la prensa deportiva, en los escaparates, en los gimnasios, en las clases de inglés, en los oficios de misa... Todas esas tramas, grandes o pequeñas, verosímiles o no, amenas o aburridas, cubren cierta necesidad primaria de información, pero solventa el problema de fondo, el de no querer mirar adentro, el asunto de la soledad, la no deseada, la que acude sin ser llamada, la que obstruye, la que cercena, la que duele. Luego está la otra, bien se sabe, la soledad anhelada, la que no obstruye, ni cercena, ni duele, sino que conforta, alivia, alimenta, la sonora, que dijo alguien, la que nos arroja a la sombra que vamos dejando o al espejo, pero ah la felicidad de estar solo a sabiendas, de no precisar injerencia externa, de no necesitar de nadie. Ah del regreso, ah del placer de buscar más tarde con quien compartir ese gozo solitario y decir qué vimos en el pasaje, qué bendito gozo tuvimos al internarnos en él y recorrerlo sin compañía. No sé por qué, pero de pronto me he acordado de unos cuadros de Hopper.
Libros de emergencia
La mejor biblioteca es la de emergencia, a la que acudes con la certeza de que te confortará y te dará lo que necesitas. A veces las muy pobladas, las que tienen baldas muy altas, cobijan o consuelan menos, no sabe uno a veces a qué acudir, qué volumen escoger, tientan muchos, hasta parece que los desechados pidieran ser tenidos en cuenta, solicitar que se les abra y atienda. Un libro no es un libro hasta que el lector lo abre: es un objeto entre los objetos, como dejó escrito en uno de ellos el buen Borges. A veces necesitamos un libro al modo en que se necesita un cuerpo. De hecho hay ocasiones en las que sabes que habrá un libro que te aguarda, uno fiable al que encomendarte, en el que perderte y posiblemente encontrarte. Uno está aquí y allá, sin residencia estable. Yo mismo me he encontrado en las páginas de un libro. Hay pasajes en los que tienes la entera seguridad de que hablan de ti o de que eres tú el que los recorre. Te sorprende que alguien a quien no conoces sepa qué te conmueve o las cosas con las que disfrutas o sufres. De hecho, la literatura es un espejo de quien la lee. Un cierto de tipo de espejo. No sólo te miras en él sino que eres mirado, se te observa, adquiere el mapa de tus facciones y logra descifrar el interior de un modo que a veces ni tú mismo sabrías. Necesitamos leer porque necesitamos vivir. Quien no accede a la literatura no vive peor, creo que lo he escrito muchas veces. Lo que tiene es menos vida que vivir. Porque dentro de la literatura hay vidas que no están disponibles afuera, no se las ve, aunque se prefiguren o se intuyan. La ficción es la realidad que se ha desbordado y se ha recogido en un libro.
16.5.18
El príncipe del metro cuadrado
Hay cosas que no entiendo bien en los comentarios que se hacen en las retransmisiones futbolísticas. No sé si me hacen gracia o no me hacen ninguna. En algunas, ocurrentes, esbozo una sonrisa, por esmerarse en lo poético (el balón peinó las nubes) y otras me irrito, me hartan, me producen una especie de repelús fonético del que tardo en salir (el albaceteño es el príncipe del metro cuadrado, referido a Iniesta no hace muchos días). Creo que es un oficio difícil la narración de un partido fútbol. Hay que tener temple y no caer en el vértigo y narrar como si se acabase el mundo, cuidando de que nada de lo que ocurra en el campo pase desapercibido para el espectador. Abundan los locutores estajanovistas, los que se explayan a gusto y registran cualquier lance. Los menos son los premiosos, los que no se aceleran sin necesidad y explican lo necesario, sin excederse, evitando en lo posible (es muy difícil eso, imagino) aturdir al que mira la pantalla, narrándole lo que ve. En la radio la cosa no funciona así: el locutor necesita mostrarnos lo que no vemos. Hay algunos (lamento no aportar nombres) que son profesionales estupendos. Valdano es un extraterrestre, no es de este mundo. El rapsoda, como le gustaba llamarlo al ínclito José María García, es un tipo culto y no oculta su cultura cuando explica las razones por las que Griezman no cuaja un buen partido o las que justifican que Messi no marque los goles que el aficionado culé anhela. Me parece un hombre desubicado: comenta partidos de fútbol porque fue el oficio que tuvo antes de que la edad lo retirara, pero podría comentar libros de poesía o cine ruso de los años mudos. Algo parecido le sucede a un tipo absolutamente genial, Santiago Segurola. Hace que la trivialidad de un resultado (qué más da que ganen o que pierdan, al fin y al cabo) adquiera consideraciones casi metafísicas. No es que hable bien (se echa eso en falta en muchas ocasiones) sino que lo hace respetando al que escucha, sin escatimar un verbo oportuno o un adjetivo preciso. Quienes amamos la lengua y el fútbol (yo soy uno de esos) apreciamos que existan profesionales de esta altura. Insisto en que todo es cuestión de semántica y de sintaxis y de amor por la lengua vernácula. Lo de que alguien sea el príncipe del metro cuadrado es una anécdota, pero en el fondo tiene su pequeño orgullo lingüístico
13.5.18
Versos en serie / Crossover TV en La Casa de los Mora
El viernes hubo un rato espléndido de poesía y de series de televisión en la Casa de los Mora. Hablé sobre True Detective y recité (o leí, no sé si declamar es lo mío) un poema/monólogo en el que Rust Cohle se explaya a gusto sobre Dios, la salvación y el pecado. Quizá fuese yo el que se explayó. En todo caso, una tarde maravillosa en la que se leyeron muy buenos poemas y dieron ganas de ver (o de ver otra vez) muy buenas series. Gratitud a Vicente Cabeza, el constructor y maestro de ceremonias de la cosa. Las fotos son de otro maestro en lo suyo, Joaquin Ferrer.
Spleen de sábado
El aire tiene su arquitectura.
La flema la pule una buena mesa camilla.
Ser epicúreo está absolutamente de moda.
A veces conviene una pendencia.
Todo me llega en segundo plano.
Hay lecturas que son de una intensidad a la que no alcanza la vida.
Todos los días aliento los mismos estupendos pecados.
Nadie me gana en mis rarezas. En las mías, digo.
La insoportable idea de que Dios exista me ha ocupado una parte del desayuno.
Siempre prefiero la abundancia.
No haber ido nunca a París tiene sus ventajas.
Tengo una moralidad a prueba de inmorales.
Hay ciertos dolores del alma que son casi dolores físicos.
La literatura es un estado convulso de las cosas.
Escribir es la constatación de que lo que sucede alrededor nuestra no cuadra.
El milagro ocurre siempre cuando no se le aprecia.
Tengo fe en lo absoluto.
Un verano en el que no pasan demasiadas cosas salvo las que no olvidas nunca.
Esta noche he soñado con elefantes que desfilaban frente a elefantes.
Las horas duelen como un retrato de Charles Baudelaire.
No conozco a nadie que lleve la vida que desea.
N0 hay lugar al que yo no haya deseado ir y, sin embargo, no hay lugar como en el que vivo, ninguno que me satisfaga más, ninguno que mejor se acople conmigo y me sostenga.
La flema la pule una buena mesa camilla.
Ser epicúreo está absolutamente de moda.
A veces conviene una pendencia.
Todo me llega en segundo plano.
Hay lecturas que son de una intensidad a la que no alcanza la vida.
Todos los días aliento los mismos estupendos pecados.
Nadie me gana en mis rarezas. En las mías, digo.
La insoportable idea de que Dios exista me ha ocupado una parte del desayuno.
Siempre prefiero la abundancia.
No haber ido nunca a París tiene sus ventajas.
Tengo una moralidad a prueba de inmorales.
Hay ciertos dolores del alma que son casi dolores físicos.
La literatura es un estado convulso de las cosas.
Escribir es la constatación de que lo que sucede alrededor nuestra no cuadra.
El milagro ocurre siempre cuando no se le aprecia.
Tengo fe en lo absoluto.
Un verano en el que no pasan demasiadas cosas salvo las que no olvidas nunca.
Esta noche he soñado con elefantes que desfilaban frente a elefantes.
Las horas duelen como un retrato de Charles Baudelaire.
No conozco a nadie que lleve la vida que desea.
N0 hay lugar al que yo no haya deseado ir y, sin embargo, no hay lugar como en el que vivo, ninguno que me satisfaga más, ninguno que mejor se acople conmigo y me sostenga.
10.5.18
La más artera
Hoy me he levantado constipado, estornudando más de la cuenta, sin que intermedie la alergia primaveral que padezco. Pensé en si es sólo el constipado lo que me preocupa o si debiera beber o fumar menos o incluso no hacer ninguna de esas dos cosas, pero son pensamientos de una fugacidad asombrosa. Los retiro con la misma presteza con que acudieron, me sorprende que venza la parte mía responsable sobre la que no lo es. Al cuerpo, cuando se le conceden licencias y se le procuran placeres, le cuesta poco pedir más, hacer ver que está necesitado, huérfano, hambriento, abandonado.
El cuerpo es insaciable, no se le contenta con facilidad, exige más, es un yonki. De ahí que me llamara la atención que la cabeza, la que piensa y la que preserva, la que está obligada a regañar y a censurar, desoyera las reclamaciones del cuerpo. Así que tras ingerir las pastillas de la mañana y organizar el desayuno, he caído en la cuenta de que hay una batalla por ahí adentro: la libra la luz contra la sombra, el deseo de durar más y el de disfrutar más contra el de cuidarse. Siempre existió esa batalla, aunque uno se percate de sus trifulcas o las perciba vagamente cuando suena alguna alarma en forma de resfriado o de dolor de tripa o de cabeza.
Todos estamos enfermos de algo, a todos nos aqueja un mal, no hay día en que sintamos un dolor, por pequeño que sea, ninguno en el que no se piense en la enfermedad, en la propia imaginada o verdadera o en la ajena, en la que padecen los otros y se ve en la distancia, sospechando que cualquier día es bueno para que nos visite y, cuando la enfermedad se aleja, cuida el enfermo de no recaer, se administra la medicación con esmero, no se arrima a lo que no le conviene, sortea los obstáculos con los que se le tienta y se esperanza en que la dolencia regrese tarde o no lo haga de ninguna manera.
Hay quien tiene con sus enfermedades una relación casi amorosa, íntima hasta lo carnal. Alardea de que le duele esto o aquello, ensaya el modo en que contará sus aflicciones y sostiene sin pudor que no espera mejoría o que no le importa que los quebrantos sean tan suyos como lo son sus brazos o sus piernas o su carácter. Tengo amigos que no reparan en explayarse cuando se les pregunta cómo andan, si pueden salir o seguirán en reposo, al resguardo de la casa, confortables y resignadamente convalecientes. Pierden chispa cuando la enfermedad les abandona, no saben de pronto de qué hablar, merodean las conversaciones, van de una a otra sin entusiasmo, como si se les hubiese retirado de cuajo la locuacidad que antes brillaba cuando tosían o padecían ardores o dolores de cabeza. Yo mismo, cuando he enfermado, he apreciado esa voluntad ajena consistente en darnos una especie de mimo. En el fondo sólo deseamos que nos amen. La enfermedad puede ser un instrumento de la felicidad. Uno retorcido, pero válido.
La enfermedad, cuando se enquista, aburre y aturde a quien la sufre y a quien la escucha; produce en los dos la sensación fiable de que no hay nada afuera de ella, nada que rivalice con su alarma y con su caos, con su vértigo y con su locura. El enfermo hace literatura de sus achaques. Quizá sea ésa, la enfermedad, la que mueve al mundo, la que lo hace girar, la que lo tiene en danza y en ofrecimiento. Toda la historia de la literatura vendría a ser una especie de extensísimo informe clínico en el que muchos autores relatan los avances y los retrocesos de las patologías y se enredan en los consuelos, en toda esa suerte de artefacto balsámico con el que sortear o esquivar enteramente los accidentes que acarrean. Uno es esclavo de lo que padece, viene a decir ese gran argumento universal.
Estar enfermo nos tiene a medio hacer, es una media vida, una vida de préstamos y de química. No es lo mismo una enfermedad que otra, no hay dos convalecencias iguales. Las hay fortuitas y de poco asiento, en las que el paciente ni tiene conciencia de que anda mal o no sabe verbalizar qué padece; las hay esperadas y festejadas, y tóxicas como un Luz que te ciega irreparablemente, aunque en el fondo quemen y anulen y maten. Se busca en ellas el calor ajeno, la posibilidad de que alguien escriba unas palabras en el yeso con el que nos corregían el brazo roto cuando niños. Durante el tiempo en que tenemos puesta la escayola, somos la atracción absoluta de la vecindad. Mientras está ahí o incluso a veces cuando la retiran, sabemos que nos preguntarán y tendremos ingenio para contar la historia de la caída y de la fractura del modo que nos plazca, poniendo énfasis allí o restándolo aquí, dejando que sean las palabras que guíen el relato. A veces echamos de menos un brazo roto, dicho de una manera absolutamente no literal. Deseamos que nos agasajen con el interés sobre nuestra salud, ésa que tenemos a medias o no la tenemos de ninguna manera, que también hay enfermos terribles que han terminado incorporando la enfermedad a su ánimo y a su carácter y a su modo de respirar o de desplazarse y no conciben su vida sin ella. De esa paradoja surge también una género literario.
Nunca se está enfermo a voluntad propia, pero hay quien permite que acometa la enfermedad, aunque luego ella obre a su antojo y haga cuartel de la casa que se la ha ofrecido. Un conocido con el que compartí reclusión militar se desarropaba de noche, pisaba descalzo el suelo y hasta desoyó la primera medicación impuesta por un buen doctor que allí había y que se preocupaba sinceramente de sus pacientes. Fumaba en invierno al fresco, en la puerta de la cantina del cuartel o en la del barracón, pidiendo fumar dentro sin problema. Cuando el frío le caló bien hondo los huesos, cayó enfermo de verdad, se le llevaron al hospital y anduvo allí ingresado el tiempo suficiente para abjurar de su locura médica. Perseguía que se le librara de las guardias y quedara confortablemente acomodado en la cama o en los sillones de la compañía, leyendo como le gustaba o viendo una tele enorme en la que cualquier programa era (en ocasiones) el mejor de los programas. Hubo otros que se lesionaron a posta con objeto de no ser reclutados para unas maniobras. No lo aireaban, no contaba a qué recurrieron para exhibir las heridas en los pies o al dolor reticente en el hombro. Preguntados en la intimidad de la cantina, referían que se golpearon contra la taquilla o que aplicaron una cabeza de martillo sobre la herida que le había causado el zapato de vestir, el usado en los desfiles, cuando nos vestían de bonito y salíamos a recorrer las calles o los patios de otros acuartelamientos. De ellos guardo la convicción personal de no estar a capricho de la voluntad ajena sino depender en última instancia de la propia, la de sortear los obstáculos, pese a que salieran diezmados, rebajado no sé si el amor propio o la dignidad o algo así elevado y noble que ahora no sabría nombrar.
Tampoco sé ahora si actué de parecida manera en alguna ocasión y los años, que lo borran todo o lo rescatan todo, me han impedido mirar con objetividad aquella época en la que uno andaba todavía a medio curtir, si es que ahora se puede decir que esté ya enteramente curtido. Nunca se está bien del todo, podría decirse. Siempre hay algo que nos afecta o que nos reduce. Da igual que sea leve y no deba ser tenida en cuento o incluso ni siquiera sea percibida o que sea grave y nos lastre y acabe marcando nuestra vida y, en cierto modo, acortándola, produciendo la sensación certera de que esa vida está en manos de la enfermedad y será ella la que la finalice.
Decía mi abuela, a la que quise mucho y de la que siempre tendré el mismo festivo recuerdo, que lo peor que podías hacer con un reloj que mostrase una avería era llevarlo al relojero. Ese acto en apariencia sencillo y lógico sería la muerte misma del reloj. No dejaría de estar averiado nunca, si se llevaba a quien lo reiniciara; no tardarías mucho (sostenía) en llevarlo de nuevo y así hasta que decidieras hacerte con uno nuevo. Creo que quería decir que el reloj ya venía averiado desde la misma fábrica. Tendría en sus tripas un tornillo sin ajustar del todo desde el que se desmoronaría la máquina entera. Ahora lo llaman obsolescencia programada, y al tornillo, los listos de ahora, con su vocabulario precioso, le llaman algoritmo. Todo es cosa de que un algoritmo no esté bien implementado. La vida entera, considerada con cuidado, es un logaritmo o una sucesión aleatoria de logaritmos. La misma enfermedad de la que hablo es un algoritmo caótico, no tiene piedad, se impregna y hace cuartel en la casa a la que no se la invita, la muy artera. Que ustedes rebosen en salud y sólo os alcance un frívolo constipado.
9.5.18
Más
No sé cuántos libros he leído, nunca tuve la pretensión de contarlos. De lo que sí guardo un registro es de las películas que he visto. Lo hago en cuadernos, anotando con pulcritud el título y el director, el día en que la vi. Empecé hace casi treinta años y de vez en cuando lamento no haber consignado ese censo desde la primera película de la que tuve conciencia, la primera que fue verdaderamente deslumbrante, por alguna causa que entonces yo convocara. De todos esos libros leídos (Agatha Christie, Azorín, Auster, Borges, Cortázar, Landero, Dickens, Millás, McCarthy, Marías, Muñoz Molina, Roa Bastos, Faulkner, Benet, Gil de Biedma, Lorca, Shakespeare...) guardo recuerdo fiable de muchos, pero no creo que sean tantos. He nombrado esos, sin saber bien la razón que extrae unos y no otros, el porqué de la elección; si, por ejemplo, cito a Gil de Biedma y no a Goytisolo o a Faulkner (tan amado) y no a Steinbeck (tan amado también). La mayoría de lo que leo sólo ocupa el tiempo en que son leídos, no permanecen, ni siquiera retiene uno la trama. Ahora sabría explicar cómo escribe Borges o incluso la trama de Funés, el memorioso o La casa de Asterión, pero hay detalles que se escapan, con lo que uno no puede contar. Lo peor que le puede pasar a un lector es que no recuerde la trama de uno de los libros que ha leído. También puede ser lo mejor. Recordar y olvidar son, en este caso, piezas intercambiables, variaciones de un mismo juego. K. sostiene que hacemos bien en no registrar lo que no nos ha llenado. Tan sólo por volver a vivirlo con el entusiasmo de la primera vez, dice. Pasa lo mismo con la vida. Hay días que tienen un fulgor o tienen varios. Días que parecen muchos, aunque se concentren en el trayecto de uno solo. Tienes perfecta propiedad de lo que los llenó, sabrías ordenar los acontecimientos, podrías repetirlos con la certeza de que, si te esmeras, no diferirán lo más mínimo de los que pasaron y únicamente existen en tu memoria. La memoria es un casa grande, pero tiene inquilinos reaccionarios, la habitan criaturas extrañas, de las que se soliviantan a la primera y no se avienen a veces a una convivencia pacífica. En cuanto lo hacen, cuando razonan y prevalece el orden, la memoria es una casa grande y armónica, no un caos, me dice K. Este fin de semana leí a dentelladas, con absoluta fruición. Dediqué tardes enteras a leer, cosa que no hacía desde hace tiempo. La sensación, al acabar el día, fue la de haber aprovechado muchísimo el tiempo y, al tiempo, de haberlo perdido completamente. Desea uno ser varios, no uno sin extensión posible. Poder leer y ver cine y salir con los amigos y dormir sin freno y pasear las calles, pero todo juntamente, como si hubiese más de un yo disponible y pudiese manejarlos con soltura, sin que lo que haga uno afecte a lo que obra otro y, al final, todos compareciesen ante mí y me rindieran cuentas de lo que han hecho y yo lo registrara todo. Tengo que quedar con K. y charlar de todo esto.
7.5.18
Política y paisaje
Vuelvo a leer hoy una cosa de Unamuno que siempre me gustó mucho: la de la pena que da que los españoles no estemos a la altura de nuestro paisaje. Creo que no hay mejor declaración de amor a la patria que la ocupada en prevalecer sus paisajes a sus ideologías. Porque el paisaje no cambia, pese a que la mano del hombre lo perturbe y el tiempo también haga su obra lenta y durísima, pero las ideologías son de variada ralea moral y no siempre sirven, ni valen para todos los que alguna vez enarbolan una bandera o una causa. Me hace mucha gracia, gracia que en ocasiones vira a pena, que la política de un país como el nuestro haya quedado únicamente en la vindicación de sus pequeñas patrias, esas provincias que creen estar mancomunadas históricamente por una lengua o por un afán o por un ideal y declaran abierto un conflicto y se arrojan a él combativamente, sin pensar en lo que queda atrás cuando se inicia una batalla. La de las independencias nunca tira de paisajes, sólo exhibe soflamas lingüísticas y tramas parlamentarias. No tiene poesía. Antes, recuerdo yo, corto en edad para ir muy atrás en la historia de estas cosas, pero talludito para otras, salían a la calle los poetas y los cantantes y llenaban las plazas y los auditorios de las facultades universitarias. Ahora son otros los tiempos, más tristes, menos épicos. Hemos arrumbado las metáforas, las hemos apartado con fiereza, y hemos convidado a los eslóganes, que son frases resolutivas, algunas con buena factura, que se quedan en una invitación, sin entrar en más hondura. Todo está mucho más pobre ahora. La gente se tira a la calle para reivindicar lo suyo (la patria, ah la patria) y llena los estadios con pancartas enormes que ocupan graderíos enteros y silba el himno español, pero no mira el paisaje, no tira de paisaje, como quería Unamuno: no estamos a la altura de nuestros ríos, ni de nuestros bosques. Ni siquiera estamos a la altura de algunos antepasados nuestros, que solicitaron lo mismo que los de ahora, pero no hicieron el ridículo, ni dejaron que la gente votase en urnas improvisadas en las plazas, ni sacaron las armas (las sacaron porque las tenían) para quitar de en medio a los que pensaban de otra manera, ni se encapucharon para salir en televisión y airear sin pudor su locura. Son tiempos de penurias intelectuales. No hay gente con la cabeza bien amueblada, muy leída y muy trabajada en el debate y en la confrontación limpia de las ideas. No hay políticos con la suficiente honestidad como para retirarse cuando la derrota es manifiesta. No retirar de su cabeza la idea que los animó al enfrentamiento, lícito, de cualquier manera, sino la retirada de unos planteamientos y la invocación de otros. No he visto a nadie que en la batalla sólo desee usar la misma espada, usando un símil bélico. De gente obcecada y negada al diálogo está el mundo lleno. No sólo en el lado en el que no estamos ni deseamos estar, sino también en el nuestro, el que nos parece legítimo y válido.
Habermas dijo el otro día que ojalá no hubiese filósofos en ninguna cartera ministerial. Ni poetas. Me parece que tendrá más elementos de juicio el filósofo y poeta alemán que este servidor. Seguro que habla con el conocimiento del que yo carezco, pero me sigue pareciendo que hace falta un poco de sensibilidad en los procedimientos de la política, en sus textos, en su discurso. La poesía es el paisaje mismo. Lo dijo Unamuno, a su manera. El paisaje es la interpretación del paisaje. No todos nos mueven igual, no hay dos que se parezcan, todos tienen su historia y alguien la saca a relucir o la cuenta para que todos sepan a qué atenerse. Hasta el paisaje puede politizarse. La lengua se ha convertido en mercancía política. Pronto caerán los árboles, los ríos y las colinas ondulando en el horizonte.
Habermas dijo el otro día que ojalá no hubiese filósofos en ninguna cartera ministerial. Ni poetas. Me parece que tendrá más elementos de juicio el filósofo y poeta alemán que este servidor. Seguro que habla con el conocimiento del que yo carezco, pero me sigue pareciendo que hace falta un poco de sensibilidad en los procedimientos de la política, en sus textos, en su discurso. La poesía es el paisaje mismo. Lo dijo Unamuno, a su manera. El paisaje es la interpretación del paisaje. No todos nos mueven igual, no hay dos que se parezcan, todos tienen su historia y alguien la saca a relucir o la cuenta para que todos sepan a qué atenerse. Hasta el paisaje puede politizarse. La lengua se ha convertido en mercancía política. Pronto caerán los árboles, los ríos y las colinas ondulando en el horizonte.
5.5.18
Íñigo, in memoriam
Una vez muerto, el muerto no padece. Lo hace en vida, padece en vida, pero la muerte, estés en el lado cristiano o no creas que haya otra vida tras ésta, cancela toda posibilidad de dolor, la convierte en otra cosa, no sabría bien decir cuál, pero hay en la muerte un descanso, una especie de cierre forzado, casi nunca voluntario. Los que quedamos huérfanos somos los vivos, seguimos en la brecha, padecemos a ratos, disfrutamos a ratos, sentimos que todo tiene un sentido o que, careciendo de sentido alguno, habrá que continuar el viaje, por ver si mejora o si, caso de que empeore, exista algo que lo justifique. Mientras hay vida, hay esperanza, suele decirse. Pienso hoy en la muerte tras conocer la de José María Iñigo. Lo vi de cerca cuando asistí a un programa de radio (No es un día cualquiera, RNE) en el instituto Aguilar y Eslava, en Cabra. Quise acercarme, expresarle mi agradecimiento. Porque me hizo sentir bien muchas veces. Tiene mérito eso de que alguien que no conoces te haga sentir bien. Lo hacen los escritores y los músicos y los actores. También el cocinero que en la trastienda de un restaurante te prepara ese plato que tanto te gusta. Hay mucha gente que trabaja para que nuestra existencia sea más placentera. Lo hacen porque es su oficio o por voluntad anónima y desinteresada. Lo que cuenta, hoy cuenta mucho, es que el beneficiado eres tú. A mí este hombre me caía muy bien, lo sentía muy cerca, creía que era de los míos. No hizo falta que entablara ninguna conversación con él, no le estreché la mano, no pude nunca expresarle la gratitud. Escuchando hoy a Pepa en su programa, tomando el desayuno en la cocina, me he sentido un poco desvalido. El mundo se resquebraja un poco a cada muerte que sucede en su vasta extensión sin consuelo. Se vive en ese desconsuelo, en esa fragilidad. Ya no habrá mañanas en las que el bueno de Iñigo nos cuente cosas de los paradores o de los aeropuertos o de la buena mesa. Tendrá sus deudos, los que lo amaban y sientan la pérdida de un modo más hondo, pero mi pesar es sincero, mi orfandad es duradera. Creo que sentí este dolor cuando nos abandonó Borges y Freddie Mercury. A su modo, qué sé yo qué modo es ése, Iñigo no se irá nunca, andará por ahí, en la memoria de quienes le vimos en televisión o le escuchamos en la radio los sábados y los domingos en un programa que en casa es preceptivo y que ahora, cuando se nos ha ido, se escuchará con el corazón un poco encogido. Con el tiempo, se irá reduciendo la pena, no podremos sostenerla con esta dolorosa intensidad de hoy, pero costará acabar este sábado, costarán todos los demás sábados y los domingos que vienen detrás. En fin, tiene que desahogarse uno, tampoco sé si este duelo mío (pequeño, de amigo lejano, cómo podría ser de otra manera) es legítimo. La tierra jadea sus muertos. Lo hace a espaldas nuestras, sin que podamos intervenir, exponer una opinión. La muerte es un contratiempo para los que nos quedamos.
Una dádiva
En cuanto haga acopio de fuerza, salgo a andar. Tengo el ánimo receptivo, tiene el día esa voluntad sólo suya de contar conmigo. Parece que fuese su vasta extensión propiedad mía y algo me impulsara a apropiarme enteramente de él. Luego volvería a casa con ese deber cumplido y la certeza de que podría ser el primero de muchos o la llave que abriera otros. Y sin embargo, no lo hago, no lo hago y lo cuento, que es una forma de convencerme y encontrar un refugio alternativo, un búnker privado o una casa confortable en la que residir. La escritura es un paseo de afuera a adentro. Escribir es confirmarse y conformarse uno. La vida concurre sin que se la invite, irrumpe sola, no hay manera de aplazarla o cancelarla. Está disponible, no se arredra, no deja de florecer, ocupa a su antojadizo capricho toda la extensión de nuestros sentidos. Incluso podemos cerrar los ojos y apreciar su pujanza, percibir esa voluptuosa firmeza, entender que la casa no es el texto, ni la luz ni las sombras de afuera, sino todo juntamente, con su vértigo y con su fiebre, con la cruda evidencia de su declinar lento, con la majestuosa belleza de su declive. Mientras sucede, todo lo suyo nos concierne, nada es ajeno. Sólo hay que mirar la luz filtrándose entre las hojas de los árboles. Ahora tengo la luz y tengo los árboles. Están aquí mientras escribo. El sol lee y yo lo leo.
3.5.18
Tengo a Peterson y a Carver
Me fío de mis vicios. Los mimo, me confortan, nos entendemos. Estamos en esa extraña sintonía que en ocasiones justifican la existencia misma. A poco que pienso en ellos, en cuanto los razono, comprendo que no podría vivir sin su presencia. Por vicio entiendo esos pequeños o grandes asuntos sobre los que deposito una parte considerable de mi felicidad. Estoy por calzar en esa etiqueta asuntos de menor fuste, pero que engolosinan mi ocio y hacen que sea más llevadera la vigilia. También caigo en la cuenta de que no se puede ser feliz a tiempo completo. Se nos ha vendido esa idea de la felicidad: la de volcar toda la existencia en su búsqueda. No se precisa mucho, la verdad, pero no entra en mis cálculos que escaseen o que, más dolorosamente, falten. No hay en ninguna de estas consideraciones mías un indicio de originalidad. En casi todo hago lo que otros, me comporto como los otros y exhibo las mismas grandezas y flaquezas.
Soy un vicioso medioburgués, soy un adicto a mí mismo o a lo que he ido encontrando aquí y allá y ha modelado mi persona. No difiero de otros que, en alguna otra esquina del mundo, estén ahora mismo escuchando a Oscar Peterson o que anoche, antes de conciliar el sueño, leyeran a Raymond Carver o vieran la última de Woody Allen (Wonder Wheel, muy buena, sin rivalizar con las clásicas). Por eso no poseo una especial fascinación por lo que hago. A diferencia de los niños, que poseen una confianza absoluta en su talento, dudo a cada texto que añado a los miles de textos que ya he escrito. Con todo, no decae la voluntad de seguir creando. Quien crea, el que hace de unos muebles un árbol, como pensaba Anne Sexton, posee un gobierno de la realidad de la que carece quien solo asiste al teatro de los demás, sin alumbrar nada, en esa estéril posición, envidiable, en cierto modo, en la que solo observamos, en donde únicamente procesamos la belleza, admirándola, pero sin producirla. Y no está en mi mano opinar sobre esa dulce maniobra lúdica. No me incumbe ni la ansío. Para eso tengo la masiva producción ajena.
Tengo a Peterson y a Carver, a Bacon y a Lubitsch. Tengo el jazz de Nueva Orleans, el blues de Chicago, el cine negro de la RKO y la poesía surrealista, pongo por caso. Tengo la cultura. La que sea que tenga, la cultura que nos hace, antes que nada, sensibles. De ella, de su fastuoso escaparate, extraigo lo que me complace, todo a lo que sucumbe mi asombro. En crear, en ese campo grande y goloso, no solo entra la literatura o la música o la fotografía. Uno crea en la cocina, en la conversación, en cómo va adaptándose a las circunstancias, en la manera en que resuelve los conflictos que lo cercan. Y tengo a Peterson y a Carver. Quizá con eso no tenga mucho sentido ese deseo de crear. Que creen los otros. Es (además) la única manera de que la industria del entretenimiento (es decir, la cultura, la belleza, la inteligencia, pero vendidas como un juguete) prospere. No sé si por ahí, por la cultura, está la salida y podemos de una vez por todas dejar atrás el caos y el vértigo.
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