31.10.17
Soy un pagano feliz, soy un místico feliz
No espera uno milagros. Tampoco, de haberlos, se tiene constancia de ellos. Suceden ajenos a nuestra observación, no concurren en ellos las normas generales del teatro, en las que alguien escribe una trama, algunos la escenifican y otros la observan. También eso se está perdiendo, el milagro. Lo hemos adjudicado a la literatura religiosa y se le ha extirpado la parte pagana. Se tiene del milagro esa consideración litúrgica, de biblia leída o recitada o de catequesis de cuando jóvenes, pero creo que no hay palabra más hermosa que ésa; no sólo por su resolución fonética, sino también por su estructura profunda, por lo que tutela, por todo lo que custodia y mima. Otra que reclama mi atención semántica es pagano. Entiendo que no ha sido lo bastante defendida, se la ha reducido, se la ha confinado a la extensión de lo exótico, de lo que no tiene trascendencia. Es la paganidad, si es que tal cosa la acepta el diccionario, la que hace que todo funcione. Somos paganos por imperativo biológico. La espiritualidad, el afinamiento en unas creencias, sucede después, viene impuesto. Lo hermoso es que se matrimonien lo pagano y lo que no lo es y que cada ámbito de lo humano ejerza su ministerio con la intendencia precisa. Yo me levanté hoy pagano y me voy a acostar místico. He visto, en el transcurso del día, cosas que me han hecho ir de un lado a otro, alegre y ufano en cada giro, como si hubiese dos mitades y cada una de ellas (las dos enteramente mías) ignorara la opinión de la otra y obrara a su antojadizo capricho. Mi pie izquierdo se mueve, el derecho le sigue y yo, imbécil, camino. Hoy vi un milagro. En su observación, un poco cartesiana, consideré que me engañaba mi cabeza o que mis sentidos me hacían flaquear. Fui crédulo después, me obligué a creer, me dije que no perdía nada. Hay que estar atento, se deben aplicar la sensibilidad a cada paso, no podemos bajar la guardia. Entre el misticismo y la paganidad, no me inclino por ninguna. Hoy no, al menos. Fue un día duro, lo son habitualmente. Los milagros contribuyen a que se alivie la pesadumbre. Soy un pagano feliz, un místico feliz. Ninguna de esos dos atributos que me acabo de regalar durarán más de mañana a estas horas. Por eso las celebro, por eso me las cuento.
30.10.17
Perdición
A Rafael Roldán, que es muy de Wilder
Imagino que en su inicio debió ser una especie de secreto compartido entre iniciados que más tarde se difundió por temor a que lo privilegiado en esa custodia cayese en el olvido, se perdiese entre todos los juramentados a resguardarlo. Ya no hay secretos, ni siquiera se prestigian, se les confiere naturaleza metafórica, no asentada en lo real, ni sensata ni fiable. Ahora todo está a la vista, todo se muestra para que nadie quede fuera de su conocimiento. Es la sociedad del acceso absoluto. Como suele ocurrir con todos los asuntos de la vida, pierden fuelle o pujanza o valor incluso cuando los arrasa el tiempo, cuando otras cosas concurren y piden sitio a voces. Como en el principio ése de Arquímedes en el que un cuerpo desalojado permite que otro se ajuste al hueco ofrecido. Pasa con el cine, por ejemplo. Estamos perdiendo a los clásicos, no están a la vista, no hay una voluntad para que su vigencia perdure o para que acompañen a las propuestas nuevas, al cine que se hace ahora, que no es necesariamente peor (en mi opinión sí lo es), ni merece que se le rebaje importancia, como en ocasiones sucede.
Vi anoche una estupenda película de hace un montón de años. La vi por segunda o tercera vez, creo. Perdición / Double Indemnity (Billy Wilder, 1944) es la mejor película que he visto en años. Sucede con ella como con los buenos amigos a los que no ves en mucho tiempo: los abrazas como si fuesen pertenencia tuya, entiendes que no importa el tiempo en el que os visteis poco o nada, sólo sientes la emoción del reencuentro, la felicidad de esa compañía. De los clásicos, los amigos o las películas, guarda uno esa impresión, la de su bondad, la de que están ahí, a mano, cuando se precisan, no fallando, no incurriendo en desaires, ni en desavenencias, satisfaciendo la parte tuya que anda desvalida, desamparada, triste si me apuran.
La gente joven no sabe qué es el género negro, ni conocen a Chandler, ni a Cain, ni a Hammett, cuando todos contribuyeron, unos más y otros menos, en el guión regalado a Billy Wilder. Los clásicos mueren porque no se les saca a pasear o porque no tienen cabida en este mundo en donde todo tiene un beneficio económico inmediato o está hecho para que lo tenga y todos aceptamos ese trato, el de ofrecer y pagar, el de usar y quemar, sobre todo ése, el de usar y quemar. Nada dura, nada vale para mañana, nada es digno de recordarse días después: hay siempre otra pieza canjeable dispuesta a ocupar ese sitio, como si no tuviésemos lugar para almacenar más de una devoción o como si los que organizan estas cosas no confiaran en que el público es inteligente y sabe a qué arrimar su inteligencia y a qué no.
Estamos en la sociedad de la velocidad, no la de la información como algunos propagan. Hay más información, sí, una cantidad abrumadora de información, pero no está medida, ni inspeccionada por ver cuál sobra. Es la sociedad de la velocidad, la del acúmulo, la de la exhibición, la de la ceguera. Corremos, coleccionamos, mostramos, y nada de lo corrido, ni de lo coleccionado, ni de lo mostrado ha sido disfrutado: se deshace uno de todos esos placeres con presteza por temor tal vez a que se nos pasen los que circulan en derredor mientras aprovechamos ésos. No vemos Perdición, ni El fantasma y la señora Muir, ni escuchamos la Segunda de Mahler, ni leemos poesía renacentista amorosa porque no sabemos cómo dar con ella o por la desconfianza a que sea una elección arriesgada, que no sepamos entender o que no nos deleite.a la manera en que lo hacen otras ocupaciones menores, que nos nos importunan, ni nos hacen pensar, ni cuestionarnos nada.
Sólo leemos los libros que se parecen a todos los libros que hemos leído antes. Sólo escuchamos la música que se parece a toda la música que hemos escuchado antes. Sólo paseamos las calles por las que discurrimos antes. Aceptamos a los nuevos amigos que se parecen a los que ya tenemos. Se niega el viaje, la salida, el extravío. Tenemos idea de casi todo, pero no tenemos conocimiento de nada. Dentro de unos pocos años, nadie con menos de treinta habrá visto Perdición. Los que accedan, por saber o por puro azar, harán que no se olvide. La contarán, dirán con entusiasmo que es una de las mejores películas que pueden verse en en una sala de cine, pero no se puede hablar o no se puede disfrutar lo que no se ha presenciado o lo que no se ha vivido. Hace falta entrar, es preciso. Lo demás acude invariablemente.
21.10.17
Vina bona sunt / XIX Cata del Vino de Moriles
Se le da al vino el rango que a los dioses, ocupan el lugar que ellos, se le invoca para apartar el mal o para aplazarlo. No hay nada que rivalice con él cuando uno desea esconderse del mundo o cuando el mundo se atarea en contrariarnos o apenarnos. Tiene el vino su ascendencia litúrgica, la de la vid y el trabajo del hombre. En el ofertorio divino es el vino el que nos recuerda la inmortalidad, es él quien se basta para explicarnos la semilla de la que procedemos y la eternidad a la que secretamente aspiramos. Somos cuerpo eucarístico, cuerpo tomado por la uva terrestre y por la uva celeste, por la esencia de la tierra, por la lujuria ebria y dulce y metafísica. Porque el vino es filosofía. El hombre mira hacia su adentro y descubra el alma y la consuela con el vino.
Celestina decía que no había conforte mejor para adentrarse en los bosques de la noche que unas jarras de vino, que no sentía frío en el crudo invierno ni tampoco calor cuando ajusticia el sol en las siestas del verano. Que el buen vino daba coraje al cobarde y diligencia al apocado. No hay mudanza al trasegar de los siglos: el cobarde se agiganta y el apocado se envalentona. Los humores torpes y estúpidos son borrados de cuajo, dijo Shakespeare. La palabra se vuelve aguda y el espíritu, a medida que se empapa, se libera de la cárcel del cuerpo y toma vuelo y festeja la plenitud del aire. El ánimo se embravece, la mirada se limpia, aunque mire turbiamente si la ingesta es excesiva. Borges, en su famoso soneto, lo hermanaba con la alegría, le encomendaba mitigar la tristeza. Neruda, en su oda, le creía inteligente, capaz de extraer de quien lo bebe las palabras cabales, los deseos más limpios.
Del vino a veces se tiene también la equivocada idea de que nubla el tino y lo embarranca. No es así del todo: lo que hace es borrar eventualmente el sentido común, que es el fiable y al que debemos nuestra estancia en la tierra, pero no siempre es deseable que ese sentido común perdure siempre y en todo momento: conviene de vez en cuando que nos abandone y nos permita volar, perder la confianza del suelo y mirar desde arriba para comprender lo que muchas veces no se entiende a ras de suelo. No se sabe con certeza a qué hemos venido al mundo, pero es probable que el vino nos invite a descubrirlo. Parece que hiciera su trabajo a la callada, sin alarmar mucho a quien lo ingiere, pero predispone a pensar con anchura de miras (como otros dicen sin beber ni haber bebido) y a aceptar lo que no se acepta cuando se está sobrio y no hay indicio de que el pulso esté acelerado y la sangre circule con entusiasmo y brinque y cante. Todo el que es derrumbado por el vino es porque no supo conversar con él y dejarlo cuando las palabras todavía se entendían. Fracasa el vino cuando confunde a quien lo ingiere, cuando lo abate y no deja rastro de su hermosa travesía, sino hundimiento y anulación. No es ése el vino del que hablamos, no anima estas palabras de elogio, no las considera siquiera.
El nombre es vino, pero el nombre no importa. Lo que se bebe es la tierra emancipada de su claustro, la decantación del complacido fruto de su vientre, que se ofrece para que la vida sea menos vulgar o para que el tiempo que se nos concede en ella se aligere de tragedias, se expurgue de pesadumbres y se limpie y así, aligerada, expurgada y limpia, la vida sea tan sólo belleza, el tipo de belleza que uno saborea en los labios y deja que se demore garganta abajo. El nombre es vino, pero el nombre no importa. Lo que se bebe es la voluntad de algún dios caprichoso y rudimentario, que hizo el mundo y se entretuvo en hacer que alguien (dicen que hace más de veinticinco siglos al norte de Irak) lo sacara de la tierra y lo escanciara en una vasija entonces, ahora en copas de cristal finísimo, hermosas copas que custodian el sacrificio de la uva en la boca.
El vino, en todo caso, es una invitación a amarse uno mismo. No hay oficio más satisfactorio que ése. Mientras se bebe, se escuchan confidencias, se deja uno llevar por la euforia de esa alegría sencilla y saca de sí lo que no sabría o no querría sin la intervención bendita del vino. Hay buenos vinos y malos bebedores, escuché una vez. Los de ayer (esta tarde, como quien dice) en Moriles fueron los mejores y tuvieron al mejor anfitrión, mi buen amigo Clemente. Se decantaban vinos y se decantaba amistad. No se entiende a veces lo uno sin lo otro. Éramos unos pocos amigos arrimados alrededor de un barril, hablando y escuchando. Se habla más y se escucha más mientras sujetas un catavinos. Lo comprobé ayer. Hoy tengo la sensación de que la culpa la tuvo el vino. Se me ocurre que habló y escuchó también. No habrá otra bebida que tenga en su custodia tantas confidencias. No creo que haya otra que guarde mejor los secretos. Los vinos tienen buena memoria. Por si la mía flaquea, por si yo olvido, me traje el catavinos. Lo guardaré con el afecto de las cosas buenas que en ocasiones encontramos. Juro por Baco que volvemos el año que viene.
20.10.17
La ignorancia, el desvarío, el desencanto y la revelación
No sé si es una temeridad ignorar y esmerarse en que nada te afecte ni te sacuda e ir por el trasiego de los días únicamente ocupado en las cosas sencillas y en las difíciles que se cruzan, pero no las ajenas, no las que incumben de lejos y parece que no tuvieran nada que ver con uno. No se sabe nunca a qué atenerse, se desconoce qué senda es la correcta, si la tomada o la aplazada o la censurada, las que se ofrecen y nos invitan a que las transitemos o las que acuden sin que las llamemos y se interponen en las otras y nos hacen recorrerlas como si fuesen cosa nuestra o como si anduviese ahí adentro algo que nos perteneciera y a lo que aspiráramos, secreta o manifiestamente. Por no saber, no sé si es una temeridad estar al día, comprender que todo lo que sucede le sucede a uno también, por deferencia del azar o por incumbencia ineludible. El escrutinio de la realidad es boscoso, es traicionero, es ciego, no sabe nada y no se espera que sepa.
Tampoco se sabe bien en qué bando se está. En ocasiones se cree en lo que postula alguno y, en otras, no le satisface eso y se escora a otro. No es normal que sigamos pensando lo mismo, no entra que el modo de entender el mundo sea el mismo. Ni siquiera ese mundo que anhelamos entender es el mismo mundo, ni los mismos son quienes lo administran ni quienes son administrados, los que escriben las leyes y los que las leen. No se sabe dónde estamos, pero se tiene una certeza rotunda sobre donde no queremos estar. Esa percepción íntima planea inalterablemente, se afianza, crece, ahonda. La ignorancia es una más de las casas en las que nos refugiamos cuando cunde el desencanto. Porque todo consiste en apartarlo, en hacer que nada nos desencante, ni nos derrote, para que avancemos y sintamos que todo tiene sentido. Como aquello que escribió de esta o de parecida manera Mark Twain: hay dos fechas fundamentales en nuestra existencia; una es la de nuestro nacimiento y otra la del día en que por fin descubrimos el porqué de esa irrupción, la naturaleza y la vocación de ese prodigio. Por otro lado, es legítimo el dolor, el despropósito mismo del dolor. No es que curta o que instruya sólo. El dolor acompaña, hace que la visión de su ausencia sea más íntima, obedezca a pasiones más humanas. Ahora vamos al viernes. Empieza a imponerse el frío, se echa una manta a la cama, se cierran las ventanas y se colocan las prendas de otoño en el armario.
Tampoco se sabe bien en qué bando se está. En ocasiones se cree en lo que postula alguno y, en otras, no le satisface eso y se escora a otro. No es normal que sigamos pensando lo mismo, no entra que el modo de entender el mundo sea el mismo. Ni siquiera ese mundo que anhelamos entender es el mismo mundo, ni los mismos son quienes lo administran ni quienes son administrados, los que escriben las leyes y los que las leen. No se sabe dónde estamos, pero se tiene una certeza rotunda sobre donde no queremos estar. Esa percepción íntima planea inalterablemente, se afianza, crece, ahonda. La ignorancia es una más de las casas en las que nos refugiamos cuando cunde el desencanto. Porque todo consiste en apartarlo, en hacer que nada nos desencante, ni nos derrote, para que avancemos y sintamos que todo tiene sentido. Como aquello que escribió de esta o de parecida manera Mark Twain: hay dos fechas fundamentales en nuestra existencia; una es la de nuestro nacimiento y otra la del día en que por fin descubrimos el porqué de esa irrupción, la naturaleza y la vocación de ese prodigio. Por otro lado, es legítimo el dolor, el despropósito mismo del dolor. No es que curta o que instruya sólo. El dolor acompaña, hace que la visión de su ausencia sea más íntima, obedezca a pasiones más humanas. Ahora vamos al viernes. Empieza a imponerse el frío, se echa una manta a la cama, se cierran las ventanas y se colocan las prendas de otoño en el armario.
18.10.17
Mi novela
La novela que estoy escribiendo está creciendo a expensas mías, a mis espaldas quizá, me dicta frases enteras cuando estoy ocupando en otros asuntos, hace que me cruce con personajes a los que no he metido mucho en faena narrativa y me saludan como solicitando más papel o reclamando que los retire. De ella, de la novela, tengo la sensación de que no es mía en absoluto. Debe ser por el tiempo que transcurre entre los días en que me siento y me explayo y la voy cerrando por un lado y abriendo por otro, según la consistencia o la fragilidad de la trama. Tengo a veces la secreta convicción (hoy impudorosamente manifiestada) de que la acabaré sólo por sentir que he sido capaz de concluir todo lo que hace un par de veranos pensé sobre un tipo que no es un voyeur al uso, ni siquiera uno accidental y disculpable, sino uno convencido de que es un privilegiado siendo como es y que la suya es la mejor vida de todas las posibles, la que bendijeron los astros, la más prolija en riesgos, de los que sale indemne y a los que acude cuando no tiene nada que ver, cuando el azar se obstina en contrariarle y no posee objeto en el que ocupar su vicio. Bien, pues este voyeur se me ha ido muchas de las manos, se ha convertido en otra cosa y ha vuelto a la que consideré primaria y sobre la que levantar todo el armazón de la historia, pero ahora ha regresado con entusiasmo, me ha permitido que esté una hora larga indagando, yendo hacia adelante, buscando un lugar fiable al que conducirme para que la novela sea una novela y no (como me pareció al principio) un cuento largo, y ni siquiera uno que me gustara especialmente, pero hubo un momento en que me achispé con las letras, con ese ir a ciegas y de pronto, en mitad de la niebla o de la oscuridad, en el enturbiado magma de las palabras, encontrar un camino allanado, uno por el que discurrir y discurrirme, en el que extenderme y por el que permitir que los demás se extiendan. Las novelas son caminos y los que nos obstinamos (torpemente, sin oficio, sin tiempo, ni hondura) en escribirlas somos guías, sólo eso, como si la historia que perseguimos ya estuviese ahí y sólo tuviésemos el mérito de haber encontrado una senda por la que acercarla. Esta hora larga de escritura ha sido un festejo que no sé si tendrá confirmación mañana o el viernes o la semana próxima. Tengo un par de amigos (tres si lo pienso) que están esperándola. Lo que esperan es la rendición de su ausencia, mi pertinaz vocación de hacer una y tal vez mi liberación. Entienden que, al acabarla, al finalizar su transcurso por mi cabeza, afloje o anule la obsesión (plácida ella, no dolorosa, ni maligna) que me causa. Es por ellos, en último término, por los que continúo espiando a mi voyeur, viendo cómo procede, dejando que vaya a lo suyo y se meta en algún lío (uno particularmente doloroso) y espere que yo le muestre cómo zafarse de él y no recibir culpa, ni remordimiento siquiera. Son los amigos, al cabo, por los que uno escribe. Estas reflexiones de martes anochecido, poco antes de perderme en la bruma de los informativos, en la entenebrecida historia de lo que pasa en el mundo, son una confesión en voz alta, feliz sin discusión, por la hora de trabajo, por esa sensación de que poco a poco se acerca el final y estará todo cerrado y olvidado. Hasta se me ha ocurrido un título provisional, que me agrada más que todo lo que el título acarrea y lo que el relato de todos esos sucesos que narra conlleva. En todo caso, es mi novela, una especie de hijo tutelado y ajeno también, como todos los hijos de verdad. La literatura es un parto. Soy la madre vocacional, la madre empeñada en alumbrar y ser madre completamente, aunque luego la criatura sea prematura y no hiciera falta traerla al mundo. Con la de novelas que hay, me pregunto qué motivo habrá para traer otra. Un día, no está lejos, la imprimiré para los cercanos, nada de un archivo en un pen drive, y se la llevaré en mano a esos pocos íntimos, los que leen lo que escribo y me quieren y sólo desean que no me descarríe demasiado. Es una empresa complicada. A un desvarío le sucede otro, se van arrimando unos a otros, aplazando el vacío, por no quedarse uno solo, por todas esas cosas y otras que ahora no se me ocurren.
15.10.17
Lo que ayer Antonio y yo no dijimos
Yo soy muy de andar por casa, no incurro en carreras, no me agito, no desaprovecho ocasión en la que pueda encontrar alivio. Me consuelo a conciencia, creo que no hay oficio que maneje con más arte que en el de procurarme el placer que, por unas causas o por otras o por todas juntamente, la realidad se obstina en negarme. No es que el mundo se haya conjurado para estropearme la fiesta (más quisiera Paulo Coelho que el mundo obrara adrede, hiriendo por aquí, calmando por allá) sino que el azar en ocasiones trabaja en tu contra. Cualquiera que lea sabrá que no desatino, cualquiera sabe que hay días felices que se malogran por detalles irrelevantes y días infaustos que cobran vida y alzan el vuelo por detalles irrelevantes también. Maneja uno con cuidado los instrumentos que se nos entregaron. No son muchos, no son ni siquiera muy sofisticados, no hubo adiestramiento, no se pasó un examen, ni se tuvo nunca la idea de que se estaba capacitado para su desempeño. En eso somos todos muy iguales, en cuidar de que nada bueno nos falte si está a la mano, si no hay que ir muy lejos para alcanzarlo, si valdrá la pena el gasto que acarrea, pero hay quien se priva y censura, quien no se permite ningún exceso y argumenta que es la salud la que importa y caerá malo si no renuncia o si despreocupadamente incurre un día en una licencia y más adelante en otra, hasta que dejan de ser caprichos atendidos y pasan a convertirse en rutina, en pieza doméstica de uso normalizado. También hay quien no presta atención alguna y se excede y no mira en qué pierde y si de verdad valió la pena. K. sostiene que no hay que pensar demasiado en uno mismo. Él no lo hace, no tiene esa lealtad íntima, no ejerce con fiereza la responsabilidad de estar sano. K. es voluble, K. es un fantasma. Quizá los fantasmas, incluso los volubles, no merecen consideración en estos asuntos, no se les de voto, ni se les exija opinión, pero no tengo a nadie más a mano y traigo sus pareceres, que son a veces un poco también los míos, no tengo intención de eludir esa parte, ni de apartar lo evidente. En eso todos somos fantasmas, volubles o no. Todos damos opinión cuando no se nos pide o no la damos cuando se nos requiere. Nadie tiene a nadie más cerca que a sí mismo. Nadie tiene a nadie más lejos. De ahí el caos, la fiebre. De ahí el vértigo.
Entre cañas y chesters, charlaba ayer con mi amigo Antonio sobre la imposibilidad de ser felices a tiempo completo. No era esa la conversación, pero de fondo no era otra. No podemos, no sería tampoco ni bueno. Ya no vemos películas de la RKO a las dos de la mañana, sentencié a mis adentros. Este dolor en el costado debe ser la edad, conté en un verso. Pero no es un dolor único, uno tangible, uno mensurable: son mil dolores pequeños, son mil soliviantos suaves. Y ninguno es grave por sí mismo, aunque todos se arrimen para que la pieza flaquee o caiga y acaben venciendo. Es muy complicado todo esto, Antonio.
Entre cañas y chesters, charlaba ayer con mi amigo Antonio sobre la imposibilidad de ser felices a tiempo completo. No era esa la conversación, pero de fondo no era otra. No podemos, no sería tampoco ni bueno. Ya no vemos películas de la RKO a las dos de la mañana, sentencié a mis adentros. Este dolor en el costado debe ser la edad, conté en un verso. Pero no es un dolor único, uno tangible, uno mensurable: son mil dolores pequeños, son mil soliviantos suaves. Y ninguno es grave por sí mismo, aunque todos se arrimen para que la pieza flaquee o caiga y acaben venciendo. Es muy complicado todo esto, Antonio.
13.10.17
Catalunya, mon amour
Conmueve la ternura, se apresta a que la bondad irrumpa y permanezca. Luego se desvanece, a pesar de la voluntad de que persista. Duele que sea lo malo lo que perdure. Ahora que los balcones se tapizan de banderas patrióticas piensa uno en el movimiento que hemos consensuado los que apreciamos la cordura y el temple. Los otros no creo que sean insensibles o que se inclinen al desatino a lo loco, sin caer en la cuenta del daño que causan o que, a la larga, se causan a sí mismos y, por ósmosis jurídica, a todos.
Fascina la visión del pueblo echado a la calle festivamente, unido por ciertos valores irrenunciables, sacados de sus casas para exhibir un modo de pensar o de posicionarse en el mundo. Ahora que flaquea la conciliación o la concordia o la armonía, agrada que estemos conscientes. Lo de antes era anómalo: faltaba que uno diese un giro en la rutina de las cosas para que el otro ideara cómo contrarrestar el ruido que hizo la pieza movida.
Contra la persistencia de unos acude la firmeza de otros. Como no sabe uno la letra pequeña y la trascendente de las leyes, se conforma con sentirse esperanzado en la diligencia de quienes sí conocen las obligaciones que emanan limpiamente de esas leyes, que son el asidero fiable y legítimo para que nadie obre a su antojadiza manera, sin acatar el rojo del semáforo o la cerradura que clausura la propiedad ajena. No es un mundo de emociones, no deben ser esos voluntos sentimentales los que escriban las normas.
Sirve la política para despejar estas acometidas inasumibles por todos, aunque algunos, los afines, las esgriman y consideren válidas, sin considerar la dimensión de la tragedia, el flaco favor que se le hace a una sociedad madura, hecha a andar con firmeza, confiada en la gestión de sus administradores e íntimamente feliz por vivir en uno de los mejores mundos posibles, a pesar de las fracturas que produce todo movimiento. Pero nos movemos, avanzamos, afrontamos juntos el futuro, compartimos una casa común, no nos anima la idea de que se extravíe o que se malee esa sustancia humanista de armonía y de confort.
A la larga, si hay extravío, si cunden el apartamiento y la escisión, tendremos que reescribir la plana de obligaciones y de derechos, articular un mapa nuevo en el que vivir. No creo que vaya a más el desatino. No son tiempos de beligerancias obstinadas o fratricidas o cainitas. Lo son de ternura y de cuento la ternura arrastra. Tengo la convicción de que acabará triunfando, aunque me cueste portar esa esperanza a la vista de lo que nos cuentan. Está todo muy embarrado. Escribir sobre el amor es de una temeridad escandalosa.
Habrá quien me censure por cándido, por inocente, por creer en que regresará el concierto o por pensar que se entablará algún tipo de diálogo o por conceder a la política el papel que se le encomienda, el de procurar a sus administrados una brizna de bienestar, aunque algunos no la entiendan o la censuren ásperamente, negados a ver más allá de sus símbolos y de sus juveniles ansias de emancipación. Lo malo perdura, ya lo sé. Quizá estemos hechos para sobrevivir, no para vivir únicamente. Es el prefijo el que bastardea el discurso. Se irán de la casa familiar quienes puedan hacerlo, amparados por alguna ley que les permita salir, sin que nadie les afee el gesto, sin que se amotinen unos y se solivianten otros. Vendrán tiempos mejores, serán nuestros.
Fascina la visión del pueblo echado a la calle festivamente, unido por ciertos valores irrenunciables, sacados de sus casas para exhibir un modo de pensar o de posicionarse en el mundo. Ahora que flaquea la conciliación o la concordia o la armonía, agrada que estemos conscientes. Lo de antes era anómalo: faltaba que uno diese un giro en la rutina de las cosas para que el otro ideara cómo contrarrestar el ruido que hizo la pieza movida.
Contra la persistencia de unos acude la firmeza de otros. Como no sabe uno la letra pequeña y la trascendente de las leyes, se conforma con sentirse esperanzado en la diligencia de quienes sí conocen las obligaciones que emanan limpiamente de esas leyes, que son el asidero fiable y legítimo para que nadie obre a su antojadiza manera, sin acatar el rojo del semáforo o la cerradura que clausura la propiedad ajena. No es un mundo de emociones, no deben ser esos voluntos sentimentales los que escriban las normas.
Sirve la política para despejar estas acometidas inasumibles por todos, aunque algunos, los afines, las esgriman y consideren válidas, sin considerar la dimensión de la tragedia, el flaco favor que se le hace a una sociedad madura, hecha a andar con firmeza, confiada en la gestión de sus administradores e íntimamente feliz por vivir en uno de los mejores mundos posibles, a pesar de las fracturas que produce todo movimiento. Pero nos movemos, avanzamos, afrontamos juntos el futuro, compartimos una casa común, no nos anima la idea de que se extravíe o que se malee esa sustancia humanista de armonía y de confort.
A la larga, si hay extravío, si cunden el apartamiento y la escisión, tendremos que reescribir la plana de obligaciones y de derechos, articular un mapa nuevo en el que vivir. No creo que vaya a más el desatino. No son tiempos de beligerancias obstinadas o fratricidas o cainitas. Lo son de ternura y de cuento la ternura arrastra. Tengo la convicción de que acabará triunfando, aunque me cueste portar esa esperanza a la vista de lo que nos cuentan. Está todo muy embarrado. Escribir sobre el amor es de una temeridad escandalosa.
Habrá quien me censure por cándido, por inocente, por creer en que regresará el concierto o por pensar que se entablará algún tipo de diálogo o por conceder a la política el papel que se le encomienda, el de procurar a sus administrados una brizna de bienestar, aunque algunos no la entiendan o la censuren ásperamente, negados a ver más allá de sus símbolos y de sus juveniles ansias de emancipación. Lo malo perdura, ya lo sé. Quizá estemos hechos para sobrevivir, no para vivir únicamente. Es el prefijo el que bastardea el discurso. Se irán de la casa familiar quienes puedan hacerlo, amparados por alguna ley que les permita salir, sin que nadie les afee el gesto, sin que se amotinen unos y se solivianten otros. Vendrán tiempos mejores, serán nuestros.
12.10.17
Las flores suicidas / Juan Herrezuelo / 9 notas para 5 cuentos
1
Tenemos la enfermedad de las palabras, tenemos el dolor de no tenerlas, tenemos la certeza de que nunca habremos entendido las suficientes. El hecho de escribir alivia esa dolencia, la hace llevadera, produce la sensación de que estamos en el buen camino o de que el oficio de vivir (tan agotador y también tan dulce) se maneja con mayor soltura si sabemos qué palabras usar, a cuáles entregarles una intendencia más firme. Es de las palabras el mundo. Suyo sin fisura, sin que podamos rebajar la certeza de esa propiedad o apostar por la injerencia de otro dueño. Lo que hace Juan Herrezuelo en Las flores suicidas es contarnos el mundo con esa premisa (la de la prevalencia absoluta de las palabras, la de su festejo en el trasegar de lo contado) bien anclada en su cabeza. La cabeza de los escritores es más o menos la misma cabeza. Todos tienen en común la voluntad de ocupar el vacío, todos se obstinan en aplicar cierto rigor en ese volcado.
2
Con la vida viene a pasar como con ciertas películas malas: que sólo entretienen, que aligeran el dolor o lo zanjan en el mejor de los casos y que acaban olvidándose. Lo que hay en Las flores suicidas es vida pura, pero no es un relato ameno de su transcurso, no ofrece un asidero al que confiar el aplomo del viaje. Por más que planee la idea del suicidio, es la vida la que siempre sale a flote. No hay cuento en que no prospere esa idea; ninguno es triste a tiempo completo, aunque la tristeza lo impregne; ninguno desalienta severamente, aunque el desaliento lo ocupe.
3
No sabe uno cuándo un cuento pide que se alargue. Hay tramas que exigen un desplazamiento mayor, una ocupación más sólida del tiempo y del espacio. La esfera de sus plumas (mi cuento favorito) es una novela de la que se hizo un cuento, cuando suele suceder a la reversa y son las piezas cortas las que alumbran las largas. Creo que fue Cortázar quien dijo que había cuentos suyos que podrían haber resultado más eficaces si los hubiese extendido. Hay días que son muchos y vidas que, cuando concluyen, semejan un día largo y agotador.
4
Somos levedad. Si hay una palabra que se queda adentro tras leer Las flores suicidas es levedad. La literatura hace que lo leve posea también su esplendor.
5
Juan Herrezuelo es un escritor prometedor de ciencia-ficción. La esfera de sus plumas es un cuento sobre la destrucción y sobre la esperanza. No sé cuál de las dos vence. Es un cuento duro de leer, que dialoga con la parte de uno mismo que no nunca está ofrecida, la del porvenir, la de la creencia de que el mundo es un ser vivo y que lo herimos a conciencia. Creo que no hay género más útil para contar el presente que la especulación de lo que acaecerá en el futuro. La ciencia-ficción ecológica, que no sé si es género revisado y catalogado, ocupa el cuento que da título al libro, una proeza discursiva. No basta con escribir con oficio (Herrezuelo lo hace sobradamente) sino de escribir con coherencia hacia lo escrito. No es lo mismo dejarse llevar por la inspiración, que prorrumpe justo cuando estamos en la cúspide del trabajo, que investigar sobre lo narrado. La labor documentalista de algunos relatos es abrumadora. Lo verosímil es lo periodístico, la rendición cartesiana de los datos puros y duros. Con todo, no es el mejor relato. Adolece de hondura sentimental. La prevalencia de la trama conspiranoica borra, en parte, la dimensión humana. No son los personajes más labrados los de este cuento cuando lo que más admira este lector es precisamente el tratamiento de todos los personajes que aparecen en los cinco relatos. Y lo humano, lo más acendradamente humano, es el valor que con más esmero traza el autor.
6
Lo que no está es lo que más importa. Una obra vale tanto por lo que elude que por lo ofrecido. Es el perímetro lo que al final queda a la vista. La periferia es el objetivo, pero había que entrar en las entrañas y contar las cosas como si nos afectasen, aunque duelan a distancia y uno pueda referirse a ellas sin que lo lastimen, sin que obren en él un daño del que después no sea fácil salir o del que no haya manera de hacerlo. Eso parece que dice Juan Herrezuelo o eso pongo yo en su boca. Respira con dificultad la literatura cuando su oferente la hace inteligente, la viste con el cuidado de quien reconoce la experiencia del observador. Sigo pensando (después de todos los libros que he leído) que la creación de una obra literaria es un ejercicio absurdo. Ya existen miles de historias que han sido escritas con un talento mayor que el nuestro, el de los escritores noveles, el talento novicio de quien empieza, aunque crea que lleva toda la vida en ese desempeño. Pues Las flores suicidas es un libro necesario, trabajado con el esmero de quien sabe que todo va a ser escrutado y puesto boca arriba, expuesto y manumitido de su condición más íntima. Una vez que acabamos el cuento, cuando cerramos la trama, deja de pertenecer al autor y es propiedad de quien lo lee. Las flores suicidas fue mi libro durante el tiempo que me ocupó despacharlo. Me llenó de orgullo (privado orgullo) sus aciertos y me apenó (cuando acudió la pena) sus fracturas, que las hay, por supuesto. Fue mío de un modo que a veces no alcanza un libro que se espera con más fruición, ya sea porque lo ha escrito un escritor al que adoras y del que lo has leído todo o porque tu olfato literario te inclina a pensar que será disfrustable y muy gozoso. El hecho de contar aquí ahora estas impresiones me parece un acto insensato. Como si todas estas reflexiones (hiladas a bocados, escritas en días distintos, con ánimo diferente) no se precisaran o hasta incomodaran y el libro anduviera a solas por el mundo, yendo de lector en lector, haciendo que sus personajes (Virgina tan paciente y Abel tan heroico o Julio tan apesadumbrado o el tío Isidro tan visionario) perduren, no flaqueen en la memoria de sus nuevos dueños. La literatura entera es un acto de préstamo, pero no pierde uno del todo lo que ha ganado. Eso lo sabe Eduardo padre, personaje de El camino de los aires, el cuento más doloroso, creo. Uno en el que la escritura se hace elástica y va y viene por el dolor de un padre por sacar a su hijo del confinamiento en donde está y de la festividad de los sonidos y de las palabras. Lo que hacemos en la vida es prestarnos, no es enteramente el darnos cristiano, que a veces, sino una especie de extensión de uno mismo, de volcado sentimental hacia lo que amamos. Todo a lo que me entrego se hace rico y a mí me deja pobre, escribió Rainer M. Rilke. Somos ricos, somos pobres, todo juntamente y en el mismo trazo del tiempo.
7
Antes de que las cosas se olviden hay un momento en que pensamos en ellas y las miramos con más detenimiento, como buscando una respuesta que haga que las reservemos o las perdamos. No es posible que todo lo que vivimos pueda ser custodiado a la manera del Funés de Borges, que tenía una memoria del tamaño del universo y no había ruido que escuchara que no fuese escrutado y sometido a la vigilancia obsesiva de su portentosa retentiva. Ese festejo de la realidad no es el más atractivo. Una de las funciones de la literatura es la de crear la ilusión de que algo imposible puede suceder o de que lo real, lo tangible, lo que se aviene al registro de los sentidos, puede esconder en su interior la semilla del desconcierto, la de la perplejidad. Sin asombro no gira el mundo. Por eso Vísperas del olvido es un relato formidable. Porque lo cuestiona todo. Porque dice algo y se desdice después. Porque Eladio, el pobre, está en un lado y en otro del espejo o porque está en los dos a la vez, como el gato de Schrödinger o como Puigdemont cuando declara que Cataluña es independiente (permítanme esta referencia cruzada, hoy que es Día de la Hispanidad, sea eso lo que sea). La realidad gana en hondura cuando no es lineal, cuando serpentea, cuando hace meandros. La credulidad es un obstáculo. La ignorancia, aun mala, crea la posibilidad de que abramos los ojos y agucemos el oído para que todo penetre limpiamente y podamos extendernos sin estorbo en su análisis. El mérito de ese cuento es el ofrecimiento de una realidad boscosa, un poco tramposa también, de la que sólo al final (no spoilers) tendremos un punto de anclaje fiable, una especie de puerta que nos invita a salir. En todo caso fue el primer relato que leí. Abrí Las flores suicidas por ese cuento. Tal vez me gustó el título (todos son buenos, no obstante) o algo en ese día inclinó mi elección o abrí una página al azar y leí un párrafo suelto que me hizo buscar el inicio y acometer después (sin prisa) el desarrollo. Todo lo que cuento es muy de Cortázar. No es ninguna novedad: Julio Cortázar va y viene por los cuentos. "Varias noches he soñado que doy de comer a las palomas", el comienzo de La esfera de sus plumas, es Cortázar. Sin discusión. También la querencia por la mixtura de géneros. Incluso la de formatos: Vísperas del olvido es teatro (diálogos estupendos, lo son) y es prosa.
8
Somos levedad, somos frágiles, somos tiernos. Lo leve, lo frágil y lo tierno es la periferia del apocalipsis, tema recurrente en al menos tres de los cinco cuentos. Esa terminación brusca de la realidad tal como la conocemos es un tema difícil, que ha sido explotado hasta el desmayo, poblándolo de zombies y de carreteras largas que no acaban en ningún sitio. La visión humanista de esos cuentos los salva de la grisura de lo visto. No tienen la etiqueta de apocalípticos, no es la vía fundamental por la que discurren, pero se percibe que existe esa vía. La crónica que hace Virginia es de una lentitud que a veces exaspera. Lo cuenta todo como si ya hubiese reventado el mundo y quedara ella como cronista del cataclismo. Lo cuenta con morosidad, sin ahondar en el caos, pero ofreciendo puntuales referencias a cómo se extendió. Es el cáncer, es la metástasis cainita, es el ruido que hace la hoja del cuchillo cuando se hunde en la carne y la rompe. Creo que al final Virginia sucumbió. La venció la debilidad o el abandono, que es una de sus formas más dulces.
9
He leído dos veces Las flores suicidas. Me gustó mucho más la segunda. Ganó en pesó, se hizo más mía la lectura. La primera vez no fue propicia para que yo disfrutara. Mi padre cayó enfermo, fueron días de hospital. Leí por refugiarme, por abandonar transitoriamente la realidad, por desaparecer a capricho y regresar por necesidad y por amor también. Uno lee cuando puede o cuando le dejan, no hace falta que concurran circunstancias trágicas para que leamos menos o leamos peor. A veces no se encuentra acomodo, no sabe qué tramo del día ocupar con los libros, qué cosa dejar de hacer para que ellos hagan festivo acto de presencia. Compré con entusiasmo el libro de Herrezuelo y lo aparqué hasta que acabara el que tenía, un Murakami que no me llenó, como suele. Acudí a él y lo devoré en pocos días. Lo dejé apaciguarse adentro, pero entendí que necesitaba otra lectura. En cuanto volviese la rutina, lo acometería de nuevo. En cuanto volvió, eso hice. Me dispuse a regresar a un lugar que conocía, me sentí cómodo, invitado por amigos, como quien regresa a la casa en la que ya ha cenado antes y en donde ha conversado y reído y bebido hasta altas horas de la mañana. Esa es la razón por la escribo a bocados, a dentelladas, sin que haya una armazón que lo compacte todo. Tengo la sensación (nuevamente digo esto) de que este libro que tanto me ha gustado requería un texto distinto, pero siento que éste es el mío, el que proviene de esos dos lectores y de conocer a Juan y de sentir que hablo de alguien que me conoce a mí también.
7.10.17
Yo soy muchos
Se heredan de los padres cosas que nunca dejarán de pertenecernos. Por más que agraden o incomoden no hay manera de que puedan borrarse. Uno es esa suma azarosa de registros a los que no puede aplicar gobierno alguno. En cierto sentido, somos muchos en el recinto de nuestra cabeza. Ni siquiera muchos fiables y conocidos, sino muchos espontáneos, muchos impredecibles. De todos ellos uno mantiene la cordura, el anclaje a la realidad, la supervivencia diaria y el traje con el que nos vestimos cada día para hacer frente al correr de las horas. No debe ausentarse ése, precisamente ése, pero hay días en que no nos reconocemos, nos preguntamos dónde andará ese yo previsto por los demás, del que se tiene una impresión favorable, el que lleva años saludando cuando baja a tirar la basura o entra a trabajar con una sonrisa o abraza a los suyos con absoluto entusiasmo. Hay días en que no podríamos ubicarlo, sacar el mapa y decir es este, aquí va, volverá pronto. Hoy vi un gesto mío en mi padre. Fue un destello, de pronto reconocí que él era mi origen y mi provincia secreta. Fue algo tan sumamente íntimo que no podría ser explicado aquí a entera satisfacción del lector, una de esas cosas que ni siquiera uno mismo tiene en claro, pero que una vez que prorrumpen en la realidad no hay manera de apartarlas, de pensar que son de otro. Mi hijo, hace pocos días, confesó que un gesto suyo era de mi propiedad. No era uno pensado, ni considerado siquiera. Lo reprodujo la parte nuestra que hemos recibido en herencia. Quizá sea ésa la verdadera y las otras, las que interponemos al mundo cuando nos abalanzamos sobre él, sean impostadas, un poco mentidas, un poco forzadas. Nada malo, imagino. Todos somos muchos. Uno es tantos. Me marean los números.
5.10.17
Los malos, los estúpidos, los insensibles
Conforme adquiere uno sitio en el mundo, él muta, vira, se hace otro tal vez por hacer que yo pierda esa firme voluntad de permanencia o de seguridad. Todo es de una fragilidad que, a la larga, intimida y aturde. Cuento con los recursos aprendidos, pero pierden validez, no sirven para el uso noble y legítimo para los que los encomendamos. Andan los días enfermos, aquejados de ese vértigo, comidos por esa fiebre. Sólo hay que prestar la atención necesaria, observar con entomológico esmero qué obstáculos se empecinan en impedirnos entender qué hacemos aquí, de qué manera seguir estando sin que lamentemos la estancia. Es un mundo bueno, no tengo duda en eso. Somos nosotros quienes malogramos la concordia, los que lastimamos la armonía. El mal pugna por vencer siempre. Al bien tenemos que animarlo, no avanza a solas, no prospera sin que lo jaleemos. Siempre funcionó así. El mal de ahora es invisible. No alcanzo a comprender en qué fallamos. Los unos tan poco sensibles y los otros tan empecinados, todos tan ciegos o tan torpes o ciegos y torpes juntamente. Como no tengo manera de aclararme, me limito a declarar mi incompetencia en estos asuntos. Me manejo bien en los íntimos, tengo las competencias precisas para llegar al finiquito del día con la conciencia limpia y el ánimo más o menos indemne, pero me asusta que haya ahí afuera alguien que posea la capacidad de, aun sin conocerme, dañarme, hacer que peligre mi felicidad tan trabajada, la de los muy amados míos, la de los ajenos que no conozco y comparten conmigo el mismo anhelo de vida. Existen todos ellos, están puliendo su oficio, se cuidan de que no se les descubra, obran arteramente, sólo buscan que yo no tenga la seguridad y el confort que persigo. Hay entre ellos y yo una guerra larvada, no visible, pero igual de cruenta y dramática en el fondo. No siendo soldado ni enarbolando ninguna bandera de ningún bando, me pregunto si no será guerra, sino otra cosa, si será simplemente vivir y todo emana (feliz o penosamente) de esa circunstancia ineludible. Me abruma esta dolorosa suma de pequeños combates en los que involuntariamente participo. Me arrojan a ellos, me exponen para que tome partido o para que exhiba qué lugar del mundo he escogido, cuando no deseo en ocasiones posicionarme en ninguno, no delatarme, no exponer mi voz, ni airearla, aunque por otro lado siento cada vez más nítidamente cuál es el lado en el que no estoy. Sé lo que no me gusta, no tengo claro qué sí. Estoy contra el mal, contra la estupidez y contra la insensibilidad, pero esas tres cosas son la misma cosa. El mal se viste de estupidez y de insensibilidad. Los malos son estúpidos y son insensibles. Nadie está a salvo de no ser alguna de esas cosas (malo, estúpido o insensible) en algún tramo de su existencia o en muchos, a saber. Cada vez que me intereso por las noticias, en cada doméstica ocasión en la que decido enterarme de lo que está pasando, razono que será la última o que interesaría que fuese de verdad la última, pero están hablando de mí. En cada una de esas noticias deprimentes que escucho estoy yo o están todos los que son como yo, los que observan con timidez el curso ilegible de los acontecimientos. Se rompe el mundo y yo estoy en mitad de la fractura. Se hace añicos y yo estoy en todos los pedazos.
4.10.17
De moscas y dioses
Creo que así me ven las moscas. A veces debería uno confiar en ellas, en cómo advierten nuestra presencia y la registran. La realidad es lo que traspasa el umbral sensible de los ojos y el caudal de información que registran y el que envían al cerebro. En cierto sentido, todo depende del cerebro. No hay que fiarse de lo que vemos, sólo es una impresión personal, la de la especie, no la estadísticamente consensuada. Lo que es seguro es que no somos como el espejo nos devuelve. Vemos una deformación, lo que aparece frente a nosotros es una distorsión. Es otra cosa la que los sentidos nos restituyen, pero no la realidad. Quizá no sea posible aprehenderla de una manera rigurosa. No habrá criatura que nos vea como creemos ser vistos. Tampoco nosotros las vemos con fineza cartesiana. Ni siquiera aquéllos con los que compartimos un mismo mapa genético. Veo a mi amigo de toda la vida y pienso que no lo conozco, manejo en la cabeza la hipótesis de que no es el que conocí, ni tampoco el que dejé ayer, con el que hablé de las cosas buenas y malas que le pasan a uno. De hecho no se nos ha permitido observarnos desde afuera, salvo que uno domine la experiencia astral y vuele de su centro a la periferia y en el aleteo pueda contemplarse. Somos lo que nos dicen. A veces conocemos mejor a los que tenemos cerca que a nosotros mismos. De los demás sabemos el significado de gestos que nunca reparamos que podamos tener y desplegar. De ellos apreciamos maneras de inclinarse sobre los objetos o de mirar que no consideramos jamás en lo más íntimo nuestro. Y lo fascinante es precisamente todo esto: esa incertidumbre, esa zozobra, toda esa especie de deriva metafísica. La aventura de vivir precisa de estas fragilidades. Estamos vivos porque todo es eventual o porque todo es frágil o porque todo es incierto. Es la incertidumbre la que hace que el corazón late y que el mundo gire. Solo nos interesa lo que asombra y qué mejor objeto de estupor que uno mismo. Infeliz quien entienda que sabe de sí mismo cuanto necesita saber. No tenemos ni idea, no es ni siquiera recomendable que sepamos en demasía. Como si se nos hubiese encomendado irnos conociendo y supiéramos que no habrá vida lo suficientemente larga como para acometer con solvencia esa azarosa empresa. Hay días que contienen muchos días dentro. El tiempo, eso de lo que estamos hechos, como dijeron los poetas clásicos, es lo único que se nos escapa. De ahí la religión. Todas se esfuerzan en compensar esa carencia, la del tiempo, la de no tenerlo a capricho, la de no saber qué es. Porque es el azar el que lo administra todo. El azar, su mecánica absurda. Sospecho que algo queda fuera de su gobierno, aunque sea la impresión de que las moscas nos observan con perplejidad o que, en su breve existencia, conocen lo que la nuestra, tan dilatada a veces, no alcanzamos.
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