29.9.17

Aquellos sábados de la infancia


Fotografía: Carl de Keyzer
Hay quien sostiene que la felicidad consiste en no tener conciencia de que se tenga o no; quien, cuando el azar o la tenacidad la brinda, piensa en ella sin excesivo empeño, como algo fugaz, de apenas asiento, sin que le turbe, ni lo esclavice. Conozco gente feliz. No se advierte que flaqueen, no hay resquicios visibles que evidencien un roto por donde se escape esa felicidad con la que se visten. Desde afuera, uno aprecia esa especie de exaltado estado del ánimo, esa visión absoluta que quizá ni ellos mismos son capaces de aplicarse. También gente que no parecen haber sido felices en su vida. Al tratarlos, vence la idea de que no  hay modo de contentarlos, de que no hay con qué agasajarlos para que sonrían o miren con alegría, contentos, hospitalarios consigo mismos. Es un asunto extraño el de la felicidad, sin duda. Si me pregunta si soy feliz, no podría responder certeramente. Si no me lo cuestionan, entra en lo posible que sí lo sea. No hay día en que no piense en esa gente feliz, en contarles lo se ve desde afuera, aunque ellos descrean y no atiendan a lo que yo de verdad siento, pero no doy con la manera sin que se sientan incómodos, abrumados por argumentos a los que tampoco dan un crédito fiable. A la reversa, podría suceder que ellos se ocuparan de mí, pensaran si soy feliz y sacaran la extraordinaria conclusión de que lo soy de un modo irreprochable. De esos amigos felices que tengo tal vez alguno crea que me guía el afecto sincero o que me ciegan los años compartidos, las conversaciones abandonadas en las barras de los bares, los paseos volviendo al barrio. Ahora son otros tiempos y ya no vivimos ese barrio. Es uno quien cambia, no los tiempos. La infancia es la única patria, dijo alguien. Lo es hasta el hartazgo. Se echa la vista atrás y encontramos el mapa de esa felicidad precaria, cálida, inasequible al desaliento, forjada en fuego y en barro y en sábados enormes en la plaza, dándole a la pelota, corriendo de un lado a otro como si el mundo hubiese anunciado su finiquito.

Todo queda ciertamente lejos ahora: lo mitificamos a nuestro antojo, le concedemos el rango metafísico de los paraísos perdidos: cuente el buen lector la niñez o la adolescencia, repase ese paraíso suyo, las calles en las que se forjó la épica más noble del ser humano, la de los juegos y la de la pereza, donde se echó el ojo al primer amor o donde, por obra siempre de la fortuna, se malogró ese enamoriscamiento y se vertieron las primeras maravillosas lágrimas o se dio el beso primero, ése que nunca tuvo rival, por muchos que se dieran más tarde, por muy trabajados y procaces que fueran. La felicidad de la que hablo no es un asunto baladí: de ella depende en gran medida el sostenimiento de todas las posibles felicidades futuras. Estoy con quienes ven en la construcción de una infancia feliz la antesala de una edad adulta no excesivamente malograda. Creo con firmeza en la limpieza moral de los años en los que la moral no es carga alguna y vive uno libre, desprejuiciado, cogiendo esto y aquello, sin pensar en el mal que se causa o en el bien que esos actos conllevan.

La infancia es la irrealidad. Luego se le afinca la adolescencia, la adolescencia mineral y primitiva, que no deja de ser un florecimiento orgánico, un brotar asilvestrado de todas las cosas, las del pensamiento y también las del cuerpo que acoge a lo pensado. Hay en la foto de Carl de Keyzer un regusto maravilloso a felicidad absoluta, un poco infantil y despreocupada, traviesa y pura. Está la locura y está la cordura. A veces conviene que se desquicie la mirada o que se impregne de lujuria. Se regresa sin esfuerzo, está a mano la rutina, el gris de las cosas que ya hemos visto, pero lo que dura en la memoria son los atrevimientos, esa osadía de pareja recién casada que prueba a girar sin pensar en nada más, sin que nada les ate, ni les frene. El mundo es de ellos mientras giran. La edad adulta exige siempre peajes muy altos. No se sale nunca indemne de ir creciendo. Al corazón lo violenta el aire incluso, el aire turbado por la fatalidad, comido de prisas que no precisamos, íntimamente convencido de que no hay vida más allá, ni escapatoria. El corazón tan duro, desmemoriado, sin signos de izado. El que no recuerda los años de la niñez, la fiebre de los juegos, el vértigo fabuloso de los cacharros de feria. Debería existir una posibilidad de volver allá, pero es bueno que no la haya. La infancia no se abandona nunca. A veces permitimos que salga, dejamos que pasee alrededor nuestra, haciendo el tonto, dando brincos. Es entonces, si acude, cuando creemos estar en un sábado de hace muchos años, corriendo de un lado a otro, creyendo que no hay nada afuera que tenga más importancia que el juego en el que estamos y giramos en una atracción de feria y el mundo gira con nosotros y sentimos que no podemos contener la gana de reír. Algo así como el amor o como si siempre fuese uno de esos sábados gloriosos. 


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25.9.17

Escribir como quien sale a correr


Carson McCullers, 1948
Fotografía: Henri Cartier-Bresson


Se puede estar más solo que escribiendo, pero ninguna soledad, ni siquiera la no pedida, la que nos invade y sojuzga, rivaliza con la escritura en hondura, en apartarse enteramente del mundo y, al tiempo, en apropiarse de él. En ocasiones, al escribir, se percibe esa soledad, se aprecia cómo se cierne en torno, sin que podamos zafarnos de ella o sin que, por más que nos afanemos, podamos tampoco dejar de escribir. Dejar de escribir con la esperanza de que regrese la luz o de que la oscuridad no cunda, ni se enseñoree como suele. Nunca fue un padecimiento escribir, nunca sentí que me fracturara o que me ablandase o que me retirara alguna posible fortaleza que yo, sabiéndolo o no, pudiera tener y, sin embargo, a veces prefiere uno no tener que dejar consignado nada, no ocupar la limpieza de la hoja o el vacío del editor de este blog. No dura mucho ese arrebato ascético, un poco sobrevenido por el cansancio o por la evidencia de que no hay ningún lado al que conduzca escribir que no se pueda acceder de otro modo, no sé, paseando, tomando café con los amigos en las terrazas del otoño éste recién abierto, leyendo lo que otros a los que no conocemos han hecho para nosotros, ah lectores. No es una preocupación que persista, se diluye conforme el día va conviniendo sus peajes y tienes que salir a la calle y acudir al trabajo y regresar a casa en coche, cuidando de que nadie invada nuestro carril, pero de pronto hay una necesidad y se aplica uno en satisfacerla. No importa de qué se escriba, incluso de la escritura misma, tal es el caso. Lo que de verdad cuenta es penetrar en esa soledad solicitada y dejarse ir. No creo que haya otro método: no hay escritor que no se deje ir, por más que organice y cuadre su trabajo, por más que investigue, tabule o prevea cuál será el texto que finalmente saldrá. Lo que fascina es el acto impetuoso de la escritura, su vértigo, su fiebre, ese avanzar loco, sin brújula, en el que las palabras se prestan y uno las abraza o las censura o aplaza que concurran o se duele de que salgan esas y no otras, que son las que deseamos, pero no están a nuestro alcance. Tal es el caso también. Esta soledad mía es más íntima cuando abre el día. Ahí encuentro que está la cabeza en condiciones, si es que eso fuese cierto. Ahí me envalentono con el día y encaro lo que a su antojadizo capricho haya decidido arrojarme. En este sentido un poco nutritivo de las cosas, escribir es una ingesta de luz, una especie de avituallamiento de coraje para que no nos haga flaquear en demasía el trajín de las cosas. Como quien sale a correr a primera hora de la mañana y vuelve a casa con el cuerpo encendido y la cabeza alerta.

22.9.17

La elegancia de lo simple

Lo que sé del corazón no se lo debo a la ciencia. Ninguna información técnica relevante, ninguna evidencia cartesiana valdrá más que la poesía romántica inglesa o un verso suelto de Pablo Milanés. No hay lenguaje de más probado oficio que el de las metáforas. A ellas confiamos el entendimiento del mundo, aunque revistas tipo Science sean recetarios de prodigios al modo en que lo es un libro de Kavafis. Del cerebro dice, en un número antiguo del que anoche leí una breve reseña, que es elegantemente simple. Que el mapa de alta resolución de su maraña sináptica respeta un orden. Del corazón no he leído nada parecido. Como si le concedieran el rango de brújula espiritual del universo. Como si el desorden del cosmos proviniese de los espasmos de su funcionamiento, de ese hermoso mantra de percusiones privadas que produce para que yo ahora escriba y usted lea, para que percibamos el olor del campo recién llovido o la belleza incuestionable del vals número dos de Shostakovich. Como si la armonía de esa oscuridad (donde nadie puede oír tus gritos, como decía la publicidad de Alien) se acompasara a la de tu corazón y una y otra se mirasen y buscasen tocar la misma canción y no desafinar en demasía. Que tengan ustedes un buen viernes y la música del corazón, con su elegancia sencilla y luminosa, les acompañe en sus quehaceres.

19.9.17

Zoología fantástica / Caballos y perros

Cuando despierta, ya no llueve. La envuelve el olor a tierra mojada y remolonea en la cama, tapada hasta la nariz, acomodando todavía el cuerpo a la espera de que el sueño regrese y pueda concluir lo que no recuerda. Del sueño, o de lo que se ha salvado del sueño, recuerda una puerta y también (brumosamente) un jardín detrás de esa puerta. Conversaban alrededor de una mesa unos cuantos amigos de cuando ella era más joven. Uno, que fue novio suyo entonces, hablaba de perros, de lo nobles que eran. Otro decía que el caballo era el animal noble de la creación. Un tercero, distraído, no apreció que un perro le venía encima, lo derribaba y lo mordía con saña en los brazos y en la cara. Sólo ella se le acerca, aparta como puede al animal y le pregunta, preocupada, cómo está, si se duele algo. Ahí acaba bruscamente el sueño o la parte del sueño que milagrosamente ha recordado. Al despertarse oye unos ladridos. Vienen de afuera. Deja el confort de la cama y se asoma a la ventana. No ve nada. Vuelve a refugiarse entre las sábanas y se lamenta de no saber cómo acaba la historia. Si su amigo se repone, si la conversación añade un animal de más nobleza que el caballo o que el perro. Entonces escucha un caballo relinchar afuera. No es un sonido que pueda confundirse con otro. Además parece que le están incomodando. Como si pugnara por zafarse de un jinete indigno, uno que lo vejara o que lo lastimara. Nada embargo, le concede la presencia de un caballo o de un perro. Así que se acuesta nuevamente. Antes de conciliar el sueño reparador, el de los perros, el de los caballos o cualquier otro que la alivie de la pesadumbre que la embarga, coge un libro que tiene en la mesita de noche. Hace días que no lo lee. Lo abre con delicadeza. Sabe qué le espera. A poco de que se le cierren los ojos, cree escuchar otra vez relinchos y ladridos. Decide no levantarse. Incluso el olor a animal impregnado en el aire no la fuerza a dejar la comodidad dulce del sueño. Al concluir ese limbo impreciso de caballos y de perros, se asea sin prisa, prepara un café reparador y enciende la televisión. Nunca lo hace, pero ese día piensa en qué pasó en el mundo mientras ella soñaba. El presentador refiere que un camión que transportaba caballos se había empotrado en un casa lindante con la carretera. Los perros muertos se cuentan por decenas, añade. Los gerentes de la perrera lamentan lo ocurrido y piden a las autoridades que investigue si el conductor iba bebido o sólo fue un desgraciado despiste. Es entonces cuando decide acostarse otra vez. Cree que podrá deshacer la tragedia si la sueña. Quizá no escuche ladridos ni relinchos.

17.9.17

Elogio íntimo del infierno




   A mi amigo Francisco Machuca
El infierno en el que creo está en Melville, en Ahab, en la ballena blanca.
Está en Conrad cuando dibuja un río y hace que la oscuridad lo atraviese.
En la mentida inocencia de Perrault y de los hermanos Grimm.
En el hombre sin atributos de Musil.
En la primera mañana del mundo para Gregor Samsa.
En el Maelström de la cabeza.
En las ensoñaciones de William Blake.
En la oscuridad de las catedrales.
En los festejos bastardos de la carne.
En el cine negro de la RKO.
En la memoria infinita de Funés.
En el club de los suicidas de Stevenson.
En las resacas de Bukowski.
En el barril de amontillado de Poe.
En la vida cartesiana y triste de Benjamin.
En Derry cuando llueve en 1958.
En el festín de los lobos.
En la cara oculta de la luna.
En la infamia del desquiciado Hyde.
En Mann con asma baviera.
En Beatriz perdida en un círculo concéntrico.
En Morel inventándose una isla.
En el desquicio sin rimar de Leopoldo María Panero.
En el rey del que Shakespeare hizo un dios.
En Dios permitiendo el caos, la miseria,
permitiendo a Shakespeare.
En la crónica del submundo de Orfeo.
En Ripley tomando café en una terraza de Florencia.
En Maquiavelo y Montesquieu, hablando morosamente.
En la soledad de Peter Pan.
En Walter White en una caravana en mitad del desierto.
En las cartas que escribió Bram Stoker
En los dioses primigenios que pueblan las calles de Providence.
En la oreja tirada al césped en Blue velvet.
En el trago de veneno que se aplicó Rimbaud.
En las carreteras secundarias por las que Humbert Humbert huye con su Lolita.
En Pessoa, que reemplazó a Dios, escogiendo al Hombre.
En el veneno en la boca del muerto.
En la carne débil, en su fiebre insalubre.
En el desquicio de Panero antes de que se lo llevasen todos los demonios de la ginebra.
En la absenta a la que se encomendaba Baudelaire.
En todas las derrotas.
En todos los naufragios.
En todas las oraciones.


14.9.17

El cofrade secreto

En cierto modo,  el tiempo en que uno escribe es tiempo en el que no lee, pero no hay vez en que escribir no sea también un acto de lectura. Uno escribe y sanciona lo escrito, lo reforma, lo estira, lo desmonta para recomponerlo después. Hace todas esas en la cabeza, no las plasma en la hoja, no las conforma en el texto o no es enteramente necesario que lo haga. Es en la cabeza en donde está la escritura. No sabemos qué hace que elijamos unas y desechemos otras, de qué modo (secreto, íntimo) se ejerce esa censura privada, la que se esmera en cuadrar una idea con el armazón lingüístico que mejor la expresa o el que, según qué intención tenga, la haga más hermosa. El lector, en este sentido, es una especie de escritor perezoso, ajeno a los rigores de la escritura, uno que no precisa del registro de las palabras. Mientras leemos, somos el lector primero, el fundacional, el que hizo el esfuerzo de dejar constancia de lo pensado. Cuando leo a Tolstoi, soy Tolstoi. No hay escritor que haya muerto del todo. Todos existen en cuanto alguien los lee. Ese diálogo (presumo) debe ser la eternidad, una especie de cielo inverso en el que todo permanece, en donde nada se pierde o se reduce. 

Cada libro, en cierto modo, es la historia particular del lector que lo abre. No existe como libro hasta que alguien formula el rito maravilloso de imponerlo a la realidad. Antes de ese acto mágico, cuando todavía no existe la voluntad de abrirlo, el libro es un objeto entre los objetos, como diría Borges o un fantasma, como diría Cela. El aburrido trabajo de contable de Kafka o de Pessoa seguro que consentía libros secretos dentro del abrigo. El otoño que se cierne es propicio para esas escaramuzas. El libro se convierte así en un objeto clandestino, en un espejo furtivo de nuestra propia incertidumbre ante la vida. Se trata, al cabo, de nunca ir solo. El lector es una especie de enemigo acérrimo de la soledad. Busca siempre refugios, lugares donde otros desamparados facultaron las actas de una cofradía única, ajena al tráfago de las prisas del mundo vertiginoso que hemos inventado. El cofrade secreto, héroe de sus fugas, flipado con la bondad del botín, no precisa correligionarios que le aplaudan los gestos, los títulos y los pies de página abiertos en cada capítulo, en cada pequeño trozo. Él es ala y él es vuelo. 

13.9.17

Cientos de libros más tarde




Hay desórdenes que los causan los libros. Daños a veces poco reparables, fracturas que se acarrean de por vida y con las que trasegamos, sin que se las pueda retirar o hacer que duelan menos. De hecho hay vidas que discurren con absoluta normalidad, nada las importuna severamente. Poseen en propiedad tragedias pequeñitas, cuentos cortos que terminan por sepultarse en el olvido. Nada del otro mundo, ya saben. Se dice de ellas que están más inclinadas a la tristeza que las otras, que las impregnadas de riesgo, las que se visten de tragedia. Son los libros, en algunas ocasiones, quienes se encargan de cubrir esa orfandad. Tuve un amigo escandalosamente feliz, ocupado en ligerezas la mayor parte del tiempo, poco o nada preocupado de los temblores del mundo. El azar le obsequió con una templanza admirable. No se alteraba en público y, a lo que contaba, lo hacía lo justo en privado. Fueron los libros los que le expulsaron de ese paraíso emocional. En ellos descubrió lo mal hecho que está el mundo. Fueron ellos los culpables de que se perturbara. De pronto cayó en la cuenta de que hay amores imposibles o de que la gente se suicida a las primeras de cambio o de que morir no es lo peor que puede pasarte o de que la soledad es un cáncer. Comprendió que la vida, en ocasiones, no rivaliza con la ficción, ni se le acerca. Al menos su vida, la suya pobre y rica a la vez, de tan corto y medido vuelo siempre. De él guardo esa impresión. Ni los años, los muchos que hace que no le veo, han borrado ese desconcierto. Los libros, dicho de una manera brusca, le malearon, lo zarandearon, lo instalaron en un agujero que ni pensaba que existiese, del que salía como si nada, pero del que ya no pudo substraerse. Tienen los libros ese veneno dentro. No todos, quizá muy pocos, pero algunos de esos libros son armas de perversión masiva. Hacen que te cuestiones todo, que a todo le asignes una duda razonable. En cierto modo todos somos, en parte, ese amigo mío deslumbrado (y al tiempo enfermado) por los libros. Quien no haya sentido esa punzada no ama la literatura. Se limita a leer, que es un asunto noble, pero no más relevante que pasear en bicicleta, recoger setas en el bosque o cocinar platos italianos. Cada libro es, en cierto modo, espejo de quien lo lee. Extrae del lector lo que ni él conoce. Hay libros que desasosiegan, libros que conmocionan, libros que destrozan. Cada libro hurga en quien lo lee a la manera en que se le hurga a él. El abismo te mira también. Quizá mi amigo sensible, ése que descubrió a Pessoa en un bar de Cádiz, lea esto ahora, quién sabe, entra en lo posible. Tal vez sepa que es de él de quien hablo, aunque hable de mí y nos incumba a todos. Juan, somos del tamaño de lo que vemos, escribió Pessoa. Éramos grandes entonces, no hay que pensar que no sigamos siéndolo ahora, tantos años después, cientos de libros más tarde. Tengo un par de amigos o tres que, siendo también muy de Pessoa, saben de qué se habla en estas líneas, conocen esa quemazón, han apreciado el desencanto y han regresado, indemnes, al gozo, a la luz, al abrazo limpio de los que amamos. Ellos nos reconfortan, nos rescatan, hacen que podamos volver a dejarnos atrapar por la literatura. En ellos está nuestra casa, por ellos la cuidamos a diario. 

11.9.17

Día primero de escuela

Contra la voluntad de perdurar está la de no contener deseo alguno de que nada dure más de lo preciso. He encontrado gente que anhela pasar desapercibida y otros que, a poco que se les incita, hacen valer su firme convicción de que han venido a este mundo para hacerse oír y dejar huella. Gente rotunda cuando manifiesta su voluntad de que se le escuche en todo momento o de producir en los demás cierto tipo de admiración. Gente que cree con vehemencia que han venido a este mundo a dejar huella y se obstina en no desaprovechar ninguna circunstancia que haga medrar ese propósito íntimo e irrenunciable. También la otra, la que hace las cosas sin que se detecte el orgullo que les produce hacerlas e incluso hacerlas muy bien y advertir que los demás lo saben. Imagino que todos enseñan algo. De ésos tengo algunos cerca, por fortuna. Se aprende a diario, se enseña a diario. No sabemos a quiénes les damos algo o los que nos lo dan. A veces, si concurre el azar más propicio o está uno alerta o sensible, percibe que está aprendiendo o que está enseñando. Hay días en los que no se produce ni una ni otra cosa, días que transitan con pereza, como empujados por un viento gris y deshilachado. Los otros son los que importan, los que hacen que cuadre todo. Se trata, al final, de que todo cuadre, es posible. Esa sencilla cosa, una especie de ensamblaje. Uno perdura cuando enseña. No hace falta tener esa certidumbre constantemente en la cabeza. Basta con ejercer el oficio, con disfrutarlo, con poseer la voluntad de enseñar, sí, pero la de aprender también. Se aprende todos los días. No hay ninguno en que algo no te pula, no te forme, no te haga mejor persona. Quizá, en el fondo, baste finalmente con eso: con hacernos mejores personas. Ese es el verdadero trabajo, el más difícil de acometer, el que más obstáculos interpone, también el más gozoso cuando se franquea. Hoy empieza el colegio, se abren las clases. Toca enseñar y aprender. Se espera también, aunque no hay confirmación fiable, ni esperanza certera, que no se nos importune mucho desde arriba, que los que piensan y deciden cómo funciona este asunto estén en lo suyo, en lo nuestro, en permitir que hagamos nuestro trabajo lo mejor posible. No faltará entusiasmo, no tendremos pereza. A ver si de una vez por todas se entiende en esta sociedad nuestra que el futuro empieza hoy, empieza en la escuela y está, en gran medida, en nuestras manos. Que les vaya bien el día. 

9.9.17

Mi pequeño sí privado



Cuento entre mis aficiones la de procurar no renunciar a ninguna. Cuando me atiborro de antibióticos, prescindo del alcohol o cuando la alergia me colapsa los pulmones, una vez al año, por mayo, retiro el tabaco hasta ocasión más propicia. Una de las más queridas aficiones, una que no hay médico que rescinda, es la de las palabras.  Prueba uno el sabor de la palabras y ya no desea ningún otro sabor. No hay otro que se le parezca. Estrujen un adjetivo y verán cómo sale otro igual que de la panza de John Hurt salía un alien. El lenguaje tiene estas cosas: cree uno que lo tiene dominado y de pronto un adjetivo se resiste o sale díscolo o se pone a roznar como un asno o a balar como una oveja y entonces no tenemos esa certidumbre de saber con qué andamos trabajando. Las palabras son, en este caso, piezas sensibles que no se dejan manosear por cualquiera, ingredientes de un plato delicioso o de un brebaje tóxico. Recuerdo mañanas enteras arañando palabras, buscando cuáles convendrían, con cuáles armaría la frase y la dejaría expuesta, creyendo la mentira de que no sería posible limarla más. Una de esas aficiones que me gusta mantener es la de la curiosidad semántica. No hay mejor libro que  un diccionario. Puestos a dejar que se nos desboque la imaginación, podemos asegurar que dentro de un diccionario, ni siquiera del mejor ni del más premiado, están todos los demás libros. Está Lolita, Lo-li-ta, la pieza maestra de Vladimir Nabokov. Están las obras completas de William Blake, que era un visionario metido en letrista de copla de la época. Está Borges y sus laberintos, la rosa de Milton, los tigres en la noche. Dentro de los diccionarios, en su alambique de placeres, están todas esas cosas, las que sabemos, las que nos esperan. Está Conrad, está Lovecraft, está Cortázar. Son atlas en los que perderse. Cogido anoche uno, comprobado su peso, fascinado por lo que tutelaba, reparé en epistolar. Abrí una página por limpio azar y di con ella. Se me ofreció, no sabe uno bien qué la forzó, no hay tampoco necesidad de entender esa gobernanza oscura. Mantuve epistolar en mi cabeza, pensé en todas las cartas que he enviado, en las que recibí, en que ya nadie escribe cartas, ni siquiera de amor. Yo he escrito muchas, tengo memoria para recordar que he escrito muchísimas cartas. Lo hice por amor a quienes las recibían y por amor a la escritura y también por amor a mí mismo. Hay épocas en las que uno se ama con más vehemencia; otras, según qué nos aqueje, en las que renunciamos a ejercer esa querencia doméstica y nada de lo que hacemos nos parece bien y nada de lo que hacen los demás nos parece bien tampoco. No hay gozo que dure, ni dolor. En el diccionario están las palabras que usó Shakespeare. Debe haber una combinatoria mágica que las arracime y de las que se extraiga una composición que exhale belleza. Todas las palabras de amor lo son porque están calzadas con otras que las completan y mejoran. Si releo este texto y lo escribo de nuevo, elegiré otras palabras, será otro texto, no éste. Quizá por eso no releo lo que escribo. De hacerlo, no lo volcaría, no lo expondría, no daría mi anuencia, mi pequeño sí privado. Ha sido un día largo en exceso. Extraño casi todo el tiempo. Tal vez no haya sido el mejor que pueda recordar, pero he llegado a su finiquito con una sonrisa.

5.9.17

El amor

Hay veces en que no aparece nadie, recorres las calles, las mides y reparas en quién las pasea contigo, en quien camina a tu vera, en la acera de enfrente, detrás o delante, te fijas con atención en ese tropel anónimo que camina junto a ti, pero no es nadie , no son nadie, no hay con quien puedas contar, nadie que te asombre ni te moleste, nadie a quien saludar o que salude, nadie del que después guardes un recuerdo, aunque sea uno breve, uno del tipo que dura un instante y luego se diluye entre los demás recuerdos y toma de unos y de otros rasgos y gestos hasta que no tiene entidad alguna y entra de bruces en el olvido. Lo que se registra y lo que se abandona están en ocasiones tan extremadamente cerca que no se entiende el porqué de nuestra inclinación a elegir y salvar y sacrificar. Hay veces en que aparece alguien. No tiene que ser alguien a quien veamos por primera vez, nadie que nos fascine o nos enamorisque. Se puede incluso afirmar que en muchas ocasiones es alguien a quien conocemos bien o incluso a quien conocemos mejor, pero aparece como si fuese la primera vez, lo vemos como si no hubiese nada suyo en nuestro interior, cuando lo tenemos todo o lo ocupa todo. Debe ser el amor, será el amor, vamos a pensar que es el amor.


2.9.17

La pedagogía del dolor

En la idea del placer concurre también la de no padecer dolor. Quizá interese ocuparse seriamente del gozoso término medio: esa certeza un poco brumosa de sentir una especie de armonía en la que nada nos entusiasma ni nada nos derrota. Uno busca afanosamente el placer y, cuanto más ahínco usa, más alienta que se sienta la poderosa irrupción del dolor, con más nitidez se percibe su acometida y más fundadamente se le teme. No hay conveniencias fiables a las que asirse, tampoco un procedimiento que lo disuada. Se está a su entera merced. La pedagogía del dolor es quizá la materia de la que tenemos menos avances. No sabemos qué urdir, no poseemos instrumentos fiables y certeros, no están cuando el dolor prorrumpe con la vehemencia que en ocasiones suele. Anhela uno zanjarlo expeditivamente, compone una súplica íntima y luego, cuando no observa alivio, por puro desahogo, la airea, la vocifera a veces. Quiere que cese, quiere que el mundo regrese al estado previo, cuando existía esa armonía dulce en la que alma y cuerpo no sufrían asedio alguno, cuando todo era, si no placentero, sí normal. Es una trampa eso de la normalidad. Lo es porque se nos ha educado para buscar incesantemente el placer o la felicidad, y esos dos conceptos son quebradizos, frágiles, huidizos. 

Por fortuna, si el dolor mengua, nos manejamos bien con el olvido. Se rebaja el estado de alerta, se limpia la zona vulnerada y se tiene esa percepción (falsa, sobrevenida artificialmente) que consiste en confiar en que todo volverá a su cauce y que el veneno no nos emponzoñará de nuevo. Nada más equivocado: vuelve más tarde, lo hace con absoluta indiferencia a cuanto urdimos en la contienda. No se busca el dolor, ni tal vez se le deba rehuir si acude. Su compañía es tan lógica, tan devastadoramente lógica, como su apreciado reverso, que es su ausencia. No hay nada con qué compararlo, ni nada que rivalice con el mal que siembra. Ni la muerte lo iguala. Porque la muerte es una especie de dormir sin que haya sueños ahí adentro. Duele sobre todo el dolor de los demás, de todos a los que amamos. No aceptamos que sufran, cómo hacerlo. Llegar a aceptarlo es la gran asigna pendiente. También lo es de quienes lo padecen. Ni la cultura, tan basta, de tan hondo brillo, ni la belleza zurcen el roto que infrige el dolor. Somos de una fragilidad asombrosa. Estamos arrojados a ese fuego larvado e incansable. Ahora que amanece y vuelven los colores y laluz todo lo cubre se calma uno un poco, piensa que es posible aprender a sobrellevarlo. Lo piensa brevemente. No dura mucho esa pequeña reflexión sanadora. 

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...