La tonta es la mejor risa. Saca lo más íntimo de uno, lo que no se disimula ni cohíbe. Acude en tromba y no hay apenas deseo de apartarla, hasta contagia, pero ninguna como ella para informar de un estado del ánimo limpio y puro, una exhibición que no se piensa ni se gobierna, en la que nada parece afectarnos ni desalentarnos, eso tan frecuente en otras ocasiones. Días de risas tonta que tenga uno son días en los que vivir cuenta de verdad y hasta se podría pensar que son los valen la pena. Un aislarse de lo gris y abrazar el arcoíris de la risa, con su blonda sencilla de júbilo o un desatino loco (es de locos reírse así a veces) que irrumpe con dulce y fresco atropello. La de veces que se ha reído uno sin motivo, la de veces que se ha echado en falta no hacerlo. Debiéramos consignar en un registro los días de risa tonta. Creo que no lo hacemos porque dolería ver que el escrutinio sería más que pobre, a desgracia nuestra. Qué tiempos tan duros. Todos, a su manera cada uno, lo son. Qué de tiempo que no reímos a lo tonto. En cuanto suceda, si se da el caso, rían sin brida ni pudor, rían como si el mundo estuviese a punto de acabarse, rían batiendo la mandíbula, rían con colmo de entusiasmo y contagien a los que pillen cerca, pero no se quiten (por favor) la mascarilla.
26.1.21
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