No soy de ningún equipo de fútbol. Puedo ser de Poe o de Jimi Hendrix, puedo sentirme repentinamente español o romántico, adepto hasta el desmayo al blues del delta o amante de los vinos de la Ribera del Duero, pero me cuesta ser de un equipo de fútbol. Quizá me desquicia el hecho de que los jugadores van y vienen, se aferran a un escudo y luego lo sueltan con el mismo entusiasmo con que lo besaron. Se es de Poe porque la literatura del maestro del cuento no varía ni sufre los vaivenes de la moda. Se mantiene intacta, sin rebaja; se exhibe siempre como un triunfo de la inteligencia y de la belleza. En el fútbol hay inteligencia y hay belleza: lo advierto en muchos partidos y disfruto con esa revelación mundana, pedestre, casi animal, del arte. Me molesta (hasta cierto punto) que el fútbol se esté convirtiendo en un arma arrojadiza entre iguales. O es que no somos en realidad tan iguales y el fútbol extrae de cada uno su esencia y la proyecta a los demás.
Mi esencia de anoche fue la del disfrute y eso no cuenta con que yo sea más merengue que culé o que me incline por Messi o por Ronaldo. Probablemente haya que inclinarse ante el fútbol y agradecer que el bueno exista y podamos darnos el gustazo enorme de verlo. Todo lo demás es una distracción bastarda de los sentidos, un querer entrar en la morralla mediática, en el ejercicio funambulesco de los que buscan siempre la periferia de la noticia, sus extremos menos gratos, los que han visto en Mourinho al salvador del siglo, al que va a hacerles caja a falta de argumentos de más sólido fuste. El festín balompédico de anoche fue como esas sesiones dobles de cineforum universitario en las que empezabas con Wilder (El crepúsculo de los dioses) y terminabas con Sirk (Escrito sobre el viento). O como una comida pantagruélica, adornada de cháchara, representada en un restaurante discreto mientras afuera llueve y ningún camarero te agobie para que termines pronto, pagues y dejes el local para que otros ocupen tu mesa.
Anoche perdió el eco, perdió el vacío, perdió el fútbol entendido como un negocio infinito. Y el Madrid dio muestras de flaqueza cuando se le vaticinaba una pujanza y un brío que ayer, en el Camp Nou, no se vio en ningún momento. Las dio porque enfrente se topó con un equipo proverbial, inspirado como casi nunca yo haya visto (salvo un también excepcional partido contra el Arsenal en el curso anterior en Liga de Campeones) y centrado en demostrar en el césped que todavía el fútbol está impregnado de pedagogía y que el talento de un puñado de asombrosos jugadores precisa del concurso casi mágico de un entrenador iluminado, respetuoso con el contrario, sabedor de que las circunstancias son favorables en un momento y absolutamente desfavorables en otro.
Guardiola es, frente a Mourinho, un hombre sencillo: no se arredra ante la adversidad, la entiende como un ingrediente imprescindible del duelo futbolístico y acomete su oficio como el artesano renacentista que manejaba a capricho las muchas artes que contribuyen a forjar un solo arte, el visible, el que queda para la eternidad. Mucho de lo que este Barcelona está fraguando con Guardiola quedará para las vitrinas de la memoria de los aficionados al fútbol. Cuando Mou necesita un foco y un micrófono, Guardiola se escapa pasillo abajo. Busca perderse, encuentra en la soledad un refugio en donde apreciar el tamaño del triunfo. Recuerdo su paseo por el campo en donde ganó la Champions League en su edición de hace dos años: se le veía ensimismado, lírico, enfrentado al escenario después de haberse vaciado completamente en él. Parecía casi rehuír el abrazo de su jugadores, parecía molesto con tener que rendir cuentas de su felicidad al intruso pagado del periodista, que es el otro ingrediente de este circo asombroso y al que en mayor o meno medida se ofrecen todos sus actores.
Anoche hubo un partido de fútbol colosal. Ganó la mesura a la urgencia. Se vio a la lucidez comerse a dentelladas a la especulación. El espectador (el sufrido, el que paga por ver fútbol por capricho de ese mercado sanguinario) fue el que ganó anoche en un par de horas de gozo insultante. Daba lo mismo que uno fuera de un bando o del otro: importaba el fútbol. Como cuando a Ronaldinho le premió con aplausos hace unos años la exigente grada del Bernabéu. Como cuando el buen Madrid de este mismo año fulmina a sus contrincantes y da una lección de contundencia física y de eficacia goleadora. Los números cantan: el Madrid es un equipo en ciernes, uno muy prometedor, uno al que se le podrá empezar a considerar en breve, pero sin cuajar. Necesiariamente precisa reposo. El Barcelona, incluso cuando empata o pierde o hace un partido mediocre en uno que gane, es un equipo a salvo de las dudas. No se puede pedir que siempre salga todo a pedir de boca. Messi, a pesar de todo, no es Dios. Ni Dios es Dios, qué quieren que les diga.
Así que anoche fui de Xavi y de Pep: fui razonablemente consciente de que los colores son un obstáculo para que el fútbol te llene por completo y seas capaz de apreciar la fina orquestación de una banda antes de acometer una sinfonía. La que se pudo ver en el Camp Nou fue sublime. Importa escasamente que enfrente estuviera el gran rival, el Madrid de Florentino, el de los fichajes de relumbrón, el que devora titulares y pierde (con más frecuencia de la deseable) fuelle en el tablero, en donde está la acción. Lo demás es literatura. Mala, por cierto.
Al duelo. al clásico, le sobró polémica. Le vino grande el traje de batalla con el que siempre lo visten. Dolió ver cómo esos portentosos jugadores (los del Barcelona preferentemente: los otros huyeron de la responsabilidad, se achicaron, se concedieron una noche libre) caían en la gratuidad de la trampa, en hacerse la víctima, en forzar al máximo la leña física para desahogarse y aliviar la humillación (relativa, no crean) sufrida en el césped. Y Sergio Ramos, que vive de su buen fútbol y es un sólido defensa en su club y en la selección, se encrespó en demasía, se convirtió en un energúmeno, perdió la dignidad y agredió (en el lance del juego y en el guiragay posterior) a Puyol. Pero nadie es un santo. Sólo Iker Casillas, el pobre, ayer tan pobre, tan desvalido, puso paz entre los animales. Y ganó el fútbol, claro. Aunque yo sea de Poe y de Hendrix y de Cukor. En ellos encuentro siempre el mismo placer. No me defraudan: me conquistaron una vez y me tienen a su merced.
Ah, es la primera vez que me extiendo sobre fútbol en este Espejo. Quizá sea la última. Nada es lo mío, pero esto lo es menor medida. Lean a Santiago Segurola en Marca o a John Carlin. en El País. Ellos sí que saben.
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