Urogallo no es de pendencias, pero cuidado si se le increpa o abochorna por esa estrafalaria prestancia suya de gallina asilvestrada y caótica o de faisán venido a menos. Es en lo que pueda entonces ave levantisca, de arresto enconado, obstinado en intimidar a su ofensor, pero sin logro remarcable. Es de cacareo ostentoso, una especie de estridencia en forma de chasquidos que no llegan nunca más allá, por lo que sus maniobras de intimidación son mayormente acústica. Hay quien se desquicia en esa hipnótica secuencia de gritos. Cuando se ponen los machos en plan alfa total se reúnen en un cantadero del bosque y se entabla un disonante y casi siempre insoportable para el desavisado duelo de chirriantes quejidos del que sale el ejemplar de virilidad más notable. Es fama que Urogallo puede copular sin desmayo una jornada entera. Aparte esa manifestación estrictamente hormonal, es criatura que no tiene otro atractivo a reseñar. La imponencia de su aspecto no amedrenta a satisfacción, por lo que Urogallo, cuando se envalentona y predispone a la gresca, teme que sea baldía la estrategia y acabe (como suele) en un estado depresivo que no remedia ni la ingesta masiva de brotes de hayas, crisálidas de hormigas, larvas, arándonos o hasta (si empuja la necesidad) pequeñas serpientes incluso. De penosa simulación de vuelo, Urogallo es más de encaramarse sin alardes en la copa de un árbol y proferir sin fatiga su escandaloso canto de celo o echarse a dormir en la seguridad de esa altura. No tiene afición conocida, salvo la de fecundar hembras, oficio al que se aplica con sobrada eficacia. Una vez que la monta, Urogallo se desentiende por completo de la fémina y de la asegurada progenie. No huye de la presencia humana: se les puede observar sin que esa intromisión les parezca un peligro del que resguardarse.
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