Este menda chupasangre es de traca con su espada en la boca y el hilillo de sangre en el diente. Las mismísimas trompetas de Jericó anunciando el pandemónium no rivalizan con el castigador zumbido de sus alas cuando se te viene encima con la bastarda intención de libarte el juguillo, si no te cae algo más gordo y la palmas presa de convulsiones y espumarajos asquerosos. Así se las gasta Zacundo. Se prodiga poco, menos mal, pero en su época combativa puede causar el estrago al que no se acercan otras especies que, en apariencia, causan peligro mayor. Es que a Zacundo no se le ve venir: sólo lo oyes. El sonido a veces es la antesala del infierno. Piensa en Apocalypse Now, recuerda el cielo sobre el Mekong: hueles eso, lo hueles, ¿verdad? Es Napalm. Nada en el mundo huele como el Napalm. Me gusta el olor del Napalm por la mañana. He aquí las palabras del Coronel Kilgore, el fanático del surf, antes de bombardear una aldea del Vietnam con el demoníaco coro de la cabalgata de las valquirias de Wagner sonando en los helicópteros como una manta de sinfónico caos. Ese es Zacundo. Zacundo es Wagner y huele a napalm como la sangre huele a óxido y a metal quemado. Es Drácula sin pedigrí ni memoria atormentada. Zacundo es el mal en estado puro. La banda sonora de la destrucción es Zacundo en bélico vuelo. Tu piel es el escenario de la devastación. Hinca sus estiletes (no es uno, son seis, qué tío) en la indefensa carne y te arranca el espíritu. Dicen que el olor a limón los aleja. Qué sencilla es a veces la salvación. Qué ridícula también. El limón. Con lo feliz que a muchos nos harían abrirles la tripa y rociarla con todas las plagas de la Santa Biblia. Ahí dejo eso. Creo que me he excedido. Es que odio a Zacundo. Qué mala bestia.
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