7.1.21
Dibucedario 2021 / 7 / Gamba
Harta de que nos cuezan o nos sirvan a la plancha, eso para empezar, pero ya puestos, agradezco el saber culinario de los que nos exponen con brevedad, una ebullición sin alargamientos innecesarios, de lo contrario (eso he escuchado) la carne se endurece más de la cuenta, qué sabrán ellos de dureza, si no han sido sumergidos en el mismísimo infierno (que es acuático para nosotras, las gambas) y luego, una vez probado el rigor de ese fuego, no han pasado por la humillación de ser introducidas en agua helada. No sé el momento exacto en que pasamos a mejor vida, sea eso lo que quiera que sea, no tenemos la costumbre de la fe en nuestra especie, pero nuestra defunción debe ocurrir en el momento en que pasamos del agua quemada al agua gélida, para que nos entendamos, en ese brevísimo instante en el que la lucidez ocupa todos tus sentidos y sientes cómo se apagan uno a uno todos tus abrasados órganos. Podemos soportar días enteros fuera de nuestro medio natural, pero hay tormentos a los que no sabemos dar respuesta. Algunos son más particularmente insoportables que otros. Se me ocurre que no debe ser tampoco agradable que te congelen. Hasta perdemos sabor, eso parece. Si en el trajín que va desde la captura hasta la humillante exposición en el mármol de la marisquería se advierte algún desperfecto en la concha, suelen retirarnos, no confían en el producto guarde la calidad anhelada. El producto, el producto. Lo digo con orgullo y con satisfacción de especie: fui desovada por mi madre y salí con entusiasmo de ese limbo prenatal. Es dura esa etapa infantil. La mayoría no la superamos, pero si entramos en la adolescencia, en nuestra particular edad de la langosta (no hay pavos en alta mar) tenemos un futuro más o menos prometedor, salvo que alguna malla diabólicamente tejida en forma de embudo arrastre el fondo fangoso y caigamos en ella o alguna otra criatura (hay más de la que parece) se deleita con nosotras, qué le vamos a hacer. La tragedia de mi familia es antigua y tampoco podemos hacer nada para que mengüe o desaparezca: nos acompañará hasta que nos extingamos, si es que eso puede suceder, ya que somos de desove fértil. Somos exquisitas, he ahí el motivo de nuestro quebranto. Salvo la concha, que es apartada, y la cabeza, que tiene otra función a la que lamentablemente acudiré más tarde, todo en nosotras es comestible, quién soy yo para poner objeciones a eso. No entra en nuestra condición la del canibalismo, así que entenderán que carezca de un juicio sensato en estos asuntos, pero hay algo que nos hierve la sangre y que hace turbulentos nuestros sueños: consiste en el salvaje acto de que se mordisquee nuestra cabeza y se la succione como si la vida del comensal estuviese en juego y se le disipara si no la deja cabalmente seca. Tenemos algo con lo que exhibir nuestra melancólica desaprobación, una especie de venganza en la que no concurre la muerte de nuestro enemigo ni el derramamiento salvaje de su sangre. Es de ricos la dolencia que causamos, qué sé yo la diferencia entre ricos y pobres, yo me contento con mis pequeñas distracciones marítimas. La causa una sustancia que tengo en abundancia a la que han dado por nombre purina. Pues bien, la tal purina (pura orina en su latina etimología) metaboliza en el interior de las células y produce ácido úrico, veneno que yo te dé, placer que tú me entregas. Lo que hace la purina en quien ingiere mi cuerpo en cantidades imprudentes (ojalá bastase un solo bocado, una pequeña brizna mía en los labios) es quebrarle la salud. Lo llaman gota y viene a ser (ya me traducirá alguien, no alcanzo a entender este vocabulario humano) una artritis caracterizada por repentinos e intensos ataques de dolor, con hinchazón, enrojecimiento y extrema sensibilidad en los miembros afectados, mayormente articulaciones y, las más de las veces, las del dedo gordo del pie. La fase avanzada de esta afección (mi favorita, no lo duden) puede extenderse a codos, dedos de las manos o hasta el tendón de Aquiles, partes de la anatomía humana que terminan por conducir al estragado por estos padecimientos al desquicio mental. Qué malo es el dolor, yo puedo decirlo con probada experiencia. Hay quien, habiendo sentido en carnes propias esta enfermedad, desiste en procurarse el gusto de chupar nuestras cabezas, permitid que me tiemble el pulso al pensar en esa horrible libación de nuestras meninges. Preferimos la ociosa vida submarina, aunque entre en lo razonable que en un descuido seamos pasto de algún pez. Por lo menos es una muerte rápida, no hay refinamiento en su ejecución.
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