31.3.18

No hay dos días iguales (y todos los días igual)

Hoy muy de mañana he concebido el plan del día, lo he pensado y le he dado la forma y el fondo propicios, he manejado algunas objeciones, pero finalmente he dado por buena la previsión y he empezado a improvisar como suelo. Hace uno lo que va surgiendo, no sigue un guion, no respeta lo que le pareció correcto, avanza a la buena de Dios, sin más preocupación que ocupar el ahora, no el después, no el fatigoso después. A media tarde, pensando en esto y en lo otro, caí en la cuenta de esa pequeña irresponsabilidad doméstica, no muy importante, hoy he estado en casa la mayor parte del tiempo, así que argüí para mis adentros que no volvería a planear nada, duele más tarde la conciencia, es la palabra que se uno tiene la que flaquea o se cancela sin más argumentos, pero qué placer no saber, ni esperar que nada ocurra, sino verlas venir (suele decirse verlas venir) y, según vengan, actuar, elegir de entre varias posibilidades la que se nos ocurra primero o no hacer nada en particular, nada que otros hicieran, ni nada que tuviese utilidad en adelante, por si en otra ocasión se repiten las circunstancias. Se está ocultando el día, no habrá otro como éste, no se repiten los días, de ahí que valgan tanto y haya que extraer de todo lo mejor, no desaprovechándolo, no arrimándose a la pereza, pero qué placer esa pereza, esa indolencia, esa percepción de que somos dueños de nuestro tiempo. Sucede poco esa propiedad, se nos arrebata, es un oficio complicado tener las ideas claras. Hoy, sin saber bien el porqué, he tenido esa sensación, la de no haber hecho nada en especial y, sin embargo, haber disfrutado muchísimo. Lo decía Rosendo con sus Leño, en los primeros ochenta: "No hay dos días iguales, y todos los días igual". Qué buenos eran los Leño, qué buenas fiestas, qué de brincos habrá uno dado cuando tenía pelo.

29.3.18

Primavera / Elogio de la siesta

Primavera
Está el día en la duda de si abrir o cerrarse, en esa duda invita a un sol resplandeciente y a poco decae la luz y el cielo principia un paisaje de nubes oscuras que se ordenan y desordenan a su secreta manera. Tras muchos días de lluvia agradece uno esta luminosidad y hasta conforta la idea de que la primavera está ocupando el lugar que le corresponde. Amamos la costumbre de las cosas, su reiteración, esa inercia ancestral a ejecutar el mismo plan una y otra vez, el del sol ocultándose para que se levante la luna, el de la lluvia cayendo como un milagro o el de las hojas cayendo fieramente en otoño. En ocasiones no apreciamos los dones de la naturaleza, sólo advertimos su dureza, el rigor con el que a veces se expresa. Nos acordamos de los santos cuando truena, decía el refrán. La vida se ofrece sin pudor, no obedece las consideraciones humanas. Miramos el cielo estallando en azul y el mar en matrimonio con él cuando la mirada se aleja y el horizonte los hermana y hace que parezcan hermosamente uno. Miramos la bóveda de la noche, su techumbre negra, todas esas luces que titilan en lo oscuro y tiemblan sin que sepamos nada sobre ellas más allá de lo que la ciencia, la bendita ciencia, nos cuenta en los académicos libros de texto.
Cuenta hoy la prensa que los astrofísicos han descubierto una galaxia nueva. Lo particular de ese hallazgo es que carece de materia oscura. A oídos legos, lo de la materia oscura suena a ciencia-ficción de la programada en las series de Netflix o en las películas de trama distópica. Leo que esa materia es más abundante que la visible, lo cual me desconcierta muchísimo. Es más lo que no se ve que lo registrado por los sentidos, parece ser. Al final va a ser que lo invisible, como decía el principito del cuento de Saint-Exupéry, es lo que de verdad trasciende, que todos lo que recogen los ojos es secundario y sólo perdura el misterio, el abono de la metafísica, el aliento de la poesía, el numen secreto con el que los poetas han ido contando la historia del mundo desde que se juntaron las primeras palabras y el hombre se sintió importante y creyó que el futuro le pertenecía.
La verdadera información está en la poesía, ahí es donde uno descubre el secreto pulso del cosmos. Es el poeta el que mira hacia arriba con más entusiasmo. Todos los poetas, los buenos, los sensibles, escudriñan la luz y encuentran sentido a la sombra. O viceversa. Son ellos, unos más que otros, quienes han alimentado los libros de todas las religiones del mundo. Sin ellos, sin el numen que los anima, no tendríamos invisibles dioses en las alturas, firmes y sólidos para los que les rinden adoración; no habría salmos ni tendría el feligrés un discurso fiable al que amarrarse cuando acude la flaqueza o cuando el júbilo lo impregna y siente que todo cobra sentido dentro de su cabeza. De no ser por la poesía, no tendríamos templos, ni sacerdotes, ni textos sagrados.
Elogio de la siesta
No viene la primavera, no como anhelamos, se está dejando querer, está como el día de hoy, indeciso y frágil, sin pronunciarse del todo, sin decantarse por la luz o por la sombra. Tardía, la primavera durará poco en mi tierra. Vendrá el verano antes de que el calendario lo presente en sociedad como suele. Será el calor el que lo gobierne todo. Arderán las calles, tendremos una relación conflictiva con el cuerpo, al que pondremos a cubierto, a salvo de los rigores de la canícula. Aquí, en Andalucía, en Córdoba, en Lucena, el verano es una bendición y un castigo juntamente. Amamos la luz, estamos hechos de luz, la hemos incorporado a nuestra manera de vivir y es la luz la que dice cuand0 salimos y cuando nos recogemos, si aplazamos una cita con los amigos o si cerramos los ojos y hacemos que el tiempo se detenga. En realidad la siesta es una de las maneras más elegantes de suprimir el tiempo. Mientras nos perdemos en ella, estamos a salvo, hemos ganado lo que tendríamos perdido si nos mantuviésemos despiertos. Contrariamente a lo que algunos entienden, la siesta es imprescindible, no podemos prescindir de ella, nos ha hecho sobrevivir cuando las circunstancias externas fatigaban nuestro ánimo o nos hacían flaquear indeciblemente y no tener gobierno sobre nosotros mismos. Es muy duro eso de no tener gobierno sobre uno mismo. Durísimo.

27.3.18

El río de Heráclito (en boca de K.)

“Curioso que la gente crea que tender una cama es exactamente lo mismo que tender una cama, que dar la mano es siempre lo mismo que dar la mano, que abrir una lata de sardinas es abrir al infinito la misma lata de sardinas. "Pero si todo es excepcional", piensa Pierre.”

Julio Cortázar, Las armas secretas

Hay ocupaciones banales que incomodan la ejecución de algunas tareas más elevadas, pero habrá quien prefiera poner el lavavajillas o tender la ropa antes que meterse en la faena de recorrer junto a la Maga las calles de Paris o leerse los ensayos de Montaigne (ando enamorado de una edición de Acantilado que caerá en breve). Me confesó K. que la vida mundana (la doméstica, la irremediable) le restaba tiempo para ocuparse de asuntos de más fuste. Las cosas elevadas, añadí yo. Luego está aclarar qué es elevado y qué no. Lo de la elevación está perdiendo prestigio. Barrer la casa, en cierto sentido, no entusiasma como  acomodarse en el sofá y abrir Rayuela por cualquier parte, ya saben que se puede, y acometer la lectura de su trama. Recoger los platos después de comer no se parece en absoluto a meterse la Quinta de Mahler, sobre todo el monumental quinto movimiento. Salir a la calle y esperar una hora de cola en la pescadería no llena, no es el objeto de una vida. Salvo que uno sea un enamorado de las lubinas y no le salga a cuenta ir un par de veces por semana a restaurante para consumirlas. Vivir es tener siempre a mano un plan de evasión. Cada uno formula en su cabeza el que más le conforta. Quien se extasía en la contemplación de una bandada de pájaros sobre unos árboles o quien pasea tozudamente las calles en la creencia de que el amor le robará el corazón y volverá a casa prendado de un rostro o de una manera de andar. Quien se esmera elaborando un arroz caldoso o se viste de forma admirable. Creo que en todas estas formas de realización personal (concluyó K.) hay una intención artística. El arte no sólo se circunscribe a esas disciplinas de las que siempre nos hablaron, las que puede enumerar cualquiera y en la que todos coincidimos

Y sigue K, a lo suyo, desbocado: ayer vi a un carnicero despachar una pieza en su mostrador y quedé hechizado por la soberbia habilidad con la que apartaba los trozos inservibles, extraía los útiles y mimaba su vuelco sobre el mármol, procurando no malograr un ángulo sobre el que el cuchillo entrara más limpiamente, concentrado en no cometer error alguno, como un bailarín ocupado en no perder una nota de la música, mágicamente izado sobre el suelo. No solo está la literatura o la escultura o la música: al arte le concierne cualquier disciplina. Se puede lograr un grado absoluto de brillantez en casi cualquier cosa que podamos pensar. Cortázar lo dejó dicho: no es igual dar la mano que dar la mano. Será otra la mano, la ofrecida y la que la requiere. Creemos que salimos a la calle y paseamos como si fuese algo repetido y no es así. En realidad siempre salimos por primera vez. No hay dos maneras de salir iguales. Lo que hiciste ayer y crees haber repetido hoy es infinitamente otra diferente cosa. Es como el río de Heráclito, pero en trivial y campechano.

26.3.18

Blues oriental con anchoa




Anoche soñé que Milt Jackson me contaba su vida. Hay quien sueña con pájaros que no levantan el vuelo o con hadas que hablan con endecasílabos o con libros a los que les faltan las páginas impares. No sé mucho más de lo que soñé. Estábamos Milton con su vibráfono y yo y Oscar Peterson tocaba Blues Oriental a lo lejos, sin interferir en lo que decíamos. La razón por la que acuden unas tramas y no otras es la misma por la que somos quienes somos y no otros. Como no tengo la facultad de recordar lo soñado, pensé al despertarme en si mi sueño escondía algo de trascendencia que pudiera serme útil, pero no supe rasgar más adentro y retiré de mi cabeza a Oscar, a Milt, hice la cama y me preparé el café y unas tostadas. Luego he ido al médico y ahora estoy sentado en una terraza y despacho una cerveza con una tapa de anchoas con tomate. Es más fácil entender la realidad que los sueños, pero Blues oriental suena en mi memoria como si fuese un bálsamo.

25.3.18

La vida sigue a espalda nuestra

Fotografía: Fernando Oliva

La vida sigue a espalda nuestra. Avanza, no cae en sentimentalismos, ni mira atrás.

El ajedrez

Hay días que se piensan mucho antes de empezarlos y otros en los que no se hace nada y dejamos que las circunstancias fluyan. Los buenos son esos, los de dejarse fluir. Los pensados casi siempre acaban peor de lo previsto. Lo malo es prever, pensar por adelantado, organizar, programar, esperar que lo anhelado se cumpla. Sin embargo, muchos de los logros del género humano provienen de la planificación, de pensar los días antes de que empiecen. En lo personal, que es a lo que acude uno cuando no tiene nada más fiable a mano, hoy no tengo planes, no hay nada que esperen los demás que yo haga o no tengo yo nada que hacer para ellos, por contentarles, por satisfacer algo que me hubiesen encomendado o atribuido. En este hilo atribulado de las cosas, agradezco que haya quien piense mucho sus días y los redacte con antelación y planee en qué se pueden apartar de su estudio. Es esa gente la que hace que el mundo gire, quién lo duda.

Hay dos tipos de personas en ese mundo, me confesó anoche mi amigo K. Están los jugadores de ajedrez y los que no lo son. No es preciso que se conozcan las reglas del juego. Se puede ser, en esencia, jugador de ajedrez y no saber cómo se mueve el caballo o cuándo nos han dado jaque mate. El que juega al ajedrez tiene la facultad de imaginar el futuro, de especular con lo que va a suceder, de imaginar las posibilidades y, conforme a ellas, hacer avanzar una pieza u otra para rebajar el daño que las otras causen o para anular su efecto o para imponer el suyo propio. Los que no saben jugar no llegan tan lejos, no prevén que sucederá, no tienen iniciativa, sólo tienen la propiedad del presente y, como mucho, la del futuro muy cercano.

De toda la gente que he conocido, con la que he tratado y hasta con la que he llegado a intimar, he visto pocos jugadores de ajedrez. No sé si eso explica que uno tampoco se precie de ser uno sólido, que planea sus partidas y piense prospectivamente, digamos. Los que dieron evidencia de serlo me enseñaron (sin pedirlo) movimientos en el tablero que desconocía, maneras de hacer que el juego se incline a tu beneficio, en fin, todas esas cosas. Les escucho con atención, trato de esmerar los sentidos y luego me aplico en practicar lo que me dijeron. He sido un buen alumno, lo juro. Lo que sucede después es que me pierde la improvisación. Son los días de dejarse fluir los que, al final, imponen su criterio. Ellos vencen. No hay nada que podamos hacer. Si todos fuésemos buenos jugadores de ajedrez, el mundo sería más triste, estaría todo más organizado, no habría asombro, no se podría esperar la irrupción de lo extraordinario, la realidad (tal como la conocemos) sería una historia conocida, no tendría puertas que abrir ni ventanas por las que mirar. De algunos de esos pocos jugadores de ajedrez que conozco puedo decir que de vez en cuando sancionan al jugador y dejan que aflore el neófito o el ignorante y se permiten salir un poco a lo loco y ver qué pasa. Es cuando los veo disfrutar más y cuando, sin que se lo propongan, hacen que los demás también disfrutemos. Afortunadamente luego vuelven a su ser, calculan los riesgos, miran con anticipación, velan para que todo cuadre y las cosas funcionen. De no ser por ellos, por esos ratos lúcidos que tienen, esto (ay) sería el bendito caos.

22.3.18

Contra la televisión



1
La consigna es el tedio, el bucle, la desolación del asombro. La cultura que manejamos es inmediata, es canjeable, no se asienta, no perdura, se evapora, apenas es útil, sólo satisface, pero no alimenta. Como el periódico al que los días herrumbran los colores y exhibe ese tono amarillento y da ese olor rancio de nicotina quemada en un sótano con moho, la cultura se indisciplina y es otra cosa, pero ya no es cultura. Busquemos qué palabra le sirve, cuál define el grado de vileza ideológica, su malograda vocación de ocio sencillo convertido en adocenamiento. El que se arrima a la cultura es inmediatamente sospechoso de que la perturba, de que en realidad solo desea aprovecharse de lo que la cultura ofrece, de su camino sin contaminar, al frente de todas las cosas hermosas y de todas las cosas inteligentes. Hay vidas que alcanzan su plenitud en lo precario. Es cierto y quizá está incluso bien. En  lo precario, en el barro, en la solución sin aristas, en el servicio plano, en la seguridad absoluta de no estar exponiendo nada relevante. Por eso me quejo. Por la facilidad con la que los medios, la televisión a la cabeza, malogra y pervierte y finalmente cancela la idea de cultura. Cómo pervierte su sentido fundacional. La consigna es el tedio, es el botín, es el share. Y no ya exclusivamente el tedio, el bucle, la desolación del asombro, sino la soberana creencia de no estar haciendo nada punible y hasta la idea de estar proporcionando un servicio público.

2
Malvadamente los nuevos mercaderes del ocio han descubierto el habitable paraíso de la mediocridad, han evitado así el peligro de costear formatos cultos y se han acostumbrando a ignorar al espectador y a dar paletadas de colores burdos, chillones y altamente inflamables. Niños con el moco caído, abuelos con la próstata belicosa. Películas del año sesenta y ocho. Informaciones interesadas. Pastillitas de colores.

3
Abra el amable lector la pandora del televisor esta noche o mañana. El televisor es el túnel formidable entre la realidad y su negación absoluta. Zapee, indague, hurgue: lo que más desconcierta es la extrema sofisticación de sus programas: apabulla el nivel técnico, su imbatible condición de espectáculo desafectado de hondura, arrumbado al capítulo de la excrecencia rentable, de la caspa sublime. Alta definición. 4K. Todo servido, de verdad, con colores formidables, con una paleta de colores que no caben en el ojo. De perfectos que son, no caben. A uno le aturde la forma, primero. El fondo no puede llegar después, o llega de un modo amortiguado, ya digo, pasado por cien filtros, que lo han ido frivolizando, convertido en una cosa irrelevante. Cultura para todos, en su horario habitual de las dos de la madrugada, proclamaban festivamente mis amados Les Luthiers. En esa travesía hay caminos que no son recomendables. Cadenas de televisión que funcionan como una maravillosa máquina de ingresar dinero. Ignoran, con absoluta conciencia del gesto, toda brizna de cultura. Por pequeña que sea, la ignoran. A lo que encomiendan su share, como lo llaman con pomposo elitismo, es a las pasiones más bajas. Ya está dicho: a lo zafio, a lo burdo, a lo tosco, en ese plan.

4
Debajo de los bits, en ese inframundo de chasquidos cibernéticos, pervive también lo zafio, la cruzada mezquina por suscitar pasiones bajas, apetencias vacías de trascendencia, píldoras que embrutecen el paladar y amodorran la sensibilidad y convierten el usuario desprevenido, el que engulle y no digiere, en un zombi cultural, en un prisionero de los perfumes caros y la carne magra, en el cadáver exquisito que cree gobernar el mundo y ser el emperador de sus vastos dominios cuando únicamente sólo puede aspirar a ganarse la condición de cliente preferente, uno bien alienado, del tipo que ignora la naturaleza perversa de su enfermedad e incluso la crecida infame de la propia enfermedad en su cerebro y sobrevive malamente alimentado, flotando en una voluta estrangulada de mierda presentable, conducido por avenidas de neón, pero huecas, torpe aliño de la mentira con que el negocio crece, perdura y, en última instancia, fascina.

5
El mal atrae. Está registrado en toda la Literatura, en la alta y en la baja, en la noble y en la bastarda. Atrae porque estamos inclinados al mal. El bien es un fin, el alto, el noble fin, pero lo que hace que el mundo progrese es el mal. El mal medido en términos de competencia, de capitalismo salvaje, desmesurado, atroz. La selva en su estado puro. La televisión es la extensión más fiable de la selva. Una comprimida en un monitor, mimada en lo tecnológico y desvergonzada en lo temático. ¿Que dentro de la televisión hay territorios limpios, programas buenos, intenciones altas y nobles? Pues claro. No sé si en su horario habitual de las dos de la madrugada, pero rondándolo. Telecinco es la jungla: una a la que se le ha extirpado el miembro sano, si es que alguna vez tuvo un miembro sano. Luego está la publicidad, que es el motor del ecosistema. Ya ni siquiera los canales de pago respetan al espectador: todos lo someten a tortura. El síndrome de Estocolmo televisivo consiste en la atracción animal por el veneno que nos inoculan. Viva la publicidad. Echen anuncios. Ya estamos insensibles. Además no requieren un esfuerzo excesivo: piden a quien lo ve una actitud neutra, plana, la que lentamente se deja invadir y termina, al final del proceso, anulada. El espectador, en la parte última del negocio, es un cliente. Anoche estuve haciendo zapping. Lo hice con esmero, comprendiendo o intentando comprendo qué estaba viendo. Creo que agoté todos los canales. Me acosté apesadumbrado. Había constatado brutalmente el estado en que están las cosas y el estado al que se despeñan si no se cercena (con contundencia, por favor, quien pueda, quien sepa) el mal, quiero decir, el negocio. Luego piden que haya una ciudadanía preparada o piden que sea la escuela la que forje al ciudadano. No hay modo de que se revierta todo esto. Tenemos al enemigo en el salón. Crece en pulgadas, crece en prestaciones, está conectado a la red, gestiona el twitter, el facebook, el youtube y la madre que parió al spam. Y no es que uno sea un adalid de la pureza, en lo cultural, y viva a salvo de esta desgracia. Todos caemos. A todos nos afecta. Está bien pensado el plan. La vida es un parque temático. Miren la foto de arriba. Es del año 1958. Ahí empezaron a cobrar las primeras facturas. 

21.3.18

Viva la RKO




La pereza es una bruma confortable. Uno se declara un poco Bartleby y cancela toda posibilidad de abordar una empresa. Lo expresa con el mayor tacto posible, pero prefiere no hacer nada, no involucrarse en nada, no sentir que los demás esperan algo de uno mismo y aplicar el esmero esperable. Se dedica a asuntos mínimos, de escasa o nula nombradía. El cuerpo (con la perpleja cabeza al timón) no entiende de penalidades. Tampoco de honduras a veces. Una vez cancelada la metafísica, todo fluye más armónicamente, con mayor desparpajo y oficio. En la superficie, al ras de las cosas, se vive bien. Ha habido tiempo y habrá para la prospección habitual. Quisiera uno pasar desapercibido. Quizá no desapercibido del todo, pero retirado de la rutina, a salvo del vértigo y de la fiebre con la que se manejan los días en ocasiones, conmovido por la pereza, obligado a contarle los secretos, afincado en su territorio pequeño, de susurros, de palabras que apenas se izan en el aire, caen y pierden una parte de lo que desean revelar. La primavera, que todavía no ha llegado, aunque la refrende el calendario, ronda a hurtadillas la ventana. Hoy hace un frío escandaloso en mi pueblo. No sé si siberiano o lapón, pero justamente el tipo de frío que reclama brasero, mesa camilla y una película en blanco y negro de la RKO en el reproductor del DVD. En esa querencia de cosas que ensamblan bien, yo escribo. No me sale nada que me exija mucho. Nada que me ocupe mucho. Está el texto, un poco traído sin gana, como comido también de pereza. No se le van a uno las ganas de escribir con facilidad, pero no importaría perderlas del todo. Viva la RKO. Verdad, Padillo?

20.3.18

Mahler

Últimamente leo más que escribo y escucho más que hablo, pero por la noche, al clausurar el día, las cosas leídas me piden escribir y las escuchadas hablar. Se escribe para leer lo que los demás no escriben. Se habla para escuchar lo que los demás no hablan. En cierto modo lo de escribir y hablar, furiosa y descosidamente como lo hago yo, resta tiempo para leer y para escuchar lo que escriben o lo que dicen los otros. Quien no lee y quien no escribe haría bien en hablar y en escuchar cuanto pudiera. Incluso al que lo hace no le sobra ese proceder enfático, esa voluntad de lenguaje puro. Las palabras, las leídas, las escritas, las escuchadas o las dichas, son lo único que tenemos. Todo lo demás puede traducirse con ellas, son ellas las que organizan el caos, el de afuera y el de adentro, pero hay un lenguaje que lo explica todo y con el que todo puede ser expresado. Hoy, de vuelta a casa, cobijado bajo el paraguas, escuchando en los cascos una sinfonía de Mahler, pensé en que la música es la raíz de todo. Ella es la que conmueve con más ardor, la que nos levanta si caemos o la que nos concilia con el mundo cuando no lo comprendemos. Con ella en mi cabeza, sintiendo cómo me penetraba, no creí que hiciera falta escribir o leer o hablar o escuchar las palabras de los demás. Que los sonidos cuentan lo que el corazón no alcanza. Mañana no sé a qué echaré mano para sentir nuevamente ese fulgor. Tampoco viene cuando uno lo convoca. Es una especie de enamoramiento. Atrapa, anula, ciega. 

18.3.18

La rosa en llamas



En breve hará treinta y un años que participé en este encuentro de poetas. El poema que me publicaron, leído ahora, me parece ajeno. Casi cualquier cosa sucedida treinta años atrás es necesariamente ajena. Uno era otro. Creo que el poema, paradójica y anticipatoriamente, hablaba de eso, del ir y del venir del tiempo. Son papeles que guarda mi padre. Él es mi memoria, ahora que ya no tiene la suya o, por decirlo sin extenderme, no tiene manera de rescatar todos esos recuerdos y compartirlos con quienes lo queremos.

16.3.18

Contra las redes sociales


La vida no está en las redes sociales. En todo caso, hay un amago de vida, una especie de limbo en el que existimos fraudulentamente. En ellas abreva el caos, por ellas campa a sus anchas la intolerancia. Cuanto tengan de bueno queda deslegitimado por la parte mala que exhiben. Siempre gana el mal, no tiene nada que hacer el bien para hacerse con la victoria en ese combate ancestral. Lo terrible de las redes sociales es que no nos piden cuentas. Ofrecen un territorio sin leyes, un caos de impunidad, una jungla de fieras hambrientas. En la vida real no bloqueamos a nadie con la facilidad que ofrecen las redes. Esa facilidad para ganar amigos o para defenestrarlos es la que le resta credibilidad o se la retira completamente. El anonimato que las alimenta es en realidad el veneno que las destruye o lo que las desautoriza. Nunca hemos estado más conectados y, a la vez, nunca hemos estado más solos. Se presume de tener una cantidad escandalosa de amigos cuando siempre se nos ha dicho que se deben tener pocos y que han de ser buenos y fieles. Prima la cantidad, la calidad ha dejado de tener el predicamento que siempre tuvo. Tampoco gana la literatura. Las redes vapulean la pulcritud, el esmero narrativo, la ortografía correcta. Las nuevas generaciones están perdidas. Nunca se atreverán a leer una novela de Marcel Proust. Lo que cuente Proust no les atañe. Les satisface (les colma incluso) picotear en cien cosas más que ahondar en una. El mismo cerebro se estará rehaciendo. Ya no memoriza las cosas: esa capacidad la ha asumido el motor de búsqueda. Es nuestro smartphone el que sabe las cosas, no nosotros. Es nuestro facebook el que nos informa sobre lo aceptados que somos en nuestro entorno según la cantidad de likes que tengamos en el texto o en la foto que hayamos volcado en él. El mismo hecho de exhibir nuestras acciones delata cierta necesidad de que se aplaudan o de que se reprueben. Nunca hizo falta contar tanto, nunca dependimos tanto de la opinión ajena. La vibración del móvil es un estímulo externo tan incorporado a nuestra red nerviosa como un picotazo de una abeja o la sensación súbita de frío. Tenemos nuestra vida entera alojada en las tripas de esa máquina. Lo peor es que esa vida nuestra también está ofrecida en las tripas de las máquinas de los demás. No hay casi nada que nos pertenezca que no esté exhibido. Hay cosas que hacemos con la vista puesta en la impresión que causará en los otros. Se tienen certezas basadas en evidencias digitales, no en apreciaciones reales, mensurables. No sé bien (qué voy a saber yo) a qué infierno nos empuja este desatino digital. Tengo algunas certezas. Las mismas que tiene cualquiera que tenga una sensibilidad mínima. No estoy al margen de ese infierno que he nombrado. He estado paseándolo, he conocido al diablo que lo regenta, nos hemos tuteado, he visto de qué pie cojea y él ha visto de cuál cojeo yo. El mal, visto de cerca, es familiar. Todos tenemos pecados que confesar. Nadie está libre de pecado, todos tenemos a mano una piedra que arrojar. De esa aducción, mayor o menor, voluntaria o forzada, se lucran los dueños del negocio. Tienen datos con los que comercian. Todo es una extensión de ese comercio. Nosotros somos el objeto que compran y el que venden. En ninguna de esas transacciones participa nuestra voluntad. Escribo ahora en el móvil en la seguridad de que saben dónde estoy. Sabrán también adonde voy después, cuándo llegaré a casa y si mañana, cómo suelo en sábado, viajaré por ver a la familia. Dispondrán de la confirmación de una rutina o decsu aplazamiento o su anulación. No es un relato transcrito a palabras sino un mapa de datos, pero la trama que aloja es en esencia la misma. Siempre se puede desconectar, dar por terminada la relación, no querer saber de los demás ni permitir que nadie sepa de uno mismo. Todo depende de lo preocupado que se esté o del grado de intimidad entregada. En parte, sucede todo esto por el escaso valor que le asignamos a esa intimidad. Ha perdido su significado, ha sido demolida su ascendencia. Es justamente su reverso el valor en alza. No lo privado, no la preservación de nuestra identidad o de nuestro comportamiento, sino su exhibición. No hay pudor, no hay nada enteramente nuestro, todo tiene una tasa, a todo se le aplica un precio. En el fondo, pensado todo con calma, imponiendo una distancia, es absurdo este estado de las cosas. No tiene sentido. Está todo tan a mano que incluso hemos atrofiado la sensibilidad y no sabemos qué coger. Todo es nuestro, nada es nuestro. Cuanto más vemos, más ciegos estamos. Reina la saturación, impera la ignorancia, gobierna el mercado. Yo soy el saturado, yo soy el ignorante, yo soy el mercado.

15.3.18

Gabriel / Hawking

Desaparecidos
Hay tanta gente desaparecida que uno no sabe si los desaparecidos seremos nosotros y ellos, los que en apariencia no están, se preguntarán en dónde andamos. Tampoco sé qué criterio hay para que unos desaparecidos tengan más presencia que otros, el porqué de la relevancia de algunos o la invisiblidad de otros, quiénes son los que eligen a cuáles visibilizar, que es una palabra de moda y nos viene de perlas para continuar este relato intrigado de las cosas. Se echa uno a temblar pensando en todas las familias que están incompletas porque una parte, pongamos un hijo o un hermano o un marido, no cenan por las noches ni dicen buenos días por la mañana. Si es terrible saber que han fallecido, debe ser insoportable no saberlo, no tener todas las cartas de la perversa baraja que nos tocó. Es la incertidumbre lo que nos hunde. Podemos sobrevivir a las tragedias, pero no a la ignorancia. Es un robo que no tiene restitución posible. Se arrebata el pasado entero cuando perdemos la confianza en que florezca la verdad o cuando suceden los años y esa verdad no irrumpe, por dura que sea. Es la verdad la que nos consuela, con la que se nos faculta para afrontar los reveses que vayan cayendo. Porque caerán. No es que se apesadumbre uno o que tenga la visión rota o el pesimismo sea el que acude primero. Se nos educa para la felicidad, pero no siempre tenemos un prontuario fiable de recursos para encarar su ausencia.

Ciencia y fe
De la muerte del astrofísico Stephen Hawking se extrae una enseñanza que los medios se han dedicado a airear convenientemente: su humor, su valentía, su vigor para superar las dificultades. Hizo de su vida un triunfo, no flaqueó en demasía, aunque imagino que sufriera como cualquiera. Lo salvó la cultura, quiero pensar o la fe en la cultura, a falta de tener fe en Dios, al que no le tuvo nunca mucho aprecio. Dejó dicho que no era precisa su injerencia en el plan cósmico. No tengo reparos a su reflexión. Sin que yo tenga el conocimiento, poseo la sensibilidad, la comparto con él, teníamos la misma consideración sobre los asuntos del espíritu, esa especie de metafísica doméstica que nos permite creer en la vida y nos ofrece las maneras mejores para afrontarla. Tampoco sé si en realidad Hawking fue más filósofo que científico. O teólogo. A todo a lo que se entregaba le imponía la liturgia de la moralidad, como si fuese extensión de la fe que no compartía, la desprendida de la religión que no había elegido. La ciencia es un compartimento abierto: igual los números comunican con el alma. Ahí irán los dos, la materia y el espíritu, hablando el mismo lenguaje, pero expresado de una manera diferente, con un idioma diferente también. A los problemas del hombre les da respuesta el espíritu: la ciencia lo que hace es proporcionarnos una vida mejor. Nos facilita el manejo de la realidad, nos cura de las enfermedades, nos invita a que adquiramos una disciplina. Eso es la ciencia, disciplina. Lo otro, la religión, la fe, las cosas etéreas, es creatividad pura. Cuando somos creativos, vivimos más alegremente, pienso. No vale para nada la creatividad cuando se pierde un hijo, pobre pececito, no se me va de la cabeza; no hay manera de que ser creativo enmiende los errores de la realidad, las puñaladas que nos va dando, pero no encuentro paliativo más hermoso. Al final lo que importa es que por la noche conciliemos el sueño sin que nada nos perturbe. No me parece que exista goce más rotundo que ese.


14.3.18

Tempus fugit

Cuando se te ocurren muchas cosas que luego no haces terminas haciendo las que ni pensaste, empiezas a mover cosas que no debían ser movidas o a decir cosas que no debían ser dichas. Un día vas a un lugar en el que no se te espera cuando hay otro en el que se impacientan porque no acudes. El problema es no saber emplear bien el tiempo, poseer ese sentido de la propiedad que, en otros asuntos, está bien enraizado, convertido en parte de nuestra propia identidad incluso. Uno es, por ejemplo, dueño de su piso o de su colección de libros o de una bufanda, pero no siempre podemos asegurar que hemos sido dueños de nuestro fin de semana o de una vida entera, ya puesto a entrar en honduras. Del tiempo se tiene siempre una impresión fragilísima, de las que se vienen abajo si se interrogan a fondo. No sabemos mucho sobre el gobierno del tiempo. Lo paradójico es que ocupamos una parte considerable de él en organizar cómo emplearlo de manera eficiente. Se gasta en hacer planes más que en llevarlos a cabo. Lo malo es el remordimiento, la idea muy precisa de que no regresa, de que el tiempo no mira jamás atrás. Hay quien dice que tampoco especula con lo que está por venir. Que sólo somos presente, triste, aburrido, jovial, alegre, trágico, poético o amoroso presente. Está el hoy tan lento y el ayer tan breve, pero es al mañana al que damos el mayor esmero, sobre el que edificamos la completa existencia. Yo ya estoy pensando qué haré el próximo fin de semana, tengo preparado el libro que empezaré a leer y hasta sé qué película estrenarán y a la que, si no hay impedimento, asistiré. Está el ahora, el ahora que dura tan poco que a veces ni tiene consistencia, como el azúcar que echamos en la palma de la mano que de pronto empezamos a abrir. De hecho ahora tendría que estar haciendo lo que tenía pensado hacer, pero aquí me tienen, escuchando blues de los años cincuenta (suenan sucios y llegan antes al alma) y considerando la posibilidad de hacer algo enteramente novedoso, tener la satisfacción de sorprenderme y de que me agrade el asombro, pensando en mi amigo Clemente, que me hizo pensar en el tiempo. Suelo pensar en él, en el tiempo, con frecuencia, quizá demasiada. Aflige no poder echarlo atrás o adelante. Querríamos negociar algún tipo de receso, usaro para ser hospitalarios con nosotros mismos. No hacemos eso casi nunca, no nos queremos lo suficiente. Amamos a los otros, les damos las mayores atenciones, pero se nos pasa cuidar lo que tenemos más cerca. No hay manera de atender nada de afuera si no cuidamos lo de adentro. Luego están las grandes decisiones, Clemente, la necesidad de entendernos a nosotros mismos, pero quién se entiende, quién tiene claro nada. Todo lo zarandea el azar, a todo le sobreviene un acceso de tragedia. De cualquier manera, seguimos braceando contracorriente. A veces concurre las circunstancias más propicias y el río fluye y nos lleva. Ahí es donde no pensamos, esos son los momentos en que nos sentimos plenos. Lo de que el tiempo pasa es algo de lo que no se debe ni hablar siquiera. Qué otra cosa podría hacer. 


13.3.18

Cosas que no se van de la cabeza

Hay bonitas melodías que cuentan cosas terribles. Lo leí en una entrevista a Tom Waits, pero lo podía haber dicho Gloria Fuertes o Torrebruno. Lo de menos es el formato. Lo que importa es el interior. En el pasado es en donde suceden las cosas. Uno piensa en todo lo dulce y en todo lo hermoso que le ha pasado, pero no está a salvo de que la memoria lo haya contaminado todo y lo dulce y lo hermoso exhiban un roto, un agujero por donde se ve el interior terrible. No hay ninguno que sea salvable enteramente. Recuerdo amigos a los que ya no veo con los que sería incapaz de mantener ahora una conversación o apurar una tarde de domingo en una terraza. Gente a la que acabo de conocer me han colmado como si fuesen amigos antiguos. Es la memoria la que sublima o hace irrelevante un acontecimiento vivido, un episodio en la historia de la vida, un fragmento que no acaba nunca de ser nuestro del todo. Memoria y emoción juntamente. Frágil y ajena, la vida nos permite muy pocas voluntades. Nos da el dominio justo, nos permite ciertas extravagancias, nos hace creer que tenemos alguna propiedad sobre ella, pero al final acaba imponiendo su criterio. No sabemos qué criterio es ese. El del azar, imagino. Estamos a su capricho. La melodía es el azar, él es el que la tararea. A pesar de todo, incluso aceptando la fragilidad con la que sentimos el suelo del día que pisamos, la vida es bella. Lo dijo un cómico de cara de cómic al que le dieron hasta un Óscar. La suya, la de su película, era una melodía hermosa, en el fondo, pero era tan terrible el cuento de adentro. Tom Waits, a lo lejos, tose. 

Algunas mujeres (no se me va de la cabeza) llevan niños muertos en el maletero de sus coches. Se levantan un domingo por la mañana, recuerdan el pozo en donde dejaron ese cuerpo, van allí, lo meten en el maletero y vuelven a la cochera. Es cruel y es tristísimo el cuento. No hay manera de embellecerlo o de contarlo de modo que se pueda extraer de él nada hermoso. Un amigo me refirió que no hay nada nuevo en toda esa historia que nos contaron ayer, la del niño pececito, tan dramática.Que ha pasado muchas veces, que lamentablemente volverá a pasar. De historias como ésa se abastece la literatura, me dijo por teléfono, sin pretender herir o frivolizar la tragedia que ambos comprendíamos, pero la ficción no le incumbe a la realidad. Con ella podemos alargar las tramas, crear las tragedias, usar el material narrativo disponible para explicar la bondad o la maldad del mundo y esmerarse en la restitución fiable de esa crónica. Con la ficción es posible la realidad. Una se abastece de la otra. Lo hacen sin que se aprecie. En ocasiones hasta crean la confusión de que son la misma pieza. Vemos las penurias de los demás (las nuestras tienen otra consideración) y las marcamos como literatura. De ahí que podamos sobrevivir. Sería inasumible (y también insoportable) que esa minuciosa realidad calara adentro con la fiereza con la que suele, no podríamos hilvanar un día con otro, no habría manera de conciliar el sueño por las noches, no se dispondría de calma, ni de equilibrio. Se lamenta uno (hoy una vez más) del pobrecito Gabriel (no se me va de la cabeza, aunque no haya puesto ningún pez en mi facebook) y de todos los que no están por el rigor de la barbarie de sus adultos. Luego descansa la cabeza, se atempera, adquiere la normalidad precisa para trajinar el dictado de los días, la fiebre oscura de las noches. Sí, eso es cierto, pero cuánt0 duele. 

11.3.18

Siria



La ficción está ocupando el lugar de la realidad. Esa debe ser la causa por la que muchas de las tragedias que ocurren en el mundo no afectan lo que debieran o las vemos sin que nos duelan lo que debiera. Creemos: a fuerza de ser repetidas, creemos, por el abuso perverso de los medios, que no son reales, nos blindamos ante ellas para que no nos duelan y podamos seguir haciendo las cosas que hacemos y no escuchemos el ruido de las bombas cuando tratamos de conciliar el sueño o acudan a nuestra cabeza las imágenes de prensa mientras paseamos o cuando hacemos la cama y no pensamos en nada en particular, salvo hacer la cama. Hay momentos del día, sin embargo, en que sentimos que Siria somos todos o que Gabriel, el pobre, somos todos. No hay nada bajo el ampuloso cielo que nos sea ajeno, dejó escrito el poeta o fueron muchos los poetas. Son ideas antiguas las de la solidaridad, la de la dignidad o la de la justicia. Abrimos nuestro corazón y nuestras manos, pero las bombas siguen cayendo y el mal sigue a lo suyo y secuestra niños y mata mujeres. Somos malos a conciencia. Puestos a hacerlo bien, se aplica más esmero cuando ejercemos el mal. El bien no vende lo mismo. Sólo tenemos que abrirnos un poco de orejas y prestar atención a lo que sucede alrededor nuestra. Nos interesa saber qué desgracias hay en el mundo. Quizá tan sólo deseamos conformar nuestro espíritu y apaciguar nuestros anhelos. Nos explican con la mayor abundancia de detalles posibles de la crueldad del ser humano, nos lo cuentan en los telediarios mientras almorzamos, pero no dejamos de comer y nuestro cuerpo hace la digestión con eficacia, sin que nos siente mal lo ingerido. Será un mecanismo de defensa, imagino. No podemos ser sensibles a tiempo completo, no podemos ser sirios o no podemos ser mujeres apaleadas  en sus casas o en las aceras por quienes les declararon amor eterno y las hicieron amorosas madres. Sigue fascinando el influjo del mal, no hay una pedagogía que le arrebate su predicamento en el alma humana, no tenemos un modo de rebajar su desempeño bastardo. Siria ahora, pero Gaza o Berlin o Sarajevo antes, qué más da, son la evidencia de que no hemos aprendido nada.

7.3.18

Mierda de paloma


¡Qué profunda emoción recordar el ayer cuando toda Venecia me hablaba de amor!
(Venecia sin ti, Charles Aznavour)


Varios informes alertan cada pocos años del peligro medioambiental del guano, el excremento de las palomas. Alarma pensar que las más de cien mil censadas en Venecia obren a su animal antojo. Ocupan mesas en las terrazas de los bares, impiden que los viandantes, locales y foráneos, ejerzan a placer ese sencillo acto locomotor y, en última instancia, probablemente la de más peligro, portan hongos, bacterias y parásitos. Se les tiene el afecto que no merecen.
En lo que va a mi cuenta, no les tengo querencia alguna. En realidad, me asquean, me cuesta comprender que representen la paz. La culpa la tiene Noé, imagino. Se le ocurrió soltar la paloma y confió pacientemente en que volviera y le contase si las aguas se habían remansado y la vida recobrado su pulso. El ave regresó con la rama de olivo en el pico y todo fueron festejos y agradecimientos a la divinidad. Mucho más tarde, infinitamente más tarde tal vez, le dio a Picasso por pintar a esa paloma con esa rama de olivo y en 1949 un cartel del Congreso Internacional de la Paz tomó esa paloma con esa rama en el pico como motivo alegórico, pero tendría que haber un consenso para que se les retirara ese lugar noble en el que se alojan. Por mi parte, no tienen más consideración que los murciélagos o los cuervos. La parte salvaje que todos amasamos dentro, miente quien asegure que jamás sintió la tensión de la violencia pura, pide que le retuerce el cuello a una o que, de ponerse a huevo, le propine una patada y la estrelle contra una pared y se desparramen sus alienígenas vísceras. No se me ocurre nunca actuar como indico, no tengo el instinto tan epidérmico, me contengo, me alivio mirándolas con desdén, exhibiendo con timidez, como para mis adentros, el asco que les tengo. De mi corta estancia en Venecia recuerdo muchas de esas palomas. Leí después que el Ayuntamiento de la hermosa ciudad adriática prohibió, bajo severa multa, que la ciudadanía las alimentara con las habituales pipas, avellanas y demás alimentos consumidos por la horrenda ave. Luego están las históricas piedras que arañan con sus patas o dañan con sus picos. Y el guano, ese agente tóxico que corroe a su gusto y destruye lo que no pudieron cientos de años de hermosa Historia. Una deyección de paloma es una bomba, apreciados lectores. Cientos de miles de deyecciones efectuadas a diario es la madre de todas las bombas. No sabe uno si posicionarse en este lado de las cosas granjeará desafectos entre quienes las adoran y creen que, en efecto, representan el noble y alto ideal de la paz. Tampoco es que sea un asunto trascendente. Es cosa baladí esto de las cacas de las palomas, una especie de divertimento de miércoles que, tras un día con escaso o ningún descanso, ameniza la noche mientras se hace tiempo para una cena frugal.

5.3.18

La joven de la perla


Fotografía: Shiusaku Takaoka


No basta con desear ser otro. A veces conviene forzar un poco las circunstancias y hacer ver que lo somos. Al menos estaría bien que uno  creyese en sí mismo y en lo que anhela y se esmerase en hacer cuanto esté en su mano para conseguirlo. Recuerdo una vez, hace más de lo que querría, en que anduve por la calle a rostro cubierto. Lo visible era la máscara antológica de Batman. Prescindí, no sé ahora si a voluntad o no, de la capa y del resto del pack. El carnaval no fue santo de ninguna de mis muchas devociones, pero lo aprecio por esa posibilidad que habilita: la de dejarnos ser eventualmente otros. Ser otro a completa satisfacción consigue, sobre todo, que dejemos de ser nosotros mismos. No es el hecho de que suplantemos la personalidad de alguien: es la percepción íntima de que descansamos de lo que no es posible esquivar ni aplazar ni esconder. Otro modo de huida idóneo es leer, pero ese viaje es interior, no se percata nadie, aunque eso es discutible, de que hayamos salido y hayamos vuelto. En el fondo de lo que se trata es de ser Griet, la joven de la perla, esa cara pintada por Johannes Vermeer y que la memoria cinéfila le pone la de Scarlett Johannson. Uno abdica de la rutina, se zafa de ella, la aparta fieramente incluso, sentencia que es preferible, en ocasiones, según tercie el ánimo o si se encabrita o se envalentona sin timón que lo cuadre, ser otro, aunque sea un tramo corto de tiempo, por ver qué se siente afuera, en la piel ajena, en una cabeza que no es la nuestra, la persistente, la inevitable, la intransferible. Quién sabe si alguien aspira a ocupar la nuestra. Habrá quien nos envidie y crea que tenemos justamente aquellos de los que ellos carecen, si ven el atractivo que a nosotros se nos pasa por alto. Probablemente haya que estar afuera para entender bien qué somos. Que desde adentro no haya distancia, no se puede percibir nítidamente todas las virtudes, lo hermoso que atesoramos. No hace falta enmascararse, ser Darth Vader o Batman o Puigdemont en carnaval. Pero alivia transmutarse en ellos, prescindir de la cara conocida y andar por ahí sin que nadie nos conozca.




3.3.18

HiFi



Hubo un tiempo en que no existían los formatos mp3 o Flac ni streaming ni nubes en donde volcar la discografía entera de Bowie. Eran buenos tiempos. Reinaba el HiFi. Hoy vivimos una anarquía. Mandan reyes bastardos, todo se ha jibarizado, se ha reducido a una expresión minúscula, aunque esté al alcance cualquier disco y podamos escuchar en el móvil el que se nos ocurra, no dudo que con buena calidad, pero todo lo demás no está, ha muerto. No hay alta fidelidad, no hay buenos amplificadores, no hay altavoces decentes. La restitución de la música está en entredicho, no se la da aprecio, ha quedado en un plano secundario, importa más la cantidad que la calidad, no ha habido una educación en ese aspecto. Yo sí la tuve, a mí me tocó vivir una época en la que un amplificador Technics o Pioneer o Marantz en un salón lo hacía distinguido. Yo sé lo que digo. En casa mantengo el mismo equipo que compré, sacrificadamente, hace 25 años. Quien me lo vendió apostó a que mis nietos (no han llegado todavía) se asombrarían de su sonido. Era un profesional, sabía qué vendía, sabía qué decía. Hoy no hay casi nadie que sepa lo que vende. Si uno quiere ir un poco más allá, es obligatorio acudir a tiendas muy especializadas (y no hay muchas) o investigar por la red y comprar ahí. Otro de los obstáculos es que no puedes escuchar lo que compras. Antes hacías un test como Dios manda: probabas unas cajas con un ampli o con unas cables. Son otros tiempos, no diré que malos. Aquéllos, los de entonces, era más románticos. Es muy difícil ahora escuchar con rotundidad (he dicho rotundidad) el disco con el que yo probé mi primer equipo de música decente (Dark side of the moon, Pink Floyd). Todavía me emociono al recordarlo. Somos frikis, somos muy frikis.

2.3.18

Todas las casas olvidadas









                                                             Fotografías: Eleanora Costi

Las casas, como los cuerpos, adquieren malos vicios. Los propietarios las colman en atenciones, las miman con delicadeza, les conceden la gracia de que perdurarán más allá de ellos mismos y luego, en cuanto ellos decaen, hacen que ellas decaigan también, las desatienden, dejan de cuidarlas con ese esmero de antes y permiten que mueran poco a poco. Se aprecia, en algunas, el señorío que tuvieron, el apresto de residencia noble y fastuosa, pero incluso en esas, en las más historiadas y colmadas de lujo, penetra con idéntica voracidad el tiempo, el caos, la fiebre del olvido. Sufren a su secreta manera, se desmoronan poco a poco, imitan el ánimo de quienes las hicieron, perturban al observador desavisado, al que de pronto asiste a esa representación de la decadencia o del olvido y fantasea con la posibilidad de que el tiempo obre con alguna de sus arteras mañas y podamos ver la plenitud absoluta de lo que fueron, cuando tuvieron alma y latía, en su adentros, un corazón poderoso.

Construida en el siglo XIV, pasada de unas manos a otras, vendida, alquilada, Villa Napoleón, no muy lejos de Milán, es ahora propiedad de un artista, pero habrán sido muchas las familias que la hayan habitado. Ninguna supo o ninguna quiso cómo mantenerla, todas la expoliaron, retiraron lo valioso que pudiera quedar después de la devastación del tiempo, de las abundantes lluvias y de los terremotos de la zona. Las casas son palimpsestos: hay restos de lo transcrito antes, se puede descubrir la huella de esas familias, lo que no se pudo retirar o lo que inadvertidamente permaneció más o menos a la vista u oculto, en la espera de que alguien lo reconociera, vislumbrara el secreto que pacientemente tutelaba. Repararla y conservarla es lo bastante costoso como para no acometer arreglo alguno, ni para imaginar que alguien la habite y vuelva a tener el esplendor de antaño. De ahí que siga desvencijada, informando de un pasado de gloria, a la espera de que se abran de nuevo las ventanas, se cuelguen cortinas, se escuche el rumor de la vida yendo y viniendo por sus plantas. Probablemente no suceda, no se echará abajo ni tampoco se reconstruirá. Quedará como la vemos, expondrá su decadencia maravillosa, soportará cien años más e inspirará más lástima aún. Las casas, unas más que otras, inspiran lástima, provocan en quienes las visitan la sensación de que poseen vida. Cuanto más las perjudicó el abandono, más vida cobran, más lástima producen.


El corazón y el pulmón

   No saber qué hacer cuando no se escribe, no tener paliativo, no aducir cansancio, ni siquiera colar la idea de que la musa se ha fugado o...