30.5.19

Hablando de literatura y de vida en el IES Diego de Bernuy de Benamejí


No tiene uno entre sus costumbre la de que lo agasajen. Las pocas veces en que sucede ese halago se procura corresponder con gratitud, se expresa ese agradecimiento con el mayor esmero posible en el deseo de que dure poco la celebración y finalice el arrullo al que uno accede sin convicción, sin que se crea merecer también. Sólo después se aprecia el alcance de ese festejo. Es entonces cuando más lo agradece, cuando con más cariño lo recibe. Y toda esa concurrencia de pequeñas felicidades suceden a veces. Sucedió ayer. No sólo fue que un buen puñado de alumnos de Bachillerato mantuvieran la atención y preguntaran sobre la cuestión de leer y la cuestión de escribir y uno se sintiera como pez en el agua, hablando de lo que más le gusta y sintiéndose feliz por esa pequeña epifanía. Todas las cosas pequeñas acaban convirtiéndose en grandes a poco que uno piensa en ellas y descubre que el mundo está a salvo, no se va a perder por mucho que los instagrams y los youtubes amenacen el negocio doméstico de sentarse a leer o de coger un hoja en blanco y escribir en ella lo primero que se te ocurra. Así que el día de ayer estuvo colmado de placeres. El programa de Escritores Docentes de la Junta de Andalucía hace algo estupendo: lleva la literatura a las clases, hace que un escritor (uno lo es, aunque solo sea por lo mucho que escribe) se acerque a los lectores. Lo que no podré olvidar nunca es que un escrito mío (una parte de él) se tatuase en la pared de uno de los patios del centro. Estará ahí, hará que algunos que lo vean a diario se cuestionen las costuras de lo real y los pespuntes de lo fantástico, la realidad y el deseo, contando con las incertidumbres de Cernuda. Es gratitud lo que siento. A Antonio Jesús, por el afecto y la conversación, por los Clash y por Watchmen, a Lola, a Toñi  y a Ana, por hacerme sentir como en casa, aunque fuese la primera vez que pisaba ese instituto. Ahora es un poco mío.

29.5.19

Un limbo

No sé en qué parte de mi infancia descubrí que la realidad tiene costuras fantásticas. La cuestión de que a veces sea al revés, esto es, que la fantasía tenga costuras reales, llega más tarde. Lo que primero irrumpe es esa revelación. Es a partir de ella de donde se compone el adolescente que luego mudará en adulto. Le damos a veces poca o ninguna impotancia a la fantasía, pero tiene el mismo peso que su anverso tangible y mesurable, la realidad. Creemos en Dios porque una parte de ese milagro sensitivo no se ha ido del todo y continúa irradiando su halo de metáforas y de ingenios imaginativos dentro de la cabeza. No conozco a nadie que desdeñe una buena historia real, fundado con preceptos cartesianos, narrada sin que nada extraordinario suceda. En cambio, conozco a mucha gente que reprueba el concurso de la fantasía. No creen en que existan dragones o haya viajes en el tiempo o los monstruos más implacables acechen en las esquinas y tengan el aspecto de un señor corriente, de esos a los que nunca les prestarías atención si te los cruzaras en la acera o estuvieran a tu vera en la cola de la charcutería, pongo por caso. Ayer soñé que el mundo que dejé por la noche no era el mismo que se me ofreció por la mañana. Eran otras las calles, otros los modelos de coches (muy soviéticos, muy de guerra fría) y hasta mi mujer tenía otros rasgos, aunque su voz era la misma, cosa que me alivió mucho en la narrativa del sueño y pude continuar de asombro en asombro. Lo más llamativo es que nadie parecía percatarse de mi existencia. No me reconocían. A pesar de que les saludaba, no demostraban la cercanía que yo daba por cierta. He despertado con una congoja terrible, apurado y decidido a comprobar que las calles siguen como las dejé (la mía a medio terminar de hacer, llevan cuatro meses las obras, no lo entiendo) y que los rasgos de mujer son los mismos. No tengo mucha más información. No tengo la facultad de quedarme con todo lo que sueño. Traigo retazos, esbozos, mapas sin terminar, aproximaciones de un mundo que no me pertenece. La realidad tampoco es propiedad mía. Funciona como los sueños. Estás en su trajín, pero no tienes nunca la certeza de que seas el que decide qué hacer en él. Tenemos la sospecha de que hay cosas que se nos escapan y también la de que hay cosas que, muy al contrario, dependen enteramente de nuestra voluntad. El territorio más atractivo es el que se sitúa entre ambas circunstancias. Ese limbo.

28.5.19

El alfabeto invisible

Conocí a alguien que compraba libros con alegre frecuencia. Observado el hecho de que no fuese lo libresco asunto escogido en sus conversaciones y, cuando terciaban por voluntad ajena, no participara nunca, le pregunté sin disimulo si le gustaba leer, curiosidad mía que zanjó con entusiasmo. No leía. Adujo una razón convincente y otra peregrina. Alegó que los libros requerían el tiempo del que raramente disponía, no se arredró en restar importancia al hecho fundamental de que ese ingente puesto de libros no fuese usado, ni tampoco se desprendió que se afanara por encontrar el modo y la biblioteca mudase de espléndido objeto decorativo a fuente de uso y disfrute. Siendo esto lamentable, más lo fue constatar que no tuviese propiedad alguna de esos libros. Un volumen reciente y costeado de Rayuela, no más esplendoroso que mi amada y vieja edición de Alianza, se exhibía entre Bucay y un volumen que animaba a conocer tus zonas erógenas. Busqué con interés si tuvo la ocurrencia de agenciarse algo de Borges, pero no lo encontré. Sentí un raro alivio. A una perplejidad le suele acompañar otra que rivaliza con ella. Un pasmo trae uno de más asombro. Se envalentonó, una vez ofrecida su colección de libros, a mostrarme la de discos. No tan abundante, era también numerosa. Estaba ordenada en orden alfabético. Cien o tal vez más vinilos. Era esa época, no la posterior, la del disco compacto, mucho menos atractivo, huérfano del encanto del tamaño y del romanticismo de los discos. Los escuchaba, confesó. Esa intimidad revelada me recompuso. Lo malo (lo terrible, debo añadir) es que lo hacía en ese orden, el alfabético. No sé en qué mes fui invitado a su casa. De ser enero estaría escuchando Abba y en junio quizá maniobrara con King Crimson, que están a mitad del abecedario. No podremos saber qué alambicada locura le obligaba a respetar estas rudimentaria mecánica, la de las audiciones tasadas, previstas, concebidas como una cadena en la que un engranaje promueve el funcionamiento de otro. Hace muchos años que no lo veo, no tuve con él excesivo roce, pero era de trato fácil y se prestaba a todo con agrado. Lo que hiciera en su ocio no tendría mayor relevancia si no hubiese escuchado anoche en uno de esos programas de radio en los que la gente se confiesa y airea su rica o pobre vida interiora una mujer que hacía exactamente lo mismo. Razonaba que era peajes, lugares que le esperaban, satisfacciones más amadas cuanto más previstas. En realidad, yo soy así, si me detengo a pensarlo con calma o usted, amable lector, si considera pensarlo también. Sé que el viernes a mediodía, cuando salga del trabajo, iré a tomar unas cañas con los amigos. Casi estoy por asegurar qué tapa pondrán o si leeré el periódico deportivo si a los demás se les ocurre retrasarse. Sé cómo se organizan mis días. Con cierta frecuencia, cambio una ficha en la dinámica de las cosas, tiro hacia donde ni yo mismo espero, por hacer otra cosa, por contrariar a la rutina, por no parecerme demasiado a lo que antaño me pareció ajeno a mí, alejado de lo que sea que sea mi modo de proceder, mi ir y venir por las letras de un alfabeto invisible al que le debo ineludible obediencia y hace que me levante y haga las mismas cuatro o cinco cosas hasta que irrumpe el almuerzo y más tarde otras cuatro o cinco (seis, siete, hay días intensos) hasta que toca la cena. Así que lo extraño sería escuchar a Led Zeppelin antes que a Bill Evans. El pasar del tiempo no ha hecho que levante mi pequeña amonestación moral al hecho de que aquel individuo (pongamos M.T.) no desprecintara los libros, los dejara expuestos con la clausura del plástico. Eso sí que me duele todavía. El afecto o hasta el amor a una biblioteca no se ejerce únicamente en la propia, se extiende a otras, que se dan por nuestras, en un acto de bondad cultural como la sentida cuando te agrada un cuadro que ves o una novela que has leído y crees que el autor (el pintor, el novelista) ha pintado o ha escrito para tu exclusivo goce, como si fueses el único que va a apreciar la pintura o a enredarse en las letras de la novela. La vida es una novela en la que no sabes la evolución de su trama. Si una mañana el tenido por protagonista es en realidad un personaje enteramente secundario o si la enfermedad, que no aparecía en las pongamos primeras doscientas setenta páginas, se instala en la doscientos setenta y una y enmaraña todo lo que sucede a partir de ahí, lo emborrona y entenebrece. También puede suceder que la novela prospere en festejos, en esa alegría sencilla de las cosas que no percibes de inmediato, mientras concurre su efecto, sino más tarde, de noche, un poco antes de irte a la cama, mientras ves la televisión, y luego de una manera más reveladora al acostarte, mientras tratas de conciliar el sueño. Que tengan ustedes un buen martes.

24.5.19

Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio...

 si lo que vas a decir no es más bello que el silencio
(El úlitmo de la Fila)



No hay que contar mucho de uno mismo a los demás. Nada que exceda la narrativa modesta de los pequeños vicios.  Todo lo que ahondes, ese exceso que se da sin rubor, el desprendido con ardor y entusiasmo, acaba por venirte en contra y herirte. Lo mejor es decir lo justo, no excederse, explayarse únicamente en las anécdotas o en afinidades triviales, en si te enamoraste bien joven o tardó el amor en hacerte débil, en si te agradan los días grises o te entristecen, en decantarse por las películas de guerra o por las románticas, cosas así, nada que diga más de la cuenta de lo que somos, lugares comunes. Nada más allá de contar la manera en que ocupas las tardes o decir el bar en que sirven el mejor café del pueblo o relatar aquella ocasión en que llegaste ebrio a casa (sólo estoy achispado, aclaraste tú) o cuando aprobaste las oposiciones o diste el defectuoso primer beso. El tiempo que tardas en contar tu vida es tiempo de menos que tienes para vivir lo que no haría falta contar. Es mejor que sean los otros los que argumenten y razonen, los que no dejen nada por decir y a nada le pongan reparo en airearlo, hasta lo más privado, lo que perturba escuchar, lo que no hace falta saber. En realidad, es poco lo remarcable, lo que de verdad ha de ser contado, pero hay quien no sabe estar callado y lo larga todo con más o menos encanto, con mayor o menor credibilidad. A quien escucha le molesta que te abras en demasía. No es agradable saber tanto, piensan ellos, mientras tú, caso de que seas de esos, les enseñas el corazón y explicas lo divino y lo humano, cuando caíste, cuando te levantaron o si fuiste tú el que puso pie y arrimó la voluntad para erguirte. Hay que desconfiar de quien deliberadamente te lo da todo y te lo da sin la reserva prevista, la que tú opondrías en el intercambio, la razonable. Es un arte maniobrar bien en esa destreza, la de la desconfianza. No creer es una disciplina dura porque hemos nacido crédulos. Nos han contado que hay un Dios y un cielo, unas normas que cumplir y un orden que velar. Hay quien, por el contrario, no suelta prenda nunca, jamás actúa con naturalidad, obra con cautela las más de las veces, del que no sabemos nada y al que sin conciencia de la entrega le ofrecemos todo. No eclosiona con ellos el afecto, aunque en ocasiones sintamos por ello una especie de cercanía. Uno anda ahí en medio, sin afirmar una postura, ni bosquejarla siquiera, convencido de que tratar con los demás es un conflicto que debe afrontarse. No hay otra, no es posible que exista una posibilidad alternativa. Estamos en ese escenario, somos los actores de ese teatro. Los otros son los de ahí al lado, con los que te cruzas a diario o los íntimos, los amigos de toda la vida y los recientes, la famila. Además nos enredamos en contar en el formato erróneo, caemos en el vicio de dejar constancia de nuestras conversaciones en redes sociales. Ayer vi a alguien andar delante mío en completo estado de desquicio. Hablaba al móvil, imagino que enviaba un mensaje de audio. Faltó poco para que un coche se la llevara por delante. La mujer (mi edad, poco menos) no se inmutó y continuó su parlamento. Dejó de ir al lado suya y seguí yo mi camino. Al volverme, por comprobar si estaba todavía de cháchara, no la vi inmediatamente. Fue más tarde, en un cruce. No había soltado el móvil. Estaba escribiendo a la espera de que el rojo mudara a verde en el semáforo. Temí por ella, lo juro. Lo único que pensé, una vez la perdí de vista, fue en lo insoportable que debía ser una conversación normal con ella, en si saldría ileso o afectado de manera eventual y pasajera o continua. No sé qué contaría, a quién daría el beneficio de todas las revelaciones.

20.5.19

Una invitación al amor

No estamos hechos de otra cosa que de dolor: el dolor mueve las palabras, ensucia el pensamiento, atrinchera su garfio cabrón en las dulces estancias del sueño y te levantas con el pecho abierto, encallecida el alma, notando el peso inconmovible de la sangre rota; el dolor acompaña las fiestas de cumpleaños, escolta la juventud al tedio, se manifiesta en la música y troca el arpegio más emotivo en ruda música de fondo; el dolor cubre los cuerpos de los amantes mientras se entregan a la celebración horizontal de la carne; el dolor empuja el feto a la luz; el dolor mueve el corazón y también las estrellas; el dolor es el itinerario exacto de las horas; el dolor discute con el tiempo la autoría de nuestros quebrantos; el dolor zanja a cuchilladas las pasiones; el dolor se anuncia en el neón fugaz de las once de la noche; el dolor acude sin que se le llame; el dolor azuza la tristeza; el dolor corrompe las metáforas; el dolor amarillea los recuerdos; el dolor percute la noche como un taladro melancólico; el dolor mancha el traje del domingo; el dolor asfixia la luz en los rincones; el dolor es un blues. 

Como escribía aquí un amigo "el dolor mueve más hilos que el amor, y eso sí que duele". Eso es: la letra de un blues. Voy a llamar a Robert Johnson antes de que algún marido afrentado lo defenestre. Voy a contar hasta tres y esperar al dolor con respeto; vendrá fiero, vendrá firme, vendrá ciego: será el dolor telúrico, el dolor místico, el dolor cósmico, el dolor esdrújulo que la vida exhibe en su travesía de tiempo. Pero no es un dolor que amengüe ni es un dolor que frene: es el dolor del parto y el dolor del muerto, el que se atrinchera en la carne y vuela el pensamiento; es el gran dolor sin protocolo que estimula al que crea. No hay gozo sin dolor: lo ponían todos los azulejitos de souvenirs en las calles de Santiago de Compostela, lo cuenta el trovador en su letanía de pueblos, lo sabe el poeta cuando da con el verso exacto al que acecha desde años y nunca se muestra puro. Es el dolor de la carne cuando nace y el dolor con el que crece y hasta el dolor con que se vence. Y no es un dolor triste ni éste es un texto que duela: se trata de contar de qué está hecho el mundo y entender entonces la razón por la que besamos la alegría y nos entregamos con ardor al júbilo sencillo de irnos queriendo los unos a los otros, sin aristas, sin cordajes, sin brida ni retorcimiento. Querernos para sobrellevar el dolor, que es miedo y es tiempo. Irnos (ya lo he escrito) queriendo mansamente para estar fuertes para cuando el dolor acuda. No estamos en otro oficio que éste: el de distraer las horas para evitar el duelo. Y van los años cerrando su viejo trabajo de rueda, y van las palabras semillando el tiempo venidero con besos limpios, con abrazos tiernos, con todo lo que no huela a dolor y con cuanto no traiga miedo. Porque estamos hechos de amor y es el amor el que todo lo despeja. Ya ven, un blues de lunes, nada, un arrebato de verbos.

18.5.19

Una invitación a la alegría



Hay un momento en el que uno debe elegir entre la realidad y el deseo. Como coinciden en menos ocasiones de las que se quisieran y el tiempo no tiene criterio ni corazón, urge la elección, apremia postularse, afiliarse con convicción a un lado de la balanza, incurrir en el riesgo, afrontar seriamente el modo en que vivir sea lo más parecido a un festejo. No recuerdo a quién leí que la memoria es un truco para no perder lo que se ha vivido.

También es estimable zafarse del pasado, acometer con el más fiero anhelo  el presente y esperanzarse en que el futuro no nos arruine ninguno de los planes urdidos para andar esa travesía incierta. El truco podría consistir en prendarse de la belleza, cubrirse con ella, contar con ella para perderse o para encontrarse, apreciar su plenitud y su esplendor. No sé si ésa es la vía para sanar los rotos que vivir produce. No sé mucho o sé bien poco, la verdad. Sólo poseo algunas certezas y ni siquiera las considero una propiedad fiable. Suelen mudarse, viran a su contrario, lo cual es una manera lúdica de reinventarse a diario y no caer en esa autocomplacencia dañina del quien lo tiene todo claro.

Ahora que abundan las terapias del yo, los prontuarios sentimentales de escaparate y conferencias de psicología exprés, dudo que haya un resurgimiento sincero de la humanidad sensible, si es que alguna vez existió tal cosa. Utopías calzadas al pie del discurrir de la Historia. Hay infinidad de formas que describen la felicidad y dudo que ninguna quepa en un texto. Son muchos los textos. Muchos los argumentos, las tramas de lo vivido y de lo ocupado en vivir. La realidad y el deseo son paradigmas complementarios, logaritmos de una ecuación cuyo propósito nos es ajeno.

La religión planea las respuestas, pero la fe tampoco obra siempre a carta cabal los prodigios. Marra en lo fundamental, no responde a todas las preguntas. Quién las responde, me interrogo. Los que de verdad la profesan son afortunados, poseen una bola extra en el cajón de la máquina.
No se puede solicitar, no hay un método. El deseo es la sublimación del amor. Se puede amar a Dios y desoír el amor profano, el pedestre y diario.

Se repite uno sin viciado entusiasmo estas instrucciones, las protege del arbitrio infame de la barbarie que nos asola, cree falazmente en su bondad, pero decae el ánimo, no funciona al antojadizo capricho de la voluntad. Por eso hoy al comprar poesía (Manuel Vilas, Raymond Carver) he sentido el alborozo de esa felicidad. Soy un lector de poesía más que su débil obrador, soy un feligrés al acecho de la inminencia de la epifánica irrupción de la belleza, que es un trasunto tangible del deseo.

Arde lo que importa, así que no nos vence el fuego, ni nos intimida; camina con nosotros, como pedía Lynch, nos escolta, nos da esa comisión de pérdida que va indisolublemente de la mano de cualquier evidencia de ganancia. El juego premia al que comprende que no hay ganadores ni vencidos. Que únicamente importa estar en el elenco de elegidos. Que vivir es construir el templo y derribar los altares. Que morir no es una consideración relevante. Que la naturaleza de la trama es inasible a la razón. Que la realidad es un festín. Que el deseo, se aplace o se pierda o se alcance, es la sublimación pura de la existencia. Que hoy sábado, con mis libros en la bolsa, volviendo a casa, estoy celebrando la belleza, hocicado groseramente en ella, feliz por el milagro de las palabras, convencido de que esta luz de la terraza en la que escribo es una extensión de mi cuerpo, una invitación a la Alegría.

En mis cascos, de fondo desde que empecé a escribir en el recurrido iPhone, escucho la tercera sinfonía de Górecki. Paradójicamente una de las piezas más tristes (y hermosas y liberadoras) que he escuchado nunca. Canta Beth Gibbons, alma de mis adorados Portishead. Ahora voy a poner pop. El sol de hoy en Córdoba huele a música pop.

5.5.19

Espidifunk Show en Lucena



Fotografía propia

El funk es un combo de géneros. Adentro suya cabe el soul lento, el rhythm and blues desatado, la sincopa del jazz o el músculo del rock. Se le puede salpimentar con su brizna vacilona de reggae o con la calentura de la música disco. Del agitado de esa argamasa de cosas sale Espidifunk. Funk y circo, su primer disco, rebosa talento, pero sobre todo, en lo que más sobresale, es en amor al oficio de tocar. Algunas de las cosas que no se perciben en un disco se aprecian en la restitución de sus piezas en directo. Uno no puede hacerse una idea fiable de la música hasta que se escucha en vivo, sin la ingeniería de los estudios. Viene a suceder con esto como con el cine y el teatro. Es en un escenario en donde con más hondura se percibe el genio de los que actúan. De ahí que a un buen músico le engolosine tocar, hacer giras, democratizar el repertorio, presentar las canciones, nombrar a los músicos, venirse arriba y explicar al público el porqué de cada número, pedir a la parroquia que se acerque y baile y al final dar las gracias, secarse el sudor y respirar hondo por el trabajo bien hecho. El de hoy ha sido impecable. Salvo algún descuido, el sonido era limpio y se entendía qué decía cada instrumento sin que el concurso de uno tapara la irrupción de otro. Suele pasar en los conciertos que la música, que está hecha de capas, se alambica, se ensucia y la música se asemeja a una pasta grumosa de la que no eres capaz de extraer los ingredientes que la componen. La voz de David Salas estaba bien aireada, se comprendían las letras, que en Espidifunk no están descuidadas, sino que tienen su función y acompañan a la diversión de las piezas y dan que pensar. Manuel de Lucena es un batería extraterrestre, pero en este caso mi elogio, aunque plenamente fundado, viene de la amistad y el cariño que le tengo. Ahí estaba el hombre, brincando, haciendo sudar a su locura de platillos, címbalos, cajas y pedales. El viento en Espidifunk merece atención aparte, pero no esto no es una crítica pensada, ni seria, de las que no pueden dejar nada en el olvido y a todo se le debe hacer apunte. El trombón (Rafa Guillen) y el saxo (Cristobal Agromonte) han estado brillantes. Las pocas piezas en las que no hubo viento me parecieron las más flojas, pero esa opinión puedo rebatirla sin que me importe lo más mínimo contradecirme. No hay funk si no hay metales. Si a James Brown le quitas las trompetas y los saxos parece que estás escuchando a Barry Manilow. La elegancia en el funk la pone el teclado (Jesús Arcos) y la contundencia, esa especie de arnés que hace que todo el peso de la música no flaquee ni se desmorone es cosa del bajo (Javier Quero). Parece que no está, pero no hay manera de que el conjunto funcione sin su intervención. El arranque de Sal de la celda, un bajo elocuente, una introducción inmejorable al disco entero, lo llevo incrustado en la cabeza desde que compré el CD de Funk y Circo y le di en casa al play. Hoy nos han hecho esperar a que sonara, pero ha merecido la pena. Carlos Pino (guitarra eléctrica) ha hecho virguerías. Es precisamente eso lo que uno saca en claro cuando los ve tocar: que son buenos, que se ensamblan bien, que saben lo que hacen, que hay felicidad en el escenario. Hoy El Coso se ha vestido de funk. Brilló el corte primero del disco y último del concierto (Sal de la celda), que es un temazo lo escuches como lo escuches, pegadizo, enérgico y tarareable. Repasaron todo el disco, no les faltó una. A mí me siguen pareciendo insuperables Contracorriente, Carnaval y Hasta cuándo, que fue la canción estrella, con unos desarrollos magníficos, tirando de experiencia y de virtudes. Había unos cuantos negros debajo de las luces haciendo música negra. Porque el funk es negritud, como el blues o como el jazz. Así que anoche todos negros, todos en danza, privilegiados, aunque el aforo no se ocupara, asunto el del aforo que uno no acaba de entender del todo, pero esa no es cuestión a debatir ahora. Estos reyes del funk (del swing y del punch y del groove y del oh yeah) dieron anoche la talla. Se les agradece. Hay que agradecer el trabajo ajeno cuando nos hace felices y se nos mueven los pies.








4.5.19

Ronda de los Tejares


Arrecia ese frío indeciso que a mediodía vuelca en calor. El camarero me sirvió en la terraza en la que estuve hace una hora un café con mucha espuma y poca temperatura. Anoche fue una caña sin cuerpo, ida, a poco de ser otra cosa, pero no cerveza. La tapa acompañante, un trozo tímido de tortilla con un baño de mayonesa, me hizo pensar en Santos, un templo gastronómico que sirve ese manjar a satisfacción plena. Unas cosas llevan a otras. La realidad es dispersa por naturaleza. Sorprende que la escritura enhebre un hilo lógico de toda esa trama etérea y antojadiza. Se le exige coherencia, pero no la hay afuera suya. Ahora mismo, sentado en un banco en una céntrica calle cordobesa, dudo de que nada tenga ese sentido cartesiano. Entendemos a medias o a tercias o no entendemos en absoluto, pero hacemos la vista gorda, acatamos sin titubeo la zozobra y decimos buenos días con una sonrisa a la anciana que se ha sentado y ha sacado el móvil. No cuesta darse a quien no exige la entrega. Se hace a sabiendas de que no la volveremos a ver, saludamos como si no fuese posible eludir el saludo. Córdoba en mayo es un negocio, oigo decir a un transeúnte. Va cargado de bolsas y tiene toda la pinta de que puede cargar algunas más. La única propiedad son las palabras, he podido decirle, pero me ha parecido que no procedía ese inserto emocional y lírico. Tal vez hubiese valido la pena. La razón por la que nos retraemos nunca es convincente. Es mejor decir lo que se piensa, lo primero que se te ocurre, da igual si procede o no. Ganaríamos con esa transacción lingüística. Lo contrario es el silencio, que es una extensión tácita de la muerte. Se acaba de levantar la señora del móvil. Está entrando en la tienda de ropa en la que está mi mujer. Su marido está escribiendo en el móvil, podría decirle. No se le ve apurado. Hay gente que pasea y gente que no. Eso se aprecia a poco que te fijas. Luego están los turistas. Esos se delatan con absoluta transparencia. No saben dónde van y, sin embargo, tienen claro de dónde vienen. La vida es un poco así. La incertidumbre es la medida de todas las cosas. No le afecta el frío sobrevenido sin aviso ni la inminencia certera del calor. Las terrazas de los bares están llenas. Huele a café y a gasolina. Echo en falta a mi amigo Antonio. Él tiene el plano del laberinto. Nadie como él se sienta en un banco a verlas venir. Luego hace lo acontecido suyo y se pone de pie. Joaquín me ha mandado un par de whatssaps: fotos que precisan su semiótica. Una pareja conversa sobre la posibilidad de ir de tapas a mediodía. Comer de restaurante es más caro, dice ella. Escuchar es un oficio difícil. No tienes gobierno sobre la trama. Quizá por eso escribe uno. Es una enfermedad la escritura. Una muchacha más abrigada de la cuenta lleva un libro y un periódico bajo el brazo. No he visto el título. Joaquín me escribe sobre una exposición que ha montado. Lienzos, fotografías de lienzos. El arte es pedestre. Al iPhone se le cae la batería a chorros.

3.5.19

La huella luminosa




Se vigila qué rastro digital vamos abandonando, evidencia de lo que hacemos en la red, si nuestra inclinación o nuestras apetencias son exhibibles o alguna pudiera, a beneficio propio, mantenerse a resguardo, por no delatar al público perfil o rango sobre el que redactar una biografía improvisada y sobrevenida, consentida por quien la vierte, soslayando el pudor de que otros sepan qué nos atrae o repulsa, si pecamos en lo que todos o es singular y extraordinario el pecado del que damos noticia veraz, cabal y masiva. Se procura retirar las miguitas de pan o, en el extremo del cuidado, no arrojar ninguna para no tener que buscar el modo de retirarlas. En cambio, no se vigila el rastro analógico, el constatado y manifiesto. No se le concede la atención merecida, no se piensa en las acciones que acometemos a diario y de la que los demás guardan memoria exacta; parece que, por su naturaleza objetiva, no debe inquietarnos o causarnos la zozobra y las preocupaciones del otro territorio, del binario y, en apariencia, del confiado al ámbito digital. 


Conozco gente con un rastro analógico deplorable, gente impresentable como la de la canción de Serrat. De las que hacen ruido cuando no conviene, de las que no te echan una mano cuando hace falta, de las que no dan el paso ni los buenos días cuando es lo correcto y lo que se espera, de las que miran por encima del hombro o ni te miran siquiera, de las que no te echan una mano salvo que vaya al cuello, de las que hablan a gritos y no escuchan. Gente de intención segunda, si no tercera, que a todo le hace examen de ganancia y sobre cualquier cosa hace caja. Toda esa gente sin educación que camina junto a los que la tienen y se confunden con ellos y parece que todos son de la misma condición. Les delata el rastro analógico, se les adivina el proceder a poco que los miremos con un poco más de atención. Son los demás los que guardan con más o menos celo ese rastro que hemos ido dejando a lo largo de nuestra vida. Saben de qué pie cojeamos o si, llegado el caso, cojeamos de ambos. También si actuamos con rectitud las más de las veces (nadie actúa con rectitud todas las veces, nadie tiene un rastro digital sin mancha, no hay tal cosa) y tenemos, por lo general, buen corazón. Por otro lado, nadie tiene buen corazón a tiempo completo. De vez en cuando se nos envenena el tino y la sangre campa con alambicada inquina por sus cauces naturales de modo que el latido del corazón sale turbio y sin armonía. El otro, el corazón de la red, tiene ahora un predicamento extra, sobrevenido por imperativo tecnológico, caído en gracia a beneficio de estar todos comunicados y gozar de esta nueva Arcadia democrática en la que nos exhibimos, sin considerar si lo expuesto nos pasará factura a corto o largo plazo. Debiéramos revisar esos contratos tácitos: los reales y tangibles y los fiados al escrutinio del aleatorio y eventual público congregado en la función. 


Decimos en esos púlpitos digitales lo que en ningún caso diríamos en los analógicos. Nos mostramos en ellos sin el pudor con el que transitamos los otros. Los indicios ofrecen la certidumbre de que uno y otro no tienen terrenos comunes. Se es uno adentro y otro afuera. Jekyll y Hyde. Somos el bifronte Jano en este siglo febril y veloz. Igual que no es posible del todo borrar las huellas que hemos ido dejando por la red, pero hágase uno cuenta de que tampoco podemos hacer que desaparezca las que hemos ido dejando por la vida. Lo que fascina es que tengamos empeño en eliminar el bagaje digital y poseamos el justo, por no decir ninguno, por proceder con idéntico entusiasmo en retirar de la circulación el analógico. Cuesta menos impedir que otros vean el comentario que no debimos decir o la fotografía que no debimos hacernos o, una vez hecha, volcar a beneficio de elegidos o casuales que hacer que quien nos haya visto meter la pata retire de su memoria el modo en que lo hicimos. Se nos valora por lo que hacemos o dejamos de hacer y habrá por ahí alguna especie de libro en el que toda esa construcción moral o sentimental o cultural ha ido registrándose. Seguro que hay un escriba (uno secreto e invisible, uno que no obedece al desmayo ni a la tergiversación) que deposita en ese libro nuestro pasar por este mundo y hace constar las cosas buenas y las que no lo son, las remarcables y dignas de eco y cuantas no tuvieron necesidad de suceder o, ya consumadas, únicamente afearon nuestra conducta, la emborronaron. Seguro que al escriba invisible no se le pasó el dato y lo consignó en alguno de esos renglones ocultos. 


Uno de esos renglones es el botón "like" del Facebook, donde probablemente el lector leyendo ahora. Hacen acopio de todos ellos y saben de nosotros mucho más de lo que nosotros verdaderamente sabemos. Es el negocio de los datos. Valen más que el oro de las ciudades perdidas en la jungla amazónica. Somos mercancía. Lo somos queramos o no entrar en esa consideración financiera. Somos carne de mercado bursátil, somos incesantemente un producto que se vende y se compra. Estamos en el escaparate. Sin saberlo somos el muñeco vestido o a medio vestir o desnudo que se ve tras el cristal. Lo peor es que estamos ahí sin que nadie nos haya reclutado a la fuerza. No se puso una pistola en el pecho o se nos chantajeó para que accediéramos al juego. En la vida pasa algo parecido, no hace falta pensar mucho para llegar a esa conclusión. También somos datos, somos cada uno de esas pequeñas miguitas que hemos ido dejando caer aposta o no y que marcan una ruta, un camino reconocible por el que avanzamos. A veces un camino por el que retrocedemos. A veces el paso es firme y otras no lo es en absoluto. Lo de actuar embozado en la invisibilidad es un viejo deseo de la humanidad, pero todo deja marca, no hay nada que hagamos de lo que no pueda extraerse una firma personal. A veces sucede en Instagram o en el twitter y otras, más veces de las que se piensa, en la cola de la charcutería, cuando conducimos un coche en un atasco urbano o en las conversaciones que tenemos con las personas que incluso amamos. Cada pequeña cosa que hacemos (o que dejamos de hacer también) contrae una rúbrica. Parecemos decir: hey, que he sido yo, esto es mío, no vayan a creer que es de otro, he sido yo el causante, me pertenece, no le den la autoría a alguien equivocado. En ese plan. 


La otra opción es no mirar atrás, no hacerlo bajo ninguna circunstancia; ni guiados por la satisfacción de haber procedido bien ni tampoco por la seguridad de que hicimos daño a alguien a sabiendas o sin maquinarlo adrede, da igual, pero el daño está hecho y de pronto se tiene conciencia de él. La otra opción es darle poco aprecio a que un logaritmo sepa de qué pie cojeamos o si son los dos los que lo hacen, no preocuparse de las huellas y avanzar ajeno a ellas. Porque no dejamos de dejarlas. Las miguitas con nuestra marca personal ocupan más renglones en ese libro secreto de los que podemos imaginar. Decía mi abuela algo parecido a "no la hagas y no la temas". Y bien pudiera valernos como máxima para navegar por la red (no decir lo que no se debe decir, no hacer lo que no se debe hacer) así como la realidad, materia igualmente navegable y sobre la que se puede aplicar con absoluta convicción esa máxima también. No hacerla para no tener que enmendarla. En la hipótesis de que se tenga que producir enmienda, hacer la consideración que cada uno desee. Se va a hablar de nosotros de una u otra manera. Dejemos o no un rastro, exista de verdad o no, los demás van a juzgarlo a su santa voluntad, sin que podamos intermediar y hacer que la sentencia sea benévola. Da lo mismo que uno haya sido un santo varón o una santa hembra (seamos correctos, que luego todo consta y perdura) para que otro especimen de nuestra bendita raza proclame que una vez pecamos o pecamos muchas veces y los demás acaten y difundan esa mentira interesada. 

1.5.19

Vértigo

Tengo la mirada perdida y Kim Novak baila con un discreto tumor en los ojos.
Tengo la mirada turbia y Dios no ha venido a darme consuelo.
Tengo la mirada rota y el aire quema como un salmo en la sangre.

Están  mis ojos sin propósito y ese fuego humilde no me consume ni hiere.
Estoy frente al puro infinito y esta quietud no alienta prodigios.
Es la plenitud o es el vacío y un ángel me invita a que lo abrace.
Kim Novak bajo un cielo de números primos respira adentro mis palabras.
Kim Novak cuando todavía no se teñía el pelo ni subía a campanarios.
Dios respira Kim Novak y pronuncia a lo lejos el vértigo de mi carne.
Estoy con Dios en los pulmones pero mi voz tiembla y se desquicia.

Mi madre observa el insomnio y un cansancio dulce me invade.
Los años acaban por delatarse y el amor tiene esta noche vocación de desagüe. 
Mi madre con un zapato en la boca y olor a gasolina.
Mi madre tiene cien años y habla con endecasílabos.
Habla como si la escuchara Dios.

Jimi  Hendrix  suena desde unos Yamaha en el Tempo.
Siempre que escucho a Jimi Hendrix me viene a la cabeza Charlie Parker. 
No hay quien se crea de verdad que Jimi Hendrix pudiera morirse.
No hay quien se crea de verdad que Charlie Parker  pudiera morirse.
La vida dicta severas instrucciones de uso.
La pasión escancia su lenta orfebrería, su palabrería viciada y sus febriles besos.
La vida jadea en conciencia su libro de pétalos, su luz mordida, su eco trémulo.

Un tren de algodón descarrila en un sueño.
Nubes tocadas de tragedia cubren los ojos de los muertos. 
El aire es una voluta barroca de lágrimas.
Al alma la astilla el tiempo.
Solo se puede amar a Kim Novak cerrando los ojos.
Queda noche para beber más bourbon.

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...