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31.7.21

Peces, conejos y moscas



Al principio, cuando se me ocurrió hacerle fotos a los peces o a los conejos mostrados en  las bandejas de los mercados, asunto del que no sabría aportar una razón o un propósito, me sobrecogió la dureza irremediable de las piezas muertas. Me conmovía esa quietud triste como de trofeo a la que luego se le pone tasa y se sirve en la mesa. Están los peces y los conejos exhibiendo su dignidad ciega y póstuma. Tienen el cáncer en los ojos, miran con intención de sombra, lo que ven es una perversión de su memoria. No podemos saber nada, es una de esa tramas invisibles que ocupan el aire y lo vician y nos perturban. Morir es un contratiempo, una clausura de la luz, un desquicio del tiempo. No se alcanza a entender los motivos de la muerte, el libro cerrado de las horas, el pulso oxidado de los días. Lo que no hay es pudor. Se muere uno y lo exhiben toscamente. 

La muerte es tosca y es impúdica. Quienes la observan tienen un aplazamiento, se les ha concedido una pequeña dilación. La vida es un viaje del que no tenemos propiedad, da lo mismo ser pez o ser conejo que hombre. Es el mismo viaje y finaliza con idéntica brusquedad. No hay cese razonable, ninguno lo es. Uno querría no haber sido informado de la brevedad de la travesía, ir a ciegas, desavisado, no tener la presencia de las muerte de los otros, sea cercana y dolorosa o ajena y aséptica. Lo que tenemos es esa constatación brutal del presente, pero conforta no haber nacido pez o insecto, tener el refugio de la palabra. 

Tampoco sabemos si el pez o si el conejo, en su condición de criaturas afásicas, tendrán la fantasía del deseo de haber sido otra cosa o si en su intimidad invisible hay una trascendencia que el hombre cercenó a beneficio propio. No se les tiene a veces el afecto que se le dispensa a nuestros semejantes, no aplicamos piedad cuando acucia el hambre, pero duele verlos en la plancha con hielo de las pescaderías o en la mesa insensible de la carnicería, duele su sencilla fragilidad fúnebre. 

Me sucede con frecuencia que adquiero la certeza de algunas cosas cuando han tomado su tiempo. La propiedad de la muerte tiene otro asiento: se constata sin intervención de la inteligencia. Apremia la impresión de que es lo fugaz lo que de verdad trasciende, seas pez o conejo. Tienen los de la fotografía una impudicia disculpable. Los acoge un patetismo  útil, si se les mira con la voracidad de quien ya ha conocido su carne. 

Por suerte uno no es pez ni conejo. En cierto modo, no habría sido extraño que nos hubiese tocado en suerte nacer lubina, boquerón o foca terrier, es sólo esa fortuna, la de que el azar nos decantara a ser alumbrados bajo la forma humana y no, de verdad que no sería tan difícil, la de reptil o ave o pez. De hecho, ese escrutinio aleatorio podría haberse inclinado a que naciéramos criaturas de menor fuste zoológico; se me ocurre una garrapata o un mosquito. En lo estrictamente humano, las leyes secretas que configuran el mapa genético podrían haber decidido que nuestra madre fuese de alta alcurnia y nuestra vida (al menos en lo material) hubiese estado felizmente resuelta o de baja extracción o muy inferior extracción. Siempre me fascinó que un solo espermatozoide de entre una masiva cantidad de ellos fecundara un óvulo; más aún fascina que nazcamos en un país y no en otro, en una casa y no en otra, pero tampoco el pez sabe que es pez, ni el conejo tiene conciencia de ser conejo: no tienen metafísica, no son capaz de discernir y avanza a ciegas, como hechizado por el caudal del agua o los matorrales en un descampado. 

Creo recordar que un amigo, hace más tiempo del que ahora sé reconocer, sostenía que la vida de las moscas era la más infeliz de entre todos los seres vivos que pueblan la Tierra. Sin ánimo de rebatirle, añadía yo que esa lista de criaturas desdichadas es inabarcable: están las ovejas, están los gorriones o están las hormigas. Con ánimo de contrariarme, él me rebatía: no hay vida más triste que la de la mosca, pero no debemos envalentonarnos mucho con ellas. Por cada uno de nosotros hay diecisiete millones de moscas. Además hay más de mil especies diferentes. Tienen la terquedad que a veces se echa en falta en especies de más contrastada inteligencia. Si yo fuese mosca (decía) ya habría aprobado latín. A mi amigo le costó sacar esa lengua muerta, aunque era muy bueno en inglés. De haber sido mosca, proseguía, habría aprobado o perecido en el intento. A B. le duró un par de años el latín y cada vez que pienso en él me viene a la cabeza la reflexión académica de la mosca. Hoy pensé en qué virtud tiene el pez o el conejo o la mosca. Hice la foto ayer, en un supermercado. Me produjo una zozobra increíble ver todos esos cuerpos , expuestos con abigarrada estética, tasados y ofrecidos. No caigo en esos pensamientos retorcidos o excéntricos cuando veo el expositor de una carnicería: no hay animales enteros, salvo un despellejado y patético conejo o un pollo sin desmembrar todavía. 

Como mi cabeza va a lo suyo y desbarro con mi particular afán, pensé en si un boquerón aprobaría latín en el instituto. A decir de B., al que no veo, del que no sé nada, una mosca podría sacar limpiamente una carrera universitaria; lo harían en el poco probable caso de que una carrera universitaria durara un mes, que es lo que vive una mosca en su periodo adulto. Por cierto, hay políticos que parecen moscas. Sacan las carreras sin despeinarse. Me sigue preocupando el caso del pez o del conejo. Odio las moscas, cultas o no.

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Dietario 167

 

Vivir uno en sus cosas con más o menos empeño y apenas prestar atención a las ajenas tiene su punto de vértigo y de desquicio. Puede llegar el momento en que te apetezca quedarte dentro para siempre o te de el punto, salgas, y entonces ya no desees regresar al interior. Lo ideal, dice mi amigo K., es hacer funambulismo entre la realidad y tu cerebro. Si te das un atracón de una, te revuelcas en la otra. O viceversa. Él dice que necesita mucha calle para regresar luego a casa y sentirse a gusto en ese vaciadero doméstico, en ese refugio aceptado. Es el perímetro invisible. También una vida interior intensa precisa airearse y enredarse en la exterior. Eso de las líneas crea compartimentos más o menos estancos, reductos, búnkers de lo mundano, pequeños o grandes refugios en los que dejarse vivir. Contrariamente a lo que este pensamiento pueda parecer, hay júbilo dentro y es razonable (mucho a veces, hoy el día está fresco y me chorrea el optimismo) que lo haya afuera. Los días se presentan antojadizos. Los hay grises, reventones de fatalismo, y los hay exultantes como una resaca de besos. Hay días que parecen ranas agonizando en un charco y días de pétalos estallando en el cielo de la boca. Llevo unos días escribiendo sobre los días, sobre cómo son o sobre cómo debieran ser. Transcribo este dietario con singular costumbre. He pasado recientemente algunos muy hermosos, muy líricos, y teme uno que llegue el reverso, la inevitable voladura de la felicidad recién amasada, y acudan los tonos grises, el jazz seco, toda la ginebra fea del alma, la que te hace dar arcadas en mitad de un sueño, pero soy obediente y hago caso de lo que me dicta una voz ahí adentro, que me susurra, sin que yo lo aprecie a veces: deja correr las cosas, deja que pasen. Y sé que suele funcionar esa indolencia sabia, ese no incurrir en el vicio de atropellarse, de querer ir más rápido, de vivir sin propósito. Ahora Bill Evans en un podcast que amablemente me ha sugerido con su fino ojo Jose Garrido Navarro me está contando cómo debe ir mañana el domingo. Qué debo hacer para que sea redondo. Hoy es un sábado de compromisos y de obligaciones. Tan atentos a veces ambos a descomponer la jovial compostura que uno planea para escalar la cumbre de los días.

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30.7.21

Dietario 166


No tener atisbo de reproche a quien nos defraudó o no complació cómo queríamos y, a la vez, por más que uno refrene el rencor o se afane en aliviar el daño o en zanjarlo, disfrutar privadamente de la falta que se nos hizo, guardar un resto de dolor del que valerse cuando otro dolor acuda y así poder pesarlos y arrimar al olvido al menos hiriente, el que solo nos visitó y con  frívola intendencia malogró algo que se amara o de lo que tuviéramos afecto especial, no es difícil eso. No reprochar o, más personalmente, que no se nos reproche. Reprochar es dar censura tasada y tangible, que prospere cuando se ejerce y dé alivio a quien encomienda a su ejercicio algún tipo de satisfacción. No se nos satisface, esto es visible. Se anda ahí, en el cobro de lo esperado, como si cuanto se haga tuviese su retorno en favores o en gracias. Esta me la debías, ha dicho hoy un hombre a otro en la terraza del bar. Ya estamos en paz, sentenció. Luego se han echado en cara las faltas acumuladas. Tú hiciste aquello y yo lo tenía guardado. Tú debiste decirme. Tú creías que podíamos ser amigos, así sin más. Hasta hubo apretón de manos. Aquí paz y después gloria. No se cohibían en reprimir esos reproches, aireados en voz alta, no importándoles qué pensara quién no pudiera evitar hacerse cargo de la trama antigua de pecados y de absoluciones. La vida misma.

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29.7.21

Dietario 165


 Con antelación a la escritura, en el Neolítico, el hombre plasmó una huella que lo hermanaba con su entorno y lo conciliaba consigo mismo, con la parte que se sabe desamparada o con la que no cubre la razón ni su entonces torpe todavía maquinaria artística. De aquel rudimentario bosquejo de belleza a la sofisticada rendición de ahora han sucedido guerras, catedrales, ciudades, lienzos de monarcas a caballo y sinfonías de Beethoven, pero algo subsiste de un modo mágico, pues es la magia lo facilita el trasvase de la idea al acto, de la especulación de la belleza a su volcado escrupuloso y firme. 


Los niños que dejaron su huella en la calzada de una calle por la que volvía anoche a casa no difieren en exceso de aquel homínido cavernario, rudo en sus matices, escasamente dotado para la diligencia del arte, pero consciente de una trascendencia, de algo extraordinario que lo superaba y, al tiempo, lo sublimaba. Esos petroglifos urbanos contienen la historia de la humanidad. Esos trazos de apariencia infantil, sin la motivación ni el simbolismo de la restitución adulta y experta, prometen más de lo que la observación desavisada alcanza: está la raíz de lo que quiera que sea ahora el hombre, la posibilidad de que el niño inocente en tanto acceda a un territorio nuevo, el de la creatividad, el de la búsqueda incesante de una herramienta que nos permita comprender el mundo que nos circunda y a nosotros mismos.

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28.7.21

Dietario 164


Al enmarañarse uno con las palabras, una vez que las maneja a conciencia y se afana por dar con las más correctas, con las que se apropien con mayor firmeza de la idea que nos ocupe, se adquiere una idea de la realidad de la que se carecería si no se les diese ese peso y nos preocupara poco o nada su concurso para descerrajar (con firmeza también) lo que sucede alrededor nuestra y nos conmina a cuestionarlo o a ignorarlo y dejar que todo concurra azarosamente, sin arbitrio de nuestra voluntad o sin constancia de su paso. Qué frase más larga me ha salido, ahora que la veo escrita. Hipotaxis fortuita. Cómo saber, sin embargo, dónde atajar, en qué estancia del lenguaje abandonarse, no querer ahondar más, ni tener el anhelo primero de explicarse uno el mundo y así, en ese bosquejo rudimentario, avanzar, no queda otra, no hay herramientas salvo la de las palabras. Hoy renuevo mis votos de gratitud, no haría falta, pero me concilio conmigo mismo, hago armónico y hago llevadero el trajín de los días. Y escribo a diario y me salvo del desquicio que esos días en ocasiones traen en su alocado afán. Tampoco tengo garantía de eso.

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27.7.21

Elogio de la risa

 


“La alegría de un hombre es su rasgo más revelador, juntamente con los pies y las manos. Hay caracteres que uno no llega a penetrar, pero un día ese hombre estalla en una risa bien franca, y he aquí de golpe todo su carácter desplegado delante de uno. Tan sólo las personas que gozan del desarrollo más elevado y más feliz pueden tener una alegría comunicativa, es decir, irresistible y buena. No quiero hablar del desarrollo intelectual, sino del carácter, del conjunto del hombre. Por eso si quieren ustedes estudiar a un hombre y conocer su alma, no presten atención a la forma que tenga de callarse, de hablar, de llorar, o a la forma en que se conmueva por las más nobles ideas. Miradlo más bien cuando ríe."

Fiodor Dostoievski 

Salvo lo de las manos y los pies, doy la más entera aprobación al señor Dostoievski, qué osadía la mía. Por fortuna, he visto a más gente reír que llorar, lo que me da un bagaje útil en el recado de pesar una cosa y la otra. Hay una franqueza que no se deja corromper por nada cuando uno irrumpe a reír. Es de adentro de donde aflora la risa. La sonrisa es una emanación de la felicidad de menor fuste, no revela mucho, apenas informa del estado de quien la airea. Reír, en cambio, pone a funcionar al cuerpo entero: lo somete, hace de él un objeto obediente. Reímos a ciegas, sin pensar en las consecuencias. Incluso reímos por no llorar, como dice el refrán. Y tengo la idea de que ambas disciplinas del ánimo se abrazan sin pudor en su extremo. Lágrimas que no tienen el arresto duro e implacable de la pena. Risas que se desbocan y ocupan el lugar que no les pertenece, quién sabrá la topografía de estos asuntos. Al reír, en ese acto puro, se limpiará algo que continuaría sucio si no concurriera la maquinaria ciega de esa risa. Sigo pensando que es más fácil (infinitamente, sin discusión) hacer reír que hacer llorar. Comedia y tragedia avanzan juntas, tampoco eso es susceptible de duda. No sé el porqué de la falta de afecto hacia la comedia (la risa) en su estudio: es lo patético lo que viste en las sesudas bibliografías. La risa es menos ética. dirán. Un asunto filosófico muy divertido. Me acuerdo de Umberto Eco. Jorge de Burgos, el bibliotecario ciego de El nombre de la rosa, es decir, Eco en un tributo a Borges, la consideró enemigo de la fe. La risa mata el miedo. Sin miedo no puede haber fe. Si no se teme al diablo, no hay necesidad de Dios. Esos o parecidas eran sus argumentos, contados a Guillermo de Baskerville. Hoy vi a dos riéndose de tan buena gana que, sin entrar en la conversación que entablaban, pensé si yo no acabaría, sentado cerca de ellos, a reír también. Para ahuyentar el miedo, por qué no. Era contagio puro. No había nadie que, al verlos, no sonriera. No sé qué hubiese pasado si de pronto fuese el llanto lo que les ocupara.

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26.7.21

Fray Albino


Creo haber tocado esa campana muchas veces, pero igual fue una y la nostalgia ha multiplicado el recuerdo y ha sublimado aquel instante. Del colegio en el que estuve tengo la idea de que sigue igual, aunque lo derribaran y levantaran otro. La memoria no se deja perturbar por la maquinaria de la modernidad y trapichea con lo que buenamente uno ha ido arrumbando. Acuden recreos que siempre resultaban de una brevedad inaceptable, nada que no cunda entre los alumnos de ahora.  Los míos de entonces permanecen como si no hubiese pasado tiempo, ni por ellos ni por mí. Oigo a Raúl Castillo, a José Luis Cobo, a  Luis Chacón, a Francisco José Galán Segura, a Antonio Lendines, a Carlos J. Galán Doval, a Rafa y  Antonio Jose Flores Romero, a Manolo Serrano. Recuerdo sus voces con asombrosa pulcritud. Recuerdo el atropello al entrar después de formar por cursos en el patio. El olor a tortas de almendra del puesto de la portera. Las escaleras que daban al campo de fútbol de San Eulogio. Que yo sea maestro tal vez provenga de esa pequeña o grande representación de la vida feliz en la edad en que no concurre ni la tristeza ni las preocupaciones. También por haber sido agradecido alumno de Don José Ariza o de Don Pedro Polo o de Don Carlos Galán, que me pulió e hizo de mí lo que quiera que sea hoy. Oigo la campana. Tañe para nosotros, queridos amigos .
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25.7.21

Dietario 163


Dicen de mí que era obediente y disciplinado. Eso refieren los que todavía pueden contar algo de aquel tiempo del que yo no tengo propiedad alguna, por lo que confío en el relato de esa vida mía tenida ahora en penumbra, sin asiento fiable ni recuerdo que prospere y no se pervierta ni difumine. Traen si les pregunto o incluso sin entrar yo en que se explayen escenas que remarcan mi condición de infante sin ínfulas de nada extraordinario, sino manso en su discurrir y un poco zangolotino cuando hace falta, un poco por extraviarme en las travesuras que veía en otros y otro poco por tener yo mismo iniciativa e ilusión por descarriarme con prudencia, sin dar indicio de que pudiera enviciarme y afincarme allí, quién sabe con qué peligrosa fortuna. 



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24.7.21

Dietario 162

 



Trajimos a los dioses por darle a la desdicha una causa, un santuario en el que depositar la ira y el rencor. Lo escribe (con esas o con parecidas palabras) Chantal Maillard y lo subscribo con algunos matices, los que cualquiera hecho a trajinar con dioses, con iras y con rencores tendería para que se produzca un diálogo y de él se extraiga algo que sea útil o sea hermoso. A los dioses (pongamos que sea uno o que sean cien y entre ellos organicen sus cometidos y sus feligresías) se les encomendó que nos aliviaran cuando se precise alivio o que nos dieran refugio si la realidad se obstina en cercanos y en debilitarnos. Tuve un amigo que decía que nadie que se considere feliz precisa de la religión. Recuerdo que tenía ese argumento bien pulido y se explayaba (viniese a cuento o no), de modo que las teología (esa disciplina tan esquiva y tan cercana) ocupaba nuestras cervezas en las benditas tascas. M. sostenía que se acudía a la divinidad para que nos confortara. Caso de que no se precisara ese arrullo, toda esa necesidad física de consuelo, la idea de Dios era superflua. Él mismo aceptaba, no obstante,  que rezó cuando su madre enfermó y agradeció en la intimidad (no es otra cosa la oración, sino intimidad y sinceridad, imagino) que alguna mano se le hubiese echado desde quién sabe dónde y su madre, a la que no conocí, sanara. Dios es una especie de reverso de la enfermedad, podríamos pensar. Un Dios que representaría la necesidad de amor cuando todo alrededor se desquicia y no hay amor a la vista. Uno al que se acudiese con respeto y timidez. ¿Qué tendrá Dios que ver con nosotros? ¿Cómo podría reparar en nuestra insignificancia? M. era lúcido en esas disquisiciones, pero se desdecía en cuanto podía, no daba sensación de que tuviese nada claro. Algo aprendí de él: la querencia a hablar de Dios, se crea o no en él. Ser ateo es una frivolidad. Hay montones de cosas que te pierdes. Prefiero eso de agnóstico. Además, la palabra tiene un sonido bonito: esa esdrújula, esa ge regia. No es que no me pronuncie, sino que no decanto mi voluntad hacia su admisión en el sensible jardín de mi espíritu. El mismo hecho de no creer y tenerlo a mano hace que ese diálogo tenga una relevancia especial, de la que carece el que conversa en la creencia de que se le escucha y está convencido de esa fluidez y de esa tangible (en su conciencia) cercanía. Es cosa de que un creyente me cuente con detalle cómo conversa con su divinidad y yo, a cambio, le confíe con quién converso. Porque hay que tener algún tipo de fe en que se nos escuche. A M. le pareció que sus súplicas fueron atendidas. No sé si después de eso redujo su teología combativa y prefirió comedirse, evitar entrar en un serio problema de conciencia. Igual bastaba que otra súplica que solicitase no tuviese las mismas atenciones para que descreyese y regresase (probablemente con más fino ardor) a sus desafueros místicos. De lo que hoy (tantos años después) recuerdo me quedo con esa habilidad suya en hacer frases contundentes, de las que tenías que pensar o a las que, a falta de alcance, se les daba poco o  ningún aprecio. Terminamos no escuchándole. Oíamos lo que decía y hasta le reprendíamos si algo de pronto nos parecía blasfemo en demasía. No es posible amar adrede, forzar todo lo que amar exige; tampoco soñar (vuelvo a Borges), ni leer. Pero creer es un asunto que se escapa a la voluntad. No se cree con la determinación primera a la que uno recurre cuando decide acometer cualquier otra disciplina de la vida. Creer es siempre algo que no cuenta con nosotros, así que cualquier descreído está excusado, no se le puede pedir nada, nada es reprobable, ninguna de las cosas que haga o deje de hacer es sancionable desde la moral de quien cree y precisa que todos los demás lo hagan también y piense que la vida del descarriado (déjenme ese participio) es menos jubilosa o está exenta de los goces del creyente. Ni mucho menos, ni mucho menos. 

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23.7.21

Leer en la escuela


 Leer en la escuela

“El verbo leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta ‘el modo imperativo’. Yo siempre les aconsejé a mis estudiantes que si un libro los aburre lo dejen; que no lo lean porque es famoso, que no lean un libro porque es moderno, que no lean un libro porque es antiguo. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz."
- Jorge Luis Borges
En clase he tratado de ser consecuente con el lector que soy y he sopesado si el maestro perdería en esa liza difícil. Es posible que no tenga que perder ninguno. He procurado que mis alumnos lean con placer y me he preocupado más por conseguir que el libro sea algo a lo que acudan sin se que se les exija antes de que lo consideren una pieza más en todas las obligadas, y sabemos qué se suele pasar con todo a lo que se nos empuja. He empezado muchísimos libros que he dejado a la quinta página o a la cien. Es un acto de confianza en los libros al pensar que habrá otro que me dé lo que el defenestrado no pudo. Promover la lectura en el colegio es fácil: conozco los métodos suficientes y algunos funciona, de verdad. Lo que no sé si tiene un prontuario al que acudir es conseguir que los alumnos no sólo lean, sino que necesiten leer. Esa empresa se acomete curso a curso y uno se siente feliz cuando sabe que ha logrado que algunos se entusiasmen con los libros. Uno de los placeres de ser maestro consiste precisamente en eso: no enseñar contenidos que más tarde se despeñan o se difuminan o adquieren una borrosa presencia en la memoria y valen ciertamente para bien poco, sino crear la inquietud de saber y fomentar la idea de que la cultura es una expresión de belleza y de inteligencia. Hacemos los maestros cosas increíbles, perdonad que me envalentone y me ponga vanidoso. No hace falta hablar de libros el día del Libro y festejarlo como si algo de verdad útil pudiera salir de una efemérides entre otras cien que la escoltan y hasta desacreditan. Festejamos demasiadas cosas en la escuela. La del libro es cosa que sucede sin que se le haga registro. Basta que el alumno perciba el amor del maestro cuando cita los cuentos que ha leído y deja que hable su corazón. No sé dónde está el corazón en una de esas programaciones grises que tenemos en los cajones o en un pen drive. Ese es otro asunto. Es cierto: el verbo leer carece de imperativo. Qué listo y qué entusiasta era mi querido Borges.
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Dietario 161


A los campos de olivos los interrumpen brechas ruidosas de asfalto en la que avanzan como conjurados los coches. El paisaje cobra un cierto aspecto de cosa rota a la que difícilmente se le puede dar alivio. Ni la costumbre apacigua la sensación de haber invadido un cuerpo puro con otro bastardo. También la ciudad descompone su vocación primera, la de piedra y la de ruido, cuando la naturaleza surge y reclama a su manera la propiedad del suelo y la composición del aire. Tenemos la ciudad incrustada, se nos inculcado ese paisaje útil, equivocado o pervertido. Tenemos la naturaleza consignada como objeto idílico o poético, anhelo de una vida arrebatada. Vi ayer un claro y limpio y hasta agreste bosque (o espléndido amago de bosque) en el centro mismo de la ciudad en el que no reparamos casi nunca. No entendemos el diálogo que entablan, alguno habrá. El verde prospera con comedido o brusco ímpetu. Se encarama en un muro o crece sin medro por los tejados o entre las losetas del sucio suelo. Hay un enamoramiento y un hechizo. Una algarabía que no acaba de cuajar pugna en el invisible lecho del tiempo. Discurre a tientas, manifiesta su vigor sin protocolo, ofrece la verdad pura para quien se apreste al gozo de ese cortejo. Los coches avanzan ajenos a esa coreografía de amantes silenciosos. Los olivos, los veo ahora a lo lejos, son solidarios espectadores de toda la rudimentaria maquinaria de las horas. Viejos observadores con la sabiduría de lo mítico. Apuro el café y miro la lista de la compra. Otro rito con su pequeña mitología urbana. Falta que mi amigo Pedro del Espino publique una de sus fotos de flores. Ellas tutelan la belleza.

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21.7.21

Dietario 160


A Rafa, a Auxy, a María del Mar, a Antonio


Con la primera irrupción de los libros vino la primera eclosión consciente de la vida. Se ensamblaron con inesperado oficio. Sobrevino con fiereza, se ocupó de hacernos madurar y de convertir lo que quiera que cada uno llevase dentro en algo hermoso. En cierto modo era la belleza lo que buscábamos. Eran años de universidad y de trasiego de carpetas y de cuadernos y de bares con mesas de billar y hambre por saber y por adquirir la experiencia con la que trasegar los días y postularse en algo. Mirábamos con ansia, tocábamos con ansia, teníamos ese ansia como herramienta y la apurábamos sin pudor, como si el tiempo delatase una clausura y nos arrastrase. Ansia por lo invisible y por lo tangible. Los libros se llenaban de la vida de afuera y la vida se impregnaba con incomparable vigor de los libros. Teníamos hambre y sed, eran esas carencias a las que continuamente les dábamos la más alta atención. Algunos con vehemencia. Todo cuanto vino después (lo que aún hoy perdura) proviene de esos años, aunque careciéramos de certezas y tan sólo pretendiéramos disfrutar y coger lo que se nos ofrecía para saciar ese afán limpio y obsceno a la vez, lírico y prosaico, sagrado y también pagano. Éramos paganos por inercia. Nuestra misión en el mundo era cegarnos por su belleza. Eso no era algo que entonces supiéramos, pero íbamos hacia la llama y no nos importaba quemarnos. No de fuego sino de luz. Sigue encendida esa luz: ocupa la sombra que se cierne a veces y nos desalienta. Acudimos a ella con absoluta alegría. Aprendíamos sin la obligación de hacerlo. Fueron los años en que se desprendió la inocencia y también los que construyeron la pequeña o grande idea de la felicidad con la que cada uno fue creciendo y llenándose de vida. Se ven ahora sin nostalgia, no echo de menos nada de cuanto ocurrió (y bien podría) y, a poco que se piensa, tampoco creo que faltara nada. Se fue uno tanteando, qué difícil eso. Adquirió la facultad de irse decantando por algunas disciplinas del espíritu y la de aplazar o apartar otras. Ese anhelo continúa hoy. Y se te vienen a la cabeza bares y libros, amigos y discos. Podría nombrar cien bares, cien libros, cien amigos y cien discos. Sabría todavía narrar cómo sucedió todo y cuándo empezó a desvanecerse. Luego vinieron otros afanes. Los del amor y los de los hijos y los del trabajo. Está en construcción la catedral, aunque la fe no la haya propiciado ni se la espere. Hay, no obstante, fe en la voluntad de que acuda y lo sublime todo. Oh, amigos, cuánto os quiero.

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20.7.21

Dietario 159

  El amor hace que veamos a los otros como los ve Dios (Borges, Otro poema de los dones)

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19.7.21

Dietario 158

 Es frágil la espera. Tiene trazas de euforia y de desaliento. Se adhiere sin entusiasmo, ocupa los huecos que deja la debilidad y lastra toda la herrumbre y todo el temor. El tiempo en que transcurre posee otra velocidad: se desquicia, se corrompe, malogra la memoria y emponzoña el porvenir. No sabe uno cómo manejarse en ella, qué hacer para distraerse y pensar poco o no pensar nada. Por más que se crea adiestrado el oficio de esperar, siempre hay un resquicio, una voluntad ajena que socava cualquiera que podamos disponer y nos postra. Esperamos a que tercie la fortuna en favor nuestro. Decimos fortuna cuando no siempre es ella, pero confiamos en el azar, es más soportable, se deja mejor. Ahí seguimos. Esperando.

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18.7.21

Berlín, Johannesburgo, Rute


 

                                                     Fotografía: Jürgen Schadeberg. Rute. 1958

Creo que es la fotografía que yo hubiese querido hace de ser fotógrafo y haber confiado en que es posible contener el tiempo en un instante o hacer que no decaiga nunca un hilo de la realidad que podría haberse despeñado en la memoria, convertido en algo más que polvo, en omisión, en abandono, en extravío, en desprecio. A la realidad se la desprecia más de lo que pensamos. Hay una sensación de que no podemos retener cuanto percibimos. Al menos yo la tengo. A veces pienso en si no sería posible hacer durar cada pequeña huella de lo sentido y no arrumbarlo al descuido. No ya días, ni siquiera prolongados espacios de tiempo, sino briznas, cómo me encanta esa palabra. Briznas de luz o de sombra que ocuparon nuestra completa atención por un momento y luego se desvanecieron. Y aquí está Jurgen Schadeberg, el fotógrafo oficial de Nelson Mandela, el albacea de su memoria, una especie de biógrafo que prescinde de la fragilidad de las palabras y encomienda su relato a la encomiable (siempre es así) veracidad de la imagen. Me imagino a Schadeberg en Rute, paseando las calles empinadas, buscando una tasca (él no sabría expresar esa palabra) en la que reflejar la misma vida que habría tenido en su Berlín natal o en los bares de Johannesburgo, donde vivió hasta que ya no pudo hacerlo. Queda la idea de que todos somos iguales o de que todos los lugares son iguales. Berlín, Johannesburgo, Rute. La misma gente, el mismo declinar de las pasiones o la misma voluntad de que no se escapen. Pienso también en qué haría tras hacer la fotografía, si lo recogerían en un coche con la idea de que probablemente no volvería a regresar a Rute o con otra, quizá más sensata, de que no importaría esa despedida absoluta. No sabemos nunca si podremos recuperar un momento que acaba de ocurrir. Da igual qué sea, no importa su trascendencia. Pero me intriga (mucho, de verdad) cómo caminaría las calles de Rute, si se tomaría un anís El triunfo. También he pensado en que nadie que aparezca en esta foto estará hoy entre los vivos. Qué implacable el tiempo. Qué manera de perdurar la que tutela para siempre una fotografía. 

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Etiquetas: DIARIO DE UN ACTIVISTA MENTAL

Dietario 157



 

No sé más de animales que lo que sé de las personas. Las segundas se guardan a veces más, delatan maneras que no esperas, te sorprenden con más abierto oficio. Les falta hablar, he escuchado con frecuencia. Los animales domésticos, aunque a veces resulten agradables y se sepa de uno que podrá quererlos, no entraron nunca en casa. Fue más voluntad que falta de oportunidad de traer alguno. Tal vez por no disponer de un espacio adecuado o por sospechar que las obligaciones podrían impedir que se les diesen las atenciones debidas. He visto lealtad en perros hacia sus dueños que me han hecho pensar en la lealtad misma. Tienen los hombres y los animales comportamientos reemplazables, conductas que, al considerarse en abstracto, no se adjudicarían de inmediato al hombre. Hasta donde razono, porque luego entran en liza otros constructos que no son enteramente lógicos, hay animales que ejercen de sí mismos con absoluta dignidad, lo cual no siempre puede ser dicho de algunos (no seamos pesimistas del todo) de sus dueños. Son honrados cuando no se les exige honradez, son nobles cuando no hay nobleza que pueda reclamárseles. Si es al género humano al que hacemos compadecer a estos juicios morales no siempre sale bien parado. Incluso, no me digan que no se les ocurren ejemplos, el dictamen ulterior suele ser lamentable. Por eso, al arrimarse el perro al banco en la bendita sombra en que esperaba que me atendiesen en la farmacia, lo miré con una inesperada cercanía. No debí molestar, igual que tampoco él fue me causó molestia alguna. Se encaramó al banco y se bajó de nuevo. Miraba hacia el establecimiento sin que se advirtiera nerviosismo. La compostura fue recia, altiva por momentos. Yo estoy aquí, es donde debo estar, no conozco la impaciencia, debía pensar. La dueña, una señora mayor, lo dejó amarrado a las traveseras de madera del banco y se fue en la absoluta confianza que no debía apremiarse más de la cuenta o que (imagino) ni hubiese hecho falta atarlo. Estuvimos los minutos suficientes como para nos mirásemos y que yo le dedicase un afecto imprevisto. Es sentarse uno en un banco (llevo dos días en una semana) y empezar a que sucedan cosas. La de ayer (el sol en Córdoba era devastador a esa cruenta hora, nada nuevo) fue de una tranquilidad pasmosa. Podíamos haber estado allí los dos una hora entera. Ambos teníamos ese plácido estado de ánimo, aunque nos disuadiera el calor y en algo mostrásemos nuestra incomodidad. Seguro que él tendría más arrestos. No estaba en el banco cuando salí de la farmacia. Probablemente no volveré a verlo, pero me da que tardará en perdérseme en la cabeza.

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Emili
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17.7.21

Dietario 156

 


El hierro codicia el aire izado hacia el azul sin fin. La confianza del metal en su verticalidad pura saquea la limpia ofrenda de la luz. Quieta y alerta, la verdad se desquicia cuando la maquinaria corrompe el silencio perfecto de ese esplendor que desea consolidarse. Está el paisaje en construcción. Resuelve la incertidumbre de quien lo observa. Lo agasaja sin atisbo de cansancio. Claridad alta sin clausura. Legítima vocación de optimismo. Loca euforia contra la sensatez. Al final todo se debatirá entre ser poético o ser cartesiano. La tentativa de lo sublime contra la mediocre certificación de lo útil.

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16.7.21

El espejo de los sueños

 


3583 entradas en mi blog. 5476 días desde que lo puse a funcionar. 1.212.382 visitas. Pero los números no explican la certeza de que El espejo de los sueños es mi casa. Está siempre abierta. Ayer un amigo me hizo pensar en su longevidad. Para no perder nada de lo que contiene, después de que me hiciera ver que debía tener un respaldo de todo lo escrito, le hice un backup. Backup se llama. Un respaldo. Una copia. Una memoria por si un día abro el blog y no está. A todos los que habéis pasado por ella en estos años os doy nuevamente las gracias. Esa gratitud que os traslado no cubre la verdadera gratitud que siento.

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Dietario 155

 Leo que Bohr insistía en el hecho de que el lenguaje humano no cumplía su cometido cuando el objeto al que se aplicaba era el átomo. Añado yo con la humildad del  novicio que tantea con precario utillaje la realidad que le circunda que si lo muy pequeño es reacio a ser explicado con palabras tampoco lo muy grande escapa a esa inutilidad un poco poética y un poco matemática. El átomo más sencillo (el del hidrógeno) y lo que quiera que sea lo más grande (el universo o un lunes después de un par de meses de vacaciones) no se dejan contar, driblan (Messi ya ha renovado, acabarán poniendo su nombre al Camp Nou) la racionalidad y se engolosinan con la materia oscura, con los universos paralelos y con la madre que parió al electrón, que es zurdo, como mi astronauta. Heisenberg venía a decirnos que observar es modificar o que el sencillo acto de pensar (vamos a un nivel menos físico) hace que lo pensado mute nada más formularse. Todo es frágil, todo es reemplazable. No tenemos palabras para expresar cosas que están al alcance: se sabe cómo son o cómo se comportan, tenemos una idea más o menos certera de ellas, pero merodeamos la claridad y balbuceamos, damos tumbos, perdemos la elocuencia y nos refugiamos (que al menos haya alivio) en la especulación. Ah, qué bonito es especular. A mí se me ha sancionado con cierta frecuencia que especula, que no afirme con rotundidad, que me vaya por las ramas, pero es en las ramas en donde todo cobra sentido: desde ahí la panorámica es más rica, tiene matices de la que otras atalayas carecen. Me parece que este mismo texto no cumple su cometido puesto que el objeto al que se aplica (yo qué sé qué objeto es) se desvanece o se afirma según quién lea. No es lo mismo leer después de haber cubierto un feliz trecho de la jornada que leer cuando la realidad se ha obstinado en contrariarnos y nos molesta hasta el aire que respiramos. Ayer K. me hizo ver que ninguna de las cosas que hemos hecho bien y de la que estamos orgullosos dura mucho: se pueden enturbiar en la memoria de los otros, pueden ser tergiversadas (hola, Heisenberg) cuando se mete mano en ellas, pero si no hay mano que las zarandee, me pregunto yo, para qué sirven. Algo sobrevive a este pandemónium cuántico: es viernes. Da igual que esté de vacaciones y los lunes no tengan el duro apresto habitual. Si pierdo esa pequeña certeza de mi espíritu, estaré perdido. Acabamos siendo pasto de la improvisación, lo dice un amigo mío hoy a propósito de lecturas. El lenguaje lo que hace es improvisar. 

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La luna

 En lo que a mí respecta, en mi apero sentimental, la llegada del hombre a la luna tiene menos importancia que la literatura alrededor de esa circunstancia que se ha ido creando desde el glorioso día de julio del 69. En cierto sentido, importa más el camino y la crónica posterior que el viaje en sí. Toda la ciencia-ficción se apoya en este repositorio formal. He crecido escuchando episodios más o menos épicos sobre el primer hombre  lunar y he dedicado muy poco tiempo a investigar en libros o en documentales sobre la planificación y la travesía, cosa mí ese desafecto. Me fascina más la luna que el poeta sublima y mira desde abajo, con reverencia, con algún tipo de ancestral respeto que está incrustado en nuestra memoria, en la memoria animal que compartimos y a la que no siempre tenemos . Yo me quedo con la luna cuando la invoca Borges y con la luna que se asoma a la calle Bourbon, en Nueva Orleans, cuando la evoca Sting. Me quedo con La luna del hereje, que es la página de un buen amigo. Me quedo (puestos a rebañar la dimensión iconográfica del asunto) con la cara oculta. Hay en ese lado escondido más literatura que en el lado visto, que reclama otros instrumentos para estudio y no es ése (ya digo) mi afán. Suele pasar. No se me ocurre mejor homenaje a la efemérides que colocarme esta noche The dark side of the moon, el álbum antológico de Pink Floyd. Lo hice hace poco y hay que volver con o sin motivo.  La luna no sabe que es la luna como mi pie izquierdo desconoce que el derecho lo persigue. Hay en las cosas una voluntad de modestia. Incluso de anonimato. Me duele en el fondo del alma, allá en algún fondo que quede disponible, estas festividades un poco frívolas e innecesarias, pero que alimentan la épica. Sin épica, sin ese extra de aventura trascedente, de metáfora y de canción, moriríamos. No el cuerpo, sino la memoria y la esperanza. Nos encontrarían en un rinconcito, perdidos en nosotros mismos, aburridos y tristes, planos, sesgados por el gris cartesiano de algún algoritmo que nos defina y nos narre a los demás, sin nada que contar y nadie que tenga empeño en contar algo que suscite el asombro, la reverencia, esa fascinación que ejercen las hazañas del hombre. Uno puede ir a la luna sin más apero que la plenitud de su figura en el cielo cuando nos asomamos y, buscada o no, nos invita a que la miremos. 

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15.7.21

Dietario 154


Cae el sol a plomo, sin un atisbo de piedad. Arde la calle como si debajo pujará el infierno mismo y se debatiera en una pugna absurda por izarse y airear su condición de oscuridad  y de fuego. No hay apenas transeúntes y los que fatigosamente cruzan delante del banco en el que espero detentan una pesadumbre unánime, casi una expresión de dolor que no disimulan, a pesar del tapado de la mascarilla o la velocidad a la que confían la restitución de un bienestar que debe parecérseles lejanísimo. La acera agasajada con la bondad de la sombra cobra un súbito valor y los pocos valientes (será obligada esa ausencia de temeridad) se afanan en apremiar el paso. Uno se ha detenido al sonar su móvil. Le escucho sin esfuerzo. Sostiene que tardará poco en volver y que no saldrá en lo que resta de día. Seguro que no me salgo con la mía, ha dicho. Tampoco yo estoy a salvo. No tengo ahora otra certeza que la del confiado paciente que espera con estoica serenidad que el médico le alivie y retire el mal que lo postra. Regresar a casa se adivina un placer incluso mayor que el previsto una vez se haya tomado propiedad de ella y dispuesto los rudimentos sencillos de la alegría. Una ducha larga y fría y una ropa cómoda. La sensación siempre perfecta de encontrar un nuevo cuerpo que resuelva la tiranía del sudado y casi ajeno de ahora. Un coche se ha parado enfrente mía. Sale una mujer mayor a la que ayudan lo que parecen dos hijos. No se queja, curiosamente, que bien podría. Son ellos los que no paran de expresar su cansancio. Como si durara para siempre, pienso yo. La sombra está avanzando con codicia. Se está envalentonando. Me tocará cambiar de banco, pero no hay a la vista ninguno que me convenga. El sol será el que me obligue a dejar de escribir.

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Una tentativa


Buscar en lo sencillo lo exuberante, arrimar a la expresión llana la hondura de lo pensado muchas veces y traducido con frágil floritura al texto sobrevenido y elocuente, pero qué difícil contener en lo breve la alta emanación de lo profundo. No es virtud asequible: el decir (más aun el escribir) contrae en ocasiones la pretensión de que hacen falta palabras bien talladas, frases con sustancia y con brillo. Pero se enredan esas palabras, se buscan sin que nuestra intendencia las domeñe ni censure. Cree uno haber dado con las idóneas y basta revisarlas para sancionar hasta las que más nos agradaron. De ahí que sea admisible no ir hacia atrás y tan sólo permitir que acudan las improvisadas cuando inadvertidamente se vuelcan. He corregido poco al escribir en una vida dedicada a la escritura. Es un error, se mire como se mire. Esto mismo que ahora tecleó en el móvil en un patio a la sombra, a la espera de satisfacer las comunes obligaciones, no pasará una criba si la concediera. De ahí que el respeto a la escritura sea enorme y se me ocurre que si de verdad porfiara en el empeño de corregirme, no daría luz a nada antes confiado a la sombra. Me contentaría con leer, con procurarme la más valiente ocurrencia de otros y no la sesgada (privada) mía. También leer es una especie de escritura invisible. Articula la lectura un proceso simultáneo de creación. En lo sencillo reside lo complejo. Cualquier brizna de realidad contiene la vastedad absoluta de esa realidad miniaturizada, despojada (sólo en apariencia) de su artificio y de su majestuosidad

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14.7.21

Dietario 153


Lo pensé hace años (y supongo que mi desatino amanuense lo registró) y lo pienso y lo consigno ahora de nuevo: la cultura es la mejor forma de administrar la soledad. Tal vez en la cultura (o en la educación) se adquiera el oficio de vivir. Se podría vivir eternamente husmeando en lo que otros fabularon o crearon a beneficio de nuestro bienestar o del malestar que da en ocasiones la propiedad del conocimiento y la elocuencia de la belleza. Husmear en ellos como un acto revolucionario. En entender el mundo, en construir una sólida urdimbre de causas o de principios, uno puede emplear una vida y hasta entra en lo razonable que entenderlo enteramente (si es que esto puede ser posible) exija cierto abandono de la propia. Queda siempre la sensación de que no hay tiempo para hacer todo lo que anhelamos o que lo que se va cumpliendo cubre una porción maravillosa del trayecto y que se recorre con incrédulo asombro. De cundir en uno la cultura habrá un decoroso y privado ejercicio, armónico y lírico, de onanismo intelectual. Nada me falta, no me expondré nunca al devastador pulso de las horas, vendrán y me confortarán, seré agasajado, invitado a la fiesta de la luz, tendré con que combatir la injerencia gris de la oscuridad. Pero por otro lado, todo me falta, a todo lo pudre el mineral aliento de las sombras, en todo a lo que acude se exhibe su pobre diligencia, todo cuanto cubre se difumina y desvanece.

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13.7.21

Ser nunca es poquito

 



Con tal de decir da igual qué se diga o con tal de oír da igual qué se oiga o con tal de sentir da igual qué se sienta, pero una vez que has dicho, oído y sentido cambias el sentido de lo que dices y lo que oyes y lo que sientes. En cierto modo (tampoco tengo de esto una convicción que no pueda retirar a poco que la piense) lo que cuenta es avanzar. Cuenta el camino, como dijo el poeta. Ir y luego venir y en la ida y en la vuelta no pensar en que se va o se viene, sino en el avance, en la idea muy rudimentaria de que vivir es el único cometido. Ser nunca es poquito. Cualquier consideración añadida es obviable. El hecho de que pueda decirse o escucharse o sentirse hace que contenga el atributo primordial: el de estar, el de ser, el de avanzar, el de decir, el de oír, el de sentir. Avanzando, diciendo, oyendo, sintiendo. Mañana de nuevo. Entusiasmarse de una manera tan primaria es más difícil de lo que parece. No siempre se tiene a mano el arrimo del entusiasmo. De pronto, en una de esas epifanías que te sobrevienen sin que tengas gobierno sobre ellas, adquirida sin propósito, olvidada más tarde sin esfuerzo, la tarde se me ha antojado de un lirismo antológico. El cielo es azul. El sol está ocupando la ventana. La luz desaparecerá en una hora, pero lo oscuro también contiene trazas de luz. Debí haber escrito un poema (de verdad que fue el primer propósito, pero no di con el verso inicial y luego todo se hizo muy cuesta arriba) pero el oso grande y la ardilla chiquita me hicieron ver y escuchar y decir y sentir.

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Dietario 152

 

De la algarabía sorprende que pueda surgir algo creativo, pero cada pequeña brizna de realidad que contiene tutela una soledad asombrosamente rica. Quizá la súbita irrupción del ingenio provenga de la conciencia exacta de que el ruido nunca distrae. Se abstrae la luz, forja una residencia interior, aplaza la contienda de las ocupaciones y permite que la palabra (o el trazo de un dibujo o la sublimación de una pieza musical) destelle y zanje el vacío. Satchmo piensa en si podrá sonreír, si habrá entusiasmo en el escenario, a pesar del peso gris de las horas, incluso a cuenta de ese peso estimable y preciso. El alegre repertorio no le dará consuelo, no tendrá cobijo en él su espíritu abatido, pero es ahí, frente al espejo, en la soledad perfecta del camerino donde arrima a su empeño los bártulos del talento.


 

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Libros publicados

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Caballos perdidos en la tormenta

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Caballos perdidos en la tormenta / Editorial Cypress, 2020


El espejo de los sueños / Edición, Antorcha de Paja 1985 / patrocinado por la Diputación Provincial de Córdoba

Curso de escritura automática / Detorres Editores/ 2017

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