Buitre está inapetente. Tiene el buche triste, los ojos miran con turbio ahínco, apenas avizora la fértil extensión del horizonte. Ha perdido el gusto por destripar la carne. Ni la carroña fresca lo anima. Son tiempos difíciles. A poco que se le urge, distrae la atención. Prefiere dejarse ir. Ha entrevisto la belleza de la muerte en sí mismo, no en la providencia de los páramos, cuando la vida declina y Buitre huele la desazón de la materia, su corrupta verosimilitud de manjar. Es de naturaleza metafísica su desencanto. Es el primero en su especie que desatiende el rigor del hambre. Cuando vuela, en ese esplendor del aire, ejecuta una coreografía absurda. Diríase que, más que avistar la muerte ajena, elige dónde escenificar la suya. Otros congéneres lo cercan. Han olido la rendición. Se relamen con la cercanía del ágape.
Refiere Cornelius de Fontaine en su Summa Teológica que el buitre fue expulsado de la cohorte de criaturas celestiales porque quiso emular a Dios y se atrevió a conversar con Él acerca de la eternidad y de la fugacidad de los apetitos. A Prometeo le devoró el hígado un buitre. Cada día, una parte. Cada bocado, un pedazo de su alma.
Así Buitre se deja comer el hígado y el alma y piensa en Zeus y en Prometeo mientras paladea la visión limpia del paraíso y sueña con ángeles negros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario