Hay una bondad que pasa desapercibida y sólo conoce el concesionario y el receptor y otra que trasciende a voluntad de quien la lleva a cabo, más por que se sepa su ejecución que por el hecho mismo de concederla, sin que exista mayor difusión que la estrictamente necesaria. A Pío Baroja, al que hace un siglo largo que no leo, yo me lo pierdo, no le admiraba el ingenio ni la memoria ajenas: era la bondad lo que le causaba más asombro. En mi pueblo se ven cada vez con más frecuencia pordioseros en las calles. Por cierto, siempre está ahí Dios, a poco que se piense: pordiosero es el oficio del que sólo puede recurrir a la intervención divina para que su vida mejore. No cuesta la filantropía cuando proviene del convencimiento y se conoce su utilidad, pero en ocasiones cuesta encontrar esa vocación íntima que consiste en sacar una moneda y echarla al platillo (ayer un cartón abierto de leche) del pedigüeño. No sabes en qué contribuirá tu moneda a que ese hombre (suelen ser invariablemente hombres) prospere y no tenga que mendigar. Uno de los que vi estaba sentado a la vera de un cajero automático. Fue ayer día frío y me asombró (sí, señor Baroja) que la única manta de la que disponía la ocupase en tapar al perro, no pequeño el perro además, que tenía. La movía hacia un lado y hacia otro con objeto de encontrar la manera de que lo tapase más completamente y se guareciese de ese frío que él no parecía sentir. Son gestos, no palabras. Cosas que se hacen de corazón y no para que cundan y se exhiban, pensé. Cuando busqué una moneda y no di con ella, acordé volver con una disponible y así lo hice, no mucho más tarde, cuando al pagar algo recibí cambio. Estaba el perro y el cartón de leche, pero no así su dueño. No tendría que consignarlo aquí, pues puede parecer que presumo de filantropía, pero no es ése el motivo, no lo es en absoluto. Lo que hice fue echar la moneda. El perro levantó la mirada y la mantuvo un momento frente a la mía. No sé qué diálogo secreto se produjo: nadie podría descifrarlo, pero no abandono del todo la idea de que nos entendimos. Hoy, al levantarme, a poco de desayunar, pensé en el perro y en el hombre. Estarán en el cajero automático de la plaza principal del pueblo, qué mejor sitio. El frío de hoy es mayor que el de ayer. Qué complicada es la vida, cómo podemos descarriarnos de esa manera. Esa costumbre mía de sacar el móvil y hacer fotos de lo que me sorprende (hay tantas cosas que lo hacen) fue censurada ayer. Pensé en hacer una foto del perro, ahí cubierto por la manta, pero sentí pudor, creí estar entrometiéndome en algo ajeno, en una propiedad ajena, en una casa a la que no había sido invitado. De todo esto saco que en breve me pongo otra vez con Baroja.
31.1.21
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