31.10.16

Hoy me he levantado Leonard Cohen




A veces hay que hablar con los mayores. Por pedirles que nos guíen, sí, pero también para escuchar dónde flaquearon, en qué no fueron buenos, ni quizá desearon serlo. Por curiosidad. Por el puro placer de hacer nuestro lo que no nos pertenece o lo que no vivimos. Por saber con qué aplomo afrontan el final del trayecto o por dejarnos entusiasmar por la constancia con la que llegaron a ese punto final. Siempre pensé que Leonard Cohen era un señor mayor. Me lo parecía en las portadas de sus discos cuando los descubrí en la adolescencia. Luego está la voz adulta, la hondura a la que nos dejábamos caer. Ahora lo veo como si fuésemos un poco iguales. Hemos estado en hoteles, hemos escrito poemas, hemos ganado y hemos perdido, hemos buscado a Jesús en el mar y no lo hemos visto. Soy una especie de Leonard Cohen sin la pose de gentleman de anuncio. Hoy me he levantado escuchando su último disco, I want it darker, y no se me ocurre nada más que agradecimiento. No hay forma de que pueda expresárselo. No la hay de ninguna manera, no existe el conducto que una el leonard cohen improvisado de aquí (impostado, usado para la gestión del texto) y el leonard cohen verdadero, el que dice que se está muriendo y que ese disco es el último. Las cosas póstumas no deberían existir. Lo que sabemos que se realiza por última vez. Las últimas veces son las más tristes, pero igual alguien nos ilustra, nos pone en la senda del conocimiento y nos hace ver qué belleza hay en la vejez, qué dulzura, qué formidable valor lo recordado, lo transmitido, toda esa experiencia acunada a conciencia, convertido en himno o en bandera o en asunto de taberna cuando la tarde flaquea y la lengua se despeña en intimidades.

27.10.16

26.10.16

Cita

        Porque la fe y el amor y la esperanza
        Están contenidos en la espera.

                     T.S.ELIOT

18.10.16

El amor empieza en la persona primera del verbo


Estoy alertado contra la pereza, se me ha informado de lo que alcanza, mi voluntad está avisada de que posee malas artes y de que caer en alguna no es infrecuente ni, en la mayor parte de los casos, desagradable, pero por mucho empeño que pongan en contarme el mal que me causará no pongo obstáculo alguno para que me abrace. En cierto sentido, facilito el acceso, dejo abiertas la cancela, abro las ventanas, dejo que mi cabeza no se oponga y le pido al cuerpo que se deje hacer como tantas veces, que no se ponga tenso ni exhiba en ningún momento un gesto reacio, un indicio de que está siendo invadido. De la pereza, de lo que me incumbe de ella, amo su absoluta intimidad, amo que no me obligue a nada, amo que me mime sin tocarme. De cuanto la pereza ofrece es su comprensión lo que más admiro. Está ahí siempre, espera siempre, conoce el placer que concede y la rutina formidable del regreso. La pereza comprende que a veces la desechemos, no aceptemos su confort indolente, no queramos tumbarnos a su raso, contemplando el manso sol que regala. No sé quién fue el que antepuso tener hambre y sed al hecho de beber y de comer, de modo que únicamente así la bebida y la comida serían de verdad apreciadas. La pereza se ama cuando uno ha merecido tenerla, en todo caso. Si la religión es cosa de domingos, la pereza es de veranos, pero no desoye al frío, ni lo desecha. Se tiende a la pereza sin instrucciones. Entramos en su residencia como quien entra en casa y sabe dónde está el libro que dejamos a medio leer o las zapatillas de paño a las que dejamos para calzarse de calle y afrontar el día. Hay días en que uno desea con fiereza que un poco de esa mansedumbre nos invada. No se busca, no hay maneras de que ese acceso de lentitud nos alcance a posta. Es como el amor o como la fe: llega sin que sea invitado, acude aunque no sepamos de la visita. De la pereza amo precisamente eso: su naturaleza ajena, su voluntad de no contar con la mía, toda esa bendita lujuria que consiste en no tener nada que hacer o nada que los demás esperen que hagamos. Vivimos muy pendientes de los otros. De cuando en cuando hay que sentirse hospitalarios con nosotros mismos. El amor empieza en la persona primera del verbo. 

17.10.16

Los escritores son lectores agradecidos



Los escritores son lectores agradecidos. Cuanto más se lee, es más hondo ese agradecimiento. En un extremo, el argumento invalida al mismo escritor, lo recluye en la lectura. El hecho de escribir es apartarse del vicio mayor y afanar la voluntad en la comisión de uno de rango menor. He aquí la paradoja: todo escritor, por serlo, renuncia a ser el lector que quisiera. Un avance más: el lector que de verdad se cree el oficio que ha elegido no se convertirá jamás en escritor. En lo personal, el tiempo que empleo en escribir es el que no le dedico a leer lo que los demás escriben. En ocasiones, he dejado un libro porque no he podido sustraerme del deseo voraz de escribir. Si tuviera que elegir entre seguir escribiendo o seguir leyendo (puestos a que tuviera que escoger, pensando en que se me obligara a esa disyuntiva terrible) elegiría la lectura. No sé vivir sin leer. Prefiero las ocurrencias de los otros a las muy privadas y modestas mías. En todo caso, todo es baladí. No se produce nunca una diatriba íntima tan drástica. Tras una novela, sin discontinuidad, abro otra. Vengo de La vida sexual de las gemelas siamesas (Irvine Welsh) y anoche comencé (de nuevo, años después) Mil cretinos (Quim Monzó) Hubo un tiempo en que me propuse anotar qué leía, consignar en una libreta los libros que iban cayendo. De hecho inicié ese labor muy agradable de hacer constancia de lo consumido. No sé cuándo dejé de anotar. Imagino que no le vi interés. Ahora no tiene sentido. Estaría bien si fuese el de esta noche el primero de todos los libros. No lo es, nunca lo será de nuevo. Qué maravillosas son todas esas primeras veces. Nunca vuelven, jamás aparecen. Ni uno es el mismo. Lo dijo Heráclito, lo registró Borges más tarde, lo cuento yo ahora como quien entona una especie de plegaria. Agradecida también. Es bueno no perder la costumbre de dar las gracias por las que cosas que nos hacen felices. Creo que es mucha escritura por hoy. El día ha sido intenso, mucho, bien pensado. Los cuentos de Monzó son cortos. Entran bien. Duran dentro, pero entran muy bien, sin estridencias. Welsh no me parece un escritor altamente recomendable. Se traba en un lenguaje quizá un poco hosco. Tiene su momento esa liberación de las formas, pero en estos días prefiero que se me hable con menos fiereza.

16.10.16

Prensa

A mi hermano del alma, Antonio Sánchez , que compra el Córdoba y lo lee a entera satisfacción, sin que nada se le escape, sin que algo no le afecte.


Un periódico recién comprado es un cuerpo enfermo al que se le practican unos primeros auxilios inservibles. Tomamos contacto con las heridas, las miramos con atención, nos preguntamos cómo es posible que las cosas hayan llegado a ese lamentable estado y si existe alguna posibilidad fiable de reanimación, pero el cuerpo no manifiesta mejoría, las heridas se multiplican conforme hurgamos dentro. Nada nos conforta, no hay alivio. Va uno de lo previsible o a lo que no se espera y se detiene con empeño en unos fragmentos más que en otros. Hoy no salí a comprar la prensa. Me gusta hacer eso los sábados y los domingos. No hay placer mayor que el de vestirse en domingo (pongo por caso que sea el domingo) y andar dos o tres calles hasta que ves el kiosko. Lo que disuade de ese rito fantástico es precisamente el objeto idílico que lo promueve. Se lee con temor, como si fuese inevitable caer en la cuenta de que estamos perdidos o de que la maldad triunfa. Creemos, conforme nos vamos enterando de cómo va el mundo, que no habrá nadie que le ponga la brida al caballo que dejaron desbocarse. No se advierte que las cosas vayan a mejor, no hay evidencias tangibles de que nos pongamos de acuerdo. Puestos a pensar en eso, casi no recuerda uno cuándo sucedió eso de que nos pusiéramos de acuerdo en algo. Y si en algo encontramos un consenso, duró poco o hicieron que durara poco. Siempre hay quien gana con las malas noticias. Tiene que haber un gremio de ganadores en la oscuridad. Porque imagino que estarán a oscuras. Me pregunto con qué cara se mostrarán a la luz a sabiendas de que los hemos descubierto, pero una cosa es que uno sepa de qué va la cosa (no crean, no se acaba nunca de saber certeramente) y otra bien contraria que decidamos perder la ingenuidad, esa inocencia bendita con la que te pones la ropa de los domingos (un chandal muchas veces, unas zapatilla de las que la gente usa para correr) y paseas tres o cuatro calles hasta que ves el kiosko o la estación de gasolina o el local que subsiste con las revistas, el tabaco y los cuatro periódicos que todavía se venden. Hoy no he salido (ya digo) a comprar mi prensa dominical. Y ahora la echo en falta. No me vale que todo esté tan a mano y baste pulsar un par de botones para que la tableta te ilustre de lo que está pasando en el mundo. Es el papel, la sensación de que es a ti a quien le están contando las cosas. Lo otro, la parte digital, esa restitución estupenda, pero fría, no posee intimidad alguna. En este hilo del relato, pienso en los libros, en que la frialdad es la misma cuando coges un ebook y empiezas (hoy lo he hecho yo) una nueva novela. Será que eso de la ingenuidad o de la inocencia o del romanticismo. Todo juntamente.

13.10.16

Mal lo de Dylan, bien lo de Dylan



Puestos a dárselo a quien no se lo merece o a quien, sin entrar en la categoría de escritores profesionales, hubiera destacado por su contribución a la literatura, ya sea en el formato del libro o en la canción popular, yo hubiese sugerido que fuese Leonard Cohen el agraciado en esta especie de lotería libresca en la que se han convertido los Premios Nobel. No entraré en que Juan Luis Guerra sea propuesto para que le concedan el de Química, ni que nuestro egregio Joaquín Sabina posee merecimientos para que se le premie con el Nacional de Literatura, por citar un galardón de fuste como lo es el Nobel de los suecos. No atiné en las quinielas que hice. No consideré que Bob Dylan fuese de verdad un aspirante serio, aunque en otras ocasiones su nombre entrase en la terna con los grandes conocidos o con los grandes desconocidos. Dylan, en ese aspecto, es de mi predilección. Tengo muchos de sus discos (no todos, no hay quien los tenga todos, salvo que se le adore fanáticamente, y no es ése mi caso) y aprecio muchas de las letras que ha convertido en canciones o las canciones cuyas letras son en este momento festejadas por los miembros de la Academia de Estocolmo.

La secretaria que se ha encargado de difundir su nombre ha dicho que Homero o Safo también escribieron textos poéticos cuyo modo de trascender fue la declamación o la inclusión en piezas musicales. Tampoco, de haber vivido en estos tiempos, hubiesen sido ganadores justos, como no lo es Dylan, por más que me guste su música y entienda que Masters of war, Blowin' in the wind, Subterranean homesick blues, All along the watch tower o la inmortal Hurricane (con ese mantra de periodismo poético) son letras muy pensadas, muy sentidas y muy concluyentes. No olvido que es un trovador de primer orden, pero el arte de la trova no está a la altura artística (literaria, metafórica) que la novela o la poesía. Quizá lo que no comprenda sea que no esté enteramente definida la cuestión de los géneros. Imagino que un humorista (un Lenny Bruce) que exhiba un dominio sobresaliente del lenguaje podría ser valorado en años venideros. Uno de esos cómicos  que hacen monólogos feroces y que, en su retahíla sobre el escenario, no dejan títere con cabeza, de los que zahieren con fina mordiente a los poderosos y se dejan abrazar por la clase popular, con la que ha crecido y a la que se inclina con humildad y agradecimiento. Incluso si nos apartamos de la lengua inglesa, que tanta gloria ha dado a la literatura, veo más a un Pablo Milanés o a un Silvio Rodríguez en la ceremonia, aunque ninguno de los dos haya tenido la influencia del bardo de Minnessota y sus mensajes (tan hermosos) no haya sido tan reverenciados. Hasta aquí la parte de mí que no entienda que le hayan dado el Nobel a Dylan.

La otra es la que festeja que el rock se inmiscuya en las letras. Ha habido grandes letristas, hay grandes letristas todavía. Si no ha sido Cohen, en su otoño, en su declinar sin dolor que hace unos días difundían los medios, debe ser Dylan. No precisa que una guitarra acompañe la restitución sonora de sus versos; tampoco que se reciten en reuniones de disidentes o de anti-sistema o de los pocos hippies que todavía existen o los que vendrán en el incierto futuro. Sus letras pueden ser leídas si hubiese decidido arrimarse al oficio de poeta (con editorial, con firma de libros en las casetas de las ferias, con entrevistas en los suplementos culturales de los sábados, todo eso) y pueden ser escuchadas con la banda sonora con la que él mismo las ha vestido. Una parte de mí celebra que sea Dylan, al que conozco bien y del que me sé muchas letras, y no haya sido uno de esos novelistas sin gran proyección previa, nacido en un país al margen del circuito literario o, si me permiten, capitalista. Ese festejo al que me refiero no es el que primeramente me ocupa cuando pienso en este Dylan agasajado. Siempre pensaré que esta lotería de los Nobel desoyó la conveniencia de que los verdaderamente buenos, los imprescindibles, los que eran clásicos cuando todavía podían coger el avión y recoger el premio, fuesen premiados. No lo fue Nabokov, ni Borges, ni Joyce, ni Cortázar, ni Proust, por pensar en unos pocos, no los únicos y quizá no los más damnificados. Mientras tanto, que hablen de Robert Allen Zimmerman, que se escriba sobre él, con admiración o sin ella, pero que el que no supiera haga el esfuerzo de buscar sus letras y raspe un poco a ver si descubre belleza o lo que quiera que la literatura traiga y le haga sentirse mejor persona y disfrutar un poco más de su estancia en este mundo. De eso, al cabo, se trata.

posdata:
además Dylan no tiene una hija que se llame Lorca. Leonard Cohen, sí.


7.10.16

Volver a casa



Volver a casa con el silencio dentro como una música. Eso tuve anoche. Hay días de una extensión insoportable que se alivian en esa quietud sobrevenida. Luego concilia uno el sueño sin buscarlo y sueña que todo es de espuma. La realidad de espuma. Como pompas de jabón.

Rembrandt es una catedral

  A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe  Ronda de noche , el inmort...