Decía Pessoa en sus notas del Libro del Desasosiego que el paseo callado era una conversación continua consigo mismo. Me comentó M. ayer (en la charla telefónica que tuvimos, lo de verse es imposible) que el hecho ineludible de andar todo el día embozados le permitía extenderse sin estorbo en lo que improvisadamente se va diciendo, sin ánimo de réplica, pronunciando a lo bajo las palabras, sin que desde afuera se advierta la evidencia de la boca en el decir de las palabras. Si yo lo hacía, me preguntó. Claro, improvisé, quién no, unas veces más que otras, según tercie un quebranto o incluso sobrevenga una alegría, no importa qué impulse el parlamento. No cesan ahí adentro, seguimos especulando los dos, él más interesado que yo entonces. Más que írsenos la sesera, darnos palique es tenerla más a salvo que nunca, bien amarrada, propiedad segura. Tal vez la costumbre haga que desoigamos lo que se nos diga, si no hemos sido nosotros los que lo han dicho. Un diálogo hueco, un gasto inútil. Esa clarividencia debe ser mala, al cabo. La de convenir un rato en el que te pones al día contigo mismo y no haces que ningún tamiz adelgace el caudal de la sinceridad. Ese decirse las cosas sin pudor tampoco es fácil. Quizá sean los sueños (con su maquinaria de embrujos y de engaños) la que nos muestra tal como somos. Hablar solos es soñar despiertos.
25.1.21
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