31.3.11

Gramáticas

I
en tardes como ésta una hemorragia cándida y dulce vacía mi cuerpo, desaloja primero la voz, luego me arresta en el hueco del sueño, ahí hago sutiles navegaciones elementales, cubro distancias de azúcar, paisajes de plástico, extensiones que a mi paso se ondulan y arquean, se pierden en un punto y súbitamente aparecen luego en otro, turgentes, plenas, respirando con un pulmón de dios, con un pulmón secreto, el aire sublime de toda esta pereza increíble

II
no obstante agoniza, enmudecida por el vértigo de los días, la inspiración , la soledad salda cuentas atrasadas con el poeta a solas con su palabra, el poeta no tiene otra cosa que palabra, la palabra escoltando palabras y siguiendo una ruta que casi nunca da en el blanco de la idea, pero la merodea, la asedia

III
la noche con alas como un arco tensado sin júbilo ni excesos galopa furiosa la espalda, mi espalda, furiosa, encabritada y libre, cercada por el aire, libando la piel, hurgando adentro, buscando el alma en la carne expuesta, abrevando la voz en la superficie perfecta de un gemido

IV
el tren medita perderse en la distancia y no es a morir a lo que van los ríos a la mar

V
al alma la astilla el tiempo o su eco, la voz es una estría, la piel es una sílaba suelta

VI
uno se va muriendo sin darse cuenta, uno se va yendo sin aviso, uno deja de ser uno y pasa a ser una breve sustancia, olvido, la tímida evidencia de un gesto, uno se queda al final en gestos, en la noticia de que en esos gestos es en donde realmente estábamos

Volver a Capra después de Pulp Fiction



Esta manera de hacer las cosas ya no se lleva. No sé qué tendría que pasar para que volviésemos al blanco y al negro, a los títulos de crédito sin que una sola imagen de la cinta se colase por debajo. No sé cómo podríamos volver a 1.934. Si una vez llegados a destino, querríamos volver a este 2.011 zarrapastroso y de vaudevil. Si este cine de ahora tiene algún Capra que nos asista. Si hay algún William A. Wellman. Si un Lubitsch. Un Whale. Un Ford. Parece un rap.Volver a Capra después de Pulp Fiction.

30.3.11

El ministerio de la belleza



Bendigan los astros al numen, concedan la gracia infinita y el agradecimiento eterno a quienes comprenden que lo único que merece la pena en este mundo no es el amor ni la paz en el mundo. Es la belleza la que hace que el mundo gire y el universo respire por todos sus agujeros. Siento contradecir al gran Dante, pero no eso es lo que hace que la maquinaria ruede. El amor, la paz en el mundo y los altares de los dioses en sus templos dependen de la belleza. Es la belleza la que escribe la trama, la que pulsa las cuerdas invisibles con las que el corazón bombea la sangre que mueve los cuerpos. Esa es la única religión. En ese credo habito. Por esa belleza el sol sale a diario y la luna en la calle Bourbon, en New Orleans,  y en la mía, Mediabarba, en Lucena, se llena de sombras y de peregrinos perros.
Anoche escuché a Sting cantar por Armstrong una de esas canciones absolutamente impecables en las que uno querría desaparecer. Comprendí de cuajo los misterios del cosmos, accedí a un bienestar completo en nada parecido a ningún otroy acabé por razonar los motivos del que cree en un dios, en el más allá, en la transverberación de las almas y en la salvación del espíritu. Sí, un feligrés blasfemo, sin dios, sin más allá, sin alma que reverberar, pero untado con la misma brea, extremedamente a gusto conmigo mismo, en paz y en libertad, a salvo del mal y a cubierto del tedio. Creo que es peor aburrirse que pecar. Soy el feligrés absoluto de mis vicios, el inquilino total de mi causa.

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29.3.11

La última canción del mundo



Hay pocas canciones que me llenen más que ésta. Hace más tiempo del que quiero recordar escuché a un amago de amigo, es un decir, lamentar la escasa calidad de los divos del rock en lo que es voz, en la calidad del instrumento natural con el que se expresaban. Creo que no hay nadie que cante como Joe Cocker. Y posiblemente, a pesar de la cantidad de clones que la industria oferta para cubrir la baja de los antiguos en los hits parades, no haya nunca otro. Nadie va a cantar You are so beautiful como si se fuese a morir en la última línea. Está bien, ahora que lo pienso, hacer algo como si fuese lo último que se vaya a hacer. Está bien, concluyo, hacer algo como si uno no tuviese otra cosa que hacer en este bendito mundo. Joe Cocker canta You are so beautiful como si fuese la única canción del mundo. Como si ya se acabase el tiempo. Como si no hubiera más allá.

28.3.11

Tres veces Chesterton (con coda dedicada)



Cabalgaré sobre la pesadilla pero llevare las riendas.
G.K.Ch.



Ayer
En La pesadilla, artículo parecido en el Daily News hacia 1.900, Chesterton explica que un cuerdo puede tontear con la locura, pero no es recomendable dejar jugar al loco con la cordura. Defiende la fascinación de cabalgar sobre las pesadillas, divisar en la bruma del sueño escandaloso al monstruo tenaz, saberlo juguete de nuestro desvarío y volver después a lo real, contento de fantasía, extasiado por la visión del mal, aunque aliviado al descubrir su carácter falso, fingido, montado en un escenario que no existe. Nightmare, pesadilla en inglés, obedece desde la propia entidad lingüística a ese carácter poético de lo vivido en los sueños. Nightmare, formada por dos vocablos: night, noche, y mare, yegua. El cuerdo puede vivir el delirio del sueño, pero el loco no puede soportar la realidad. Lo real desquicia. Podemos ver bestias extraídas del mismo infierno a nuestra vera, en la ficción consentida, en la literatura, en la religión, en el tapiz del cine, pero nuestro espíritu no es capaz de enfrentarse a un perro al incidente de un perro atropellado por un coche delante nuestra. Puede ese espíritu, vuelvo a Chesterton, contemplar el horror siempre que no sucumba a la fascinación de adolarlo. Los débiles (sostiene) son los que veneran a dioses temibles y desconcertantes. 

Hoy
Los dioses que se veneran hoy son franquicias. El terror de hoy en día es frívolo. Lo anticipaba Chesterton a principios del siglo XX. En la frivolidad, el terror es un elemento de la tragedia, un ingrediente que acelera o retrasa la trama, que la afecta y la concluye o la deforma, pero no es el músculo que la hace vivir. El dios al que hoy se hace reverencia es un dios inalámbrico, uno inofensivo, carente de los atributos de las deidades de antaño, incapaz de cumplir las expectativas metafísicas del usuario. El cielo bendito con el que se pactaba el trato de la fe es ahora un Iphone. En lo tecnológico, en ese seguro territorio de nanoverdades, se edifica la moral de la plebe. Al poeta se le ilumina el numen con hipervínculos. El dios al que se rinden tributos está en dentro del algoritmo del google. Si Chesterton levantara la cabeza, apesadumbrado, reaccionaría con estupor. Tendría miedo, no sé si terror puro. Y sería un pánico atroz, sí, pero sutilísimo porque la naturaleza de estos demonios es enteramente fantasmal. No son gárgolas ni son pavorosas criaturas descritas por un Lovecraft comido de opio: son códigos binarios, son espacios virtuales, es second life, es facebook, es twitter, es toda ese reino infinito en donde las pesadillas se solapan, se entrecruzan, se lastiman y se retiran para que entren otras a beneficio del mercado. Ese es el dios único y plenipotenciario: el Mercado. Pero Chesterton, el tunante, el ladino, creo que ya sabía todo esto.

Mañana
Mañana el caos será patrocinado por una empresa de cosméticos emocionales. Venderán odio y lujuria y paz. El mundo de los sentimientos, el que gobierna la forma en que compramos, en que nos relacionamos con el mercado, habrá sido rediseñado a nivel neuronal. Los libros de autoayuda habrán desaparecido por completo. Lo siento por los nietos de Coelho y Bucay, de verdad. La gente se limitará a someterse a una sesión de optimismo o de genio o de mansedumbre y bastará un pago en un terminal virtual incrustado en su córtex cerebral para que el tránsito de un estado emocional a otro sea satisfactorio. Chesterton, caso de que levante por segunda vez la cabeza, buscaría una taberna del Soho y se metería una pinta de cerveza y luego otra más. Buscaría a su dios en el fondo de su alma y se dejaría mecer por los vapores vivíficos del alcohol. En el sueño, en ese país sin gobierno, buscaría un caballo bien sano. Lo montaría y se alejaría por la bruma. Libre. Buscando monstruos. Sintiendo en el pecho la libertad de poder batallar al mal en su propia casa. Cuerdo en la locura. No al contrario.

 Coda
Ah, y en este post no he citado a Jiménez Losantos. Trabajo me costó, amigo Miguel, pero al final no sucumbí al poder de las tinieblas, al maligno malignísimo...

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27.3.11

Tell the waitress I'll come back...



Ali dances and the audience applauds
Though he's beathed in sweat he hasn't lost his style
Ali don't you go downtown
You gave away another round for free
Me, I'm just another face at Zanzibar
But the waitress always serves a secret smile
She's waiting out in Shantytown
She's gonna pull the curtains down for me, for me
CHORUS
I've got the old man's car,
I've got a jazz guitar
I've got a tab at Zanzibar
Tonight that's where I'll be
Rose, he knows he's such a credit to the game
But the Yankees grab the headlines every time
Melodrama's so much fun
In black and white for everyone to see
Me, I'm trying just to get to second base
And I'd steal it if she only gave the sign
She's gonna give the go ahead
The inning isn't over yet for me
CHORUS
Tell the waitress I'll come back to Zanzibar
I'll be hiding inthe darkness with my beer.
She's waiting out in Shantytown
She's gonna pull the curtaains down for me, for me
CHORUS

Mi corazón tendría la forma de un zapato si cada aldea tuviera una sirena...




La realidad consiste en pequeñas partículas en aparente caos que, al mancomunarse, forman manzanas, destornilladores, párrocos de pueblo o libros de Federico Jiménez Losantos, pero debajo de la realidad, justo donde las partículas se pierden en su vértigo, hay un inframundo delirante en el que pasan cosas indescriptibles. Esa microrealidad abastece, sobre todo, la imaginación de los escritores de ciencia-ficción y de los físicos cuánticos, que viene a ser la misma asombrosa cosa, pero está a la orden del día que el ciudadano normal, el que hace cola en la charcutería y se enoja cuando a su equipo le meten cuatro el domingo, termine por entusiasmarse por esta vida subreal que engolosina su prosaica actividad sensible y la convierte en épica.
La realidad es un objeto de estudio inescrutable, a pesar de todo: siempre hubo ese afán por navegar las estrellas, empresa  tan fascinante y, al tiempo, tan absurda, pero nada es susceptible de ser conocido enteramente. Ni siquiera el más sencillo de los objetos que nuestros sentidos nos ofrecen. Ir al espacio y buscar conexiones cósmicas y túneles de luz en el oscuro confín no garantiza que en casa seamos más felices. Pero no estamos hablando de felicidad sino de viajes. Los chinos, no vamos más lejos, ya se han dado hasta su garbeíto cósmico. Lo que pasa es que fatigan las galaxias y hurgan en su oscura materia secretísima y desatienden asuntos más domésticos como la leche infantil o la censura informativa. Quien haya leído China ha leído bien, pero puede el amable lector colocar en ese paréntesis el nombre del país que le apetezca. No sé yo si los ciudadanos finlandeses se maravillarían si su gobierno tirara al espacio, pero me da que están más preocupados por otros asuntos y no permitirían que sus gobernantes perdieran la cordura de una manera tan flagrante, y eso admitiendo que la renta per cápita de ese rincón nórdico no es escasa y da para esas excentricidades. 
Al ciudadano chino encantado con las proezas astronaúticas de sus compatriotas, abrumado por la dimensión histórica del asunto, ni se les pasa por la cabeza pensar en la precariedad que padecen en otros órdenes de la vida. La microrealidad o la suprarealidad niega la realidad, la ningunea, la incapacita para ser referente de ningún estudio sociólógico: para eso está la carrera espacial o la carrera atómica. De atomo, se entiende. Viene todo esto a decirnos que a un ciudadano de un país en apuros (cuál no lo es hoy) le ofrecen un episodio de Star Trek y me lo tienen contento un año. Si se amotina, si exhibe su deslealtad con las consignas del régimen, le cierran el blog o le callan el pico bajo la amenaza de algún tormento medieval todavía vigente.
En España estamos lejos de crear un Ministerio Galáctico. Nos preocupan asuntos más terrenos y el espacio exterior importa escasamente cuando el interior todavía no está compartimentado como debe. No cabe en cabeza que el gobierno (éste, otro, el que venga, el que regrese) invierta en lo que, por tradición histórica, por idiosincrasia, no nos incumbe en demasía. Pero igual estoy equivocado y el poderío de un país se mide en estos términos. Mis conocimientos no pasan de la pasada rápida por los titulares de la prensa y la escucha (más o menos pausada) de algunas tertulias radiofónicas. Y ahí todavía no he percibido yo signos de que la realidad española baje o suba, se obceque en buscar el universo más alto o se empecine en escudriñar el universo más bajo. Soy un ignorante. Ojalá quienes gobiernan mi ignorancia no lo sean.
Yo soy de un pensar más regionalista. Me suelo fijar más en los asuntos del corazón y advierto que al músculo lo estamos atrofiando con el gris paisaje de amores con el que lo entretenemos. Le damos pasiones digitales, le ofrecemos pastelitos cibernéticos y le contentamos con mínimos hallazgos emocionales que, en muchas ocasiones, provienen de un nuevo amigo en el facebook o de una búsqueda satisfactoria en el jodío algoritmo del google. Si al corazón del siglo XXI le ponemos enfrente un tocho de Balzac le dá un síncope. Se viene abajo. Se atora. No entenderá, por falta de entrenamiento, por pereza pura, por tener en desuso el asombro, la empatía con el dolor ajeno, con las pasiones de los otros, todo eso que la literatura se ha encargado de transmitir durante siglos. Vamos a hacer justamento eso: hacer que Balzac sea reconducido y lo vendan a tutiplén en la Fnac. Que sea portada de los suplementos de cultura. Que el gobierno insista en el hecho de que la literatura (la de Balzac en concreto, pero podría ser la de Proust o la de Mann o la de Chéjov) puede crear ciudadanos más sensibles. Una vez la sensibilidad se ha instalado por ahí adentro, el que la posee dificílmente podrá dejar de sentirla y no se verá tentado de engolfarse con mediocridades. No verá La Noria. No verá cine ínfimo y tendrá un criterio poético a la hora de comprar una corbata o un kilo de manzanas. Una vez estamos letraheridos (me encanta la imagen de que las palabras hieren y sanan y vuelven a herir otra vez) no hay vuelta atrás. Nos da igual conocer el espacio exterior porque el interior es abismal, no es navegable en cien vidas y cambia a diario, abriendo galaxias de asombro y de apasionamiento nuevas. Vamos a leer a Flaubert esta noche. Vamos a dormirnos con Poeta en Nueva York abierto por ese poema en el que la niñez era fábula de fuentes y un cristito de barro se parte los dedos. Qué hondura. Qué felicidad más inextinguible. Y da lo mismo que tiemble el facebook y tengas dos solicitudes en espera y tu muro arda. Puede que arda por amor y esté letraherido. Sí, el corazón en llamas, la vida en vilo y lúbrica...

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25.3.11

Líbame

Otra vez

La abeja industriosa siempre está dispuesta a navegar un terrón de azúcar.

23.3.11

Elizabeth Taylor: In memoriam



He visto todas las películas que hoy, en los telediarios, han nombrado para hacer honores a la diva muerta. Desde Mujercitas a La gata sobre el tejado de zinc. Caliente. Eso lo omiten en el transvase hispano. Tiempos difíciles los de la censura del Caudillo. Se quemaban con las palabras. Luego dormían con pesadillas. A mí la señora Taylor me hizo disfrutar del cine bautismal de mi adolescencia de TVE2. Ahí crecí: en ese territorio de la banda del UHF. Vi a una actriz grande, peleona, con carácter. Al pensar en ella no puedo dejar de pensar, en cierto modo, en Katherine Hepburn. Vivieron de forma distinta. La Taylor se comió el mundo y se tomó ocho maridos en los postres. La Hepburn se recluyó en el amor intemporal al ebrio Spencer Tracy. Pero uno cuenta lo que ha leído, lo que deduce de los fotogramas. La vida es otra cosa. En todo caso, como siempre, celebraremos a capricho de cinéfilo sus películas. Descansará en paz. No lo dude nadie.

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21.3.11

El zombi


Nueva York abre hoy al alza. En Wall Street es en donde se libran las batallas diarias. Se agrieta el interior de la tierra, la madre natura iza un mar sobre un país y los números en las pantallas azules se mueven. El barril de petróleo de calidad Brent es el dios plenipotenciario. La mascarilla del japonés de la fotografía obedece al hedor de los números. Uno puede pensar que lo mueve la fuga radioactiva, pero es el índice Nikkei el que lo está matando. Probablemente tenga un par de pisos a medio pagar y su puesto de trabajo en una fábrica en la periferia de Tokio esté al cierre o en suspensión de pagos hasta que el temporal amaine. Al sujeto de la mascarilla lo que le duele  es el aire viciado de un mundo que se agrieta adentro y en la superficie. Es un zombi y tiene gestos de zombi. Cree que todavía es humano, pero la mascarilla lo ha convertido en otra cosa. De hecho no basta quitársela para que el efecto demoledor de su uso desaparezca. El peso moral de la mascarilla se arrastra de por vida. Una vez que hemos colocado la prótesis en el rostro, a medida que la piel se hace al contacto áspero de esa mezcla infame de plástico y tela baratos, la vuelta atrás no es posible. Pasa igual cuando uno pasa hambre. En las penurias, el cuerpo adopta una actitud hostil contra la realidad. Una parte del cerebro registra el dolor y jamás lo olvida. Se queda ahí, en mitad de la masa gris, en ese territorio abismal, grabado a fuego. Por eso los números de la pantalla azul que vigila al zombi gobiernan el mundo. Son como el latido del cosmos. No me extrañaría que existiera un club de afectados por el índice Nikkei. Una nómina triste de convalecientes de tsunamis, terremotos y apocalipsis bursátiles. Los de las mascarillas mentales. El lustroso equipo de damnificados habitual.

20.3.11

Menos mal


Hemos tenido suerte. Entre los muertos del Japón no hay ningún español. Nos hemos librado de una desgracia. Los muertos que salen en primera plana en los periódicos son siempre muertos antológicos, muertos clásicos, muertos enciclopédicos. La muerte es un píxel quemado. Uno de los problemas de la alta definición es que restituye una imagen perfecta y la muerte se exhibe con una calidad irreprochable. Muertos de un cromatismo lírico. Muertos sin aristocracia. Muertos sin épica. Muertos sin pedigree. Porque la épica es materia noble que sucede en países muy historiados o en novelas de género. Los muertos, los sacrificados, son siempre estadística, números en un parte radiofónico. Los del Japón no son como los de Haiti, pongo por caso. Cuando el terremoto devastó la isla caribeña, aquí no se cerraron fábricas ni los restaurantes exóticos dejaron de ofrecer el rico sushi. En Japón no ha habido bajas españolas. Menos mal. Lo dicen siempre así en el telediario: no ha habido ningún español en el listado de bajas. Y entonces me he tomado el postre francamente aliviado. Siempre hay incontinencias que te incomodan la digestión, me ha dicho K. mientras pelaba una naranja. Siempre hay un desaprensivo que te cuenta cómo va el mundo. Uno de esos que se esmera en el recreo de las palabras, con empeño en no escatimar ninguna de las dimensiones de la tragedia. Estamos abastecidos de tragedia. Nos la abastece la vida sin pedírselo. Pero por esta vez no ha habido muertos españoles. Nunca suele haberlos. Quizá estamos bendecidos o es que viajamos poco. El texto, me dice K., lo guardas para otro cataclismo. Tampoco habrá difuntos patrios. O habrá pocos y se les dará a los pobres los más altos honores de Estado. Los míos siguen a refugio del desastre.  Ahora de pronto me ha dado por pensar en qué son míos. Cómo no lo son los japoneses.  De hecho  mi ocio depende más de ellos que de nadie. Voy todas las mañanas al trabajo cargado de circuitos facturados en Japón. Soy un cyborg. Eso es otro asunto. El que nos ocupa, el triste, ha tenido hoy en la televisión un saludable latiguillo: no se conocen víctimas españolas. Mi país no lo diezma el cólera ni lo cubren las aguas del mar izado por un seísmo. Vayan pensando qué lo está devastando...

Balada triste de trompeta: Sangre, memoria histórica y circo


A Álex de la Iglesia me lo figuro siempre encerrado en una habitación atestadas de cómics y de muñequitos de la saga de Stars Wars. Semeja uno de esos niños que se han hecho hombres por fuera, pero manteniendo a recaudo, por si hace falta sacarlo a paseo, al infante. De hecho, Balada triste de trompeta, aparte de una hipnótica función dramática, es un muy serio y preciso texto sobre la pérdida de la inocencia. Al Álex en clausura pop, enfebrecido de héroes de la Marvel y viñetas de Ibáñez, atento al cine de la Hammer que dieran en la matinales de su barrio o en cine fórums universitarios, le interesa sobre todo indagar en la naturaleza violenta del amor, en su frondosa superficie, erizada de aristas, comida por el odio y por la envidia. Sólo que al director no le basta con ofrecer un fresco friki, una historia sobre otra parada de monstruos al modo en que lo fue La comunidad o El día de la bestia: lo que en verdad persigue es desmontar cierto cine canónico, clásico, emperrado en mirarse a sí mismo y no extralimitarse. Balada triste de trompeta es un subidón de adrenalina. Una vez que has suspendido la credulidad y te sientes parte de la peripecia dramatúrgica, acude el vértigo. Y De la Iglesia se olvida de cumplir con casi todos los preceptos y pierde la vergüenza y la mesura. Aquí hay excesos. Muchos. Algunos son más justificables que otros. 
Pesimista, grandilocuente, exhibicionista, De la Iglesia es el director más esperpéntico del cine español. Suma a lo grotesco un ventajista plus de academicismo y da a la cartelera películas de una corrección formal absoluta y de una fragilidad narrativa evidente. El impecable envoltorio esconde un contenido tóxico. Es tanto el veneno que acaba por aturdirnos. Hay un momento en que uno se plantea esa suspensión de la credulidad a la que se ha decidido respetar. La detiene porque la truculencia y el ardor pulp (uno ve a Tarantino en escenas sueltas, a Peckinpah y a Fuller) derriba la cohesión de lo contado, la convierte en una metáfora excesivamente libre, de escaso afecto por la mesura. No habiéndola, Balada triste de trompeta cause siempre un asombro absoluto. El mío vira sin pudor de la fascinación, que es visual sobre todo, y la repulsión, que se adentra más en el orden narrativo de las cosas. 
Los payasos enamorados de la trapecista, perturbados por unas y otras razones todos, es la excusa para contar una Historia Reciente de España, incluyendo un mordisco a la mano de Franco, el vuelo colosal de Carrero Blanco y un hitchcockniano cierre de la función con los protagonistas izados a la cruz del Valle de los Caídos, que hace de monte Rushmore castizo. Esa Historia se justifica con un magnético prólogo en el que se asientan todos los conductos morales que sostienen el tono retorcido y violento del film: estamos en los estertores de la Guerra Civil y las milicias (de un o de otro bando) derriban la función, cercenan la risa de los niños y la estoica honradez de los payasos y los mete a todos en una orgía de odios y de sangre de la que nunca saldrá el niño Javier (un portentoso, absolutamente brillante Carlos Areces) y que durará varias décadas. La España de 1.973 de tosco trazo que retrata De la Iglesia es la consecuencia palmaria de aquel desastre: el desmoronamiento del régimen franquista, la hambruna moral e intelectual de un país ralentizado, sumido en tinieblas, abocado a no despertar jamás de la mugre y del hastío funcionan como atrezzo histórico formidable. 
Hay mucho cine español dedicado a hurgar en las heridas de la Guerra Civil, pero esta versión se esmera en el humor más visceral, en lo grotesco y en lo zafio, en recrear un espectáculo visualmente inconmensurable, sostenido por un elenco de actores soberbios, pero que se fractura en lo narrativo.
Deslumbra y aturde, confunde y seduce, Balada triste de trompeta es un ejercicio de libertad absoluta en el cine español y quizá únicamente por esa marca de fábrica deba apreciarse en toda su excesiva extensión. Las alucinaciones no siempre ensamblan bien en un todo novelístico: valen como gags dramáticos, como piruetas circenses que duran cinco minutos. En eso es en donde De la Iglesia ha fallado. Pero eso de fallar es muy relativo. No siendo ésta una película que este cronista de sus vicios piense rever en mucho tiempo (cansa, agota, crea un estado de excitación considerable) ha sido con diferencia la que he visto con más entusiasmo.

16.3.11

Ana del velo


Ahmadineyad contribuyó anoche sin pretenderlo  a que Ana Pastor, la soberbia periodista de TVE, fuera trending topic. Antes de la entrevista yo no tenía ni idea de eso del trending topic. Hoy lo entiendo. Viene a ser como una abeja zumbando por el aire, una abeja oída en todo el mundo. Quizá Irán no permita el paso de abejas. El magnífico diálogo (fue más eso que una entrevista ortodoxa) reveló la madera de heroína de un profesional. Reveló también lo difícil que es entablar una conversación con una pared. Tener los arrestos suficientes como para mirar de frente al enémigo y decirle: estoy en tu casa, pero ni se te ocurra pensar que soy inferior a usted o censurar lo que opino. Es cierto que el periodista nunca debe ser el protagonista de la noticia, pero ayer (por encima de la tozuda versión de la realidad del entrevistado) lo fue de un modo magistral. Involuntario, a decir de Ana Pastor, pero de verdad que soberbio. Uno disfrutó al modo en que se disfruta cuando la razón vence a las tinieblas. Fue flor de un día: trending topic, abeja zumbando un minuto por el orbe para que la audiencia (el twitter, el facebook, la madre que parió a todos los hilos de la red) observe el vuelo majestuoso. 

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15.3.11

Irse gastando

 
 
Cuando uno ha aprendido a deslindar autor y persona la lectura es un acto limpio al que no contamina la experiencia previa, el rumor, el bagaje biográfico. Tal vez debiéramos entrar así en la cultura: desprendidos de toda contaminación mediática, ajenos a cualquier información que pueda afectar al hecho singular de la lectura. Llega un momento en que se acepta que ese reto no se puede franquear con facilidad. Ahí abdica y lee con absoluto desparpajo, con fruición pura, pero manejando las etiquetas que bucean bajo la superficie del texto. Por eso me encanta curiosear librerías y comprar material cuyo autor me sea un completo extraño. Lo hago también en música. Me cuesta mucho en cine. Alguien con más profundidad y perspicacia psicológica que yo podría contarme qué tipo de usuario soy y hacia dónde camina mi perfil intelectual, caso de que dentro de mi cabeza ronrronee algún tipo de brizna de intelecto que pueda servir para el experimento.
Hubiera dado algo bueno, algo de verdad querido, por haber asistido a la presentación de algún libro de Charles Bukowski. Y esto contradice por entero todo lo expuesto en el párrafo anterior. Sólo hay que ver la fotografía y contemplar el espectáculo vibrante de bourbon, nicotina, genio y destrucción moral. De este mejunje puede salir un texto perfecto o, al menos, uno lo suficientemente bueno como para cambiarnos un poco la vida. La literatura, al cabo, pretende eso: procurarnos historias con las que distraernos. Nada más busque el amable lector en los casuales libros que le caigan entre manos. Una distracción, un ameno (y ya es bastante) pasar el tiempo mientras nos vamos gastando.


14.3.11

El presente brutal


Uno se concentra ferozmente en algo, desatiende la rutina de las cosas, dedica toda el tiempo del mundo a ese asunto, renuncia a la realidad o hace que la realidad se acomode al propósito que persigue. Constata brutalmente el presente (que es un título fantástico de una novela) y percibe con absoluta limpieza la fe que alienta sus pasos. Hay veces que pensamos en algo y configuramos el alma para que únicamente ese algo exista. Todo a lo que afanosamente nos entregamos carece de interés para el universo. Sólo a nosotros mismos nos concierne. Es nuestro e incluso es razonable pensar que sólo en nuestro interior cobra sentido y vive. Ni siquiera trabajamos la certeza de que ese empeño, ese objeto luminoso, alto, noble y hermoso en el que creemos con ahínco, perdure en el tiempo, sea útil para los otros y nos justifique ante esos otros. Nada de eso nos importa de verdad: sólo deseamos conseguirlo, poseer su rotunda evidencia.
Algo así debe ser la religión. Eso debe ser (pienso) la fe en un Dios, la certidumbre de un mundo mejor después de éste, la confianza en que viviremos para siempre a la Derecha del Padre y que nuestras obras en la tierra nos abrirán las puertas de un provisorio cielo. Uno se concentra ferozmente en Dios, desatiende la rutina de las cosas, dedica todo el tiempo del mundo a ese Dios, renuncia a la realidad o hace que la realidad se acomode al propósito exacto del Dios Perfecto que ha encontrado. Constata (después, ay, irremisiblemente) el presente brutal y percibe que a pesar de todo el vigor de su fe no tiene claro si habrá lugar para él en las alturas o si la renuncia a vivir como querría tendrá recompensa en el más allá. Sostiene que se vive bien en la incertidumbre. Todo manejado por el asombro.Oyendo a Dios en el pecho, pero sin reconocer la música del latido.

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E.L.O.: Discovery


Era un patio de colegio, el mío, Fray Albino, calle Doña Aldonza, Campo de la Verdad, Córdoba. Y unos amigos intercambiaban cromos de Santillana y de Roberto Martínez. Por ahí ya podemos dar una fecha a este episodio de mi entrañable adolescencia. Yo me preguntaba si la tabla periódica de los elementos podía garantizarme una Navidad perfecta, de esas con regalos bajo el árbol y una película de Frank Capra en la 2. Qué bello es vivir puede valer, claro. Pues entonces mi amigo José Peña Ojeda, que no tengo ni idea en donde se halla en este milenio, me enseñó la cinta de cassette (existían, sí) que cambió mi vida. No es una exageración, aunque por mi carácter fantasioso y por mi ascendencia cordobesa, propenda a la hipérbole y me sienta cómodo en ella. La cambió al punto de que todavía hoy (algunos-muchos- años más tarde) me conmociona el recuerdo y la ingesta audiófila de violínes y de baterías joviales, de coros cristalinos y de canciones monumentales de la época dorada de The Electric Light Orchestra. Lo eran Shine a little of love o Midnight blue o The diary of Horace Wimp (mi favorita entonces y ahora y no otra cosa que una versión más pop del Ob-la-di Ob-la-da de Lennon y McCartney). Discovery fue el disco bautismal de este cronista de sus vicios. Le podemos añadir Breakfast in America de Supertramp y Regatta de Blanc de The Police. Ninguna mala forma para empezar en el negocio sentimental de la música. Más tarde compré la cinta que me enseñó El Peña. La oía en una cassette lamentable de marca conocida pero gama bajísima, que tenía en la mesita de noche de mi dormitorio. En el cajón, revuelto con lo que suele esconder un cajón de una mesita de noche de dormitorio, Discovery, en rutilante cinta de cromo, para que el sonido fuese más esplendente. Yo no lo noté. Tras la cinta llegó a casa el Lp: vinilo para mi Stibert de papá, una reliquia de cuando Fraga demostró al mundo que las playas de España no tenían residuos tóxicos sino suecas en bolas y hoteles comiéndose el paseo marítimo. Los años imponen después su tasa, pero este disco de la ELO, gloriosa ELO, no ha rebajado su capacidad de emocionarme, de darme el placer que me dio entonces. Todavía enumero las canciones del disco. Cuáles estaban en la cara uno, que cerraba Horace Wimp. El grosss, como un tren desbocado, en la dos. Y no será jamás posible olvidar algunas conversaciones de patio de colegio alrededor de la música, encerrados los de siempre, en un rincón, junto a la pared que daba al estadio, a la sombra de unos árboles, decidiendo cuál era el mejor corte. A Chacón, nos gustaba llamarnos así a veces, por apellidos, le flipaba Last train to London. ¿A ti, Segu, cuál te gustaba más? En fin... Arranco el lunes con violínes...

Luna



A esto le dedicó Pink Floyd uno de los discos canónicos del rock de los setenta. Hoy acabo de ver la cara oculta por primera vez. La he mirado con atención. Fascinado, he pensado en la licantropía y en un poema de Borges recomendando mirarla por si es la última. Mi ignorancia en estos asuntos de la ciencia no me permite otro comentario que el poético. Es hermosa la piedra lunar. Ahora pienso en Wilkie Collins. En Víctor Manuel, cansado de mirarla. Uno va dando tumbos. Ahora oigo sonar cien relojes. Ya saben. Uno se debe a sus vicios.

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13.3.11

Tengo un tsunami en la cabeza

Hay vidas que están asociadas al cine más que a casi ninguna otra cosa. La mía es una cultura más cinematografica que libresca. He visto infinidad de películas y he leído muchos libros. El cine golea a la literatura y conforme me voy haciendo mayor (esto es una cosa tangible y escasamente relevante) advierto que la diferencia entre lo que dedico a una actividad y a otra irá a más. Leo con fruición, pero hay noches en las que prefiero dejarme caer en el butacón y evadirme de la realidad dos horas con John Ford, con Álex de la Iglesia (anoche vi Balada triste de trompeta) o con Claude Chabrol. Tengo tantas películas atrasadas, tanto cine por ver, que debería recluírme en una habitación oscura un par de años y salir robustecido de historias, de enseñanzas vitales, de esa moral firme y fiable que el cine provee a quien se lo toma absolutamente en serio. Soy como soy, en parte, gracias a las miles de películas que he visto. No hay día en que algo que suceda a mi alrededor no tenga su relato paralelo en el cine. Dicho de otro modo, la realidad se alimenta de cine. Anoche volví a ver, fascinado, enternecido, anestesiado por todo ese cine catastrofista al que uno propende de vez en cuando, el tsunami devorando Japón, la lengua de agua invadiendo las casas, las carreteras. Y sentí el pálpito de que aquello lo había visto antes. Justo hace un par de semanas, cuando entré en la sala grande y Clint Eastwood me contó (me lo contó al oído y al ojo también) que los efectos especiales pueden subordinarse militarmente al guión y contribuír con eficacia al desarrollo de la trama. 
Veo menos cine que nunca y leo menos libros que nunca. Escribo más que nunca. Pienso más que nunca. Estoy en ese limbo impreciso (todos los limbos lo son por ser imprecisos y por ser frágiles y por no tener reglas que los expliquen ni gobierno que los administre) en el que pierdo miserablemente el tiempo pensando en qué hacer en lugar de ser más expeditivo y acometer algo y hacerlo con presteza. Me agobia la sensación de que el tiempo se acabe. No me va a importar morir, irme, retirar mi presencia de los otros, perderme en el limbo fijo de la nada. Qué importa perder el infinito futuro si ya te perdiste el infinito pasado, escribieron los griegos. Importa no seguir oyendo historias. No ver las cercanas, las de los hijos que crecen, las de los padres que menguan, las que forjas alrededor del amor hacia tu pareja o del amor hacia el universo. Yo amo el universo. De pronto esta mañana de domingo me ha traído la dolorosa cercanía del tiempo. La imposibilidad de conocerlo todo y de disfrutarlo a capricho. Estoy abrumado. Necesito un desintoxicación cultural. Tal vez retirar esta página. No tener que rendirme cuentas de lo que hago (y por extensión hacer de esa rendición un episodio público de exhibición a los demás) y registrarlo todo en un sitio tan hueco como éste. 

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10.3.11

Un robo egipcio


La realidad se enmaraña con la ficción. No hay travesura creativa que iguale a los vericuetos narrativos de la realidad.
Dicho de otro modo: ¿qué hacían las monjas con esa pasta indecente en un armario, en fajos de quinientos, en bolsas de plástico? ¿Estarían a punto de entregárselas a los pobres?
El azar desbarató la noble capacidad de ahorro de un claustro de monjitas. Los cacos revelaron la trama oculta.
Pensé anoche, al enterarme de la noticia, en los que desvalijaban los sarcófagos egipcios.
Pensé: los cacos egipcios saqueaban las tumbas, pero las riquezas hurtadas volvían a circular. Al menos volvían a circular. Eso pensé anoche al escuchar en la radio la historia de las monjas ahorradoras.
Pensé: material literario para Tarantino. En mi facebook (es la primera vez que escribo en mi facebook) alguien apuntó a Almodóvar. Yo inclino mis preferencias a un Álex de la Iglesia iluminado. Sin Sinde que lo atore.
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8.3.11

Pascal, Borges y yo muchas veces

I /La suspensión de la (in)credulidad

Hoy he conocido la apuesta de Pascal. Viene a decir más o menos que es preferible creer en un Dios que no existe a no creer en un Dios que sí existe. A estas alturas de la trama metafísica que uno va deshilvanando día a día lo de Pascal suena a divertimento semántico, a chanza paralingüística. Como si la filosofía misma capitulara ante la propia inercia de sus pesquisas y se desentendiera de manejar la inteligencia. O todo viene a ser eso: la supresión de la inteligencia como instrumento para entender el mundo. Se entiende mejor a través de la poesía, de las infinitas posibilidades creativas de la lengua, de los preceptos discursivos de Moga del posta anterior. Desde ese escenario se entiende la reflexión de Pascal. Veo a Dios y lo conozco si no pienso en él. En el momento en que lo pienso deja de existir y no hay manifestación suya aprehensible por nuestros sentidos. Algo así pergeñó otro enredador de metafísicas como era Borges. La filosofía deja de ser un modo de comprender la realidad cuando se embosca en juegos verbales. Pero quizá sean precisamente esos juegos del intelecto verbal los que justifican la filosofía. Que todo viene a ser un mecanismo de evasión. El lector de filosofía hace lo que el lector de ficciones: procede a suspender la credulidad. Vuelvo a Borges: sostenía que la metafísica era una disciplina de la literatura fantástica. La poesía es una rama de la ciencia cuántica.

II/ Ego plus ultra

Soy la versión mejorada y adulta de mí mismo. Un ser dotado de un número razonable de certezas. Soy la suma de todas las incertidumbres que esas certezas no son capaces de responder. Soy el responsable de todo lo que nunca soy. Y soy un teólogo de mí mismo también. Uno interesado en la naturaleza semántica de todo lo que existe. En ese sentido soy un filósofo de la única causa que conozco: el tiempo interactuando en mí, el tiempo a mi servicio, todo el tiempo del mundo pensado aquí adentro, en mi corazón soberano. Soy la versión dispersa y contradictoria de alguien.


7.3.11

Los poetas

Relación de reflexiones acongojadas

La poesía no sirve para nada.
La poesía es un arte obsoleto, que corresponde a un estadio primitivo de la evolución de la cultura, y que sobrevive, fuera de lugar y del tiempo, en sociedades mecanizadas, indiferentes al hecho verbal.
La poesía es anacrónica y carece de sentido. El poeta resulta tan necesario en nuestro mundo como el fabricante de miriñaques.
Los poetas se consideran muy importantes, pero su importancia social es nula.
Nadie lee poesía, ni siquiera los poetas.
Muchos editores de poesía tampoco leen poesía.
Si los poetas desaparecieran, no pasaría nada.
En una comunidad hablante de más de cuatrocientos millones de personas, no habrá ni cinco mil genuinamente interesadas por la poesía.
Se escribe demasiada poesía.
Se publica demasiada poesía.
Nadie compra poesía.
Se escribe poesía porque se es infeliz. Los poetas están llenos de complejos, inseguridades y miedos. Con la poesía pretenden que los quieran más. La poesía es una gran muleta.
La gran mayoría de la poesía que se publica es muy mala o, simplemente, carece de interés.
Muchos poetas no saben escribir. Algunos tendrían graves problemas para aprobar un examen de gramática elemental.
Todos los poetas se consideran genios.
Todos los poetas esperan que el mundo reconozca –y recompense– su genialidad.
Ningún poeta está satisfecho con el reconocimiento que obtiene. Todos piensan que el mundo no les ha dado lo que merecen. Todos creen, en cambio, que el reconocimiento logrado por los demás poetas es superior a sus méritos.
Todos los poetas esperan que los demás alaben su poesía.
Los poetas sólo se leen a sí mismos.
La incultura poética de los poetas no conoce límites.
Todos los poetas esperan que los demás poetas les regalen los libros que han escrito, pero que compren los suyos.
Las reuniones de poetas son terrarios.
Las lecturas de poesía son aburridísimas.
La gran mayoría de actos que giran en torno a la poesía –congresos, encuentros, talleres– son aburridísimos. Su único interés radica en que permiten establecer contactos que luego permitan medrar a los poetas.
La mayoría de los críticos de poesía son pésimos. Algunos son analfabetos. Muchos son poetas.
La crítica de poesía sólo se practica para beneficiar a los amigos del crítico o para perjudicar a sus enemigos. El crítico siempre tiene en cuenta sus propios intereses cuando escribe. La crítica desinteresada y objetiva no existe.
El crítico siempre habla de sí cuando habla de los demás.
Los editores subordinan con frecuencia sus decisiones a razones mercantiles que no tienen nada que ver con la calidad del texto. Muchos no saben nada de poesía.
Casi todos los editores se dedican a la edición de poesía para compensar u ocultar su fracaso como poetas. Cuando pueden, se autopublican.
Muchas revistas poéticas son obra de grupos de amigos sin ninguna relevancia literaria, que funcionan sin criterio ni profesionalidad algunos.
Casi ningún premio de poesía vale nada. La mayoría satisfacen intereses locales, editoriales o tribales. Muchos están amañados.
Los poetas suelen integrarse en grupos, frente a los que se constituyen otros grupos. Esos grupos suelen enfrentarse ferozmente. Los novelistas no se constituyen en grupos.
Todo poeta que se inicia como poeta alternativo y crítico acaba integrándose en la estructura del poder.
Es fundamental no indisponerse con los poderosos –críticos influyentes, editores importantes, altos funcionarios culturales, directores de fundaciones o universidades de verano–, aunque sean poetas nauseabundos, sujetos despreciables o retrasados mentales. El capullo de hoy es el mandamás de mañana.
Los poetas nunca dicen lo que piensan. En las presentaciones de libros o actos públicos sobre otros poetas, hablan bien de ellos, aunque los consideren horrorosos.
El poeta es un ser desproporcionado y patético.
Yo soy poeta.
[Publicado en Letras Libres, núm. 53 (febrero 2006), Madrid, pp. 83-84]
Publicado el 5/3/2009


Yo añado la cita que hace unos días ocupa el extremo superior derecha de este blog. La de Valente.
Yo, al modo de Moga, sin serlo, también soy poeta.

6.3.11

R.E.M.: Collapse into now


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Una amiga que tuve decía que R.E.M. era la mejor banda de rock del mundo. Era la época de la pujanza mediática de Losing my religion y en todo pub que se preciara sonaba Out of time al completo sin que el disc jockey (que en el pueblo en el que yo vivía era el mismo que despachaba gin-tonics y ponía almendritas en un plato) se saltara las piezas lentas como Low (mi favorita de ese álbum) o Texarkana. No sé qué pensará ahora: yo los venero, venero su inspiración y hasta su falta de inspiración. Los discos malos de la banda son piezas de orfebrería comparados con algunos de los que atiborran las estanterías y las listas que generan las radio-fórmulas.  En treinta años R.E.M. han facturado quince discos. No sé si la mejor banda de rock del mundo, pero han mostrado cartas y han insistido con honradez para pasar al menos a una de las páginas más memorables del rock del último tramo del siglo XX y de este (febril) comienzo del XXI. Recuerdo las cintas de cassette con Murmur, Green y Document, que yo recuerde. Out of time era un CD. Era aquélla una época en la que uno veía un CD y lo tocaba y lo registraba: buscaba el tesoro escondido, la certeza de que adentro había placeres absolutos. Yo entonces era todavía hijo del vinilo, pero el hijo se dejó pervertir por las nuevas tecnologías y cayó en la compra de un reproductor de compactos. Mis primeros CDs fueron Out of time, el Brothers in arms de los Dire Straits y Songs from the big chair de Tears For Fears. Por ahí andan. Revueltos. Mezclados con miles de discos más. Pero al escuchar Shiny Happy People o Near Wild Heaven o Low (ya insisto: mi favorita todavía) siento una punzada y la punzada pone en marcha la melancolía. La memoria es un bicho cabrón: lo dice K. Lo subscribo yo. Ahora vamos a lo que vamos.



Collapse into now: 

No hay concesiones a la nostalgia: la banda de Stipe se despide casi definitivamente de la mediocridad, de los tiempos medios imprecisos, se despide de la huella triste de Around the sun (qué poco cuajado fue) y se instala en la misma boca del cañón. Tenemos R.E.M. para mucho tiempo: lo atestigua esta colección de canciones. Porque no hay unidad, no existe una hilazón: son trallazos de rock (Alligator, That some one is you) o baladas sin forzar, de ésas que no caen en el empalago ni en la solemnidad fingida. Llevo un par de buenas escuchas y probablemente tendría que haber esperado a un par de ellas más para rendir esta reseña, pero estaba haciendo cosas que no me llenaban del todo. Y ésta sí que me llena por completo. R.E.M de regreso. Stipe, Bucks y Mills  en mi Ipod con material nuevo. Sí, ya sé que se me ve de momento la querencia, el afecto, todo eso que un buen fan atesora y saca en fiestas privadas. Y como todo buen fan sé a estas alturas que parte del disco ha sido grabado en un estudio legendario, uno en el que Bowie grabó Heroes o U2 su Achtung, baby. Sé que no es tan ruidoso como Accelerate (aunque algo estalla por ahí en el corto minutaje)  ni que contiene cortes épicos como en Automatic for the people. (Uberlin es el Drive de este colapso). Sé que Stipe echa en falta la mandolina (ay cómo me gusta Losing my religion) y que ha vuelto a usarla (Oh my heart). Sé todo esto y todo me conduce a pensar que cuando le haya dado unas cuantas vueltas más (dos son poco, Rafa) tendré que abrir otra vez el editor del blog y corregir algo. Sumar frases. Tal vez aminore el entusiasmo. El de ahora está bien arriba. Disco nuevo de R.E.M. Definitivamente el domingo ha sido bueno conmigo. Mañana le doy más mimos. Ah me quedo con Uberlin. Con Alligator bla bla bla. Y ahora tiro a ver al Madrid sin CR7. Dijo alguien que la religión era cosa de domingos. Precisamente hoy no lo discuto.

addenda:
la pinta de Stipe con gafas de pasta y barba pelirroja cerrada me hace pensar en un profesor de Filosofía que tuve. Creo que no desentonaría en un campus universitario, paseando por los jardínes libros de Hume y de Kant, charlando con los alumnos sobre la política exterior de papá Obama y tomando chupitos de bourbon en los bares del barrio.

addenda dos:
no es posible, ni a base de insistir y de insistir una vez que se han extenuado las fuerzas, hacer una portada más horrorosa...
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R.E.M. - ÜBerlin (Video)

4.3.11

Walteradicto


Soy walteradicto. Es una adicción que no precisa medicarla. Lo bueno de Fringe es que hace que la ciencia se convierta en magia. Lo dice el propio Bishop en uno de sus arrebatos teológicos. Fringe es un thriller metafísico. Lo pensé anoche cuando de pronto advertí las ganas que tengo de inyectarme la tercera temporada. No soy el único. En casa tengo un par de adeptos más. Adepto: adicto. El lenguaje es el único que me entiende.

La trama

Con los años el peso de la conciencia adquiere proporciones inconvenientes. Te oprime el estado de ánimo y te arrumba en un miserere de lánguidos monosílabos y de ojos nublados por la injusticia del mundo. No es posible asidero alguno. El tiempo es ese juez estricto que no consiente frivolidades y rebana el pescuezo frívolo de todas las cosas buenas que tiene la vida. Abres la prensa con la peregrina idea de que sólo vas a mirar las páginas culturales y tal vez algunas crónicas deportivas, el eclipse imposible del Barcelona de Messi o la última bravata del showman Mou, pero te das de bruces con el caos y terminas ensimismado en una niebla de conceptos, en la certidumbre de que las cosas, a poco que se empecinen los de siempre, pueden ir a peor.  
Comprende uno con rubor que las noticias son una trama más del mercado, que ha barrido a la democracia y ha instalado una jaima en los parlamentos de Europa. Comprende que todo es un burdo montaje, un rumor para movilizar al personal frente al televisor y que los patrocinadores de los rumiaderos del corazón hagan caja y entretengan a base de estiércol sentimental y falsó reportaje periodístico la pereza intelectual del personal, que bosteza mientras sube la gasolina y los ciudadanos se afilian a la banda ancha para descargarse el mundo por Youtube. Mientras tanto los pronósticos sobre el final de la civilización occidental, largamente instalada en el cánon del orden y del progreso, conduce a que visionarios con púlpito, micrófono, columna o barra de bar larguen su apocalíptica visión del asunto. Me incluyo graciosamente en esa caterva de iluminados de barraca de feria.  El día menos pensado nos despertamos encabronados en demasía y achacamos la úlcera o el dolor en el pecho a cualquier titular de prensa. De ahí a las barricadas morales no hay mucho trecho. No tengo ninguna duda de que, con el suficiente empeño, las distancias imposibles son franqueables.

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1.3.11

Just Jeff


Se me indigestó el atracón de glamour la noche del domingo al ver en el plus la ceremonia de los Oscars de Hollywood. Nada de lo que vi me emocionó. Quizá ver a Jeff Bridges y recordar la cantidad de buenos momentos en una pantalla que me ha regalado. También disfruté con los honores que le hicieron a Natalie Portman. Todavía no sé qué pensar de Cisne negro. La he visto dos veces en menos de una semana y estoy francamente perplejo. Desde la perplejidad se escribe con más hondura: expresa uno mejor lo que siente, restituye con más firmeza las ideas al blanco de la hoja (al blanco del editor del blog en este caso) pero  no sé qué pensar. En realidad estoy en esa etapa en la que prefiero mirar el cine y no pensarlo. No contármelo. Escribir sobre cine es un oficio del siglo XX, pero estamos en el XXI. En todo caso va a ser el primer año en muchos en el que no escriba nada extenso sobre la fiesta de los Oscars. Tengo a mano siempre la rendición anual de mi amigo Refo. Desde que la leo, prescindo de añadir nada más. Me quedo con Bridges. Con la Portman. Todo lo demás sobró. El año que viene a ver si contratan cómicos: el cómico es irreverente, hace humor disolvente (esto lo he leído hoy no sé en qué periódico en la barra de un bar) y mete el dedo en la herida y lo retuerce. 

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Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...