31.10.22

304/365 William Eggleston

 





Hay cuadros que no son de Edward Hopper y parecen suyos. Hay también fotografías que le pertenecen sin que sepamos que se valiese de la cámara para contar el mundo al modo en que lo hacía con un lienzo. Lo extraordinario de Hopper es esa intención narrativa que ofrece una historia de la que sólo sabemos un fragmento, ni siquiera tiene que ser el primero, tal vez uno alojado a la mitad o al final de la misma. Hopper hace cine sin que se hile un fotograma a otro. En cualquier momento podremos observar cómo el hombre sentado en la cama se levanta y recoge con meticulosidad sus cosas en la maleta o se desviste y se afeita morosamente o se asoma a la ventana y escucha el ruido de la realidad que no existe en su habitación de motel. Porque Hopper es un maestro en convertir en paisaje la habitaciones de los moteles. Un paisaje es un personaje que no reconoce la primacía de la trama, sino que va por libre e interfiere a la trama misma y, en casos excepcionales, se hace personaje y modela el devenir de los acontecimientos como si hablase o decidiera una posibilidad de entre otras. No sabemos nada del inquilino, ni tampoco del lugar en que se hospeda. Es una historia de fantasmas la que vemos. Hopper es el pintor de los fantasmas. No existe nada a lo que aferrarnos, no hay nada que pueda iniciar una historia y, sin embargo, ahí están todas las historias; en ese ensimismamiento que exhibe el señor de la fotografía, están todas las ramificaciones posibles. Como si fuese un Aleph, el infinito Aleph que mi temerosa memoria no abarca alojado en una carretera secundaria de la América profunda y en la quinta porteña de Beatriz Viterbo que recreó Borges. Se ve todo, a todo se le cursa trayecto, en todo se oficia la ceremonia de la memoria. Cada pequeña cosa accede a la realidad con el concurso extraordinario de la magia. He escrito Hopper, pero es de William Eggleston de quien hablaba. Su fotografía es la sublimación de lo banal. El marcado acento del color embriaga, aturde, concede un rango de ebriedad. La pura representación de lo real es, en Hopper y en su discípulo Eggleston, un continuo diálogo con el espectador, que no precisa saber si es pintado o fotografiado lo que observa. Hopper era un fotógrafo, aunque solo pintara. “Me compré una cámara fotográfica para captar detalles arquitectónicos y cosas por el estilo, pero la foto era siempre tan distinta respecto a la perspectiva dada por el ojo, que desistí”, declaró en 1956.  Eggleston pinta, aunque dispare una cámara. Fotografía sin diferenciar si lo elegido es un objeto o una persona. Todo está en la misma consideración plástica. Ves a un hombre con un carro de la compra o una estación de servicio y no crees tener dos entidades distintas. La melancólica puesta es escena de los personajes de Hopper puede entreverse en los de Eggleston. La arquitectura es una extensión de esa soledad o de esa rutinaria asepsia con la que los dos hacen tu trabajo. Uno desiste en cuadrar un patrón, no lo precisa. Se embelesa con esa instantánea que detiene el tiempo. Eso harían los dos: evitar que el olvido desgraciara una imagen. No sé si la gran fotografía emula a la gran pintura. Ambas congelan el tiempo. 

30.10.22

303/365 Manuel Álvarez Ortega

 



Lo que da al agua su oficio de cauce es el vértigo de la tierra. 

Al aire se le desciñe la altura y su invisible cuerpo agita la copa de los árboles. 

El cielo es un mapa de la luz con el que los poetas y los dioses entretienen la lujuria del tiempo. 

Hay una música de una elocuencia fragilísima en el ocaso de la tarde. 

En la lejanía, un pájaro declina la responsabilidad del vuelo y se deja caer con la absolución unánime de las nubes. 

Cree oír el hombre una luz que se aventura por el pecho y lo reclama con ávara lujuria.

Aves nocturnas consagran su vuelo a recitar la ebria danza de las palabras.

Hemos sido elegidos para contemplar el humo y a tocar con asombro el peso sin codicia de la ceniza.

Todavía arde el reino al que consagré mi cruzada.

"Piedra el rostro ya, el cuerpo amortajado", el llanto igual que un manantial abierto" pides que se te conceda un último deseo. 

La nostalgia, eso pediste. 

Y que la memoria sea un delirio de sangre aventada a besos

mientras el amor te llena la boca de alejandrinos cuando declina el día. 


29.10.22

302/365 Francisco Brines

 



Se cree leer sin que lo leído traspase, pero algunas líneas se alojan adentro y luego no sabemos mucho sobre ellas. Sólo concurren, irrumpen, hacen que lo hablado las acojan y aireen. La memoria no tiene la cabal restitución de las palabras, sino que bandea, se consuela en esa oscilar de lo verdadero a lo impostado, de la incertidumbre a la pura vehemencia. Mueren las personas a las que no conoces, pero con las que has estado en paz y en armonía, con las que has sentido toda la belleza que puede dar un poema. La felicidad que puede dar un poema es enorme. Lo sabe quien haya leído alguno que de verdad le haya calado hondo. Queda simple lo del calar y lo de la hondura. Es inefable la poesía, no se la registra: se pierde algo suyo cuando se intenta explicar. Sólo debe fluir. Permanecer. Hacer que el mundo sea más hermoso con ella dentro. Se mueren los poetas y siguen los poemas. "La luz que a las hojas asciende y las abrasa". Esa era el verso. No sé si exactamente así, Podría buscarlo y corregir, pero no lo haré. Será así como quede en mi memoria. Cuando dé con el poema (tengo el libro a mi espalda, puedo auparme y cogerlo) veré que difiere del suyo ese verso improvisado, hecho mío, mutado, convertido en una especie de extensión de su voz cuando la escuché y creí que me hablaba. Hace eso la poesía: hablarte. Ese diálogo no pertenece a nadie. Francisco Brines es la restitución de la vida cuando se lee. Hay vida leída que trasciende la echada al tiempo y al trasiego de lo meramente ágrafo. Donde muere la muerte (tituló así su pequeño libro póstumo) es donde vive la vida. No es un juego de palabras. Las pautadas elegías de Brines exultan, en su bosquejo de lo acabado, un ardiente inicio. Como un bucle. Como ese feliz eterno retorno. Su contemplar la vida fue la de un epicúreo venido razonablemente a menos, la de un hombre abrasado por la tragedia íntima de ver lo que otros no alcanzan. Leo hoy en un aparte casual del día su poesía con la misma gratitud con la que él debió leer a sus poetas griegos a orillas del común Mediterráneo. Me consuelan y me hieren. Admito haber encontrado el equilibrio. Brines es mesura, cernudiana calma vestida de todo el oropel de la lengua que amó. “Misericordia extraña / ésta de recordar cuanto he perdido, / y amar aún su inexistencia”. Así celebramos su verso, así festejaba el mundo. 

Bill Evans se muere

 



Están por venir los días del frío, los días a los que no le aplicamos esmero alguno, los días sin resplandor, los vacíos, los tristes, los días de Bill Evans en una habitación de la planta de arriba, tocando el piano sin que nadie lo escuche, pero saber que Evans está arriba, 

en casa, tosiendo como si pugnara todo su embebido cuerpo en vaciarse, bebiendo whisky directamente de la botella, sin protocolo ni hielo, buscando en el paisaje que le ofrece una ventana muy grande árboles, árboles grandes, nubes tocadas de tragedia. La pieza que toca puede llamarse Tree. Me sigue pareciendo inquietante que una pieza instrumental pueda llamarse de una forma o de otra. Que se llame Tree o se llame Aspecto número tres o I fall in love too easily. Aceptamos el título, lo integramos en la melodía. No tenemos la misma voluntad con el frío. No le permitimos ninguna excentricidad. El frío carece de ceremonias. A Evans le subimos un sandwich frío de pollo, pero no lo toma. No le hace aprecio siquiera. Estoy en un estado de inclusión, dice. Hace días que apenas habla. Está flaco, está nervioso. Parece un recluso. Tiene tabaco para un par de temas. Dirá que le traigamos un paquete. Le costará pedirlo, pero le pueden las ganas. El humo pesa en el aire. Lo embrumece todo. Cuesta verlo a veces en su banqueta frente al piano. Lo primero que ves son sus gafas negras de pasta. Gruesas. Dan la impresión de que tiran de su cara y la deforman. Bill Evans es un poeta con gruesas gafas de pasta. Se ha dejado barba. La tiene descuidada. Agreste, de loco la barba. El pelo, largo, un poco hippie. Ya no es un caballero pulcro. Ha dejado de cuidar la indumentaria. Tiene los dedos de fumar amarillos y los dientes festejan el arcoíris sucio de la nicotina. Ni las palabras cuida. La voz temblona como si lo que se dice no pujara y todo concierna al miedo. El jazz es una cárcel. Él es el preso, él es la jaula. Mañana es posible que el frío sea lo único de lo que hablemos. Hoy hace calor. Suena el vals para Debbie. La sobrina favorita del jazz. La llevó a la playa. Probablemente no se bañaran. Verían el mar. Haría frío. Le está doliendo otra vez el alma. Morirá de úlcera, escribirán en las necrológicas, tendrá rotos los pulmones, se oirán partirse los huesos, astillarse el corazón, pero morirá de frío. Le dejaremos irse tranquilo. Habrá sufrido mucho. Abriremos las ventanas para que entre el paisaje en la habitación. 

28.10.22

301/365 Jerry Lee Lewis

 




Había mamado gospel de niño en la iglesia pentecostal, pero el efluvio divino no evitó que el mismísimo diablo le hiciera desbocar su espíritu hacia ritmos más enloquecidos así que el muchacho desgarbado y tenso de ánimo que escuchaba las plegarias en la liturgia pensó en levantar su propia iglesia y la llenó de furia y de sudor, de fuego y de alegría . Con Elvis Presley, Chuck Berry, Little Richard y Carl Perkins, Jerry Lee Lewis fue el apóstol del nuevo credo. Se recitaba con los pies y hasta requería en ocasiones algún exorcismo para que el mal se retirara del cuerpo recién invadido y la armonía celestial recupera su cetro en el alma. Era el cuerpo el instrumento de esa fe novicia. Cuando sus padres empezaron a sospechar que el joven Jerry podía estar en serio peligro de descarriarse, le animaron a que acompañara al reverendo al piano. El muchacho aceptó con alguna reticencia, pero no pudo evitar que en mitad de la celebración se despeñara su limpia ejecución bíblica y las teclas restituyeran el sonido del infierno cuando abre sus puertas. Fue expulsado de la congregación y considerado poseído por el azufre del averno. Ese pecador todavía inocente debió sentir gratitud por la revelación y amonestación pública. Sus plegarias, las más íntimas, habían sido favorablemente atendidas. Ahí nació su genio. Ahí está el bautismo de un chico de pueblo que anhela, más que ninguna otra cosa en este o en otro mundo, alternar en tugurios de mala muerte, celebrar el fuego que lo abrasaba por dentro de la única forma que sabía. Ese sonido genuino (nuevo y vigoroso) exigía una adhesión férrea y la encontró en la juventud de un país que acababa de salir de una guerra y, sin saberlo, se encaminaba a otra. Al genio le sobraba carácter y no se arredraba en mostrar ese lado indisciplinado. La feligresía adoraba a sus jóvenes próceres. Había nacido el rock and roll. Probablemente ni él mismo tuvo noticia de esa natividad. Fichó por Sun Records, la meca del nuevo género y grabó en ese crucial 1956 una sesión antológica con Presley y Cash, la panda del cuarto de millón de dólares.. Invitado a tocar en el Brooklyn Paramount Theatre hizo lo que se esperaba, pero introdujo una variante pirómana: cuando se le dijo que el cierre de la noche se encomendaba a Chuck Berry cogió una botella de Coca-Cola rellena de gasolina y cerró su éxito Great balls of fire prendiendo el piano. Supera esto, negro, le soltó a Berry, añade la maledicencia popular, que se pirra por estos episodios de cruda rivalidad de corral. 


Si te apodan The Killer es normal que algún día te hagan dos fotografías con un número al pecho: una de perfil y otra de cara. Jerry Lee Lewis ya talludito, desafiante, sintiéndose rey de un reino que la ley no controlaba, estuvo entre rejas. Había delinquido en algo notorio: empotró su Lincoln Continental del 76 en la verja de Graceland, la imponente residencia del rey Presley. “El puto Elvis viviendo en esa maldita mansión como si fuera Dios cuando no es más que un viejo drogadicto gordinflón que lleva el pelo como una mujer”. Llevaba una Derringer del 38 en el bolsillo y una trompa épica. 

 Este arresto fue posterior a su visita al Londres puritano de los sesenta de la mano de Myrna, su flamante esposa de trece años, hija de una primo suyo.  Ese escándalo cerró su meteórico ascenso al Olimpo de las estrellas del rock. Jerry siempre flirteó con el exceso, pero esa veleidad lo sepultó en el ostracismo. Malvivió con éxitos pequeños y no arrastró a sus fieles a sus conciertos. La contribución a la historia del rock, la del killer, la del salvaje aporreando el piano, bebiendo a morro entre número y número, concediendo a sus biógrafos material exclusivo para escribir páginas memorables de sexo, drogas y rock and roll, no puede escribirse sin arrimar la cuota de tragedia (un hijo muerto, divorcios, penurias financieras) y de leyenda . El pueblo americano lo jaleó y lo olvidó, lo encumbró y lo derribó, pero fue grande y sus pelotas eran de fuego. El mismo fuego que aplicaba a los pianos después de sudar sobre ellos un par de enfebrecidas horas de rock. Esta tarde ha muerto el rey del rock and roll, el loco flamígero, el tipo que escribió algunas de las páginas más memorables de un género inmortal. 

Candles

 


Esperamos ser felices, dar con el libro que nos alivie el trasiego de la realidad, con la historia con la que podamos sentirnos a salvo del rigor de lo tangible, con la canción perfecta, con la conversación maravillosa, pero se obstina la vida en escatimar esos regalos y hacernos vulnerables o frágiles o heridos. Se viene a este mundo a sufrir, he oído muchas veces. No se nos da lo que anhelamos cuando lo necesitamos o cuando vendría bien que se nos cruzara y lo abrazáramos. Tienen los días puertas que no siempre están a la vista o incluso que, cuando las vemos, se obstinan en no dejarse abrir, en dejarnos afuera cuando nuestro afán es franquearlas, acceder a su secreto dominio y son paradójicamente nuestras, como relató Kafka. Estamos hechos de historias. Ellas nos llenan, nos cubren, nos concilian con el girar de los planetas y con el latido del corazón. El error es desear esa felicidad de manera continua e ininterrumpida. Alguien me dijo el otro día que los reveses son buenos. Que está bien encontrarse con una situación dolorosa. El miedo y el dolor están hechos de la misma naturaleza. No se nos educa para acometerlos con entereza, no se nos dice qué cara debemos ponerles, qué palabras debemos usar para que no se nos incrusten y tan sólo nos rocen o nos eludan. Luego están los ratos felices, esos instantes de felicidad pura, inmarcesible, sin posibilidad de que nada las arruine ni las rebaje. Ratos en los que miras el cielo y admiras su azul o escuchas una canción (una de Rufus Wainwright, Candles en directo) y adviertes que el pecho se te ensancha y los ojos se abren y el corazón se pone a latir sin estruendo, pero con más entusiasmo, como si él también apreciara la belleza de la voz de Wainwright o el esplendor del cielo ahí arriba. La asignatura pendiente es esa, la de la felicidad. Deberíamos darla por perdida. Bastaría con aprobar parciales, exámenes sueltos, lecciones fragmentarias, no la totalidad, no la materia completa. Rufus Wainwright hizo ayer que me sintiera inusitadamente feliz durante casi cuatro minutos. Sentí que todo lo que me pasaba provenía de la canción de Rufus. Él me asistía, él me consolaba. 





27.10.22

300/365 Otis Redding



                                          Fotografía: Tony Frank

Leo que un sello grande del soul como Stax fue remiso a adaptarse a los nuevos tiempos y rehusó que su arsenal de estrellas grabaran en aquel primoroso estéreo. También que Jim Stewart, el fundador, blanco y emprendedor, amante del country y del rock-a-billy, desatendió a esa nómina de talentos, a pesar de que la competencia (Motown) mimaba a los suyos. No aprecio esa sutileza cuando escucho los discos de Sam & Dave, Rufus Thomas, Booker T. and the M.G.'s o Isaac Hayes, su más confiable perla, pero a quien adoro es a Otis Redding. A Stax la engulló Atlántico Records, que urdió una artimaña legal por la que se apropiaba de los derechos de las canciones del pequeño (y prometedor) sello de Memphis. Guardo entre mis tesoros discográficos una caja con abundante material de la época dorada de la compañía de soul negro sureño. No truncó el liderazgo de la Motown, pero le hizo sombra durante una década prodigiosa. Redding fue su icono incontestable, una especie de dios negro con todos los ingredientes para escalafonar meteóricamente en el estrellato de la música popular norteamericana. Su muerte, cuando tenía 26 años, cortó esa evidencia y cerró la caja de caudales de la propia Stax, que vivía maniatada por oscuros intereses comerciales que movía el gigante Atlantic desde la lejana Nueva York. Ninguna de sus otros artistas pudo alcanzar el magisterio de Redding. La avioneta que llevaba a todo su equipo (su banda de acompañamiento, Los Bar-Keys) a una gira cayó al lago Monona en Wisconsin. Faltaban tres minutos para que aterrizara. Los mismos minutos que dura la canción que acaba de grabar días antes, la que lo haría no morir jamás, (Sitting on) the dock of the bay. Antes de esa balada inmortal, había publicado soul desgarrador, piezas bruñidas con una sonoridad entre lo tierno y lo volcánico. Sus proezas melódicas fascinaron a los Beatles y Jim Morrison miraba a Otis en los conciertos como si estuviera ante un Jesucristo negro. En el festival de Monterey, cuando los hippies se metían polvo de ala de mariposa y veían colores en el fondo de todos los pozos, actuó gratis, a su pesar, pero plantó su cuerpo de gigante de la Georgia proletaria y recitó un recetario de dolores dulcísimos que, a oídos del gentío, debieron ser salmos del fin del mundo. 

El soul, que es una especie de folk negro impregnado de blues o una especie de blues negro untado de folk, era en los sesenta una música de consumo mayoritariamente negro. Salvo los típicos temazos (When a man loves a woman, la pieza póstuma de Redding o What a wonderful world) los discos de larga duración del género eran pasto de las comunidades afro-americanas y las emisoras regionales. Fue Redding quien levantó el género hacia un consumo más multitudinario. Dejó de ser la banda sonora de los derechos civiles de los negros y el ritmo que le hacía llorar o mover los pies, según terciara, para ganarse un capítulo en la historia de los géneros universales.

Melody Makers, la revista inglesa del rock y del pop, en los sesenta, dijo que Otis era Dios, la mejor voz de la década. Su aterciopelado grito sureño, su teatralidad hechizaba cualquier cosa que cantara. No pudimos saber si el encanto de su voz cedería al peso a veces inevitable de la fama, los bolos y los achuchones de los intermediarios. Él amaba el dinero y acababa de empezar a verlo venir a espuertas. Suele pasar que los dioses acaban pidiendo un micrófono para volver a contar a su feligresía el mensaje de paz y esperanza que alentó su magisterio. No sabremos si Otis Redding hubiese acabado a lo Elvis Presley, enfebrecido por el poder, masacrado por un legado insoportable, gordo y hasta arriba de ego y Andersen. Try a little tenderness, (Sitting ... ), These arms of mine, Fa fa fa fa...,I've been loving you too long o I have dreams to remember (que Robert Palmer bordó en una exquisita versión) son algunas de las gemas que firmó, aparte de componer la gema de Aretha Franklin, Respect. Ahora abro la caja del CD y lo deposito con mimo (reverencialmente) en la bandeja. 

Una historia del cielo

 

 

              Fotografía propia 

A veces el cielo es un elemento más del juego. No se le hace aprecio, no se considera a fondo. En ocasiones, cuando las cosas se tuercen, alza uno la cabeza y lo mira en la creencia de que estamos siendo escuchados. Algunos, en esa plegaria, hablan con el dios que veneran; otros, sin credo, simulan una especie de diálogo con uno mismo, por si llevamos dentro a alguien que sepa de nosotros lo suficiente como para decirnos qué nos está pasando. Quizá ambos entablen también una conversación de la que no tenemos noticia. El cielo es un secreto. No hay otro mayor. El mar es otro. Ante su majestuosidad, nos rebajamos, reconocemos lo irrelevantes que somos, admiramos la grandiosidad del escenario en el que hemos sido colocados. En el juego de los niños, importan la tierra y la luz, los colores y los sonidos. No he visto ninguno que haga participar al cielo. Es uno de esos testigos que lo sabe todo, pero al que nadie llama a declarar. Gagarin, el astronauta ruso, quizá más ruso que astronauta en este caso, al ser preguntado, dijo que había mirado y mirado otra vez por ver si lo veía, pero que allí no estaba Dios. La historia del cielo es una metáfora enorme, una especie de metáfora novelada. Ayer, al mirarlo como se entenebrecía a media mañana, pensé en el poco tiempo que le dispensamos. Miramos si amenaza lluvia o si el capricho de las nubes dibuja bestias luchando, ángeles que se abrazan o catedrales que bailan. Estamos atentos a la ciencia o a la religión, que son el haz y el envés que nos enseñaron de la misma extraña sustancia. A lo que no concedemos atención alguna es a la literatura. Los poetas, que tienen esa mirada que los demás no poseen o no practican con empeño, son los que piensan en el cielo. Le hablan, lo escuchan. Saben, comprenden. Se alegran, se duelen. Al poeta le incumbe el cielo. No es de los sacerdotes, ni de los dioses: es el poeta al que le susurra lo que ha visto y el poeta lo transcribe, aunque no siempre se le comprenda, tampoco busca hacerse entender. Es el cielo el que le habla. Sobre el paisaje, sobre las casas, sobre las chimeneas, el cielo existe: tutela el juego de los niños, vela porque concluya y planea el juego del día siguiente. Al contemplarlo, cuando depositamos en su vasta techumbre toda nuestra fragilidad y nuestro desconsuelo, todas nuestras esperanzas y todos nuestros desvelos, estamos hablando con la divinidad, con lo intangible, con lo etéreo, con nosotros mismos también o quizá únicamente. Hoy, en un rato, al salir de casa, cuando alce la vista y lo escrute, le diré que me asista. No sé bien si valdrá para algo. Si lo que ensayo es un rezo privado, exento de líneas memorizadas y de sintagmas mecánicos. No creo que tampoco sea malo. Tampoco sé si existe un cielo que sea una casa cuando dejemos ésta. No se pueden saber esas cosas. Prefiero pensar que no hay otro viaje que el empezado al nacer y acabado al morir. En lo demás, en el hilo de las metáforas, me dejo convencer por quien me ofrezca un poema que me guste. La mejor homilía es siempre lírica. El mejor cielo es el que nos cubre cuando andamos. 

26.10.22

299/365 Donna Stonecipher

 



1

A la gente le gusta que se la advierta, pero luego hace lo que quiere. Hay quienes caen y no se levantan. Miran el cielo temblando en la bóveda del azul. Dejan que unas hormigas se encaramen al pantalón y fatiguen la sima de un bolsillo. En cuanto se ponen en pie, al considerar la circunstancia de la caída, se dicen que se estaba bien ahí tirados. Algunos lamentan que sea el azar el que los derribe y fuerzan venirse abajo de nuevo, las veces que haga falta. Cada vez tardan más en levantarse. Hay que cuidar no tropezarse con ellos. Los más hoscos te increpan si los pisas. 

2

Ella escribió un verso: declina la tarde mientras apuras un café. Él lo leyó sin demasiado interés y acabó el suyo. Se hizo de noche. 

3

En lo que a mí respecta, no pienso viajar nunca más. Se está bien en casa. Hay una maceta en la terraza que riego a diario. Le pongo música de cámara. Ella crece alegremente. En algún país lejano habrá alguien que viaje continuamente y no tenga macetas en la terraza a las que les arrime música de cámara. Es un mecanismo de compensación. Un cuadro que alguien está pintando todavía.

4

Después de haber discutido con mi esposo las bondades del matrimonio, me sugirió que nos divorciáramos para discutir sin estorbo. 

5

El árbol ya no era el árbol bajo el que se besaron hacía cincuenta años esa misma noche, pero permanecía erguido y había un corazón raspado en el tronco en el que no estaban sus iniciales. 

6

Hemos ido al supermercado a comprar leche, galletas, lejía, pan, cerveza, servilletas y merluza. Al volver, un perro se ha cruzado en la carretera. Al atropellarlo, dijiste: "No querrás que tenga apetito esta noche. Me daré una ducha y me acostaré a leer un poco". Ella no contestó. Cuando recogió los platos y puso el lavavajillas dejó un papel sobre la mesa de la cocina. "He vuelto a ver al perro muerto. Le he hablado de ti. Le he dicho que no has cenado".

7

Ella entra en la habitación de hotel. Deja una maleta de mano en la cama. Entra en el cuarto de baño. Imaginamos que se está aseando. No tarda mucho. Sale con ropa cómoda, como de andar por casa. Abre el cajón de la mesita de noche y saca una biblia pequeñita con unas letras doradas. Lee unas páginas. Se la ve ensimismada. Más tarde abre la ventana y arroja la biblia a la calle. No se queda a ver dónde cae. Luego llama al servicio de habitaciones y se queja de que no hay biblia en el cajón de la mesita de noche. Le suben uno y hace exactamente lo mismo. Lee unas páginas. Se la ve ensimismada. Abre la ventana. La arroja. Llama al servicio de habitaciones. Cuando la situación se hace insostenible y el gerente la reprende, ella entra al cuarto de baño, se viste más formalmente, coge su maleta y baja a recepción para abonar el día o la parte del día en la que ha tenido uso de la habitación. Coge un taxi. Le dice al taxista que se detenga en el hotel más cercano. 

8

Fue besarle y saber que no volvería a besar a nadie nunca más. Fue mirarse al espejo y saber que no tendría que volver a mirarse de nuevo. 

9

Cada ciudad es un hotel. Todos los hoteles son el mismo hotel. Una vez que has dormido en uno, puedes decir que has recorrido el mundo  


Siempre será verano

 No parece que se acabe el verano, nos lo recuerdan a diario, a pesar de que bastaría abrir la ventana o pasear en las horas en que se aplica con más rigurosidad. Se le echará en falta cuando se eche encima el otoño de verdad, no el de ahora, que conserva todavía maneras de estío. Se sacan las prendas de entretiempo, pero seguimos vestidos como hace un mes. Quizá esta permanencia del calor sea culpa nuestra. No pensamos nunca a largo plazo, vivimos el hoy, siempre fue así, no hay esperanza de que cambiemos. Mientras las tramas de ciencia-ficción organizan hogares alternativos, planetas habitables, zonas de confort en el lejano e insondable cosmos, los que todavía vivimos aquí desoímos las advertencias de quienes entienden, pensamos que no es cosa nuestra, ni se nos ocurre especular con la posibilidad de que el mundo que dejemos sea cada vez peor y menos habitable del que nos dejaron. No siempre es la falta de cultura la que propicia estos desafectos: los pronuncia el promiscuo bienestar, su ceguera, el estrés o el caos. A veces concurre la falta de interés. Hay gente preparada y avisada sobre lo que se cierne que sencillamente no le da importancia. Que los que vengan apenquen, vienen a decir. Tenemos hasta mal atendida la casa propia, la de la ciudad en la que vivimos, que cuidamos poco o no cuidamos en absoluto. Sólo hay que pasearla y constatar lo sucio que está, la voluntad de que esté sucia por parte de algunos que no tienen miramiento alguno por evitarlo. Hubo algo que no se hizo bien con nosotros, no se nos contó con calma la película del futuro, nadie nos convenció de que el verano puede durar un año entero. 

Un galope furioso

 


El que conoce el arte de vivir consigo mismo ignora el aburrimiento.

Erasmo de Rotterdam



Hay quien ya no se cuestiona nada nunca y deja pasar los días y observa cómo se persiguen, hasta qué violento extremo se amenazan y se muerden. Los días se muerden y las noches sangran. Los días persiguiéndose, voraces. Pienso en esto, en los días como una bendición (laica, of course) o en una condena (bíblica, claro está) y me acuerdo de un amigo de muy fácil ingreso en el aburrimiento. Un tipo de aburrimiento existencial, patológico, de los adentros menos visibles de su ser. Una de las cosas más terribles que le puede pasar a alguien es que se aburra. Conozco a quien le pide a Dios salud, trabajo, amor. Quien prescinde de la injerencia divina y alimenta la esperanza de que la fortuna, al paradójico modo de un dios caprichoso, le conceda sus deseos. Sé de quien no se arredra en pedir que su equipo gane la liga de fútbol o que la lotería le agracie escandalosamente. Conozco gente admirable que reza a diario para que los santos del cielo no le ignoren, pero cuesta encontrar a quien le pida al azar o a la suma de todos los azares o al cielo puro o a la mecánica cuántica, qué sé yo, que la vida no le permita aburrirse. Que sobrelleve los días sin que una brizna de tedio le aflija. Que se muera a caballo de algo y a toda prisa, en galope furioso, en colmo de brío, agitado por el viento. 


Ya no veo a este amigo (R.M.J.) pero seguro que, de puro aburrido, no se arredraba en eso, no está enganchado al facebook ni le da por ver si los amigos antiguos publican cosas en la Red. De mí decía justamente lo contrario, que era fácil contentarme, que a todo daba asilo lúdico y en todo veía motivo de alborozo.. Como si fuese un vicio o como si mi cabeza fuese ligera y liviana, ojalá lo sea, no es eso un obstáculo para ser feliz, pienso ahora. Sé, no obstante, que no me he aburrido en mi vida. Uno dice estas cosas con un poco de pudor, azorado, turbado por exhibir algo mío que pudiera, en otros, despertar algún tipo de envidia o de perplejidad. Yo lo que admiro es otra virtud de la que yo carezco y que he visto, en ocasiones, en los demás espléndidamente ejecutada: la de no hacer nada y no sentir que el cielo se desploma o que esa cabeza, agotada por esa pasividad improductiva, bombeara veneno, se maleara hasta que el corazón, atento al desquicio de su compañero de batalla, pidiera urgentemente una liberación, un poco de actividad, cine negro de la RKO, un paseo por el campo a la caída de la tarde, un café con los amigos en una terraza del centro, un disco de Mahler, un libro de poemas de Ángel González. Nada grave.


Creo firmemente en la salvación del alma por la vía de la cultura. No se salva porque trascienda la cárcel del cuerpo y se eleve en un paroxismo de pureza y de complicidad con lo divino sino porque está entera y está alerta mientras vive, sensible mientras respira. Al alma la astilla la vida desde que se forma en el feto fundacional. La corrompe y la desguaza. Al alma, a ese artilugio con el que nos enfrentamos al más allá, se le confían labores que no siempre está a la altura de realizar. Se le pide que no se enfangue en demasía, que se preserve del mal y que no se arredre cuando se le exija un plus de valentía, un ir más lejos y salvar algo de lo que nos identifica como humanos. No sé yo eso de ser humanos qué significa en realidad. Si requiere un adiestramiento o si lo más acendradamente humano se revela solo, sin que intermedie la cultura. El hombre, y no les quepa duda de que la mujer también, es un animal temerario, uno lo suficientemente retorcido y perverso como para dañar a su prójimo e incluso para dañarse a sí mismo. No sé tampoco (esto va de incertidumbres a lo visto) si todos estos milenios de cultura (qué sabemos sobre la cultura, qué equipaje tan impreciso) solo han confirmado ese retorcimimiento y esa perversión. Cabe incluso pensar que la mala leche, dicho así de una manera abrupta y pandillera, ha ido creciendo al paso en que la civilización se ha ido esmerando en su progreso.


 Me pregunto si todo el mal que nos aflige no vendrá del dolor de estar solo y de no aceptarlo, de aburrirnos y de no saber con qué aliviar el aburrimiento, de estar delante de una pantalla de televisión y no advertir el movimiento de los planetas. Al alma, al alma que se esfuerza en irse conociendo y en no contradecir más de la cuenta lo que le conviene y agrada, la voy yo mimando en lo que puedo. Hago de esos mimos un oficio. El día en que todo se pone en contra y el gris ocupa el cielo es porque la he descuidado o porque le he dado la espalda. A veces me basta sentarme un momento y recapacitar sobre lo que se ha fastidiado. Pensar en el movimientos de los planetas. No siempre funciona. Hay ocasiones en las que no hay manera de echarla andar de nuevo. Al alma, digo. No hay forma de que sonría y se apueste en la barra de los bares y sienta que el mundo fluye, los planetas registran órbitas fabulosas o que la lluvia, en la calle, está preciosa. Y entonces, pensando en eso, cayendo en la cuenta de esas cosas, alejo el aburrimiento y noto que el corazón se me espabila, la sangre se me encabrita en sus aljibes y el pecho se me abomba por el peso puro del aire recién ingresado. Ojalá suceda siempre, ah amable lector. Como si hubiese un interruptor por ahí adentro que nos encienda y nos haga ver la secreta hondura de las cosas, el nombre de Dios o la fórmula que permite la alegría sencilla de sabernos elegidos de algo.

25.10.22

298/365 Ray Bradbury

 



Los colonosRay Bradbury

Crónicas Marcianas.

Traducción de Francisco Abelenda.

Ediciones Minotauro (1993).



Los hombres de la Tierra llegaron a Marte.

Llegaron porque tenían miedo o porque no lo tenían, porque eran felices o desdichados, porque se sentían como los Peregrinos, o porque no se sentían como los Peregrinos. Cada uno de ellos tenía una razón diferente. Abandonaban mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades odiosas; venían para encontrar algo, dejar algo o conseguir algo; para desenterrar algo, enterrar algo o alejarse de algo. Venían con sueños ridículos, con sueños nobles o sin sueños. 


The boy in the bubble, Paul Simon, 1986


 These are the days of miracle and wonder

This is the long distance call

The way the camera follows us in slo-mo

The way we look to us all

The way we look to a distant constellation

That's dying in a corner of the sky

These are the days of miracle and wonder

And don't cry baby, don't cry

Don't cry



I

No hay un manual para mirar al cielo. Está el azul y están los mapas de las nubes con la hermosa bóveda de estrellas en la alta noche. Se nos educa para mirar el suelo y no perder el paso, pero dependemos del techo que nos cubre, cobija y tutela. Ignoro (porque no soy un hombre de fe y mi descreimiento no soporta las metáforas que no comparto) el modo en que los creyentes registran las exploraciones celestes en su disco duro de creyente, que será un alma confiada en que hay otra vida después de ésta y en que los actos que realizamos en los días terrestres son los que nos invitan a los que haremos en los días celestiales. Por eso lo de Marte me parece un triunfo del hombre y de la ciencia con la que araña los misterios del cosmos. No saber qué hay por ahí arriba, en las islas envueltas en niebla del firmamento, en el oscuro infinito sobre el que hemos construido todas las religiones y todos los libros mistéricos, hace que el hombre sea astronauta antes que agrimensor. La tierra que pisamos y aramos, la que nos bendice con sus frutos, con la que enterramos a nuestros muertos y en la que edificamos nuestras casas, no ha dejado de ser nunca un territorio familiar, pero ah el espacio, la biblia del cosmos. El astronauta que todos llevamos dentro se extasía con la posibilidad de que haya otros astronautas hermanos en algún rincón del cielo, como dice la canción de Paul Simon. Que haya en algún punto infinitesimal, a trillones de años luz, no me pidan que sepa lo que digo, una población de alienígenas ( los alienígenas somos nosotros, no crean, todo es cosa de mirar de un lado o de otro) que planee visitarnos en serio, dejándose caer en la Gran Vía como el africano de Radio Futura. A la nave que manden a Marte tenían que lllamarla Bradbury One.  No basta que el año en que falleció la NASA, que acababa de colocar uno de sus vehículos prospectivos en el suelo marciano, llamó a ese lugar Bradbury Landing. Todos somos, en el fondo, piadosos creyentes de la astronomía. La magia es la que mueve el corazón. En la ciencia, en ese batiburrillo de cables y de máquinas carísimas que hurgan las tripas del cosmos, está la religión del futuro. Dios es una fórmula química, seguro.



II

 Se lee a Bradbury como si fuese solo un escritor de ciencia-ficción, pero esa era la etiqueta, un traje que convendrá para quién sabe qué cosas editoriales. En realidad es un humanista. Borges lo leía con admiración. Se preguntaba cómo esas fantasía podían tocarle de manera tan íntima. A sus argumentos los categorizaba como "deleitables terrores". Hasta prologó una edición de sus Crónicas marcianas. La idea es contarnos qué pasará cuando no estemos o incluso qué está pasando sin que lo percibamos, nada que no haya hecho casi cualquier otro escritor en cualquier otra época. Lo distintivo de Bradbury era su incansable vocación de poeta. Paradójicamente era un hombre que no sentía especial predilección por la tecnología. A veces expresaba hasta cierta animadversión hacia las máquinas. En sus obras, con más o menos insistencia, las hace malvadas, las convierte en un objeto amenazador, en una especie de cuerpo invasivo que acabaría por derrotar el imperio del espíritu. Su trabajo era metafórico. Su intención era didáctica. Más que meter la aventura en sus relatos (como sus adorados Verne o Wells), a Bradbury le fascinaba hacer pensar a sus lectores, confundirlos, hacerles caer en la misma abstracción que a él lo devastaba por dentro: qué seremos cuando no seamos lo que somos, qué habrá de lo que dejamos atrás cuando el futuro nos engulla. Una de sus debilidades era desajustar la épica en el relato, conducirla a un terreno más pedestre, no elevarla a un inaccesible plano narrativo. Los muertos de sus historias podían morir del modo más prosaico posible (el astronauta que arriba a Marte es asesinado por un marido celoso, luego de que su marciana esposa le cuente el sueño que ha tenido y en el que ese alienígena terrestre aparece deslumbrantemente). El Marte de Bradbury es casi como la avenida que cogemos cuando vamos al trabajo: la ocupa la costumbre, la llena de tedio la soledad y la rutina. Toda la maquinaria colonial de los humanos que llegan allí queda ninguneada cuando comprueban que esa Arcadia o ese Eldorado (míticos los dos) no pasa de ser una franquicia de sus pequeños pueblos o de sus grandes ciudades terrestres. A esa civilización invadida la devasta la enfermedad que esos hombres traen desde nuestro planeta azul. En esa sutileza radica la extraordinaria capacidad narrativa de Bradbury: nos hace pensar en lo que tenemos más cerca ofreciéndonos el espectáculo (gris, en el fondo) de lo que tenemos más lejos. 



Un corazón solitario

 


El corazón es un cazador solitario.

Carson McCullers


No confundas el tic tac del reloj con latidos. El tiempo no tiene corazón.  

Miguel Cobo


Se le hace poco aprecio al corazón, no se le mira, apenas percibimos su abnegada contribución a que el resto de las piezas de la maquinaria del cuerpo funcione y podamos ver los árboles y el cielo y tener las palabras y olvidar los duelos. En ocasiones, escuchamos cómo se envalentona y sentimos que puja adentro y se encabrita. Anoche creí que, en su pugna, obcecado en cosas suyas, se liberaba y huía de mi pecho. Al abrir los ojos, aunque la oscuridad me cerniera y no tuviese luz que me distrajera de lo que me atemorizaba, comprendí que era bueno y era fiel y me amaba. 


Uno tiene que llevarse bien con quien le conduce y le arropa y le acuna. Tengo con mi corazón el más grande de los afectos. Le profeso una devoción antigua y honesta. Tal vez le desatienda en ocasiones, no le cuide y, a la vez, le pida que sea yo al que cuide él. Es fácil olvidarse de que existe, no hacer aprecio de que es nuestro, darnos únicamente cuenta de que late cuando le echamos a correr o cuando la emoción o el amor o el miedo nos embarga. No sé el porqué de estos descuidos, no sé muchas cosas tampoco. Sé que cuenta las sílabas del poema que soy. Hace ese cómputo en secreto, sin alardear de la cifra, sin que nadie se asombre, sin caer en lo fácil, en decir llevo toda la vida haciendo a solas mi trabajo, el que me encomendaron, no es que sea el mejor de los trabajos, pero es el mío, lo hago lo mejor que puedo, me esmero en pasar desapercibido, en no hacer ver que estoy aquí, pero hay ocasiones en que se me pide más de lo que puedo ofrecer, me hicieron depositario de las pasiones, dicen de mí que no pienso, no me trajeron para pensar, respondo, no confundáis el tic tac del reloj con latidos, el tiempo no tiene corazón, el tiempo avanza como una flecha loca, el tiempo es lo que estoy hecho, me acabaréis dando un disgusto, me vais a matar, me vais a matar


Vamos los dos a una, mi corazón y yo. Unas veces es dulce el confort que me procura; otras, según su antojadizo criterio, es un invitado grosero, que se encorajina o se turba o se agría sin que yo pueda evitar esos desaires. Es de amor lo que más le exigimos. Nos han contando que el corazón es el timón (el báculo o la llave, todo vale) con el que el amor se vale para avanzar, incluso para permanecer tan sólo. Lo hemos visto dibujado en troncos de árbol, en paredes de casas viejas y en hojas de papel de cuadernos de colegio. Hay miles de canciones hermosas que hablan del corazón y dicen de él lo que sólo los poetas, cuando les asiste el numen, podrían. Mirado con detenimiento, abierto para comprobar su peso o su textura, su nervadura y su firmeza, no es gran cosa, es una masa viscosa, un obsceno cuerpo del que sabemos que tiene cámaras y túneles, vasos que comunican y líquidos precipitándose por ellos, anegando cavidades, fluyendo nerviosamente. Observado de cerca no se advierte su nobleza, esa persistencia suya por continuar, sin saber por qué y hasta cuándo, pero continuar, sortear el gris del aire, hacer que el ruido no apague la melodía, sentir que el peso del mundo es amor, como cantaba Hilario Camacho y registró Ginsberg en un poema. Mientras tanto, duele el aire, se torna duro el aire, se entenebrece el aire y las ruinas ocupan el escenario. 


Un hombre busca belleza en lo que le queda, que es poco, pero el corazón de pronto ha brincado, un latido ha hecho percutir al corazón ensimismado, ese corazón desenhebrado del alma, ocupado en sobrevivir con su cuota antigua de sangre. Quizá la música engarce lo roto, semeje un nido para que el pájaro desista del vuelo y encuentre quietud. Se ha desprendido el hilo de esa belleza. Un viejo tocadiscos que ni siquiera suena hará que la melodía trence volutas en el corazón del que escucha. Cazará en solitario. 

24.10.22

297/365 Charles Marlow y el capitán Willard

 

 


 Ilustración: Adam Maguire



Vengo teniendo la costumbre de pensar en un autor a los ojos de otro. Pienso en Julio Verne como si lo razonara Stephen King o a Borges lo cruzo con Garcia Lorca. No hace falta que sean autores que coincidan en sus disciplinas. Stravinski puede escucharse leyendo a Kafka de modo que la música impregne el cuento o el cuento, conforme se va leyendo, mudara el sentido o la impresión que nos proporciona la música. Una sinestesia o un lejano palimpsesto. Es un juego divertido, tal vez, a mí me lo parece, pero a veces no sé conciliar algunas de las inclinaciones estéticas o intelectuales o musicales que se me van ocurriendo y solo resulta un batiburrillo, un cóctel innecesario. Deja de ser divertido cuando no se me va de la cabeza la idea de que Bécquer ponga letra a las melodías de Extremoduro o imaginar con qué trazos narrativos haría Machado un cuento a lo Lovecraft. Se envicia todavía más la historia cuando la realidad se obstina en ponerme a huevo (dejen que use la burda expresión) material con el que engolosinar este capricho enteramente mío. Puestos a agotar la travesura, estaría bien pensar en adelante en Rubén Darío como autor de El Quijote -en un ínclito lugar de la ubérrima Mancha-. Solo me movería distraerme: dar en la periferia con lo esencial, encontrar en lo irrelevante alguna sustancia que me marcara. Sería recomendable (me digo) volver a leer El corazón de las tinieblas después de haber visto Apocalypse Now. Hay más hilo del que tirar ahí. Conrad contado por Coppola, sí, pero quizá también al revés y pensar en Kurtz, ese agente comercial de marfil,  ese semidiós, ese infrahombre, en su pequeño reinado en la jungla, como si lo acabase de escribir Conrad. Se deja lo leído conducir por lo vivido y la vida, en ocasiones, permite que las lecturas la conduzcan también. No hay nada que no sea abrazado por cuanto lo rodea. El cosmos entero, ah el inasequible cosmos, es una fiesta de contrarios que se aman. Alucinados, en trance, los invitados recogen los últimos vasos y se van, bosque adentro, hacia lo oscuro, da igual que sea en el Congo colonial devastado por Leopoldo II de Bélgica o en el Vietnam bélico televisado urbi et orbi para que los encuentre Marlow o Willard. Los dos buscan a un héroe y los dos dan con un bárbaro. Escriben sin ahínco una historia universal de la infamia y de la crueldad: la del hombre arrojado a verse a sí mismo enteramente, el hombre desatado y sin moral, que ejerce el mal en la oscuridad, en lo profundo del bosque, para que nadie lo redima y muera sin otro espectador que él mismo .

Los letraheridos

 



Hay palabras que contagian en el momento de escucharlas un amor sincero y puro al lenguaje. No hace falta que uno sea un filólogo: basta que el sonido penetre y se produzca ese prodigio que consiste en el matrimonio absoluto entre el símbolo y lo simbolizado. Una de esas palabras es "letraherido". Proviene del francés y luego fue el catalán el que la difundió hasta el volcado al castellano. El lettreferit es un obseso de las letras, un amante empedernido de la palabra escrita, aunque el Diccionario del uso del español de Seco, Andrés y Ramos no aporte ese sentido (no es su función, tal vez) y quede en una acuñación sencilla de alguien que es "aficionado a las letras o a la lectura". Conmueve la idea de herida, que es un rasgo poético, de roto interior empadronado con el manejo pedestre de la lengua, exenta de intimidad las más de las veces, prosaica, útil sin más. El hecho de que alguien la use explicita un modo no solo de hablar, sino de entender el mundo, de situarse lingüísticamente frente a él. El nuevo diccionario de la RAE ha calzado ya el matiz dramático: letraherido es el que "siente una pasión extrema por la literatura". Como si la literatura pudiese conformarse con un ahínco menor. Tengo muchos amigos letraheridos y otros que no lo son en absoluto. En el término medio, en la bondad de la mesura, está el lector que no padece herida alguna y lee sin que eso malogre ninguna otra actividad que le concierna o que le arrime un placer que, caso contrario, no disfrutaría o vería francamente mermado. Leer como quien pasea o sale de terrazas o ve películas de la RKO o se cepilla los dientes tras al almuerzo o se asoma a la ventana y ve pasar coches antes de irse a la cama. Cosas de todos los días. Quizá bastara eso. Que leer fuese algo incorporado a lo diario, sin más alharaca. En lo que me concierne, leo a bocados, de manera convulsa a veces. Otras, las menos, leo cuando encuentro el hueco. Es el hueco el que organiza las lecturas. Tendríamos que rebelarnos contra la dictadura del hueco, pero no hay manera. Obedece a un mandato ajeno e invisible. Es de la velocidad esta vida que sucede alrededor nuestra. Un amigo me dijo hace poco que leía cada vez menos. La ficción le parecía un recurso secundario. Argumentaba a su manera, lúcida en parte, pero su convicción era la de alguien que ha perdido ese hábito, sin que ningún otro lo haya reemplazado. Dejarse ir, dejarse vivir, vendría a ser su nuevo afán. Ya mismo habrá otra palabra que apure más lo del dolor al leer, lo de la pasión, lo del roto. Mientras sucede, letraherido es bien hermosa. 

23.10.22

Un mapa de agua

 



Al azar se le confía a veces la cartografía de la realidad: la muda a su antojo, hace de ella cosa nueva o la remoza hasta que apenas queda algo de lo que fue en un principio. Tal vez no sea ese azar el que escribe y todo cumpla un vaticinio, una especie de texto escrito que poco a poco va cobrando su lugar y se ofrece con singular oficio. Ve uno cosas que no comprende y permanecen en penumbra las que con más sentido apresa. Siempre me gustó observar esas anomalías (o serán piezas cabales de una lógica que no comprendo) con las que la naturaleza nos hace pensar en ella, como si eso hiciese falta. Ayer hice parada ante un charco improvisado a mi paso. Saqué el recurrido móvil y registré el hallazgo. Era América del Sur. Los movimientos tectónicos le habían añadido una masa continental cercana que no reconocí como África y alguna poco apreciable disimilitud en el trazo costero, pero quizá esa discrepancia cartográfica me pareció una licencia o una premonición, como si la primeriza Pangea siguiera su curso con morosidad (lo sigue con absoluto y metódico cartesianismo) para que nada permanezca y cada cosa tenga un lugar huidizo y en nada prevalezca algún afán de permanencia. Ni nosotros permanecemos. Se adueña de la voluntad un deseo de fuga y también de quietud. Como si el azar (qué será, nadie lo ha descrito todavía con propiedad) dictara su lenta sinfonía de varianza y de caos. 

296/365 La mujer de Lot





En Lucas 17.32-33 el Señor Jesús nos dice: «Acordaos de la mujer de Lot. Todo el que procure salvar su vida, la perderá; y todo el que la pierda, la salvará»


Tríptico de la mujer de Lot (con coda de malecón)

I

Duelen las palabras que la muerte previsible 
va escribiendo en el aire. 
Festeja la cópula rota de los amantes 
a los que sorprendió 
el ojo de Dios en el oscuro cielo. 
La historia luego se cuenta de otra forma, 
pero la vida es lo mejor que conozco, 
dice la mujer de Lot en el momento 
en el que la fulmina la mentira 
y los ángeles escupen lenguas de sal
sobre su cuerpo desobediente y limpio, 
obligado a correr y, en la fuga, a soñar.

II

No debo mirar atrás, dijo la mujer de Lot, 
y advertir que nadie contempla nuestra fuga. 
En estas libaciones frívolas de la razón, 
en esta herida pura,  encontrar el silencio como un bálsamo, 
dulce como labio que galopa y escarba y fecunda 
todo este entusiasmo, las tardes infinitas sin épica 
ni aliento en las que todavía conducirnos sin miedo 
por todos los venenos ciegos del mundo.

III

En las calles del infierno la luz está hecha de grumos. 
De vez en cuando una música improvisada 
abastece 
una felicidad sencilla como de jardín victoriano 
al que de pronto ilumina el sol 
después de un fin de semana escandalosamente lluvioso. 
Hay un corro de mujeres que fuman tabaco negro cubano 
y discuten sobre la historia de la mujer de Lot. 
Lo hacen con ardor, pero se desapasionan sin enfado. 
Los ocasionales transeúntes que las miran no se detienen, 
pero no apartan los ojos de los cuerpos 
ampulosos de hembras condenadas 
que no saben 
con qué matar definitivamente el tiempo. 
Porque en el infierno hay que matar el tiempo 
y se habla casi de todo de lo que sucede afuera. 
En el cielo, en cambio, el tiempo no existe, 
la luz está hecha de luz primitiva, limpia y perfecta. 
En ese aburrimiento de avenidas celestiales y cánticos puros 
nadie cuenta la historia de la mujer de Lot 
ni corros de mujeres fuman tabaco negro cubano.
Es un eco de otra luz. 
Es el libro que nadie lee. 


adenda:
Esmeradamente publicado en abril del 2009 por Luis Felipe Comendador, un artesano metido en poeta o viceversa o serán la misma cosa ambas, en una obra conjunta sobre la mujer de Lot, que desobedeció a Yahvé. Aquí me permito podar un verso y plantar algún otro. 

22.10.22

295/365 Johnny Cash y el reverendo Bill Graham

 


La de plegarias atendidas que debieron sentir estos pesos pesados de la cultura americana del siglo XX. Quizá ninguna exenta de tributos pecuniarios. Al tipo de la izquierda le bastó susurrar el dolor del pueblo llano con su voz profunda, entonar himnos de redención en garitos y prisiones  y convertir su cancionero en una especie de recetario popular para curar las heridas del alma. Nadie mejor que él para aplicarse su propia medicina. Johnny Cash fue un tipo difícil al que el azar le bendijo con la gracia de saber cantar para los convictos (todos penamos, todos lo somos) y meterse en su dolor y hacerlo propio . Eso no es fácil: cuando uno es una estrella del pop o del rock se adivina una capa de dramatismo impostado y otra, más abajo, de impostura controlada, financiada o supervisada o patrocinada por los que gobiernan los hilos del show business, que debieron frotarse las manos al descubrir que podían construir un idolo de masas con mimbres populares, con historias de la calle, con la sencilla rendición de su provincianismo, de su épica anónima y redentora. Johnny Cash llevó el country y el folk a las listas de éxitos en donde triunfaba el rock y el pop y sacó del ghetto gremial, de las praderas íntimas y de los desvencijados caminos vecinales que se esconden de las grandes autopistas y tutelan el verdadero espíritu americano, el que no lastiman las multinacionales ni el advenimiento de la decadencia, instalada en las ciudades populases, en sus avenidas sobrecrecidas de decadencia y de venenoso progreso. A Johnny Cash no le tembló la moral cuando se dejó querer por los vicios capitalinos y se entregó sin ambages al destrozo físico a base de drogas y de alcohol. Tal vez vio en sueños que ese descenso al infierno podría inspirarle más y hacerle cantar con más aplomo, demostrando en cada sílaba (sólo él sabía hacer eso) el peso de su experiencia, la rica retahíla de dolores que habían socavado su hombría profunda, su tristeza inteligente y bien explotada. 


El tipo de la derecha  es el reverendo Billy Graham, un iluminado de los caminos que alfombran el cancionero de Cash. Uno de esos tipos que cree haber visto a Jesús y haber recibido el mensaje de sus labios directamente a su oído interno, el que está más cercano al alma, uno de esos mesías de la América profunda que vieron en el mensaje de la fe la vía para escribir ceros en su cartilla de ahorros. Elevó el sermón apocalíptico a la categoría de arte (subversivo y teatral) y asesoró a varios presidentes de los Estados Unidos. Su negocio pastoral Livia millones de dólares y era considerado como una personalidad de la cultura. Siendo un mozo libre de pecado y limpio de temores bíblicos, fue obligado por su padre a ingerir cerveza hasta que la vomitara. Así se forjan personalidades duras, hombres conjurados a vencer las veleidades del espíritu sin otro sostén que el libro de libros y una voz recia que les dicta pasajes sublimes de la historia universal de la salvación eterna. En los Estados Unidos de América pasan estas y otras cosas: un reverendo se granjea el favor del pueblo y rige los destinos de un país de modo que hasta los presidentes lo buscan, le piden consejo y terminan por asistir a todos los sermones que esos iluminados recitan ora presos de una sacudida mística, no seré yo quién ponga en duda los vericuetos fisiológicos de la fe, ora agarrados a un deseo irrefrenable de ganar pasta gansa y manifestar al mundo el mensaje recibido en privado, en orgía doméstica, ora puro y honesto, yo qué sé. 


Cash y Graham son dos iconos indiscutibles. A mí me habrían encantado compartir con ellos una mesa de bar. El abstemio (obligado) Graham y el ebrio (sin ambages) Cash compartiendo el texto íntegro de su misión en el mundo. Los dos tenían una: el trovador investido de la gracia de la comunicación total con su feligresía, vendiendo discos, llenando auditorios, cárceles, creando una imagen nítida de un american hero, el self-made man que se aprivisionó de cordura y leyó la palabra de Dios, vestida de country, insuflada de aliento testamentario, de metáforas de lis tiempos virginales, contando a cielo raso, en iglesias, en tugurios de comarcal, historias sencillas que llegaban al corazón primitivo, no tocado. Graham prescindía del vozarrón lírico de su amigo Cash: se bastaba con manejar una sintaxis engolada. La fe, la que nos venden en esa visión simplista de los medios, se maneja con un cierto tipo de vocabulario, que prende con extrema facilidad el entusiasmo popular. Graham, a pie de barra, con el amigo Cash, en una licencia poética y etílica, debía explayarse, a golpe de whisky, fumando, dejando marchar las horas bajo la vigilancia de algún dios caprichoso y rudimentario, embutido en un traje de barra y de estrellas, supervisor sublime de la creación mitológica de un país. Graham tiene su web a pleno pulmón: ahí están las plegarias atendidas y las que faltan por cumplimentar. Están los diarios del líder espiritual y el peaje del trance metafísico: abone usted unos dólares y su conversión se producirá con más fluído empeño. La evangelización del descarriado precisa de estas aportaciones. Cash también tiene su página en la red, y te planta en las narices, nada más abrirla, un epitafio, un hermoso trabajo de los diseñadores que demuestra a las claras la raíz nítidamente religiosa del trabajo de este hombre, su filiación final, el destino al que encauza su travesía vital, pero a mí, lector ocasional de biografías, atento escuchador de los susurros que las biografías cuentan a quien presta oído, me fascina esa foto en la que los dos hombres miran con cansado desafío al fotógrafo. Me fascina, sobre todo, esa cruzada emocional a la que se entregan sin desmayo, el recitado bíblico en actos multitudinarios, la gentil ayuda para recabar fondos, la novela misma de la salvación de sus conjuradas almas. Nada nuevo: nada que no conozcamos aquí, en esta lejanía, pero en España la fe no escribe en el Billboard o en los 40 principales y los reverendos, salvo chabacanos y aturdidos por el ruido mediático, no se prestan al comercio puro, a la cobranza de los parroquianos por vías excesivamente heterodoxas. ¿O sí? Tampoco tenemos un trovador como Johnny Cash. Grahams debe haber a manta, aunque se visten con otros ropajes y actúan con otro playback. 


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