Hay días de una mansedumbre muy tierna. Ves lo que te rodea como si no te incumbiera, aunque actúes y te ofrezcas y nada se distinto a lo de ayer o a lo de siempre. Es el principio de incertidumbre de Heisenberg que le gustaba tanto a una amiga mía. Todo lo que tocamos se corrompe o se ennoblece, añadíamos. Depende de qué mirada apliquemos. Ni siquiera es algo en lo que intervenga la voluntad. Lo arruinamos o lo embellecemos como si nos guiara la mano el azar. No tengo tiempo para escribir como querría de todas estas cosas. Dejo notas, fragmentos, líneas a las que volver. Viene uno al blog de vez en cuando y se explaya en cinco minutos, cuenta lo que se le ocurre, se desahoga (imagino que al final escribir es una especie de evacuación unánime de todo el cuerpo) y sólo importa que el texto fluya y se envalentone solo, como si no fuese ya cosa mía y no tuviese sobre él ninguna responsabilidad. De hecho, al releer lo que se ha ido escribiendo por aquí o por otros lados, no tengo la conciencia de que esa incontinencia sea mía, la contemplo como ajena, escrita por otro, leída con la misma fascinación o idéntico repudio. Cosas que no te incumben y, sin embargo, no puedes vivir sin ellas. Sigo.
8.1.21
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