28.9.24

Escribir la luz

 



No sé cuántas tarjetas de memoria o discos duros portátiles tengo, pero en casa ya no hay cajas de zapatos llenas de fotografías. Las contenemos en esos álbumes del todo a cien chino. Hay algunas decenas. Tienen números escritos en pegatinas en su lomo. Uno, quince, treinta y tres. La memoria se fractura con estas renuncias dictadas por el hilo de los tiempos o convenidas para hacer llevadera la tarea de fotografiarlo casi todo ahora que la cámara oscura ha sido sustituida por la alta tecnología y no cuesta nada registrar todas las puestas del sol del mundo y etiquetarlas en un archivo cifrado en las tripas de una máquina.

Roland Barthes, en sus “Mitologías”, en su indagación semiológica, dejó escrito que la fotografía era un ejercicio de «suplantación analógica de la realidad»  al dar a lo registrado en la cámara un lenguaje propio, una manera de fijarlo, una especie de advenimiento fabuloso de un simulacro. El que mueve una cámara y busca un enfoque óptimo o una luz que le agrade se está transformando, aunque sea liviana y brevemente, en un artista, en un censor, falible, epifánico a veces, en un cineasta de sí mismo también, pero la memoria no guarda películas, guarda fotografías. Por eso admiro a quien estudia lo que observa y lo razona y lo traduce a la conveniencia de su propósito, el que ejerce de poeta y hace palabras de luz de lo que a la vista carece de texto y es solo la contención de una fugacidad, su exposición sin tasa. Plasmar lo que fue deviene un sentimentalismo puro también. El retrato dice quiénes fuimos: podría argumentarse que el que se mira en ese pasado detenido no se reconozca, por más que algo suyo persista y haga su labor de vínculo. Luego está el concepto de la nostalgia: fotografiamos para no confiar enteramente en las facultades de la memoria, para crear una memoria alternativa, propedéutica. Lo que sucede una sola vez (sigo con Barthes) «se reproduce infinitamente». Hasta un paisaje (o una fuente en un patio o una ventana cochambrosa en una pared) se adhiere de esa especie de milagro que sanciona la locuacidad del tiempo y crea una realidad a salvo de su rigor, permanentemente revisable, sin fisura, única en todos los aspectos. No habrá dos fotografías iguales. La fuente no será nunca la misma. Es cosa de pensar que ni siquiera este texto sea el mismo cuando el amable lector acuda a él más tarde, en el futuro. No será ni siquiera el mismo lector. Todo eso lo dijeron los griegos.

Lo que la naturaleza le cuenta a la cámara es distinto a lo que le cuenta al ojo, escribió Walter Benjamin. En la captura del objeto fotografiado hay una fulguración, un destello, un quebranto (dulce, brusco) de la rutina, que de pronto ha sido violentada por la percepción de algo que la urge a descomponerse, a dejarse invitar por la zozobra. Tal vez estemos perdiendo la capacidad de ver fotografías con ese preliminar teórico (o sentimental). La narratividad de lo fotografiado excede a veces a la que proyecta la pintura. Es el ojo el que se siente cómplice de lo fijado en el papel, de ese instante en donde la realidad se detiene y se eterniza. La pintura, bien al contrario, es una narración ya avanzada en el momento en que se observa. Participa de las emociones, sucumbe al hecho primordial de que toda la luz que fija en el lienzo es luz pensada, luz convertida en pensamiento. El observador se dedica a seguir la senda, que está obligadamente ya marcada, abierta y en disposición de uso. Lo que se fotografía preserva un momento que de otra forma se perdería, se convertiría en pasto del feroz olvido, que tiende a escamotear o a cancelar el vigor de la realidad, su perseverancia. Man Ray fotografiaba lo que no deseaba pintar: “las cosas que tienen ya una existencia”.

Me gusta mucho el ardor con que Muñoz Molina habla siempre de la fotografía en sus sueltos de prensa cultural. No comparte la mezquindad con que algunos teóricos fijan la fotografía como un (cito) “reino frío y fortificado contra el mundo, en un club exclusivo, en una secta dotada de la pertinente jerga, del imprescindible hermetismo”. Al que ama la fotografía le gusta saberse partícipe de un privilegio que, en cuanto manifestación artística, no está al alcance de todo el mundo. La cámara será lúcida si el ojo lo es. El fotógrafo sabe que está contribuyendo a la construcción de un imperio de los sentidos, uno invisible, que se materializa en cuanto el ojo avisado, el que entiende los códigos y los patrones, los vicios y las técnicas, contempla el papel impresionado, aunque sea en una pantalla o en una televisión de última generación. Barthes, en su oficio, en ese hurgar en lo real y en ese subvertirlo, es un poeta, uno que no es indiferente a nada de lo que le rodea y se declara observador universal, paciente detective, obrador de una sustancia sensible que opera bien adentro de cada uno. Al pensar en Barthes pienso siempre en mi maestro Luis Sánchez Corral, que nos dejó, y en cómo echo en falta conversaciones sobre la ficción y sobre la metaficción, sobre la violencia de la fotografía y sobre la prosa de Haro Tecglen en los bares que rondaban la Facultad.

Quizá, en fotografía, en los retratos, se retrate el alma. Eso pensaban los primeros fotógrafos, los que dejaron el daguerrotipo y vieron la maravilla de la cámara fotográfica y cómo podían escribir la luz al manejarla, detener el tiempo, todas esas cosas que en principio están fuera del alcance de uno y sólo se reservan a los poetas finísimamente dotados de sensibilidad y de genio. No creo yo en otra alma que no sea la que me asiste cuando la belleza me ronda. El alma es ese misterio que nos acerca a lo mágico. Yo he visto el alma de muchas personas alojadas en su retrato, en su cara entre otras caras, en su figura engañada entre otras figuras. El alma que yo conocí vuela de la fotografía a mi cerebro y me convence de que la instantánea es en verdad un mundo hermético al que sólo al portador de la llave, al obrador de la causa de la magia, se le permite entrar. He visto desfilar historias que no existían en mi conciencia y que estaban ahí alojadas, en la foto, en el teatro de las sombras compartido, secretamente custodiado en una caja de zapatos, en un disco duro, en un marco expuesto a la vista de todos, en las páginas de un libro, como un marcador emocional que nos guía y se convierte, a su modo, en un personaje más de la trama.

No tengo una gran cámara de fotos. Ni pienso tenerla. Soy de los que no sirven para hacer grandes fotografías como tampoco soy de los que puedan embarcarse en aprender a tocar un instrumento. Todo eso ha sido intentado y en todo he advertido obstáculos. Algunos, insalvables. Está bien que escriba de vez en cuando, en este balcón público. Esa es mi única contribución a la creatividad universal y tampoco sé si la ejerzo con oficio o es tan sólo un entretenimiento sin propósito, un registro, uno de esos diarios que escondíamos con empeño y que escribíamos a hurtadillas, privando al mundo del ser sentimental que en el fondo éramos. Uso la cámara del móvil (qué aberración) con frecuencia. En días elegidos, cojo mi pequeña Leica. Me limito a fijar instantes, qué otra cosa podría. Los amigos fumando en la puerta del restaurante, la puesta de sol en Rota o la de los hijos al pasar de los años, como testigo casi involuntario del paso marcial del tiempo, de cómo nos vamos haciendo viejos, de cómo con lo que le entregamos se hace rico y nos deja a nosotros bien pobres, como escribió Rilke. Mi pobreza es buscada. La festejo. Admiro el trabajo ajeno y no siento ni vocación ni deseo de postularme como fotógrafo. Aprecio mi pobreza en lo que vale, en la medida en que me permite disfrutar de un arte sin tener que practicarlo, sin sentirme obligado a vivir en los dos lados, a sentir lo que se siente en ambos. Escribir construye mejores lectores y viceversa, me dijo un amigo hace pocos días. No sé si ese argumento, que comparto a medias, sirve para el fotógrafo o para el pintor o para el que filma una historia de zombis sin haber echado un vistazo siquiera a la obra de Romero.

Hay una inclinación natural a lo sensible que no precisa de academicismos: se salda con ese numen misterioso que extrae lo deslumbrante de lo que en apariencia es rutinario y sencillo. Como el agua manando de la fuente de la foto (estupenda) de mi amigo Rafa. Eso ha provocado que escriba. Se lo debía. En un bar del centro de Córdoba charlamos a veces de lo divino y de lo más acendradamente humano, decantando birras, mezclando a Charlie Parker con la noble institución de la enseñanza. Habrá que buscar un nuevo encuentro para escribir sobre la amistad.

27.9.24

Un cielo lento y exacto


   El cielo en Villafranca de Córdoba 
(Fotografía propia)

Al cielo se le adjudican con frecuencia atributos que no detenta ninguna de sus manifestaciones tangibles, las que alguna circunstancia sobrevenida prende en su bóveda de azules o grises con los que continuamente nos interroga. Porque probablemente haga eso desde el abrumador principio de los tiempos: interpelarnos, obsequiarnos con preguntas, pedirnos un oficio, hacer a veces que lo relevemos del suyo meteorológico. 

A mí me gustan los cielos lentos, los exactos. Me da por buscar en su cartografía del aire un punto fiable al que pueda acudir y en el que encontrar algún consuelo no ofrecido por la tierra. La impericia no me desanima. Insisto. Dentro de poco, cuando el día claree y dé sus bostezos primerizos, miraré hacia arriba. Pediré fuerza para escalar la cumbre de la vigilia y esperaré al sueño para volarme y festejar la recia complexión de mis alas. 

21.9.24

Capra después de Pulp Fiction

 


Esta manera de hacer las cosas ya no se lleva. No sé qué tendría que pasar (nada pasará) para que volviésemos al blanco y al negro, a ese tiempo en que los títulos de crédito eran un preliminar adorable. No hará falta que volvamos a 1934. El cine que se está haciendo 90 años después no tiene un Lubtisch, un Whale, un Hawks, un Ford. No daremos con un Capra o con un Sturges. Zaheridme los modernos, sabré consolarme si me duele. ¿Se puede volver a Capra después de ver Pulp Fiction? Y conste: amo Pulp Fiction. 


18.9.24

Búnker

 



Uno cree tener siempre su visión de los hechos, se aferra a ella con tozuda voluntad, no piensa que otras la aparten. Conforme crece se consolida esa determinación, la adora en la intimidad, la mima incluso, hace de ella su casa, la reserva a ojos extraños por si no es capaz de defenderla, por si flaquea la coraza que se le aplica, por si marra en su desempeño, así que se esmera en su cuidado, se afana en informarse y ciegamente concluye que sigue siendo la única visión posible. Todo lo que lee, lo que escucha, confirma que es la correcta: las visiones ajenas le inquietan, las ve peligrosas, no las considera, teme que la propia flaquee y se desvanezca, así que no deja que esas sobrevenidas ocupen mucho tiempo su cabeza, por si descabalgan a la buena, a su gran visión de los hechos, la que ha ido amasando pacientemente desde que se le ocurrió, no se acuerda cuándo, no sabe cómo, pero es la suya, lo que tiene para enfrentarse al mundo: es su búnker. Uno tiene su propio búnker, no hay nadie que no haya construido uno, quien diga que no lo ha hecho es que miente; se miente a veces porque la verdad es escandalosa o porque la verdad no es admisible. En la mentira el tiempo fluye de otra manera. Las mentiras son los ladrillos del búnker, pero afuera está la verdad inconmovible, la gran verdad forjada a través de los años, en la construcción de las civilizaciones, contra los vientos y las mareas del tiempo, frente al rigor de las estaciones y frente al caos de las leyes de los hombres. 


No se puede salir a la calle y zafarse de todos los peligros que ahí acechan sin tener la seguridad de que al volver a casa tendremos un refugio en el que guarecernos. La idea de los países proviene de que los hemos imaginado como si fuesen bunkers, refugios, cápsulas. Los hay más estrictos, los hay más benignos, pero cada país posee una. El búnker es una extensión lógica de la visión única de los hechos, el búnker es un país dentro de un país al que se desea pertenecer o al que le tenemos afecto o del que no huimos o uno que creemos que nos persigue o que nos hiere a veces. . De ahí el empeño invisible del búnker, y no es sólo el miedo únicamente el que lo iza, también la sensación de una intimidad, de sentirse protegido. Al otro, al que no conocemos, se le teme. El búnker es el útero materno al que se vuelve siempre, la gran vagina cariñosa, el túnel por el que accedemos a la música secreta del cosmos, pero afuera el mundo gira, suda, sangra, muere y nace en un mismo espasmo. Es tu casa y no tienes que agenciarte otra, no hace falta que construyas otra.


 Alguien me dijo una vez  que hay mentiras que se repiten una vez y otra vez y muchas veces. Tal vez lo leí. Hay cosas que no alcanzo a fijar en una conversación o en una lectura. Se dicen las mentiras en el convencimiento fingido de que acabarán haciendo asiento, en la convicción de que los demás, cuando las escuchen, las tasarán y darán timbre, hasta cabe tener noticia de ellas por terceros y sintamos la luminaria de la duda, sin la certeza de la verdad que poseen. Ganan lustre cuando se cuenta con ellas y no con las otras, las cartesianas, las que pueden verificarse y darles curso veraz. Porque la verdad está sobrevalorada. Mentir es un acto creativo. La honestidad es un valor a la baja, no se premia, hasta se censura a beneficio de quien la urde. Quien la escucha no tiene las más de las veces la facultad de corroborarlas. En el extremo, pues los hay, las hace suyas y las difunde de modo que no dirime si le pertenecen como propias, incrustadas entre las otras cosas, copiando de ellas su textura y su terca sangre. 

16.9.24

La Bacall cumple 100 años

 














Tal vez nunca debamos saber qué hay detrás de la pantalla. La ficción debe bastar. La historia es la que cuentan los fotogramas, aunque en ocasiones se filtra la trastienda, la vida real. El cine crea un desorden luminoso al que debemos conceder la autoría emocional de todos nuestros sueños. Quizá sea bueno ignorar la biografía, no sé, lo estoy diciendo y todavía no lo tengo del todo claro. Deberíamos, lo digo con un resquicio de duda, no prestar atención al vértigo de la fama, a esa rueda de morbo puro que ofrece la cara sucia de las estrellas o su normalidad, si por la mañana toman café leyendo la prensa o van al súper a comprar pan o fruta, la historia interior, tan igual a la nuestra, tan accidentada como la nuestra y, a veces, tan rutinaria y gris. La vida de las estrellas enturbia el resplandor que dan en el cine, cuando las luces se apagan y realizan el trabajo por el que se les paga, aunque yo nunca pensé que a Bogart le pagaran por decirle a Sam que la tocara de nuevo o que la Bacall (así la nombraba mi padre) fumara con esa elegancia. Actores mediocres o incluso sencillamente competentes dan a veces su verdadera dimensión dramática en casa, en las fiestas, en cualquier lugar en donde no haya cámaras que registren el prodigio escénico. La talla de Erroll Flynn era su verga (cuentan) aporreando un piano, aunque luego engolosinara a varias generaciones con su pose juguetona y su muy rudimentaria y efectiva forma de interpretar, alimento de las tardes en la mesa camilla de mi infancia. Marilyn Monroe  murió tan joven y tan divina que es completamente necesario fabular lo que le apetezca a uno y pensar en cómo sería en la cocina o de compras o en un paseo casual por un parque. A Ava Gardner la arrojaron al vicio (es un decir, al vicio hocica uno solo) y fue la diva ligera de cascos, ancha de caderas, de gañote ancho, libido exigente y fácil revolcón, pero nada de lo que hizo (en Madrid, consta en muchas actas) induce a pensar en que los biógrafos o los rumorólogos quisieran colocarle gratuitamente el cartel de ninfómana. Yo no pienso en eso o no quiero pensar en eso cuando la veo como un gato hermoso (no soy original en esto ni en nada) desplazándose con pasmosa sensualidad en las escenas. Y las fotografías en las que Lauren da fuego a Humphrey o en las que se observan, acaramelados, cómplices de un amor que no es posible (ni necesario) entender, me empujan a querer saber todavía menos. No me cuenten que se divorciaron, que él bebía muchísimo y que ella buscaba amor fuera del conveniente reducto conyugal. Nada de esa soportable rendición de datos podrá borrar la magia de todas las películas que hicieron. Vean: hasta trajeron descendencia. Steven se parecía muchísimo a su padre. Si necesitamos que comparezca Lauren, silbamos. Como en "Tener y no tener". Bogie, así le llamaba, acudía sin demora. Cuando el cáncer de esófago se lo llevó, Betty tenía 32 años. los últimos 12 como la señora de Humphrey Bogart. No sé pensar en uno sin que se cruce el otro. Las cuatro películas que hizo con él (Tener y no tener, El sueño eterno, La senda tenebrosa y Cayo Largo) son patrimonio cinéfilo de la humanidad, mío con más predicamento. Hoy cumple 100 años. No están en ningún plano robado a la ficción. Son cine. 

15.9.24

El desencanto

 La política tiene condición de palimpsesto, de asunto oculto que la realidad no exhibe a las claras, con intención, al modo en que suele cuando se preocupa en darnos el sol al izarlo la línea del horizonte del mar o un bosque sobre el que unos pájaros trenzan una coreografía. Se empecina la actualidad en borrar lo que aconteció o en reemplazarlo por un hecho recién ocurrido, pero apenas hay primicia  en el desempeño de la política: lo que se obstinan en vendernos como novedad es repetición, bucle, obstinada mercancía que no se agotó entonces y regresa con galas nuevas, con la ilusión (bastarda a veces) de que es la primera vez que la vemos, con ese empeño en vendernos las razones de su utilidad y más tarde deshacer el hechizo, exhibir el engaño y formular otros engaños para que la pantomima no decaiga y el bazar continúe ofreciendo su stock de tragedias. No hay nada que no sepamos ya, a esta altura, con lo que hemos vivido, con lo que sabemos. Las elecciones (alguna se estará gestando ya en su apartado vientre) son un espectáculo zafio, un zoco de mercachifles que pregonan sus baratijas para que el desavisado pique y saque la taleguita de las monedas, un teatro de sombras en el que los que los administradores de la res publica se esmeran cuanto pueden, por convencer, por rasgar también la intimidad del que escucha y hacerse familiar y hasta cercano, como si trabajara para él y únicamente él fuese el destinatario de toda su entera existencia.

Viene esto a cuento de que no tengo el interés que antaño tuve, otras veces tan intenso, el de ver cómo se explican, el de ver con qué argumentos se justifican, en qué barros se meten, cómo engolosinan el aire enfangado, hacia dónde encaminan su discurso, si repiten las consignas con la misma inflexión de la voz o la cambian y la adaptan al público en esa representación impostada que es el mitin o son los debates televisivos, tan trabajados, tan de teatro, en donde unos descalifican a otros y en los que casi nunca se escucha algo que nos conmueva o que nos haga sentirnos parte de algo, no sé, como si de pronto simpatizáramos con uno de esos adeptos insobornables que en los actos de campaña enarbolan las banderitas y brincan y jalean al que se sube al estrado y repiten como hechizados las frases y los gestos.

Siempre me sedujo la escenografía, un poco a la americana, hecha de todas esas películas que me educaron y me hicieron ver de una determinada manera. Inciso: ahora allí están que ni pueden replicarse a ellos mismos y andan a la gresca, reescribiendo el discurso al fallecer el orador, que se airea en los medios, en esos minutos de gloria y de exceso que los partidos entresacan y entregan a las cadenas, para que se vea la parte interesada, la que suscitará más adhesiones (fin del inciso). Hay en todo esto una hostilidad que conviene al mensaje por ver quién aparta a otro, qué facción saca más la cabeza, conquista más, penetra más, corteja más al cliente en la comisión de la venta. Y hay también un modo organizado de zafarse de las acusaciones y de exhibir el perfil más limpio o más noble. Todo lo confían a las palabras, a su juego de prestidigitación y de malabarismo, de conejo que saca la cabeza o de conejo que ya estaba muerto dentro del sombrero. Luego todo se desvanece: una vez que concluye la contienda, se retiran los contrincantes, no salen a la calle, no se manifiestan con la fiereza que les vimos, se arrogan la propiedad de la finca, pareciera, en fin, que son otros, no los agasajados con la elocuencia que nos produjeron una epifanía, una especie de gozoso entendimiento y complicidad, otros diferentes a los que nos hicieron escoger su papelito e introducirlo con esperanza, al menos con esperanza, en la bendita (lo es, a pesar de todo) urna.

No entiende uno que no alteren o censuren su mensaje y el rendido después no coincida con el que lanzaron en la campaña precedente ni cumplan las promesas.  No parecen darse cuenta —o lo perciben y les importa poco o nada— de que están en un bucle, en una espiral siniestra, si se quiere, en una de esas cápsulas de laboratorio en las que el ratón ya un poco circense se mueve hacia arriba y hacia abajo, repitiendo invariablemente un circuito que nosotros, desde el afuera razonable, consideramos absurdo, pero que adentro es un universo, uno que nuestra mente, que es de ratón también, no alcanzará a entender jamás. Será que tienen algo de tahúres enamorados de su manga los políticos, algo de maestro de ceremonias falso en el centro centelleante de la carpa o de flautista de Hamelín que, ciego, sordo, mudo, avanza y avanza y no mira atrás. Y sin embargo, ay, cuánto nuestro está en sus manos, qué hermosa vida sería si el desafecto deviniese otra cosa y anduviésemos juntos y la política regresase a su lugar preferente, retirada después no sabemos bien dónde, arrumbada con saña, convertida en otro objeto de consumo, en una mercancía, en una chanza de taberna, de farra repetida hasta que solo importa beber, no el sabor de lo bebido.

Quizá la palabra más hermosa que hayamos perdido sea confianza. No la hay o la hay de un modo protocolario, de escaso afecto por la veracidad, sin el eco de las palabras nobles. No es solo el desencanto de lo político, sino también una pereza por lo social. No cabe paradoja mayor: en el reino de lo viral, en la trama infinita de las redes sociales, en ese limbo falso y perfecto, cuando todo está a mano y la realidad es un código en una línea de texto, el hombre se banaliza, se expande como nunca, se escinde en hombres intercambiables, huecos, sin hondura, vaciados de contenido, huérfanos de la emoción y del asombro con la que se forjaron otras revoluciones culturales. La de hoy es viral, esto es, huidiza, áspera e informe. No es que la oferta supere a la demanda, en términos estrictamente comerciales, sino que no hay demanda. Todo es oferta, pero una oferta ligera, majestuosa en tramos, cómo no, pero espídica. Lo que estamos perdiendo y lo que probablemente no recuperemos es la construcción artesanal de la realidad, ese grado de confianza en lo que nos rodea. Todo es pasajero, todo es volátil, nada cuaja: no está en su naturaleza aposentarse, sino avanzar, no fijar una casa, no la hay, todo es camino, somos seres de lejanía, como dejó escrito, en otro sentido, Umbral. Tampoco sabemos qué nos deparará el futuro, por más que tengamos noticias fiables, previsiones. Será más hueco que el presente, tendrá menos volumen y más extensión. Llegará a todas partes, pero no hará cuartel en ninguna. Las tradiciones, las que uno comparte y las que no, se irán, tienen su fecha de caducidad escrita al dorso, las arrumbó la fibra óptica, el tendido vastísimo de logaritmos y de nubes. También estaremos más solos. Cuando seamos más, menos gente tendremos a la vera, aunque podamos saber más de lo que hacen los otros, dónde están o qué aspecto tienen. Lo que no tendremos es el calor, esa sensación humanísima de proximidad y de afectos. A eso acabaremos renunciando vía WhatsApp y otros artefactos de (paradójicamente) incomunicación masiva. Todo lo fiamos a ellos, en ellos depositamos la continuación de las amistades, prescindiendo de la voz, guardiana de los abrazos. No hay abrazos, los estamos perdiendo, igual que la confianza. Nadie se libra, todos estamos abonados a ese protocolo muy útil en ocasiones y lesivo y maligno en otras. Somos una especie de fantasmas que circulan por realidades alternativas, que se entrecruzan de cuando en cuando y milagrosamente se rozan en otras. Fantasmas encantados de nuestra flamante condición espectral, seres de luz venida a menos, tristes sombras.

11.9.24

Que seas feliz

 Hoy escucharé a alguien desear felicidad a otro que pase cerca. Se lo dirá sin entusiasmo, como el que vaticina que habrá lluvia por la tarde o que pronto hará frío. No pillaré (no podré) el antes y el después de ese obsequio sintáctico: "Que seas feliz". Tal vez sea su cumpleaños o salga a un viaje maravilloso o acabe de casarse o de separarse. Quien lo pronuncie (que seas feliz) no tendrá mayor conocimiento de quien escucha. Será cualquiera. No se precisará otro requerimiento que la coincidencia en una acera o en un ascensor. Tan solo emitirá un deseo y esperará que otro se lo restituya a él para que claudique la tristeza en el mundo. 

9.9.24

La abeja industriosa en el terrón de azúcar


 

  No sé si merece la pena buscar la que menos te penalice o la que te aplique un correctivo más benigno. Lo de la eternidad no me acaba tampoco de cuadrar mucho. No hay vida con la que se pueda trasegar sin que exista un fin en el horizonte. Una de las funciones del sueño es precisamente esa, la de cancelar la realidad, la de encapsularnos durante unas horas para que podamos reponer el brío que se ha ido vaciando durante la vigilia. Hay noches en que, a poco de caer en el bendito sueño, piensas en lo bueno y en lo malo que hubo durante ese día, en la manera en que hemos acometido las obras con las que seremos vistos, con las que los que nos medirán o sencillamente con las que se nos recordará. Quizá la conciencia sea el infierno, que es una patria privada, cada uno forjando la propia.. Debe estar ahí, cosida a los pensamientos, embutida en ellos, convertida en una extensión fiable de las palabras que decimos y de las que callamos, de los gestos que hacemos y los que censuramos.  El infierno es siempre uno mismo. También el cielo. Toda esa propiedad mística de las bendiciones y de los pecados es sólo literatura fantástica. 

Anoche leía a William Blake. No he podido evitar dejar escrito aquí una brizna de ese influjo. El lunes recién abierto no ha sido el infierno tan temido. No obstante, en uno de sus tramos, ya he percibido la mano temblorosa del bardo inglés. Escribió, por ejemplo, que a la atareada abeja no le queda tiempo para la pesadumbre. Ahí esta la abeja, en su dulce trasiego, en la ajena propiedad de la ignorancia. Ni siquiera sabe que existen los fines de semana. A mi amigo Antonio le dejo una frase que solíamos dejar caer en los bares cuando la cabeza anunciaba los quebrantos habituales: el camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría. De eso hace pronto cuarenta años. Hay bares a los que hemos vuelto. Algunos han cerrado. Ahora, en esos locales, dispensan medicamentos o venden tabaco o te convencen para que te afilies a un sindicato o escuches a uno de los dioses de las últimas tierras conquistadas por el , que sigue su invisible periplo colonizador . Todo viene a ser lo mismo.

La realidad que vemos está desenfocada. No es la misma que la que  percibe una mosca o un murciélago. Tal vez las palabras también contengan la misma huidiza y frágil compostura de la luz y si yo digo:”Hoy será un día espléndido” quien me escuche traduzca mi elocución con algún desenfoque particularmente suyo, ni siquiera común a otros que participen en esa restitución verbal de un sencillo (en apariencia) estado de ánimo. Unos creerán lo que digo sin que exista posibilidad de que yo me pronuncie con ironía o con sarcasmo. Como si el espíritu de la abeja, su propósito sin fatiga, nos hubiese colonizado también. Como si la eternidad misma residiese en el trabajo minucioso de afanar el polen de la flor más dulce y volar más tarde con su regalo de vida en las alas por el ajeno aire. Como la abeja industriosa posada sobre un terrón de azúcar. 


8.9.24

El imperio Yegorov / La salvación por la literatura

 




Hay novelas que tienen muchas novelas dentro, matrioskas rotundas que inacabablemente codician que la mano que las hace surgir se engolosine con la endiablada empresa de agotarlas. También puede concederse la idea de que esas novelas no requieren un único lector, sino que favorecen la comparecencia de muchos. Al sobrecogido (privilegiado y eufórico también) depositario de esa encomienda, la de escindirse en otros y finalmente saberse obligado a regresar a ser nuevamente la unidad, esa condición aburrida de la existencia que la literatura, la buena literatura, mágicamente contradice, se le está entregando con esta novela un artefacto de meticuloso  y certero alambicado: las circunstancias que se narran discurren con absoluta precisión, no hay nada dejado al azar, cada pieza ensambla con las que tiene a su vera y, milagrosamente, con todas las que se disponen en el tablero de la trama. Y qué trama la de "El imperio de Yegorov", la espléndida (lo diré más veces) novela de Manuel Moyano. 

Lo más difícil de armar una novela y darle consistencia definitiva (en estos días sé bien de lo que hablo) no es tomar una frase desde donde arrancar, ni siquiera una historia, que no siempre tiene aire de novela, pero no es incumbencia del escritor, sino de quien lee, una historia a la que calzar unos personajes, un nudo fluido, el desenlace prescrito: es la elección de quién narra. Ahí podría residir la entera rendición de sus virtudes . El recurso de Manuel Moyano es uno de los más felices atrevimientos que este lector se ha encontrado: no propicia un único contador de esa precisada historia, no le arroga a ese fabulador omnisciente una intendencia, prefiere no atribuir a alguien la urdimbre del entramado estrictamente narrativo. Este novelista (prodigioso, lo diré más veces) se las ingenia para servirnos esa trama asépticamente, aunque luego esa limpieza no sea tal. No habrá nada que nos haga descubrir una injerencia del autor, una inclinación a que prospere algo suyo. Con todo, paradójicamente, habrá quien descubra la intimidad del que escribe, que recurre al humor, ocupado cuando se le precisa en aligerar la atrocidad de lo narrado. Así leemos fragmentos del diario de un antropólogo japonés, transcripciones de interrogatorios, informes de una agencia de detectives norteamericana, informes policiales, conversaciones telefónicas, correos electrónicos y postales,  comentarios en un blog, obituarios, entrevistas, informes forenses, SMS, telegramas, noticias de prensa y hasta un prospecto farmacéutico. Todas esas piezas casan con maestría. Si de ese cuerpo de pruebas periciales se retirara un miembro (uno pequeño, no sé, uno de esos correos, una página de un diario) todo el organismo se desmoronaría, perdería ese sentido de presencia total, de minucioso puzle compuesto con asombrosa paciencia. Ese despliegue logístico se manifiesta con una claridad apabullante. Moyano hace de ventrílocuo: las voces que adopta modulan timbres tan diferentes que asombra pensar que una sola garganta los ha fabricado. Los personajes que ocupan todos esos fragmentos son reconocibles, tienen su hondura. Incluso a los (en apariencia) más irrelevantes se les ha entregado un propósito limpio y útil. 

De "El imperio de Yegorov" he dicho que es una novela con muchas novelas dentro. También es una novela de género multidisciplinar. Caben en ella la distopía, la conspiración, el thriller, el terror, la aventura. Leer esa concatenación de registros (volcados con ardorosa voluntad compilatoria) no malogra el avance casi marcial de los acontecimientos que consignan. A modo de incitación al lector todavía desavisado, baste decir que el relato comienza con una aventura (la de una expedición en Papúa-Nueva Guinea) en 1967 y finaliza en Moscú en 2042 con un apocalíptico orden político manejado por un oligarca invisible, el tal Yegorov. Entre un hecho y otro sucede el advenimiento del caos, perezoso al principio, voraz más tarde. El interior de la panza de ese monstruo recién alumbrado es inconfundible, lo vemos a diario, se ofrece con candidez de rutina en los informativos y consiste en la normalización del mal, en la verosimilitud del mal. A fuerza de asistir a su desempeño cuesta ya reprobarlo, advertir que todo lo narrado en esta inquietante historia no es enteramente atribuible a un escritor talentoso, Moyano lo es con colmo, sino que parece consecuencia natural de estos tiempos de zozobra patológica. No hará falta que traigamos ahora el infierno al que se nos hizo bajar cuando irrumpió el covid-19 y la palabra pandemia se incorporó a nuestro lenguaje cotidiano. No es ajeno el mundo aquí representado, no es el futuro el tiempo en que sucede: es aquí, es ahora. La novela se antoja así una mordaz crítica del sistema capitalista o del totalitarismo que pugna por ocupar las bancadas de la democracia o un memorándum sobre las causas de la demolición del mundo tal y como lo conocemos o un panegírico sobre los motivos del lobo (hay tantos, tan bien ocultos). Una vez que hemos sentado a la bestia a la mesa no tendremos recursos para disuadirla de su oficio. No digamos más de lo que debemos, hágase el favor de descubrir la razón por la que este libro es tan bueno por su cuenta. Por eso (continuo con las emociones) da miedo llegar al final de esta rendición de horrores. También es ese género se aviene al repertorio de disciplinas narrativas de "El imperio de Yegorov", quizá trágicamente.

Es muy disfrutable la metaficción alojada en la novela. Las citas que la abren pertenecen a personajes. "El arte existe porque somos conscientes de que algún día vamos a morir. ¿Seguiría creando si dejase de tener la certeza de mi muerte?" (Leonard Schuwarge (1982-2041), compositor y cantante norteamericano). La propia dedicatoria ("A la memoria de Kenneth Graff") también remarca esa intención de verosimilitud, de reportaje periodístico. Todo ese escrupuloso afán de separar lo real de lo puramente ficticio funciona sin fracturas, pero es inevitable extraer una crítica despiadada hacia la condición humana y plantearse (bullen todavía en la cabeza como pequeñas hormigas que trasiegan con sus dientecitos en la blanda blonda de la conciencia) una metafísica, una prospección filosófica, un debate (no nuevo) sobre los asuntos capitales de nuestra estancia en el mundo y sobre, muy especialmente, sobre la propiedad de esa residencia. Otro mérito de Moyano es no caer en arduas digresiones: lo hace todo tan fácil, es tan elocuente la sencillez con la que nos sumerge en las vicisitudes de todos esos personajes estrafalarios, excéntricos, corruptos, vivos, al cabo. Porque es de la vida de lo que trata la novela. Su asunto es la inmortalidad, lo cual es una manera de decir que su asunto es el tiempo. Y todo está embadurnado de una inquietud que acongoja. Prevalece la idea de una industria farmacéutica que maneja el bienestar de la humanidad bajo la tutela de una élite política corrompida, uno de esos supragobiernos afincados en la sombra, afiliados al medro personal  y también (más ansiosamente) a esa idea también antigua de poder omnímodo, de control total. El desenlace (no hará aquí destripe de su apoteósico, permitidme, cierre) es elusivo, deja a cada lector en la niebla a la que desee acogerse, nos faculta para discernir qué papel tomaríamos si alguien nos propusiese que vamos a vivir para siempre, aunque ese milagro requiera un tributo y nos haga, en el fondo, unos desalmados. También podría ser el alma, ya que se cita, otro de los temas intervinientes en la caleidoscópica trama. 

Leí una vez que todo descubrimiento es una mera constatación. Todo está escrito, no hay nada nuevo. El anhelo de la inmortalidad está en los relatos fundacionales, toda esa salmodia perdida en el inicio de la civilización. Moyano cita el ejemplo de Gilgamesh, narración escrita más antigua que se conoce. En ella el hombre pierde su inocencia al saberse mortal. Esa revelación es con toda probabilidad el inicio de las religiones. Desde entonces, no ha cambiado mucho la cosa. Seguimos construyendo templos que nos educan en la omisión de la idea de que un día moriremos. No hay templos en "El imperio de Yegorov": han sido reemplazados por farmacias sofisticadas. La química hace las veces de Dios, que se ha difuminado, que ha perdido el interés (bien usado el sustantivo) que despertaba y queda como figuración mitológica. Como el mismo rey sumerio. En el inventario de la literatura que se ha aproximado al mito de la inmortalidad habrá que hacer un hueco a esta novela. Parece poco ser finalista del 32º Premio Herralde de Novela y ganador del Premio Celsius en la Semana Negra de Gijón, con todo el respeto al ganador del Herralde de ese año y a los dos certámenes (de prestigio) en sí. 

De amar a los libros se acaba amando a las personas. Lo esperado hubiera sido cambiar el orden, pero hay libros que permanecen sin la mutabilidad que a veces esas personas muestran. Al leer damos con el que somos, encontramos esa pieza que no teníamos o acabamos por ensamblar (unos con más atino que otros) las piezas sueltas, las que no sabíamos qué hacer con ellas. Releer un libro es volver al que fuimos cuando lo abrimos por primera vez. Ni el libro es el mismo ni tampoco nosotros. Ya saben, lo del río de Heráclito y todo eso. La relectura de “El imperio de Yogorov”, algunos años después, ha sido clarificadora, pero, más que nada, ha sigo brutalmente actual  el adjetivo está bien traído. Han pasado tantas cosas desde que se publicó (y pasan y no arresto un ápice de clarividencia al vaticinar que pasarán más elucidatoriamente) que la tragedia sospechada entonces (2015) se ha confirmado hoy. Perturba la anticipación, cualidad inherente a la ciencia-ficción, con la que el autor supo plasmar un futuro plausible, distópico, vertebrado sobre la tradición clásica (Conrad, Orwell, Atwood, Bradbury, Dick, cualquier autor conspiranoico) y arrojado a la actualidad ineludible (Trump, Musk, Putin, esa comandita de descerebrados con mando), tan devastadora a veces.

Leí la novela de Moyano poco después de que se publicara. Creo que aprecié casi tanto como ahora su soberbia literatura, aplaudí esa manera de contar las cosas, no conocida por mí: hay tanto que leer, nunca agradeceré lo suficiente mi impericia lectora, ese saber mucho, ese haber entrado y quedado a vivir en muchos libros y, al tiempo, reconocer que, por mucho que se haya leído, no se ha leído lo suficiente. La noticia de que el autor vaya a sacar un nuevo libro, "Las versiones de Judas" en la maravillosa Talentura hizo que regresara a Yule, a Osaka, a Pasadena, a toda esa escenografía en la que los inoculados, los aspirantes a la inmortalidad, se congracian con su condición de privilegio (gente con dinero, la cúspide de la pirámide social) y los parias (los pobres, los que carecen de posibles, eso decía mi abuela) sirven como cobayas para que el fármaco (la muchas veces citada "elatrina", la sustancia vivífica, procedente de la madre naturaleza, pero sintetizada por la ambición humana, hecha loca panacea de la vida eterna) se contraste y pueda expenderse para que el imperio (el de Yegorov o el de cualquiera con su perfil demoníaco) controle a la entera población humana. Esperemos que "la aurora del Zar" no amanezca sobre el mundo. En todo caso, esta pieza de motivación satírico-apocalíptica (déjenme que me extasíe con la acuñación) es un monumento a la literatura, que es la medida del hombre y, en este en particular, su tabla de feliz náufrago. Así que, háganse el enorme favor de agenciarse esta novela y devorarla con la fruición del hambriento, del que padece la sed y de pronto ha encontrado un vergel y una fuente. 








6.9.24

Epopeya del Mayflower en los ríos del tiempo

 




 Yo fui uno de los 102 peregrinos que el seis de septiembre de 1620 partieron del puerto de Plymouth en la vieja Inglaterra, yo escuché el crujir del océano y la respiración costosa de los gusanos al morder la madera durante la vigilia de 66 días, yo quise crear una nueva Jerusalén en la tierra prometida. Tenía cien hijos en las manos. Era el heraldo de los ángeles más puros. Desde mí salían pájaros de oro. Olía a savia. En mis pulmones los demonios de la carne masticaban hambre. Mi barba olía a herrumbre y a escorbuto. Yo en los salmos del futuro. Yo escribiendo cánticos trémulos, plegarias para que las almas sepan del delirio absoluto de mi corazón sin brújula. Yo seré todos los poetas de América. Estaré en los ríos interminables de la luz, en el credo de los que miran el cielo con asombro. Fatigaré los altos palacios de las nubes con mi cuerpo adiestrado para las tormentas celestiales. Mi nombre de hombre se recitará en las templos de la tierra. Podréis verme en la guerra primera del nuevo mundo con el lábaro de la sangre de Cristo. Yo el héroe, el traidor, el muerto. Me extirparon un tumor en la lengua. Era de óxido mi lengua. La atravesaban las hormigas, infinitas hormigas con lujuria infinita. No decía palabras sino un fuego antiguo como una catedral en los pulmones del cosmos. Ahí el fulgor de todos los verbos que explican la fe en el aire. Veo un carro de heno en las montañas donde los pájaros escriben en ciego vuelo la última voluntad de los profetas. Mi amor de 1620 está esperándome. La oigo desde aquí. La siento permanecer en la sombra, aquietarse en la sombra, morir en la sombra. Lleva desde 1620 ocupada en esperarme. Me reprende a veces. Tardas, no sé esperar, no sabes venir. Esperar es confiar en que alguien venga. Hay quien espera sin motivo. Por atribuirse un oficio, por imponer a la realidad un gesto. 



Yo fui un músico de sesión en las sesiones de Estocolmo de Eric Dolphy en 1961. Tocamos God bless the child a las ocho de la mañana en una sola toma. Tocamos con los ojos cerrados. Nos dijeron que éramos realmente buenos. Los músicos locales dimos el alma en la grabación. Los clásicos de Billie. Las lágrimas en nuestros ojos cerrados al cerrar una melodía. Ahí el mar mismo, ahí su oleaje profano 

  El productor nos invitó al mejor restaurante de la ciudad. Bebíamos vodka en las tabernas del puerto. Yo fui Eric Dolphy cuando Eric Dolphy volvió a Los Ángeles. Murió en Berlín tres años más tarde. Una diabetes no diagnosticada. Fue a un bolo, tocó, volvió al hotel. Cayó al suelo fulminado. En el hospital creyeron que había sido una sobredosis, pero Eric estaba limpio, siempre estuve limpio. A los músicos negros les inventan subidones de coca o de heroína a poco que pisan un hospital con los ojos en blanco o cerrados y anegados en llanto y las pulsaciones desbocadas como un caballo perdido en una tormenta. El corazón tan frágil. Era tan joven. En la bodega del Mayflower toqué God bless the child, pero nadie hizo aprecio. En la nueva Jerusalén el jazz podría haber izado una bandera de armonía entre los hombres de buena voluntad. Luego el moho escribirá un epitafio lánguido. El río será vertical. La noche, una iglesia abandonada. Todos los espíritus puros de la gleba tendrán su corona y reinarán en las tierras promisorias. Soy el mesías de los enfermos de luz. Guardo las tablas de la salvación. Mi voz es el temblor del cosmos, mi voz pastorea la cúpula celeste. Empédocles me miro una vez a los ojos y vio los Tercios de Flandes. Vio el agua, el aire, la tierra, el fuego. Vio el fulgor primerizo del mundo cuando ocupó la tiniebla pura, el vacío colmado de más vacío hasta componer la nada sublime sobre la que acomodarían la luz precursora, la danza sin gobierno del caos, los astros siderales, las cuerdas secretas, los fastos del mar, la glauca humildad de la tierra, las manos del hombre, el silencio de los templos, la verdad de la música, la lujuria de los cuerpos, la grandeza de la lluvia, la intimidad de los relojes y la divinidad de los libros. Hoy viernes, ocho de diciembre del año dos mil veintitrés, a las diez y catorce de la mañana me he sentado a contemplar las nubes del cielo de Estocolmo. 


En 1969 yo era un niño en el Mekong cuando el coronel Kurtz nos desveló la metafísica de los árboles. Yo miraba su calva como el que descubre el cielo en las mismas honduras del corazón. Me tomaba de las manos y me hablaba con la armonía de un dios que condesciende a intimar con un hijo. La tierra era un vergel para lo sentidos. La nueva Jerusalén. El ruido de las hojas al ser mecidas por el ligero viento, una delicia comparable a la de una nube cuando despeja la incógnita del sol y lo regala a la vista. Yo fui un alumno aventajado del coronel Kurtz. Me sumergió en el río de las tinieblas y habló desde el aire. Su voz era una algarabía de milagros. Yo escuchaba un salmo, yo era un pez recién bendecido por los dioses. Cuando aspiré el aire sentí que entendía el aire. Cuando pisé la tierra sentí que entendía la tierra. Yo era Jim Morrison con la barba trémula de los años abstemios. Glauco, libre, eterno. Como un niño al que no se le ha explicado el tiempo. Como un poeta que se resuelve dios y prescinde del recado de las palabras. Como un ángel que restaña sus heridas con la lengua de otro ángel y calla el pecado con la boca del olvido. El Mayflower atraca en las comisuras de un sueño. 

5.9.24

Intendencia de un soldado

 




Se tiene una idea equivocada sobre la intendencia del soldado, se cree que es fácil cumplir lo ordenado, no salirse del plan que otros urden y él acata, adentrarse en la ceguera de la obediencia, no discrepar, no pensar en si lo encomendado no tiene ni pies ni cabeza o si, bien al contrario, es un prodigio maquinado por una inteligencia mayor que la propia, lo cual no deberá producir que lo ejecute con mayor denuedo. Lo malo en el sacrificado gremio de la soldadesca es que te aposten en una garita en la que no puedes pestañear o rascarte la oreja o abortar con el alma misma una tos sobrevenida o un estornudo imposible de interrumpir. Esa disciplina severísima cuartea el ánimo, lo estraga, lo entrega a los buitres casuales. Lo malo de que se te confíe esa vigilancia (más protocolaria que operativa) es la completa toma de conciencia contigo mismo. De pronto, en la luz de la vigilia o en la oscuridad de la noche, adquieres nociones de tu circunstancia personal que antes ni siquiera vislumbrabas. Eres tú con más hondura que nunca. No mover un músculo, ninguno de los visibles, facilita mover los músculos que no se ven. Tal vez el soldado de esta garita de un edificio administrativo (lindante a un castillo en cuyo dominio se erige una imponente catedral) piense (pensar es una actividad muscular también ) en dejar la milicia (es un honor hacer esa guardia, nos dijeron) o en ver la manera de escalafonar y conseguir un puesto de verdadero mando, no sé ahora exactamente cuál, hace mucho que hice el servicio militar y uno va perdiendo a conveniencia la memoria. Fascina su pose estatuaria, su absoluta entrega al papel que se le ha otorgado. Conforme el mundo avanza y se desquicia, más fascina aún la permanencia de todas estas representaciones de la compostura marcial, podemos llamarla así. No sé si es cosa de otros tiempos lo de las guardias o los habrá hasta que el hombre dé por clausurada su estancia en la bendita tierra. Su fin, avisar sobre la inminencia de un ataque, ha dejado de tener sentido. El enemigo está en casa a veces, a espaldas del buen soldado. El enemigo, cuando se pone grosero y le da por atacar, no lo hace a pecho descubierto, siendo visto, sino con ladino y subrepticio ahínco. Tampoco podría nuestro servicial hombre hacer mucho si el ataque es masivo y las hordas bárbaras (el enemigo siempre es el bárbaro) asedian a cara de perro el edificio que simbólicamente custodia. Queda el soldado, en fin, en artículo de encomienda turística, en recuerdo de una época, en souvenir. Sigo insistiendo en la dificultad del desempeño de este oficio. Estar ahí solo contigo mismo, qué difícil debe ser. Ese ensimismarse que oscila entre lo castrense y lo metafísico.  Este soldado magiar mantuvo el porte. Recuerdo que hubo quien le importunaba. Chiquillos merodeándole. El turista lo cree todo suyo. 



4.9.24

Breviario de vidas excéntricas / 52 / Juan Alberto Crisóstomo Arteaga

 

Aquejado de terribles jaquecas, un galeno de reconocidas inclinaciones poéticas prescribió a Juan Alberto Crisóstomo Arteaga fajarse en poemas con versos alejandrinos para adquirir más cuajado oficio lírico o para malograr definitivamente su desempeño y así ocuparse sin la maledicencia del fracaso en asuntos de más pedestre fuste. Poco o nada preparado al rigor de la métrica, el paciente Arteaga pidió verso libre, haikus  o, en el peor de los casos, pareados de sencilla factura, pero fue en balde. Empezaremos con alejandrinos, si no hay mejoría, pasaremos al soneto, sentenció con contundencia el doctor. Al principio le costó armar las catorce sílabas, gobernar el lugar exacto del hemistiquio y repartir siete exactas a izquierda y derecha de la cesura con su acento en tercera y en decimotercera. Cuando se familiarizó con esa métrica diabólica, le salían alejandrinos como churros. 


Con las prendas de sus logros bajo el brazo, alegre como un adjetivo cincelado por el numen mismo, Arteaga se arrogó el inverosímil propósito de que cuanto hablara respetaría la disposición silábica alejandrina. El fracaso de la empresa lo sumió en la tristeza. Dejó de acudir a los juegos florales a los que vanidosamente solía, no respondía al correo ni aceptaba que los allegados le visitasen. Ese decaimiento le hizo enfermar. Las jaquecas repuntaron. En un arrebato de lucidez, consintió confiarse a la intendencia de otro facultativo. Con pudor, con dificultad, le rindió la causa de sus males. Determinativo, el médico le conminó: “En adelante, cuando se dirija usted a mí, lo hace en alejandrinos, ya sea aquí en la consulta o por el conducto que más le plazca. Los poetas sois la salvación del mundo. No hay nada que la medicina pueda hacer. Debe perseverar, debe encomendarse a la gracia de la inspiración”. Regresó Arteaga a su mesa de trabajo y ocupó días enteros en forjar las palabras viejas y las convocadas primerizamente, hasta que el mundo entero, el mundo con su cielo azul y sus altos árboles, el mundo alegre y el triste, se le presentara en sólidos bloques heptasílabos. 


En una de esas mañanas de fluida producción poética el amor sorprendió a Arteaga en la cola de la charcutería. Sus ojos se prendaron de los ojos de una muchacha de una dulzura absoluta que pedía mortadela siciliana. Era una ninfa, era una bendición que el bendito azar le había puesto en su camino. La abordó con las esmeradas maneras a las que acostumbraba. Montó los versos en la cabeza y los volvió a montar. No satisfecho, requeridos los más dulces y bruñidos, sacó su móvil y le pidió al chat GPT que se apresurara en escribirle algunos. El algoritmo tardó menos de lo que se tarda en lonchear medio kilo de mortadela siciliana. Cuando los tuvo, eufórico, transido en gozo, los declamó con arrobado entusiasmo. 


“Tu amor es un banquete que sacia mi alegría, 

un festín de caricias que endulzan mi tristeza.

Como pan y mortadela, sencillo pero eterno, 

en tus brazos encuentro la paz que siempre busco.

Tus besos delicados me saben a poema.

Eres mi complemento, mi musa y mi quimera.

Eres todo en mi mundo, eres mi mortadela"



 No hubo consuelo cuando la joven rompió en risas; no las prudentes, como temerosas de importunar a quien las escucha, sino las risas barítonas, las ampulosas, las risas con las que el alma se derrama en la más absoluta de las desvergüenzas. Se determinó entonces a visitar a un tercer médico que por fin atinara a dar con el origen de sus males y, con suerte, enderezara su zozobra lírica. Al que acudió, nada más escuchar el relato de sus penurias, le pidió encarecidamente, con colmo de convicción, que se apañara un buen saxo tenor y escuchara toda la obra tardía de John Coltrane. “Debes aplicarte en la improvisación pura, pero respeta la alternancia de los ritmos. Construye las armonías sobre intervalos de tercera y cuarta. Haz frases largas, vigila la progresión de los acordes. Si es preciso, busca a Dios cuando emboques el saxo. Cierra los ojos. Déjate acariciar por la sublime coherencia del caos". Arteaga salió más que preocupado de la consulta. Compró un instrumento caro. Lo tuvo encima de la cama durante días. Se acostumbró a dormir en el sillón. Por no cortejarlo con los dedos precipitadamente. Por pensar cómo le contaría a los pulmones el trabajo exquisito que se les requería. Eso le contó al doctor. "Ya no tengo jaquecas", añadió. "Tengo unas contracturas enormes en la espalda. Me duele el cuello. Creo que iré al fisio. Hay uno aquí cerca” 






2.9.24

El final del verano




             Palacio de Schönbrunn, Viena, verano 2018


No sé cuántos veranos tengo, aunque sepa mi edad. El verano tiene muchos veranos dentro. Hay algunos que duran más de lo que uno comprende y se extienden durante los días enormes, comidos de sol y de pereza. Otros, sin que existan razones, se entretienen en la cal de las paredes, en la almohada de las siestas, en el cloro de las piscinas o en la canción de los grillos en la noche. Es la estación más elástica. También hay días que parecen muchos o que no llegan al volumen de uno solo.. Si tuviera valor saldría al campo. Hoy es uno de esos días en los que me encantaría caminar por el campo, pero me arredra el calor, me postra, me convence de que no haga nada de lo que después pueda arrepentirme. En la radio hablan de Venezuela y de los inmigrantes en Ceuta y en Canarias (hay sirios, dicen) y después de un libro de poemas de no sé quién. Se mezclan las cosas en la cabeza, se podría pasar uno el día entero en ordenar lo que va entrando o seleccionar qué debe ser retirado. Puestos a que nada salga, deberíamos entrenarnos para que convivan todos los recuerdos. Ahora me acuerdo de un señor con traje de época paseando un carrito de bebé por los jardines de un palacio de Sisí en Viena y de un verano de hace muchos años en el que todos los primos estábamos en la playa en Fuengirola. La abuela nos vigilaba. Tendré una fotografía que haría mi padre. No tengo ni idea el porqué de esa imagen, si hubo algo que le hiciera fijar ese momento y censurara otras. Tampoco si dentro de una hora seguiré ahí firme, en la cabeza, pormenorizada, matizada, o la borraré para que ingrese una imagen que todavía no ha llegado. La memoria es un ejercicio de física cuántica. El verano es física cuántica pura. Hay evidencias suyas que escapan al rigor de la mecánica popular. Son espontáneas manifestaciones de algo inasible. Ahora salgo a trabajar. El otoño ha entrado, aunque no haya nada que lo anuncie. Ni una sola hoja en el suelo. Ni siquiera el frío cortejando al aire con su cuchillo en la boca. 

1.9.24

Historietas de Sócrates y Mochuelo / La duración de la alegría


 No estar contento nunca con nada, leer en el dorso la fecha de caducidad de lo que nos esté haciendo felices y contener el entusiasmo, añorar el calor cuando arrecie el frío, preferir no apegarse demasiado a las cosas para que su ausencia no nos lastime en demasía, ser como Mochuelo, que ha alcanzado la sobriedad absoluta y a todo le aplica la mirada que menos le dañe y se gusta en esa distancia en la que ejerce de espectador atentísimo de las pequeñas y de las grandes peripecias del alma humana. Se puede querer actuar como Sócrates y no arredrarse cuando algo le urge a reír o a llorar o a hacer ver que está feliz hasta las trancas o que todos los dolores del mundo son también los suyos. La pena que sufre es la de todos. También la euforia ajena es la propia. No hace nada por ser como es. Tampoco Mochuelo. Uno ve el mundo como querría verlo y el otro como posiblemente sea de verdad. 

En el día de los maestros

  No sé la de veces que he admirado esta fotografía. Hay pocas que me eleven más el ánimo cuando decae. Es una de las representaciones más s...