Contra la idea de que el dragón es criatura de índole fantástica está la que lo adhiere al rigor de lo real, ya que cuenta con la virtud de mutar en cualquier otra especie con la que trabe alguna afinidad moral, por irrelevante o fugaz que sea. Es fama que fue un dios en los tiempos en que los dioses eran reprobados por el hombre, aunque se ganó el afecto de emperadores y sacerdotes y encontró un altar en los templos. Hay menciones que lo describen con una cabeza humana. El agua en la que concedía aliviar su sed tornaba veneno, por lo que se le confinó en el sueño de una de las meretrices del palacio en donde, por temor a que se extraviara y causara el caos, había sido recluido. Cuando se le atribuyen cualidades humanas, el dragón torna en siniestro su acostumbrado plácido gesto y se deleita en hacer que arda el aire en el que lo ensalzan. Abundante narrativa heroica advierte que es inmortal, aunque se le pueda dar muerte con la prosperidad del acero. Una vez que su corazón se detiene, el cielo se quiebra en nubes, censura la luz y, en esa oscuridad anterior al tiempo y al espacio, susurra en un sortilegio una palabra que lo anima. Hay quien entiende que todas estas leyendas son intrascendentes y únicamente ocupan los miedos de los niños. Es privilegio de algunos poetas escuchar su voz cuando alguien deja este mundo y su alma comienza a abandonar el cuerpo. No siendo transcribible su idioma, se cree que encomiendan al espíritu del finado que vague por la tierra convertido en caballo o en rana o en pez de colores hasta que la fatiga de esa vida agradezca la posibilidad de morir definitivamente y no dejar huella alguna en la tierra. Los vikingos recrean un dragón en su escudo, pero no conocen la literatura ancestral de esa deidad a la que confían la salvación de su alma. Ya no abundan los dragones. Quien posee fino oído para las maquinaciones de la materia, intuyen su presencia en animales insignificantes: en insectos que se demoran en una rama de olivo, en perros que ladran cuando los baña la luna de agosto.
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