1/ Mi altar, mi televisor
A lo que conduce la ingesta masiva de series es a una resaca catódica total. Me he convetrido en un friki a sabiendas de los efectos colaterales que conlleva. Uno de ellos es que veo menos cine. No es que lo haya dejado del todo (anoche volví a ver M, el vampiro de Düsseldorf, la obra maestra del mejor Fritz Lang) sino que espacio cada vez más la decisión de enchufar un DVD o de ir al cine, en sala grande, a oscuras. No pierdo casi nada en esta infidelidad. La ficción que me proporcionan las series es magnífica. Hay ocasiones en las que incluso siento que la batalla la ha perdido el cine y la ha ganado la HBO, la Fox o Channel Four. Otras, en cambio, respiro aliviado y me cuento a mí mismo que el placer supremo está en las películas. Las de toda la vida, las que alquilas, compras, descargas o ves en una butaca. Como no tengo que rendirle cuentas a nadie, voy de J.J.Abrams a Michael Winterbottom (y viceversa) sin que mi inalterable amor a que me cuenten historias en una pantalla se vea alterado. Lo cómodo de las series (convenientemente programadas, restituídas a voluntad propia, sin que te gobierne un canal televisivo o una infame arcada de anuncios) es que te involucras en una historia que dura más de lo habitual, en la que adviertes cientos de matices y en donde te sientes una parte casi activa. Como si esos personajes te observaran y se hicieran una parte de ti y te acompañaran al trabajo o formaran parte de las conversaciones que tienes con los amigos en la barra de un bar. El cine hace eso, no me cabe duda, pero la exposición es menor. Será todo una cuestión de tiempo. Puestos a pedir placer, que dure mucho, que no decaiga, que te deje exhausto, roto el corazón y muertos los músculos.
2/
Hay que abrazar a alguien
Son las adicciones las que cohesionan la sociedad. Uno es adicto a la Champions League, sale a la calle en buscar de un bar bien abarrotado, se derrama en la barra, pide un tanque de cerveza, deposita los ojos sobre la gran pantalla y suelta un par de frases sobre la última jugada que acaba de producirse en la confianza de que alguien, un cómplice en la trama, va a responderle, a considerarle un prójimo, uno de los suyos. Ahí está garantizada la salud de la tribu. Al menos la salud lúdica, la que establece un campo de acción para sobrellevar el extremo rigor de los compromisos (laborales, éticos, familiares). La television crea ese punto mítico de encuentro entre iguales. Y lo mejor de todo es que no hace falta que estén congregados en el mismo espacio. Pueden ver
Cuéntame en cubículos compartimentados, aislados unos de otros, y manejar la misma confianza que el forofo del fútbol en los bares: saben que al día siguiente, en el café de las once en la oficina, en la cola del pan o en la salida semanal con los amigos, pueden dar rienda suelta a la experiencia vivida. En ese compartir, en la expresión sin racionalizar de la ficción recibida, reside parte de la maravillosa sensación de saberse parte de un todo. De uno grande, inaprehensible, formado por todos los millones de fans de un producto. La religión, en cierto modo, vive de este pulso común. La trama de la fe (con su narrativa metafórica y su fantástica iconografía) permite como pocos seriales la posibilidad de entablar un diálogo fluido con el otro, con alguien de quien no sabemos nada, pero a quien hemos visto arrodillarse ante el altar con la misma devoción con que uno lo hace. El que se rompe gritando gol en el bar y oye al vecino gritar con igual o mayor énfasis le sucede exactamente lo mismo. He encontrado un hermano y ni siquiera necesito saber cómo se llama, vienen a decir, aunque no lo digan. No hace falta expresarse: basta ejecutar una serie de protocolos bien estabulados en el imaginario popular, basta la creencia de que se vive mejor en la comunidad. La comunidad máxima ha dejado de ser la televisión. Lo fue durante el último tramo del siglo veinte. El video mató a la estrella de la radio. Luego el video fue succionado por la red social. El giro al que estamos asistiendo de un tiempo a estar parte consiste en la regeneración del patrón narrativo televisivo. Es la ficción de las series la que ocupa los trending topics, los tweets y los post en el facebook. Se habla de los personajes recién abrazados. Hay que abrazar a alguien. No soportamos estar solos. Mi avatar se muere si no tiene otro avatar con quien entablar (aunque sea en la oscuridad sináptica de un cableado óptico) un simulacro de diálogo. La realidad es otra cosa, pero eso lo dijo
Gil de Biedma, que era un visionario.
3/
Lo que vende es la burda intimidad
Black mirror habla del miedo en la sociedad de la información. De la desconfianza en la realidad. De cómo las nuevas tecnologías crean un útero perfecto en el que refugiarse. Lo único que vincula a los tres episodios es la injerencia de la tecnología en la rutina diaria. En ninguno de esas entregas, el hombre es más feliz porque disponga de más gadgets a su disposición. Bien al contrario, el hombre es un ser desdichado, maldecido por algún dios de la modernidad, convertido en un zombi, en un nuevo esclavo, pero en esta ocasión es la máquina (en su forma más burda, en su extensión estrictamente física) la que lo ha captado para su oscura causa. Estamos rodeados de tabletas, de smartphones, de sutilísimos hilos que nos convocan a un homilía pagana. Lo terrible de esta nueva religión no es que imponga un nuevo dios a los muchos de los que ya disponemos (o a alguno al que se le profesa una querencia más antigua y compartida) sino que ciega la espiritualidad de sus usuarios. El mundo que retrata
Charlie Brooker, el alma mater de Black mirror, el guionista de dos de sus tres cortes y el pequeño obrador de la causa abierta contra la tecnología entendida como una dependencia, es un mundo en el que las metáforas han desaparecido. Todo es limpio y todo es visible. El ciudadano ha dejado de ejercer como tal y se ha investido ya de forma irremisible en consumidor. El mundo será wifi o no será, parafraseando a
Breton. Las distopías de Brooker reformulan la sci-fi de
Twilight Zone (de la que bebe directamente) o de
Philip K. Dick (el tercer episodio le habría encantado al bueno de Dick) y mira más al Orwell más radical, de quien extrae la didáctica, el pulso pesimista de las historias, la sensación (cada vez más intensa) de que el pueblo está adormecido, sedado, confortablemente insensible, como cantaba
Pink, el alter ego de
Roger Waters en
The Wall. ¿Es creíble lo que cuenta Brooker en su miniserie? Estamos a poco de saberlo. Las pantallas que nos escoltan al sueño y nos conducen la vigilia están transformando radicalmente la forma que tenemos de entender la sociedad y, de paso, entendernos nosotros mismos. Hemos abandonado el papel y nos hemos abrazado febrilmente a los ebooks. Hemos perdido el pudor y compartimos en las redes sociales todos los secretos que antes celábamos con mimo en lo más hondo de nuestros cajones. No hay cajones. Todo está a la vista. El confortable espacio de la intimidad ha sido violentado por el espectáculo cancerígeno de su exhibición. El Gran Hermano se ha hecho fuerte. Quizá estemos en el periodo en el que empezamos a racionalizar todos los peligros de las nuevas tecnologías, pero avanzan a pasos agigantados, nos devoran, nos hechizan, hacen que esta misma reflexión las use para que llegue a sus hipotéticos lectores. Todos los lectores son hipotéticos. El acto de la creación misma maneja los instrumentos de los enemigos que pretenden cercenarla. Será un acto de defensa.
4/
Black mirror más o menos contado (omitiendo spoilers)
En el primer episodio (
El himno nacional) el gabinete del primer ministro inglés lo saca de la cama y le hace ver un video colgado en youtube. La princesa de los ingleses (una ficcionalizada Lady Di, posiblemente) ha sido secuestrada e implora desde la pantalla que el gobierno accede a las pretensiones de sus captores. Exigen que el primer ministro sodomice un cerco en directo, en prime time, a la vista de todo el mundo. Solo así será liberada. Tramposa e inverosímil, la trama avanza taquicárdicamente. Lo fascinante es que el asunto (bien serio) se convierte en trending topic y recluta a millones de usuarios que están dispuestos a no perdérselo. El mal se transforma, en manos de los terroristas cibernéticos, en un happening, en una performance, en uno de esos sucesos virales (entre lo teatral y lo veraz) que llegan a todos lados y desalojan cualquier otra opción informativa.
En la segunda historia (
15 millones de méritos) los ciudadanos viven recluídos en cubículos de una sobriedad absoluta. La amenizan una serie de pantallas que cubren todas las paredes. El dinero ha dejado de existir: mandan los méritos, que se consiguen pedaleando (produciendo energía útil para el Sistema). Quince millones de esos méritos cuesta entrar en un programa televisivo llamado Hot Shots, un Factor X, para irnos entendiendo. Nadie asiste a las galas de ese fantasmagórico programa: son los avatares de quienes pagan el billete. El protagonista, un recluso como otro cualquiera, percibe la irrealidad del mundo en el que vive y gasta sus ahorros en lo único real que ha sentido en su confinamiento: la voz (preciosa) de otra reclusa, de la que se enamora y a la que anima a que triunfe y demuestre al mundo que todavía existe la belleza. Se trata, en el fondo, de colocar un caballo de Troya en mitad del campo enemigo, pero el enemigo es poderoso.
En la tercera parte, la más dramática, a mi entender
(Toda tu historia) todo el mundo lleva alojado un implante que registra todo lo que sucede a su alrededor de modo que se puede acceder a ese pequeño (en tamaño) disco duro y revivir íntegramente cualquier experiencia almacenada en él. Como el prodigioso
Funes, el memorioso, el personaje de
Borges, pero tamizado por la pluma de Dick. El peligro de que todo esté registrado consiste en que todo puede ser recuperado. No existe el olvido. Tampoco la intimidad. Cualquiera puede hurgar en tus secretos y extraerlos. Desaparece la noción de privacidad. Lo que está por venir, sin caer en excesos, está en Toda tu historia: la tecnología tutelando nuestro ingreso en la sociedad, cincelando nuestra vida en pareja, reformulando la manera en que nos apropiamos de la realidad y manejamos nuestros sueños.
5/
Cierre
Black mirror retrata la degradación moral del mundo en que estamos o del que está a punto de venir. Turba por lo que tiene de real, por entender que no andan lejos los patrones sobre los que discurren las tramas, que son, no se puede olvida, superficiales a veces (la segunda historia es de una simpleza absoluta, pero de un calado absoluto también), cruzando géneros (sci-fi pura, thriller psicológico o reality) y recabando por el camino la perplejidad del espectador, consciente en todo momento de estar asistiendo a una miniserie distinta, que sobrecoge y produce, en su visionado, una tristeza tremenda. A mí me la causó al menos. Bendita tristeza si te hace pensar.