31.5.12

Life is but a joke

                                                   Okada

 I
Hay cosas contra las que la muerte no puede hacer nada. La buena vida es la que deja a la muerte perpleja, la que la rebaja a la condición de fantasma  para los ojos de un descreído. De la mucha educación que recibimos a lo largo de los años hay escasa afición a prepararnos para morir bien. Tampoco contribuye la construcción judeocristiana del pecado y de la falta, artilugios morales de combate que aplazan o anulan una cierta visión didáctica de la muerte. La figura con la guadaña de la viñeta (estupenda) de Okada ilustra el modo en que uno entiende estos asuntos. Vamos pensando en que esto tiene un fin pero no es el nuestro. Somos inmortales mientras vivimos, quizá deberíamos pensar. Vamos (en este hilo un poco fúnebre hoy de las cosas) afinando la melodía del adiós e incluso preparando el contenido de ese equipaje con el que queremos partir. Y ojalá dejemos a la muerte perpleja, tocada por el asombro de vernos ufanos y mansos, viviendo por encima de cualquier otra consideración, a espaldas de todas las palabras mortuorias que nos van contando en vida y que casi nunca nos escoltan bien hacia la muerte. Como sigas cumpliendo años te vas a morir, solía decir un amigo. 

II
La cultura que no valora la muerte no valora la vida, leí una vez. Se quedan pegadas a la memoria frases así. Cioran lamentaba que la civilización occidental hubiese escamoteado siempre al cadáver. La filosofía, empeñada en razonar o en estabular el tiempo, solo se ha dedicado a plantear un modo de entender la muerte. El Arte (expresado en cine o en literatura, en pintura o en escultura) se ha valido de ella para edificar magníficos monumentos de la sensibilidad y de la inteligencia, pero siempre se escabulle la muerte, la negamos, le perdemos un poco el respeto y esperamos, en el mejor de los casos, que nos pille desprevenidos, ajenos, amarrados al vivir. Yo quiero morir como pedía hacerlo el enano Lannister de Juego de tronos. Al menos queda bien en la cháchara del bar. En los bares, contentos de licores, se habla de la muerte como si no se supiese qué es. En mi tierra, en los velatorios, se esmera uno en extraer el mejor humor. Quien los conoce, sabe que no hay velatorio que se precie en donde no caiga un buen chiste. Life is but a joke, decía Bob Dylan en una de sus coplas.

30.5.12

Con la que está cayendo




Con la que está cayendo se le van a uno las ganas de escribir sobre los mitos de Cthulhu o sobre los años salvajes de Chet Baker en la vieja Europa. Bastan treinta minutos de noticias en televisión para anular toda posibilidad de expansión creativa. Cómo vas a enredarte en el spleen o en los universos alternativos de Walter Bishop con Bankia mordiéndote el cuello o las tijeras de Rajoy descosiéndote el alma a la altura de la nómina. No hay forma de concentrarse en nada. A poco que pierdes la noción de las cosas reales y te sumerjes en el bendito territorio de la ficción, te asalta el ruido de un teletipo o un ruido de políticos maquinando recortes como el que hace una lista del mercadona o un frío parte estadístico en el que números que no entiendes del todo te cuentan que el abismo está a la puerta de casa y que algunos de los tuyos han perdido pie y están dentro. Y te saca de quicio que habiendo tanto trabajo que hacer se preocupen algunos en apiolar a un cantautor de los de antes que en el año 77, año febril de soflamas y de pasquines,  se dedicó a cocinar un cristo, retirándole las alcayatas, desencostrándolo con agua tibia. La costra no está en el cristo de Krahe (o en el Cristo de krahe, no sé) sino en la cabeza de algunos, cruzados de no sé qué facción obstinada en no dejar pasar ni una en asuntos de capital importancia para ellos pero nula para los demás. En ésas andamos. En que lo mío compite con lo ajeno y crea a su alrededor una costra de intereses de la que, al removerse, se eleva una sustancia tóxica, las más de las veces; incómoda al trato, siempre. En que lo ajeno, si me contraría en exceso, me mueve a expresarme en su contra. Como si expresando esa disconformidad mía pudiera evitar que esos otros disfruten con sus cosas, las mimen, las consideren sagradas y en esa condición las tutelen, vigilen y hasta muerdan por ellas.

Caso de que no caiga nada, de que todo fluya y respire paz y la prima de riesgo se pierda en un bosque y se la beneficie un fauno, podremos volver a Lovecraft y a Baudelaire, acudir ufanos al riff de Clapton cuando le birló a Harrison su preciosa novia y a las ferias de pueblo con sus coches de tope. Volverá la paz del espíritu, el inquebrantable loco afán de ir de excursión por los burdeles de la palabra, pedir asilo en todos los surrealismos y no tener que rendir cuentas a nadie sobre lo frívolo de nuestros actos. Pienso en estos días en un amigo que suele razonar del siguiente modo: he leído todos los libros del mundo, he visto todo el cine del mundo, he conocido los placeres de la palabra y del genio creativo y ahora solo me llena la realidad, su restitución en prensa. A mi amigo le sobran los libros y una parte de mí, la que anda tras sus pasos, le entiende. No es que me sobre mi Borges ni aplace la revisión lujuriosa del Tati o del Melville que me fascinaron. Lo que pasa es que los tiempos escriben también a su manera. El texto que manuscriben es el de las crisis financieras, el de los políticos en sus laberintos, el de los curas en los suyos, el del hombre agotado de inventar, colapsado por el progreso, lampando por encontrar un refugio en el que descansar y pensarse. Yo creo que lo que pasa es que no nos pensamos. Hacemos balance de lo que hacemos pero no de lo que somos. Estamos en esa depravación sin pecado en la que somos cómplices del vértigo. Nos estamos despeñando sin voluntad de amarrarse a un saliente en la caída. Hemos renunciado a salir a contemplar la belleza y preferimos que los otros, los que la vieron, nos la cuenten. Se está abriendo la posibilidad (terrible) de que nos encerremos en nuestros gadgets y confiemos en una empresa para que nos restituya todo eso a lo que hemos renunciado. Vamos de cabeza al encapullamiento masivo salvo que (ay) se reescriba el ocio y la caja deje de gobernarlo. No albergo muchas esperanzas. Alguna suelta. La idea de que todo se estabula y se mueve en base a una serie de protocolos y de ciclos que se han venido ejecutando de forma absolutamente armónica en los últimos tiempos. La (secreta) idea de que somos buenos y de que Chet Baker toca para nosotros. De que somos buenos.

27.5.12

Tengo todos sus discos, me sé todas sus canciones



     Para mi amigo Rafa Roldán, con quien disfruté los grandes discos.

Creo que conozco a Bruce Springsteen de siempre. Hay canciones suyas en casi cada momento feliz o infeliz de mi vida. Sé de memoria trozos de canciones, letras que han acompañado mi paso por los días. Soy de los que piensan que la música es un salvoconducto, una especie de carta de invitación a la gran vida, a la que uno aspira secretamente, sin cánticos, pancartas o alardes. Thunder road es una canción que suelo poner cuando los ánimos están bajos. Sherry darling la meto en la bandeja del CD cuando la alegría me ocupa el pecho y hace que desaparezcan los quebrantos. The river es un himno útil para todas las ocasiones. Hay canciones de Springsteen que contienen en su interior completos estados de ánimo. Luego está el Springsteen público, el hombre de los escenarios. Nunca he ido a un concierto suyo. Bien que lo siento. Un buen amigo me dijo que la comunión que existe entre el público del Jefe y el propio Jefe es maravillosa. Como si todos fuesen una gran familia, una dispersa y desestructurada, como las que ahora se estilan, que de pronto se sientan en la mesa familiar y cantan y se cuentan las cosas que han vivido en el tiempo en el que no se han visto. Me gusta muchísimo la foto que preside el post. Es el nacimiento de una nación. El instante en el que se obra uno de los prodigios más hermosos que existen: la rendición pura del talento, la restitución íntegra de la belleza. Springsteen es el Rey. Tengo todos sus discos. Me sé todas sus canciones.

22.5.12

Shame / El fantasma y el doctor Freud





Hay algo hermoso en Shame y también algo que la desbarata, que la malogra en cierto modo. Lo que la separa de la cinta modélica que podría haber sido es la suspensión de su trama, la muy escasa voluntad narrativa que la cruza. McQueen esboza una ligera línea argumental (el hombre de éxito, solo, despeñado en una sobrecogedora adicción al sexo) sobre la que construye una magistral sucesión de imágenes perturbadores, que retratan no solo el vacío de una vida sin afecto sino el dolor de no encontrar sentido al propio deseo que la mece. Privada de palabras, despojada de un texto vigoroso que aliñe la poderosa maquinaria visual, la habilidad de McQueen (un videocreador pasado al cine) en despojar a las imágenes de toda elemento accesorio y mostrarlas crudamente, peligrosamente escoradas a un minimalismo extremo. A Brandon, el adicto del film, que interpreta colosalmente un cada vez más imprescindible Michael Fassbender, se le tiene lástima. Es un recluso de sí mismo, un hombre con una tara que lo carcome y le impide encontrar el amor que otros frecuentan. De diálogos parcos y lacerantes, Shame inspira también un cierto tipo de lástima. Se la aprecia por lo que muestra, por la veraz revisión pública de un mal desconsoladamente privado, pero se la rechaza (yo al menos no disfruté con ella ni considero que sea el gran film que algunas reseñas postulan) por la excesiva desnudez de su propuesta. Es cierto que McQueen no juzga, pudiendo. Es cierto que sus personajes (los dos principales, Brandon y su sensible y frágil hermana Sissy, que interpreta con maestría una desconocida Corey Mulligan) son enfermos terminales y que el director los registra con su cámara como si estuviesen dirigiéndose (a pasos agigantados) a un previsible (y duro y catártico) fin, pero Shame sobrevive a toda esa reducción crítica y gana enteros en cuanto se la contempla como un ejercicio ensayístico. No es ninguna vida la vida que Brandon lleva: es un simulacro indecente, un pequeño suicidio diario, un negarse a los demás para satisfacer un vicio gigantesco, que lo absorbe y que le priva de toda posibilidad de equilibrio.

Shame es también un cuento de fantasmas. Uno tedioso, si se quiere. Pronosticable, también. Quienes cruzan la pantalla son seres irreales, que medran sin propósito en la empresa y flaquean estrepitosamente en su vida privada. Gente sin brújula que solo se ocupa de sí misma y gasta el encanto y el potencial afectivo en la creencia de que lo único verdaderamente importante es la carne, el cuerpo del otro ya poseído y sacrificado. Brandon es un enfermo terminal, ya lo he escrito, y también un espectro, un ser de imposible ingreso en la vigilia de las cosas. No cuadra en nada ni con nadie. Solo es feliz (en la hipótesis peregrina de que sea la felicidad lo que busca en sus masturbaciones convulsivas o en sus fornicios eventuales) cuando abre su portátil, se bebe una cerveza y contempla porno mientras traga sin entusiasmo comida china. La vergüenza de la que habla el título es la que hace que perciba el daño que se está infligiendo. La condición de fantasma permite que Brandon no rebaje su dosis diaria de sexo. Por eso la irrupción de su hermana (un ser maldito también, a su modo) abre el búnker en el que se ha hecho fuerte y lo empuja a admitir el dolor y a procurarse (sin éxito) una cura. No hay una mirada reprobatoria en McQueen: se limita a filmar el descenso a los infiernos como un Abel Ferrara en sus buenos tiempos o como David Lynch en la mayoría de los suyos. La redención no es una vía sencilla. A la redención se le presentan de continuo obstáculos de coste alto. El fantasma de Shame es el que cada uno lleva dentro a poco que se deje arrastrar por cualquiera de los vicios que circulan por ahí. El drogadicto es un fantasma. El ludópata es un fantasma. El putañero es un fantasma. Lo que Shame verbaliza (sin mucha palabra, curiosamente) es el texto de esos deseos, toda la gramática de las adicciones a las que nos postramos para que la vida no sea demasiado rigurosa y podamos escabullirnos por algunas de sus rendijas a la búsqueda (unos más, otros menos, todos inevitablemente) de la felicidad. Pero mira qué está jodida la empresa.

addenda:
Preste el amable lector atención a la canción que Sissy se despacha en el club en donde trabaja. New York, New York, la inmortal pieza de Sinatra, despiezada y limpia. Un cuchillo de canción en mitad del film. Unos cuantos minutos (cuatro) que todavía no sé si me fascinaron o me dejaron k.o. para el resto de la trama.





Dios / Segunda Parte


                                                                  Foto: Jo Schwab

No conozco al dios en el que confían los americanos. Tampoco hay ninguno aquí en el que deposito mi confianza. Poseo una incredulidad lúdica que me hace disfrutar de su búsqueda más que gozar con su encuentro. Digamos que soy una especie de creyente inconstante. Uno que se arrima y se desarrima a voluntad y que no espera nada en ese juego de metáforas en el que siempre hay un ganador. Yo soy el ganador, el que encuentra un campo de cavilaciones fantástico. Cavilo por vocación. Por las incertidumbres que sugiere el camino. Resulta estimulante esa prospección hacia dentro uno mismo. La jalea el mundo, pero soy yo quien la administra. Está en mí la posibilidad de darle curso, de mimarla, de desoírla si me place. K. me va pidiendo que deje la cosa divina y me centre en lo más acendradamente humano. Que no indague en lo que no conozco. Y es precisamente el no conocer lo que me empuja. El desafecto que le tengo a las instituciones que abanderan a Dios (ahora bien con mayúscula) no tiene nada que ver con el afecto que le profeso a las personas que lo buscan y narran las peripecias del trayecto. Me atraen las que no lo encuentran. Quienes se topan una y otra vez con un muro y no dan con la vía que lo sortee. Mi muro es poroso a veces. Otras es inexpugnable. El dios en el que confía los americanos, el que se pronuncia en las homilías, el que se cita cuando uno está solo y sospecha que alguien pueda estar escuchándolo no es el dios en el que confío. No sé si este creyente voluble que soy precisa de un ajuste desde el que mirar de otra manera. Tal vez sea cosa de mirar con otra graduación. La mía, hasta hoy, ve ángulos muertos, figuras borrosas, paisajes sin bondad, páramos que solo hollan de vez en cuando mi asombro y mi paciencia. La silla de Schwab es la mía. Es la de todo el que se sienta a esperar y se levanta, al rato, por cansancio, por aburrimiento a veces. Por todas esas distracciones que te apartan del cometido que emprendiste y te convencen de que no hay otro mundo y de que éste es el único posible.

21.5.12

La cabeza de Dios, la de David Lynch y la mía

Sé con más o menos certeza qué hay dentro de la cabeza de David Lynch. Una parte de la mía entiende a Lynch. La otra se empecina en contradecirla y a poco que me descuido desbarata lo que esa mitad avanza. De hecho la que está escribiendo ahora es la parte no-lynch de mi cabeza. La entusiasta del director americano está mirando la oreja en el jardín de Blue velvet y haciéndose preguntas sobre lo extraña que es casi siempre la vida. He pensado en dejar que sea mi lado-lynch el que escriba, pero el acto de la escritura no está a disposición de quien lo ejerce. Parece como si actuara a sus anchas y decidiese, no sé a antojo de qué, escribir o no hacerlo. Cuando estoy tranquilamente sentado en la terraza de un bar, tomando un café, leyendo la prensa, fumando un cigarrillo, acude Lynch y me desbarata el remanso de paz que he construído. Sucede entonces algo que odioso muchísimo. Cojo una servilleta de papel, que es lo que está más a mano, y manuscribo unas ideas, palabras que Lynch, desde mi parte cómplice de la cabeza, me dicta como en confesión multimedia, pero las ideas se atropellan y las palabras se montan unas encima de otras hasta formar un grumo semántico impresentable a mis entendederas. A mi amigo K. le sucede lo mismo con Dios. Dice que en ocasiones entra en su cabeza. Que en otras, a voluntad del azar o de la conjunción de los astros, sale y que, en última instancia, nunca es él el que maneja la duración de la estancia, el tiempo en que su corazón brinca y se alboroza al contacto puro con la divinidad. Días en los que abraza la causa de la fe y la comparte con el prójimo y días en los que le hastía lo que antes le fascinó. Días de un boscoso entramado metafórico en los que uno ve con pristina transparencia los misterios del cosmos y días de una vulgaridad espantosa en los que Lynch, K. y el mismo Dios no nos merecen ni la más mínima de la atenciones.

19.5.12

Cinco consideraciones sobre Black mirror


1/ Mi altar, mi televisor
A lo que conduce la ingesta masiva de series es a una resaca catódica total. Me he convetrido en un friki a sabiendas de los efectos colaterales que conlleva. Uno de ellos es que veo menos cine. No es que lo haya dejado del todo (anoche volví a ver M, el vampiro de Düsseldorf, la obra maestra del mejor Fritz Lang) sino que espacio cada vez más la decisión de enchufar un DVD o de ir al cine, en sala grande, a oscuras. No pierdo casi nada en esta infidelidad. La ficción que me proporcionan las series es magnífica. Hay ocasiones en las que incluso siento que la batalla la ha perdido el cine y la ha ganado la HBO, la Fox o Channel Four. Otras, en cambio, respiro aliviado y me cuento a mí mismo que el placer supremo está en las películas. Las de toda la vida, las que alquilas, compras, descargas o ves en una butaca. Como no tengo que rendirle cuentas a nadie, voy de J.J.Abrams a Michael Winterbottom (y viceversa) sin que mi inalterable amor a que me cuenten historias en una pantalla se vea alterado. Lo cómodo de las series (convenientemente programadas, restituídas a voluntad propia, sin que te gobierne un canal televisivo o una infame arcada de anuncios) es que te involucras en una historia que dura más de lo habitual, en la que adviertes cientos de matices y en donde te sientes una parte casi activa. Como si esos personajes te observaran y se hicieran una parte de ti y te acompañaran al trabajo o formaran parte de las conversaciones que tienes con los amigos en la barra de un bar. El cine hace eso, no me cabe duda, pero la exposición es menor. Será todo una cuestión de tiempo. Puestos a pedir placer, que dure mucho, que no decaiga, que te deje exhausto, roto el corazón y muertos los músculos.

2/ Hay que abrazar a alguien
Son las adicciones las que cohesionan la sociedad. Uno es adicto a la Champions League, sale a la calle en buscar de un bar bien abarrotado, se derrama en la barra, pide un tanque de cerveza, deposita los ojos sobre la gran pantalla y suelta un par de frases sobre la última jugada que acaba de producirse en la confianza de que alguien, un cómplice en la trama, va a responderle, a considerarle un prójimo, uno de los suyos. Ahí está garantizada la salud de la tribu. Al menos la salud lúdica, la que establece un campo de acción para sobrellevar el extremo rigor de los compromisos (laborales, éticos, familiares). La television crea ese punto mítico de encuentro entre iguales. Y lo mejor de todo es que no hace falta que estén congregados en el mismo espacio. Pueden ver Cuéntame en cubículos compartimentados, aislados unos de otros, y manejar la misma confianza que el forofo del fútbol en los bares: saben que al día siguiente, en el café de las once en la oficina, en la cola del pan o en la salida semanal con los amigos, pueden dar rienda suelta a la experiencia vivida. En ese compartir, en la expresión sin racionalizar de la ficción recibida, reside parte de la maravillosa sensación de saberse parte de un todo. De uno grande, inaprehensible, formado por todos los millones de fans de un producto. La religión, en cierto modo, vive de este pulso común. La trama de la fe (con su narrativa metafórica y su fantástica iconografía) permite como pocos seriales la posibilidad de entablar un diálogo fluido con el otro, con alguien de quien no sabemos nada, pero a quien hemos visto arrodillarse ante el altar con la misma devoción con que uno lo hace. El que se rompe gritando gol en el bar y oye al vecino gritar con igual o mayor énfasis le sucede exactamente lo mismo. He encontrado un hermano y ni siquiera necesito saber cómo se llama, vienen a decir, aunque no lo digan. No hace falta expresarse: basta ejecutar una serie de protocolos bien estabulados en el imaginario popular, basta la creencia de que se vive mejor en la comunidad. La comunidad máxima ha dejado de ser la televisión. Lo fue durante el último tramo del siglo veinte. El video mató a la estrella de la radio. Luego el video fue succionado por la red social. El giro al que estamos asistiendo de un tiempo a estar parte consiste en la regeneración del patrón narrativo televisivo. Es la ficción de las series la que ocupa los trending topics, los tweets y los post en el facebook. Se habla de los personajes recién abrazados. Hay que abrazar a alguien. No soportamos estar solos. Mi avatar se muere si no tiene otro avatar con quien entablar (aunque sea en la oscuridad sináptica de un cableado óptico) un simulacro de diálogo. La realidad es otra cosa, pero eso lo dijo Gil de Biedma, que era un visionario. 

3/ Lo que vende es la burda intimidad
Black mirror habla del miedo en la sociedad de la información. De la desconfianza en la realidad. De cómo las nuevas tecnologías crean un útero perfecto en el que refugiarse. Lo único que vincula a los tres episodios es la injerencia de la tecnología en la rutina diaria. En ninguno de esas entregas, el hombre es más feliz porque disponga de más gadgets a su disposición. Bien al contrario, el hombre es un ser desdichado, maldecido por algún dios de la modernidad, convertido en un zombi, en un nuevo esclavo, pero en esta ocasión es la máquina (en su forma más burda, en su extensión estrictamente física) la que lo ha captado para su oscura causa. Estamos rodeados de tabletas, de smartphones, de sutilísimos hilos que nos convocan a un homilía pagana. Lo terrible de esta nueva religión no es que imponga un nuevo dios a los muchos de los que ya disponemos (o a alguno al que se le profesa una querencia más antigua y compartida) sino que ciega la espiritualidad de sus usuarios. El mundo que retrata Charlie Brooker, el alma mater de Black mirror, el guionista de dos de sus tres cortes y el pequeño obrador de la causa abierta contra la tecnología entendida como una dependencia, es un mundo en el que las metáforas han desaparecido. Todo es limpio y todo es visible. El ciudadano ha dejado de ejercer como tal y se ha investido ya de forma irremisible en consumidor. El mundo será wifi o no será, parafraseando a Breton. Las distopías de Brooker reformulan la sci-fi de Twilight Zone (de la que bebe directamente) o de Philip K. Dick (el tercer episodio le habría encantado al bueno de Dick) y mira más al Orwell más radical, de quien extrae la didáctica, el pulso pesimista de las historias, la sensación (cada vez más intensa) de que el pueblo está adormecido, sedado, confortablemente insensible, como cantaba Pink, el alter ego de Roger Waters en The Wall. ¿Es creíble lo que cuenta Brooker en su miniserie? Estamos a poco de saberlo. Las pantallas que nos escoltan al sueño y nos conducen la vigilia están transformando radicalmente la forma que tenemos de entender la sociedad y, de paso, entendernos nosotros mismos. Hemos abandonado el papel y nos hemos abrazado febrilmente a los ebooks. Hemos perdido el pudor y compartimos en las redes sociales todos los secretos que antes celábamos con mimo en lo más hondo de nuestros cajones. No hay cajones. Todo está a la vista. El confortable espacio de la intimidad ha sido violentado por el espectáculo cancerígeno de su exhibición. El Gran Hermano se ha hecho fuerte. Quizá estemos en el periodo en el que empezamos a racionalizar todos los peligros de las nuevas tecnologías, pero avanzan a pasos agigantados, nos devoran, nos hechizan, hacen que esta misma reflexión las use para que llegue a sus hipotéticos lectores. Todos los lectores son hipotéticos. El acto de la creación misma maneja los instrumentos de los enemigos que pretenden cercenarla. Será un acto de defensa.

4/ Black mirror más o menos contado (omitiendo spoilers)




En el primer episodio (El himno nacional) el gabinete del primer ministro inglés lo saca de la cama y le hace ver un video colgado en youtube. La princesa de los ingleses (una ficcionalizada Lady Di, posiblemente) ha sido secuestrada e implora desde la pantalla que el gobierno accede a las pretensiones de sus captores. Exigen que el primer ministro sodomice un cerco en directo, en prime time, a la vista de todo el mundo. Solo así será liberada. Tramposa e inverosímil, la trama avanza taquicárdicamente. Lo fascinante es que el asunto (bien serio) se convierte en trending topic y recluta a millones de usuarios que están dispuestos a no perdérselo. El mal se transforma, en manos de los terroristas cibernéticos, en un happening, en una performance, en uno de esos sucesos virales (entre lo teatral y lo veraz) que llegan a todos lados y desalojan cualquier otra opción informativa.



En la segunda historia (15 millones de méritos) los ciudadanos viven recluídos en cubículos de una sobriedad absoluta. La amenizan una serie de pantallas que cubren todas las paredes. El dinero ha dejado de existir: mandan los méritos, que se consiguen pedaleando (produciendo energía útil para el Sistema). Quince millones de esos méritos cuesta entrar en un programa televisivo llamado Hot Shots, un Factor X, para irnos entendiendo. Nadie asiste a las galas de ese fantasmagórico programa: son los avatares de quienes pagan el billete. El protagonista, un recluso como otro cualquiera, percibe la irrealidad del mundo en el que vive y gasta sus ahorros en lo único real que ha sentido en su confinamiento: la voz (preciosa) de otra reclusa, de la que se enamora y a la que anima a que triunfe y demuestre al mundo que todavía existe la belleza. Se trata, en el fondo, de colocar un caballo de Troya en mitad del campo enemigo, pero el enemigo es poderoso.


En la tercera parte, la más dramática, a mi entender (Toda tu historia) todo el mundo lleva alojado un implante que registra todo lo que sucede a su alrededor de modo que se puede acceder a ese pequeño (en tamaño) disco duro y revivir íntegramente cualquier experiencia almacenada en él. Como el prodigioso Funes, el memorioso, el personaje de Borges, pero tamizado por la pluma de Dick. El peligro de que todo esté registrado consiste en que todo puede ser recuperado. No existe el olvido. Tampoco la intimidad. Cualquiera puede hurgar en tus secretos y extraerlos. Desaparece la noción de privacidad. Lo que está por venir, sin caer en excesos, está en Toda tu historia: la tecnología tutelando nuestro ingreso en la sociedad, cincelando nuestra vida en pareja, reformulando la manera en que nos apropiamos de la realidad y manejamos nuestros sueños.

5/ Cierre
Black mirror retrata la degradación moral del mundo en que estamos o del que está a punto de venir. Turba por lo que tiene de real, por entender que no andan lejos los patrones sobre los que discurren las tramas, que son, no se puede olvida, superficiales a veces (la segunda historia es de una simpleza absoluta, pero de un calado absoluto también), cruzando géneros (sci-fi pura, thriller psicológico o reality) y recabando por el camino la perplejidad del espectador, consciente en todo momento de estar asistiendo a una miniserie distinta, que sobrecoge y produce, en su visionado, una tristeza tremenda. A mí me la causó al menos. Bendita tristeza si te hace pensar.
 

 

17.5.12

Oficio de tahúr

El tahúr enamorado de su manga.
Solo así evitar el miedo, el tiempo
perdido en el sórdido trucaje de la
                         baraja.

14.5.12

Pensar es una actividad de riesgo




No hay indicios fiables de que tengamos que morir algún día. Sé que me contradicen la barba blanca y el cansancio advertido en los músculos. Aprecio en lo que me cuenta la memoria, la blanda memoria poblada por sordas linternas. Las certezas más hermosas de este mundo están ahí, en la memoria, a cobijo, tuteladas por un mecanismo que no terminamos de entender nunca. Sabemos que fuimos felices o muy desgraciados por el hilo argumental que nos ofrece la memoria. Por su prodigiosa manera de enredarnos y hacernos creer lo que le conviene o lo que nosotros convenimos que, a fuerza de padecimientos, nos agrada o, en el menor de los casos, no nos incomoda en demasía. No hay indicios de que tengamos que dejar este mundo. Sabemos que va a ser así por la experiencia de los demás, pero no por la nuestra. Es absurdo este barrunto mío de lunes por la noche, un poco cansado, pero no se me ocurren argumentos con los que derribarlo. La vida parece eterna mientras se vive. Luego lo que  fue vuelo y luz deviene mansamente amable sombra, peso gris, pero ahora mismo, a este ahora hermosa de la noche en que todos están ya a punto de dormirse o están dormidos ya y yo tecleo en el ordenador (mientras suena muy bajito un disco de Wes Montgomery que me encanta) nada indica que esta felicidad vaya a truncarse. Nada avisa de que este maravilloso juego finalice. Soy inocente a sabiendas, que es una forma estupenda (no me lleven la contraria) de ser gilipollas a oscuras. Solo veo lo que me interesa. En este instante el sublime gozo de la guitarra de mi amigo Wes y la noche, arriba, cercándome, amorosamente. Ha sido un buen día, a pesar de todo. El Roto me abrió la mañana con una viñeta suya (que he colgado en mi facebook) en la que se planteaba la posibilidad de que pensar sea una dolencia mental. Estoy hoy muy dolido. He pensado mucho y no todo ha sido placentero. Pensar, ya lo he escrito muchas veces, es una actividad de riesgo. Me encanta zambullirme en mis adentros, buscarme, encontrarme, perderme, no saber, no necesitar saber o querer saberlo todo por un momento. La memoria, la puta, se encargará de borrarlo. Todo es un juego del que no siempre controlamos todas las piezas. Buenas noches.

1.5.12

Herbie Hancock, salvador del mundo


No todo está perdido. Hoy en el telediario de TVE, junto al ominoso Le Pen,con su simétrica hija, la tosca Merkel y los insufribles Toxo y Méndez, que parecen cómicos de un teatro de provincias, ha salido Herbie Hancock, ha salido Joe Lovano, ha salido Tony Bennett. El motivo: ayer fue el Día Internacional del Jazz. Dicen, en ese telediario, que el jazz es el diálogo puro entre los pueblos en estos tiempos de zozobra. O sea, que el jazz va a salvar al mundo. Que le pongan un templo ya. Hay muchos templos por ahí y ninguno tan de mi gusto. Hoy he recogido la cocina al ritmo de Milestones, aunque ha durado veinte escasos segundos. Soy feliz. De algún modo no razonable lo soy en este uno de mayo en el que he ido con mi hijo a ver Los Vengadores en el cine, a media mañana, gozosamente. Y ha sido salir de la sala, volver a casa, almorzar y ver mi jazz en prime time. Qué alivio saber que existe. Que martes más extraordinario sentado con Emilio en la sala oscura, viendo el blockbuster de la temporada, observando cómo Tony Stark, el doctor Banner, el capitán América y todos los demás salvan al mundo de las hordas cósmicas. Si los héroes de la Marvel no pueden sacarnos de este caos yo pido aquí y ahora en voz alta que lo salve Herbie Hancock. Si los que hay, los especialistas, digamos, no dan con la clave, ¿qué perdemos probando con Hancock?

El corazón y el pulmón

   No saber qué hacer cuando no se escribe, no tener paliativo, no aducir cansancio, ni siquiera colar la idea de que la musa se ha fugado o...