22.5.16
Laico
Es posible que mucho de los males de hoy en día provengan de calzar la palabra pecado donde únicamente debiera andar el zapato del delito. Lo que es una consideración literaria o metafórica (el pecado) rivaliza con lo que es un concepto jurídico, es decir, razonable, consensuado, social y cívico. Luego están los ministros que le piden a la Virgen de turno que interceda por España y haga que salga de marasmo que la engulle (públicamente, no en casa, en su ámbito privado) Seguimos en la idea de que lo laico va contra lo religioso. Y no es así, no es ése el espíritu. Lo laico es la preeminencia de lo político (público) sobre lo religioso (privado). Lo público, lo privado, lo secreto. He ahí los tres órdenes. Hablé el otro día con un amigo sobre una religión secreta, oficiada sin que intermedien otros. Él, creyente, practicante, me hizo ver que la dimensión pública de la fe es la que hace que la sociedad avance. Porque está unida. Porque la religión es eminentemente convivencia. No llegamos a ponernos de acuerdo. Disfrutamos (mucho) con la conversación. Estábamos de acuerdo en que el Estado no debería dejar ver nada que tenga que ver con adhesión religiosa alguna. Deberían esmerarse en que eso fuese así. Yo me esmero en mi trabajo en que no se trasluzca nada de lo que pienso en ese asunto. Siempre procuré trabajar laicamente, si vale esa expresión. Sin que se evidencia si comulgo o si no. Si rezo por las noches o estoy tramitando los papeles para apostatar. Una educación laica no hace ciudadanos ateos o agnósticos: hace ciudadanos tolerantes, con libertad de conciencia, respetuosos. Es eso, el respeto, lo que hará que este mundo gire en paz. No otra cosa.
13.5.16
Los porqués
Dejaron la silla porque habría alguna mejor adonde fuesen. O porque quedó la última y el camión de la mudanza estaba a tope. Cargaron con el resto. Lo embalaron, lo metieron en cajas, lo precintaron bien. Quien cerró la puerta no echó una última mirada. Tal vez las prisas por abandonarlo. El piso es un objeto, uno más. Igual que dejamos en el contenedor del papel los libros que ya no leemos o llevamos la ropa vieja a la beneficencia, dejamos los pisos. Dejan de ser propiedad nuestra y los suplimos por la propiedad nueva. Conservamos los recuerdos de lo que custodiaron. En ellos amamos y sufrimos, sentimos placer y dolor, reímos y lloramos, supimos que la vida es maravillosa o que no merece la pena preocuparse mucho por ella porque al final siempre nos pasa factura. Al inquilino que lo habite, al próximo al que le parezca bien la distribución de las habitaciones, la luz que dan las ventanas o el precio de la venta, le intrigará que se abandonara la silla. No contará con el teléfono. Seguro que anularon el contrato. La silla es otro asunto. Habrá un porqué para la silla y no lo hubo para una lámpara o para un sofá de tres cuerpos. La usó un anciano. Leería, miraría por la ventana. No es una silla especialmente lujosa. No debió ser ni cara. Una de esas sillas de despacho, de las que se pierden por la tela barata o por el cuero de mala calidad. Ni cuero sería. Plástico. Hasta plástico del menos fiable. Del resto no se podrá decir nada, pero se disfruta especulando. Una pareja recién casada a la que no le van bien las cosas. Un profesor sin plaza. Una mujer separada. Uno piensa en el objeto, en el piso, en cómo se transforma según quien lo habite. Son los objetos los que permanecen. Unas manos los cogen y otras los sueltan. Las palabras son también objetos. Las usamos, las abandonamos, hacemos que expresen lo que pensamos, proyectan lo que somos. Una habitación vacía, en un piso sin inquilinos, es una imagen de algo, expresa algo, proyecta algo. No sabemos el porqué de lo que percibimos, especulamos con todos los porqués. La vida es literatura portátil, de la de acarrear con nosotros y dejar en cualquier sitio y coger otra y soltarla cuando apetezca. Como pisos que se abandonan. Como las palabras que decimos. Como las que no. La silla es lo que genera la intriga. El vacío puro es menos narrativo. Es la silla la que hace que empiecen a acoplarse las piezas sueltas.
12.5.16
Hay que ponerse a leer, hay que ponerse a escribir
Arreglando papeles, en uno de esos
ratos en los que crees que ordenar las cosas harán que no se vuelvan
a desordenar nunca, di con unos folios grapados que me ilusionaron
mucho. No los tuve en consideración desde que los escribí.
Sirvieron como guía con la que acudir mientras hablaba sobre libros y
sobre escritores. En los años en que se me invitó para animar a la
lectura a jóvenes de instituto nunca usé el mismo texto. Me parecía
una falta de respeto. Me preocupaba hablar de libros y repetir lo
contado el año anterior. Distinto lugar, distintos alumnos, distinto
texto, sólo yo era el mismo, y ni siquiera estoy absolutamente
conforme con esa afirmación. Lo que encontré. Lo que ahora
transcribo aquí, supongo que fue una ayuda, pero rehusé leer. Aún
a riesgo de que el acto se extendiera más de la cuenta (era una hora
y media de cháchara, incluyendo la parte más nutritiva, la de foro
o debate) decidí pillar una idea y explayarme sobre ella. Es un
método estupendo o al menos a mí, visto ahora, me lo parece.
Permite eludir el recitado o la confianza en que el tema se domina.
Tengo la convicción de que es más el interés o la fascinación por
los libros (el amor que se le profesan) que esa pedagogía que se
presumía que yo poseía. Fue un placer tener un público tan
volcado. Ellos tenían un orador novicio, prendado por el cometido
encargado, y yo tenía un público entregado. No siempre se encuentra
uno que la hora de Matemáticas ha sido reemplazada por una especie
de conferenciante, imagino que dirían.
Quise hablar de lo malo con la misma
voluntad que de lo bueno. Era mi intención ponerme del lado en que
aparentemente estaban, en el de los no-lectores, en los que priman la
propiedad de un videojuego a la de un libro, el lado (en definitiva)
perverso, el que hay que batallar y contra el que (en muchos casos)
perdemos. Leer es un acto peligroso, he recordado hoy, justamente con
otros alumnos. Te puede hacer caer en un vicio irrenunciable. Les
decía hoy que leer es una actividad de una intimidad absoluta. Hay
muy pocas que posean ese rango de privacidad. Uno lee solo. Leer es
un acto deliberado de soledad. No se precisa otro concurso, no se lee
mejor por compartir lo leído. Se entra solo en la lectura, aunque se
sale reconfortado, acompañado, robustecido.
El lugar del ofertorio libresco fue una biblioteca de instituto, de las bibliotecas que explican el amor de sus cuidadores y el desamor de sus dueños, los que dicen qué partidas van a esto y cuáles a lo otro. Las bibliotecas son lo otro, lo aplazado, lo que ahora no conviene tener al día porque hay asuntos de más calado. Es fácil pensar como piensa un político, pero no era éste el asunto, ni debe serlo. Es un texto feliz como feliz fue la mañana de marras, escuchado por un ciento largo de jóvenes a los que les habían birlado las Mates o el Inglés para escuchar a un charlatán. Es cierto. No paré de hablar, no dejaron de preguntarme tampoco. He ahí la belleza de este negocio nuestro.
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