31.1.19

The Beatles en la azotea


Ayer hizo cincuenta años que The Beatles subieron a la azotea de Apple Records y dieron su mítico último concierto. En poco más de cuarenta minutos y después de tres años largos de no tocar en directo, The Beatles decidieron hacer algo que nadie esperaba y decir adiós en ese gesto inédito.



En "Curso de escritura automática" (DeTorres Editores, 2017) hice un poema sobre estos cuarenta y tantos minutos.



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ABBEY ROAD


Me gustan los Beatles
en la azotea de la Apple
haciendo un salmo,
la literatura rusa,
los tankas de Borges,
las cantatas de Bach con mandolina,
los cuartetos de cuerda de Brahms,
la palabra alambique,
los mcguffins de Hitchcock,
la cara inflada de Satchmo,
el dolor cuando acaba,
el olor a gasolina,
los parques a la caída de la tarde,
la luna sobre la calle Bourbon,
los posos del café,
los vasos anchos para el whisky,
el cielo antes de que rompa en lluvia.

Me hago cargo
de que no puede estar uno la vida entera
en estas distracciones.
Caigo en la cuenta
de que las horas cobran sus tasas,
el arancel previsible.

Se queda uno en la periferia,
en la luz limpia de la dicha pura.
El tiempo es el buey desollado del cuadro de Rembrandt.
Lo ves a diario aunque no lo veas nunca.
Tampoco vi a los Beatles en la azotea de la Apple.
Fue su último concierto. Tocaron Get Back.
El rock and roll para el tráfico,
pero Scotland Yard censuró el concierto.
Siempre está la autoridad haciendo que sintamos
la culpa, el pecado, ese arrepentimiento de lo que no hemos hecho.
Siempre hay alguien que te estropea la fiesta.

A veces no sabe uno a qué atenerse.
Si al sentido común o al correr de la sangre.
Si al vértigo o a la fiebre.

30.1.19

Dibucedario de Ramón Besonías 19 / Z de Zurbarán


Por Zurbarán sabemos que no hace falta sufrir para alcanzar la gloria, ni que la adusta evidencia de la pobreza es la constatación de que quien la exhibe está más cerca de la santidad y recibe de ella la efusión de su bondad. Las santas vírgenes de sus cuadros no tienen mística, ni su cara está cruzada por ningún sufrimiento. Dios las espera con sus mejores ropajes también. Es la versión aristocrática de la eternidad, en la que los elegidos tienen el alma limpia, han vencido la tentación y probado los dones de la pureza. Contra la voluntad de su padre, la después Santa Casilda escondía en sus ropajes los alimentos con los que pretendía socorrer a los cautivos cristianos, pero el milagro hizo que tornasen rosas y  así no fuese descubierto el apaño y se truncase el heroico gesto. Los milagros no sólo suceden en la periferia del alma, sino en su centro más hermoso, en donde se concita la belleza y la dignidad más altas. Las santas de Zurbarán no se arredran frente al mal, ni les causa daño, no se les estraga el rostro. Visten con distinción, saben con qué tapar el cuerpo, esa casa en la que se guarece el espíritu y en donde batalla a conciencia las embestidas continuas de la adversidad. Las tinieblas no son de este mundo, parecen decir las bellas damas. Sólo la belleza puede apartarlas, es ella a la que se le encomienda el oficio de que flaqueen y perezcan finalmente. Seguro que el Santo Oficio reprobaba la osadía del pintor. No era visto que una santa no lo pareciese. Debía serlo y confirmarlo en cada gesto, en cada pequeño detalle de sus vestiduras, todas decentes y estrictas, ninguna atrevida ni suntuosa. Santa Casilda no parece de ese mundo, ni probablemente de este tampoco. Ya no hay santas, no se prestigia la santidad, vista uno con estilo y opulencia, a la moda o lo cubran las más modestas ropas, justo las que no distraigan del oficio principal, las que más cuadren con la comisión de los milagros.

29.1.19

Dibucedario de Ramón Besonías 18 / G de Gartantúa




No sabe uno si es más de Pantagruel o que de su padre, Gargantúa. Los dos tienen a veces ascendencia en mi carácter. Lo primero que fascina es su contundencia fonética, esa sonoridad ya poco traída. Ya no hay nombres con esa vehemencia, no se estilan, serán exclusivo festín de aficionados a la novela francesa del siglo XVI (o cervantina, pongo por caso, y, con más atino literario, los que disfruten (hemos disfrutado) de Rabelais, creador de estas dos criaturas extraordinarias, pantagruélicas, valga la forzada redundancia. Tampoco hay fabulaciones en las que se despeña la escritura y se hace zafia y grotesca, no al modo incivil en el que se menosprecia el lenguaje o se escatima la riqueza léxica, sino cuidando con esmero la construcción del relato, mimando a los personajes, dejándolos campar a sus anchas, ir a su antojadizo capricho, convertirse en el arquetipo de lo que precisamente se desea zaherir, que es la moral de la época, su hipocresía, todas las convenciones puritanas de la sociedad en la que vive Rabelais, sabedor (como poco) de la importancia de la literatura como ariete inquisitivo, venenoso. No habiendo caído enteramente en el regocijo de los cinco libros de la saga pantagruélica (por decirlo con doble sentido) me quedo con la impresión que me produjo antaño (hace quizá demasiado tiempo) la lectura de las aventuras (más son las desventuras) de este gigante bueno en el fondo, que arrambla con todo lo que se pone por delante y engulle con absoluta voracidad (en eso el autor es explícito y muy certero) las bondades de la carne y del espíritu. Ahora no hay mucho gigante, los que se dejan ver o hasta los que se exhiben no gastan los rudimentos de los de antaño, son personajes que dan miedo por circunstancias que no precisan del concurso del tamaño, ni del apetito, aplicado el apetito a cualquiera de sus gustosas artes. Son gigantes de otra pasta, por decirlo a la moderna manera: se creen dueños del mundo, lo son en muchos casos, pero sólo desean poder, esa cosa abstracta y abyecta a veces. No quieren zamparse niños en la puerta de las escuelas (que es donde más daño hace la ingesta de los infantes a ojos del pueblo) sino impedir que crezcan o que se eduquen. Perpetúan así su reino, aseguran que su descendencia tendrá el mismo predicamento social. Ahora estoy escuchando de fondo (se oye la tele desde la cocina) cosas de gigantes, historias de lo que dicen y consecuencias de lo que hacen. Yo soy más de Rabelais o de sus hijos, da igual cuál. Al menos tenían buen corazón, no pretendían hacer el mal, sólo padecían los voluntos de su instinto.

28.1.19

Dibucedario de Ramón Besonías 17/ Y de Yellow Submarine



El peor disco de The Beatles, a decir de cualquiera, pero el primero que yo tuve, en rutilante vinilo, sin que me echara abajo la cinematográfica cara B, instrumental, sin que una sola canción me pareciera ni remotamente parecida a ninguna otra que yo pudiera haber escuchado. Así que apliqué todo mi ímpetu en la A y la machaqué una y otra vez (como suele hacerse cuando algo entusiasma y tienes pocas cosas que de verdad te entusiasmen, discos en este caso y en aquella época) hasta que resultó inaudible. La película la vi mucho después. No tengo ningún recuerdo suyo salvo el de no sentirme decepcionado del todo. Al submarino amarillo tal vez se le ha dado más cobertura de la precisa, pero es nuestro, nos pertenece, hemos surcado los mares de verde (sea of green) y hemos vivido bajo las olas (beneath the waves), lo cual no es cosa desdeñable. Nuestros amigos están a bordo, sí, los que viven en la puerta de al lado. Se ve hasta una banda tocar. No creo que el surrealismo naïf de Lennon y McCartney precisa más elucidación. Es una pieza cantabile, sin mayor oficio. Llevamos la vida entera tarareándola.

27.1.19

Dibucedario de Ramón Besonías 16 / S de Saxo


Lo que de verdad impone es el contrabajo, aparte de un piano de cola. Charles Mingus era un contrabajo en sí mismo, aunque recorriera los aeropuertos del mundo portando el suyo, rivalizando con él en desmesura. El piano es mi instrumento favorito. No encuentro en los demás los matices que encuentro en él. Bill Evans o Michel Petrucciani o Keith Jarrett (tres de los grandes) tocan el piano como si sus dedos cortejaran una piel ajena o, llegado el caso, lo violentan como si esos dedos anhelaran extraer algo que ninguna delicadeza podría hacer emerger. Hasta ahí bien. Es una especie de confesión exprés sobre mis inclinaciones en lo tocante a instrumentos, pero el saxo es otro asunto, va por otro lado. Lo ideó Sax cuando deseaba hacer un clarinete con mayor presión sonora y la misma dulzura. Hubo una época en que trataba de discernir el soprano del alto, el tenor del barítono, pero tampoco me apliqué más de la cuenta. Aclamado por Berlioz o por Rossini (nació a mediados del siglo XIX), fue sin embargo relegado a un plano secundario en la música clásica. Lo sacó de su ostracismo el jazz. También las fiestas de pueblo o las de barrio. La de amores que habrá sellado indeleblemente. Es un decir eso de lo indeleble. El saxofón (es más sonoro su nombre completo, no el apócope) es el Bolero de Ravel o la Rapsodia en blue de Gershwin o Cuadros de una exposición de Mussorgski, que recuerde ahora, pero también es One step beyond de Madness, esa locura en la que los pies no pueden estarse quietos un momento. Adoro esa canción. La he puesto en mis sesiones ocasionales de DJ en festejos domésticos, ustedes ya me entienden, cuando los amigos nos ponemos a bailar y dejamos que todo lo demás cobre una importancia menor o no tenga importancia alguna. Cuando uno quiere es muy de ska, pero ahora prefiero a mi saxofonista favorito, con permiso de Ben Webster o John Coltrane o Stan Getz. ¿No oyen de fondo a Charlie Parker?

26.1.19

Dibucedario de Ramón Besonías 15 / W de Woody Allen


Las malas películas de Woody Allen me parecen buenas. Hasta hay días míos que no soporto y a los que debo la gratitud de que existan. Woody Allen, a pesar de las habladurías, es una parte de mi galería de personajes honorables.  He escrito personaje a sabiendas. A veces pienso que Woody Allen no es un ser real, un individuo que toca el clarinete, titubea al hablar (en el cine y en la realidad, se desquicia con su madre, ama el sexo casi por encima de todas las cosas, piensa en la muerte sin que eso le arredre su afán de vivir, adora a Ingmar Bergman, está enamorado de Manhattan, mete cuando puede un rabino en sus comedias, se vuelve loco con el jazz de las grandes orquestas de los cuarenta y ocupa titulares por razones que no tienen nada que ver (o sí, a ver cómo podría saber yo algo más de lo que se me cuenta) con la imagen que exhibe. No es todos esos woodyallens y es todos ellos de un modo maravilloso y proteico. No hace la misma película, a pesar de lo que algunos entendidos proclaman. Cada una de sus películas, incluso siendo la misma, es diferente. Yo las he visto todas, algunas más de una vez. Va para doce años que en la cabecera de mi blog (El espejo de los sueños, un diario de jazz, cine y poesía) mantengo la imagen de Manhattan. No la cambio. Estará ahí hasta que cierre la página y no escriba más. No la quitaré nunca. De algún modo, cada mañana, cuando escribe en ella, me siento en Manhattan. Iré algún día.

25.1.19

Dibucedario de Ramón Besonías 14 / N de Noir


No se debió escuchar mucho a Strauss en Viena en la Segunda Guerra Mundial, imagino. Tampoco en los grises años posteriores, cuando se parceló la ciudad y alambraron las calles. O tal vez ande uno equivocado y los gramófonos de la época sí que gastaban los discos de valses: un poco para atenuar el ruido de las bombas o de los disparos y otro poco para provocar la ilusión de que la ciudad era una una continuación de parques y de palacios, con la intromisión bastarda de algún burdel o de una taberna de artistas o de psicólogos. Una vez acabó la guerra, Viena se convirtió en una ciudad de fulanas y de soldados: fulanas rusas, americanas, francesas y alemanas y soldados de esas mismas estresadas y combativas nacionalidades, mancomunadas todas en la vieja ciudad de los bailes de salón y la pompa de la aristocracia. Ahí es donde llega Rollo (Holly en la película) Martins, un tipo que escribe novelas baratas del Oeste bajo seudónimo, como una especie de Clark Carrados de la Guerra Fría. Tiene pocas libras en el bolsillo y la promesa de que un amigo le dará un trabajo. Viena no es un idilio de ciudad, pero no se arredra, hace lo que puede, pasea por la nieve, bebe, se enamora de la novia de su amigo, a quien entierra dos veces. El Tercer Hombre no es sólo un noir maravilloso, sino una maravillosa historia de amor en la que quizá nadie acaba siendo amado. Suele pasar. La noria del Prater observa desde arriba, gira y observa.

23.1.19

Dibucedario de Ramón Besonías 12 / U de Ulises



Ya no quedan mástiles a los que atarse, ni hay sirenas de cuyo canto protegerse. Un poco a lo basto, sin precisión ni esmero, se le ha extirpado a la cultura su vocación mitológica. No hay sociedad que no se haya levantado sin que la tutelen o fustiguen los dioses de turno, los convocados para que la vida no sea un paseo hueco, sino una aventura épica o mística. También hemos retirado la épica y la mística. Siempre pensé que la victoria de Ulises sobre las sirenas funda una especie de predominio de la ciencia, apartando el influjo de lo etéreo, permitiendo por primera vez que la razón derrote al desatino poético de la religión, pero no es un triunfo que haya perdurado, ni siquiera se desea que ese triunfo borre la presencia de la poesía y de los dioses, la preeminencia del espíritu, con sus sirenas arrojando su canto maléfico, con su paraíso dulce y su infierno terrible. De Ulises me quedo con su perseverancia, con la certeza de que podrá volver a Ítaca, a pesar del rigor del mar y de las maldiciones del aire, sin que le haga flaquear la dureza de la travesía. Él no se aplicó cera en el oído, aunque ideara que se la colocaran sus valerosos navegantes. Remad, no cejéis en el empeño, llevad la nave a casa, no permitáis que la dulzura de la música os perturbe, pudo decirles. No sé qué Ulises hay a mano para que su valor (su heroico deseo de regreso) cunda hoy en día. No tenemos sirenas, eso me apena más. Es el corazón el sacrificado. Las mejores historias son las que ponen a prueba nuestra credulidad,

22.1.19

Dibucedario de Ramón Besonías 10 / Q de Quijote





Siempre me gustó la expresión "deshacer entuertos". La otra posiblidad expresiva, la de reparar un agravio, no me satisface tanto. Son vicios domésticos. El lenguaje tiene esas cosas: hay soluciones semánticas que procuran una felicidad inmediata y otras que la aplazan o, en algunos casos, la apartan sin ambages, por desafección fonética tal vez.  Al dar con esas palabras, se produce una especie de epifanía interior en la que se siente uno en armonía con el diccionario entero, como si lo hubiese estado escribiendo a diario y todas sus entradas fuesen nuestras, las hubiésemos incorporado nosotros, recabado nosotros, licenciado nosotros. Hay libros que son un milagro semántico. Ninguno que rivalice con la novela de Cervantes. Dentro de las aventuras del Quijote está Dios, si es que está en algún sitio. Dicen los muy melómanos que la existencia de Dios puede deducirse de la existencia de Bach. Yo añado la de Cervantes, pero no la de un Cervantes entero y continuo, sino el Cervantes quijotesco, el impelido por el azar o por la mano reparadora de la inspiración a escribir las andanzas de un caballero singular, el del rocín flaco, el del galgo corredor y de la pareja cómica que lo sigue (o es al revés) por los campos de Castilla en el oficio de la caballería. No sabemos el alfabeto secreto de Dios, pero muchas de las palabras que tutele estarán en este libro. Dios habla en ocasiones por boca de sus alucinadas criaturas. Cómo no habrían de estar en continua zozobra, insensibles a lo real, prendados de la fantasía. El mundo se queda corto. El Quijote, en cambio, por más que se lea, es infinito. 

21.1.19

Dibucedario de Ramón Besonías 9 / M de Matar un ruiseñor



Atticus Finch es un hombre bueno, bueno machadianamente, escribí una vez. Se me ocurre casi siempre pensar en Antonio Machado cuando pienso en la bondad. Es el arquetipo platónico de justicia y de honradez, escribió para esa ocasión el autor de este marcapáginas. Le escabamaba (también) su pulcritud, esa perfección que no decae, a la que se le ponen duras pruebas y de las que sale indemne, sin que se rompa su voluntad niflaquee el empeño de hacer que la verdad resplandezca. Tal vez no estemos preparados para creernos que exista gente así: les buscamos un roto en el traje, un agujero en las palabras, una debilidad que lo haga más parecido a nosotros, que no somos perfectos, ni pulcros tampoco. A pesar de todo, el abogado de Matar a un ruiseñor, el inmaculado Atticus Finch, el héroe. Escasean los héroes, tenemos que echar mano a la literatura o a Grecia o a la Marvel, que son recursos legítimos, pero endebles. La realidad necesita que exista Atticus Finch. Tal vez para que podamos aspirar a un mundo mejor y no nos sonroje la barbarie que exhibimos, toda esa ausencia de pudor ni de educación, el hecho de que podamos matar un ruiseñor y luego pasear sin remordimiento y hablar de frivolidades en la cena, de lo que hicimos en el día, de lo que les pasó a lo otros y acabaron contándonoslo, cuando se reúne la familia y, bendecidos los alimentos o no, allá cada uno con sus ritos, agradecemos el milagro de amar y de que nos amen, pero hay un ruiseñor muerto, lo abatimos nosotros. Las cuerdas en los árboles son frutas extrañas, cantó con su tragedia a cuestas Billie Holiday. Hay tantas cuerdas todavía, tantos árboles.

20.1.19

Dibucedario de Ramón Besonías 8 / P de Pop Art


A Araceli Antrás, que estamos los dos, a nuestra manera, liados con el arte pop en el aula

Hay canciones que duran tres minutos y en las que caben todas las tragedias de Shakespeare. También hay canciones que duran dos, pero cuestan más: lo pequeño en ocasiones tarda más en tenerse claro que lo grande. Hay cuadros de los que se tiene la idea inmediata de su majestuosidad, percibimos cómo nos sacuden por dentro, lloramos ante la evidencia de la belleza, débiles y agradecidos ante ella. Hasta hay amor en esa contemplación brevísima. Hay más agradecimientos: el de la inspiración. Existe, anda por ahí, se envalentona y toma el rehén que desea y hace que el arte resplandezca. Todas esas epifanías son constatables. Basta entrar en un museo o leer un libro o escuchar música, por no ahondar más. Bueno, pues todo está muy bien, pero el arte pop no va por ahí, no del todo, al menos. No pretende que nos emocionemos, no es una catedral, ni busca que se le dé casa en un museo. No es nada noble ni con afán de perdurar, aunque después perdure y rubrique su capacidad de fascinación en quien lo mira: su único anhelo es convertir en objeto artístico cualquier cosa que, en su definición, carezca de toda posibilidad de contener una mínima brizna de arte. Es muy democrático el arte pop. A un personaje de Woody Allen le daban ganas de invadir Polonia cuando escuchaba música de Wagner. A mí me dan ganas de tener quince años cuando veo un cuadro de Lichtenstein. Es la edad pop la de los quince. Luego se echa todo un poco abajo. No vemos los colores de las cosas, no nos fijamos en lo felices que nos hacen, sino en si serán capaces de entretener el rato del que disponemos entre una cosa y otra. En un piso de alquiler que tuve cuando empecé a trabajar puse unos cuantos pósters. Recuerdo uno de Chet Baker tocando la trompeta, el del skyline de Manhattan (yo soy muy de Manhattan) y uno de Lichtenstein con una pareja en un coche, ella muy rubia, él muy moreno. Ya no pongo pósters, no sé si es que no tengo edad. Seré menos pop, qué le vamos a hacer.

19.1.19

Dibucedario de Ramón Besonías 7 / H de Hitchcock



Hay objetos que llevan toda la vida con nosotros y a los que no se les hace mayor aprecio que la utilidad que reportan; existen sin más consideración, por decirlo concisamente, pero de pronto cobran vida, adquieren un sentido del que antes carecían y nos hacen pensar en un solo objeto, un objeto arquetípico, portador de un significado concreto. Uno de ellos es la cortina de un cuarto de baño cualquiera, no importa el color ni su calidad, si está estropeada por el uso o recién adquirida y colgada. Es la cortina de la ducha de una habitación en el motel Bates de Psicosis. En adelante, las cortinas de las duchas son de Hitchcock: nadie más tiene propiedad sobre ellas, le pertenecen sin ninguna discusión posterior. También es suya el agua que cae y la coreografía del cuchillo, que no ofrece en ningún momento la obscenidad de entrar y salir en la carne de la desavisada señorita, sino que lo confía todo a la música, un desquicio de violines maravilloso y aterrador que sugiere más y aterra más que todo el cine gore adolescente. Todas las cortinas son la cortina tras la que es asesinada Marion Crane por el tarado Norman Bates. Todos los moteles perdidos en mitad de la noche son el motel de Psicosis. Todos los sótanos tienen una madre muerta sentada en una silla de ruedas.

18.1.19

Dibucedario de Ramón Besonías 6 / O de Ópera



La ópera es la catedral de la música clásica (o incluso de la música en general) y los teatros en donde se representan son también catedrales. No hay disciplina artística a la que no pueda hacer suya la ópera. Uno puede esperar que Dios se presente de improviso en el escenario o que en el libreto tenga un papel de importancia. No hay nada que escape al influjo de la ópera. Se la adora o se la detesta, estremece o aburre. Escuchar una ópera en casa, en tu equipo de música o en la calle, acoplados unos buenos auriculares a los oídos, es como ver una representación teatral en una pantalla de altísima definición: no hay punzada, ninguna hebra del corazón se perturba, no parece que sea a nosotros a quien se cuente una historia. Porque la ópera es literatura a la que se ha añadido una masa orquestal, un coro de voces secundarias y otras de más principal rango, que hacen las veces de actores y actrices en la trama. Entrar en la ópera es entrar en una catedral. Agacha uno la cabeza, admite su irrelevancia, se prenda de la majestuosidad, llora por dentro o por fuera porque de pronto, sea creyente o no, ha descubierto que hay un plan cósmico, una especie de verdad a la que no se le puede dar alcance, por más que abramos los ojos o el corazón. Agacha uno la cabeza, decía, y deja que la música lo impregne todo. La ópera es un género que lo impregna todo. Luego puede gustarte o no, hacer que tiembles de emoción en la butaca (o por un parque y llevas Turandot en tu iPhone) o que bosteces y mires el reloj en la esperanza de que las manecillas se apresuren y acabe la función. Se puede discutir la fe o la existencia de Dios, pero no se discuten las catedrales.

17.1.19

Dibucedario de Ramón Besonías 5 / M de Moby Dick





El Pequod sigue a la caza de la ballena blanca. El capitán Ahab es un fantasma. Eso no lo dice Melville, pero es la conclusión que uno saca a poco que lo conoce. Cuando acabé de leer Moby Dick, pensé en la Biblia, pensé en Dios, pensé en la búsqueda de la verdad, que es algo a lo que no alcanzamos, por más que vivamos, por mucho que recemos a ese Dios o a cualquier otro al que se acuda. Incluso no teniendo Dios a mano, ni rezando. Tal vez todos tengamos un Moby Dick dentro, algo que nos hayamos propuesto alcanzar y tengamos una vida entera, la que nos reste, toda la que esté por delante, para conseguirlo. Tiene la trama de Moby Dick el mismo punto de fe que la propia religión. Da un poco de miedo el libro en la balda. Lo miro con el respeto que no me provocan otros libros. Cree uno que la lectura no ha acabado. No sé si he soñado alguna vez con la ballena blanca. Es probable que sí y que no tengo recuerdo alguno de ese viaje. Tenemos dos vidas y de una de ellas no sabemos absolutamente nada. Luego está el color blanco. Es lo que más inquieta en todo el simbolismo de la novela. El blanco como representación del mal. La pureza como engaño. 

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...