De la aversión al odio hay un trecho corto. Uno empieza sintiéndose indispuesto al escuchar claxons en un atasco y termina saliendo a la calle con algodoncitos en los oídos o confinado en casa, por miedo a que el ruido te disloque del todo. Lo malo de las fobias es que hacen patria en quienes las padecen. Se enquistan y pujan. Llegan a confundir al punto de que no se tiene certera idea de cuándo comenzó el desquicio o está ahí desde siempre y es ahora cuando se le ha tomado en serio. El mismo hecho de que no se puedan argumentar hace que abusemos de ellas. Fobias que se extienden en una metástasis invisible, como todas, pero indolora, por lo que se acepta e incluso alienta. Yo tenía una amiga que se negaba a ir en autobús. Sostenía que no soportaba el mal olor, la cercanía inevitable de los demás usuarios, la sospecha de que un salido se iba a acercar en demasía, mirarla con productiva lascivia y cosas así. Iba a pie a todos sitios porque tampoco podía pagarse un taxi. Con el tiempo adquirió una fobia nueva: se negaba a caminar sola. Soportaba (acuciada por la necesidad) distancias cortas: comprar el pan, tirar la basura, ir al cercano estanco a por tabaco o al súper a por víveres. Iba a disgusto y volvía con precipitación y taquicardias. Entraba en estado de shock al pensar en la posibilidad de que alguien la hubiese seguido y estuviese afuera, rondándola. Hace un siglo que no la veo, pero la imagino en su piso de soltera quisquillosa, recluida en su habitación, pidiendo la compra por internet y buscando en el Google algún trabajo que pueda realizar en casa. Es posible que estos tiempos de reclusión forzada la hayan definitivamente abonado a esa opción, quién iba a pensarlo entonces. Encapsulada, reina de un mundo que no conoce la veo. Pero no me extrañaría que estuviese empastillada, gastados todos sus ahorros en consultas de psiquiatras, a la espera de que alguien sane su cabeza caprichosa, pero quién soy yo para criticar.
A mí en particular me irritan las moscas. Hacen que estalle. Me ponen a mil. Sacan de mí la ira que me convierte en una bestia. Y sí, soy un tipo violento, hosco, un animal sin maneras ni tiento si una mosca gorda y zumbona me hace la corte mientras veo una película o leo un libro. No me conozco y hago que los demás tampoco lo hagan. He leído lo suficiente sobre fobias y he leído lo suficiente sobre moscas y ninguna de esas jugosas lecturas me ha puesto en la senda correcta. Paso (es cierto) unos buenos meses al año, meses con ocupaciones placenteras, ajenas a mi quebranto, dulces, perfectas, pero en cuanto las criaturas del infierno (las maquiavélicas moscas) hacen volar sus cuerpos asquerosos y las muy putas se conjuran para hacer mi vida insoportable mi temperamento, por demás calmado y razonable, vira al odio más cerval y mis ojos se encienden en un estallido de puro caos. Rabia y más rabia. No sé si han visto la rabia alguna de vez de cerca. Está en mis ojos, está en mi cerebro nada más sentir la presencia de una mosca. Tengo armarios llenos de insecticidas y montones de sapos (especialmente la especie llamada xenopus) campan a sus anchas por el salón de mi casa, enfilando el angosto pasillo hacia los dormitorios y sentando su culo verde en mi cama. Tenemos los xenopus y yo un enemigo común, eso no puede ser discutido. Me encanta verles abrir la boca y engullir moscas. Bluf. Dentro. Lo hacen con juguetona disciplina. Quien me los vendió aseguró que pueden llegar a vivir treinta años. Tengo veinte ejemplares. Croan como posesos, pero cumplen la misión que el buen dios de todos los sapos xenopus del mundo encomendó al primer gran sapo xenopus, al adán de ojos como puños que comía cientos de moscas de un solo y pantagruélico lengüetazo. Como no puedo sacarlos a la calle y que me acompañen al cine o a comprar las vituallas, llevo ya un par de meses que no salgo. He encontrado una felicidad batracia. Si llego a saber antes que sólo croan los sapos macho, habría comprado veinte hembras. Yo con mi harén de lenguas retráctiles. Parece una película porno, pero es el dolor de mi cerebro atormentado. Los ahorros menguan al tiempo que mueren las moscas. Supongo que con la ultima mosca podré salir a la calle y respirar aire puro. Tampoco me importa. Me hecho a este festín doméstico. Soy feliz en mi devastada intimidad.
De tanto odiar a las moscas he terminado por parecer un verdadero sapo. Tengo la cara abotargada y he notado que mi lengua ha crecido notablemente. Habiendo sido flacucho, ahora exhibo unas caderas de parturienta y la panza amenaza con no dejarme ver los pies que ya apenas sirven a la noble función de desplazarme. Doy unos saltitos ridículos y lo que pudiera parecer una arcada o un eructo es en realidad el sonido que emito cuando intento croar. Lo hago bien para ser un sapo tan joven. Anoche intenté cazar una de las pocas moscas que quedan al vuelo. Estaba plantada en una cortina y me aposté a su vera. Abrí con desmesura carnívora la boca y lancé el músculo recién adquirido. Qué elasticidad la suya, qué despliegue de facultades, qué atlética eficacia. La tragué sin que mi asco chistara. Es tal el odio que les profeso que el hecho de comérmelas hace que me sienta pleno y dichoso. Como el depredador que antes de dar la dentellada final a su presa la mira y entiende que los dos son la cara y el envés de la misma moneda. Que uno no puede vivir sin el otro. Algo así. Mi conversión a batracio nubla mi elocuencia. La calamidad a la que había conducido mis días felices en la tierra (yo era un eficiente profesor de instituto, yo era amigo leal y un buen hijo para mis padres) se estaba transformando nuevamente. Mi dieta ha hecho de mí un ser nuevo y sublime. Soy el sapo xenopus macho-alfa de la horda de sapos que han ocupado felizmente mi casa y tengo un croar barítono. Ya no preciso la rutina de antaño y no salgo jamás a la calle. Soy el puto amo de mi imperio de moscas. Cuando faltan, abro las ventanas y dejo que se airee la basura que acumulo para tenerlas engolosinadas. Acuden como un ejército a punto de conquistar un castillo. No saben la trampa mortal, el engaño de mis amigos verdes, el mío propio. A mi amiga, la ermitaña con la que arranqué mi historia, se le pasará su fobia. Volverá a montarse en autobús, saldrá afuera y paseará sola. La conozco, sé que no es amiga de costumbres eternas. Lo mío es de otra naturaleza. He perdido ya completamente las facciones humanas. Ayer mismo se atrofiaron casi del todo mis manos. Este escrito es mi último acto enteramente humano. Ya no pienso como un hombre. Estoy todo el día en la bañera, feliz en mi nueva condición anfibia. Además croo de maravilla. A este respecto debo templar mi desatino porque ya he oído por el patio interior quejas de algunos vecinos. Hasta creo que me he enamorado de una sapo hembra que me mira siempre con muchísimo afecto. Nos separa el tamaño. Somos incompatibles. El amor es injusto y esquivo y ciego.