El precio de la verborrea o de la facundia, elocuente o no, escrita o hablada, es que no se deja nada a la imaginación ajena. Conviene cierta prudencia en lo que se va distraídamente a veces dando de uno mismo. Luego acude la templanza y el corazón se arredra de haberse envalentonado más de lo conveniente. Pero también el supremo placer de compartir, de ser en cuanto ser que se expresa. Como si se nos apremiara a que nada merezca ser ocultado o, si acucia el pudor, pudiéramos aliviar ese acopio de retórica con las artes de la literatura y escribir de uno mismo no haga creer que es de uno mismo de quien se escribe. Es tan prolijo a lo que se acude cuando se escribe (o habla) que puede uno retirarse de la trama y no dejar (casi) nada expuesto.
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