30.9.21

Dietario 201


A Pedro del Espino, que me entenderá

Nadie que esté feliz escribe, pero hay un impulso a hacer constar el embeleso con la realidad. Del hecho de afanarse en acuñar un lenguaje que transcriba toda esa lujuria de los sentidos se infiere otro hecho singular: el de desconfiar de la memoria, el de inventariar el arrimo diario de placeres o de infortunios que jalonan el transcurso de esa experiencia absolutamente privada. También el de alejarse de uno mismo y confiar en otro (el que confiadamente recibe el encargo de escribir) que realice esa labor. Debe haber extrañeza al disponerse a leer lo escrito por uno mismo. Habría perplejidad y asombro y la sobrevenida sensación de que no es pertenencia suya ese volcado interior. Como si el texto fuese ajeno. Comprender que lo contado (el texto logrado) no es responsabilidad propia y, nada más ocupar un lugar entre los demás textos, ellos sabrán cómo hacen eso, tener la seguridad de que se haría de otra forma si se revisase con la intención de pulirlo, de darle un apresto más entero o un acabado de mayor elocuencia o más hermoso. Así que corregir es una tarea infinita. ¿Cuándo se daría por acabada? ¿Cómo tener la certeza de que no se puede mejorar más? Una vez se acomete, en cuanto se empecina la inspiración en dar paso al trabajo, concurren una serie de desdichadas circunstancias que ahogan al escritor en una especie de desencanto al que se ha arrojado con voluntad y convicción, temerariamente, pero que no le dará la satisfacción primera, la de las palabras recién recogidas de su invisible confinamiento, la de la escritura considerada un acto de amor puro hacia uno mismo o hacia el hipotético lector. En la presentación de un libro mío, se me preguntó si escribir me suponía un conflicto, si entraba en un trance, todas esas cosas arrimadas al dolor y la leyenda negra y al malditismo de la literatura. Contesté con incertidumbre. Dejé dicho lo que en ese momento me dictaba el ánimo. Si revisara lo que ahora escribo, es probable que no lo publicara. No me parecería cerrado, no tendría el armazón firme, ni serían las palabras convocadas las de mí más completa satisfacción. Estas frases que transcribo se ocupan, mientras las vuelco, en desdecirse. Hacen su sibilino oficio de demolición y de creación. Pero por otro lado, qué días más hermosos los de la corrección. Qué plenitud recorrer la periferia de las cosas una y otra vez y dejarse caer al centro de vez en cuando y volver a perderse en las afueras nuevamente hasta que, iluminado, y qué delirio esa luz, encuentras el adjetivo que se resistía, el loco matrimonio de una palabra con otra y la bendición de la frase cuando de verdad todo está ensamblado y no se puede (de verdad que no se puede) quitar una sin que se exhiba un roto y el conjunto pierda. No sé cuándo pasa eso, me esmero en alcanzar esos momentos de arrobamiento léxico. Escribir es una especie de milagro y no siempre reconocemos la presencia de la divinidad cuando nos roza. Que provenga de la felicidad o no, creo que no merece tampoco mayor detenimiento. 

29.9.21

Ningún poema es una isla

 



Lo más extraño de nacer en una isla es no tener necesidad de la tierra lejana a la que se accede cruzando el mar, pero hay islas que no se acaban: suceden consecutiva y trágicamente o suceden interminable y alegremente, según qué circunstancia concurra y el isleño se atuviese a una especie de difícil trato consigo mismo consistente en no pensar demasiado en si la isla tiene límites o si el mar, a pesar suyo, tampoco los tiene y está la isla sola en el océano y él, a su modo, sin que nada lo evite, esté solo también en esa isla única y revelada. Ben Clark dice haber tardado más de treinta años en darse cuenta de la insularidad sobrevenida, esa sensación de aparente incomodidad, la pulsión severa del que añora la firmeza fiable del continente o la temeridad al pensar que uno es una especie de náufrago. Nacer en una isla hace que al pisar el continente se desviva uno en explicarse, en dar de uno mismo la sensatez que se espera, habida cuenta del embrujo (metafísico y lírico) de la insularidad. Si la isla es pequeña y se divisa el mar desde casi cualquier parte suya, la sensación de milagro es de una viveza casi insoportable. No determina el agua lo que es isla, apunta Clark. El mar no sabe nada sobre las leyes viejas de las rocas. Cuando le di la mano al poeta, al presentar Ningún poema es una isla en Lucena hace pronto dos años, no supe que yo era el que mira la isla desde lejos y él era el que mira la tierra continental con la misma sentida lejanía y extrañeza. Por otro lado, hasta la más extensa ocupación superficie es una isla, la isla convertida en representación de todas las demás, las cercadas visiblemente por el agua. La mecánica de las olas es un arcano del que ningún turista posee propiedad. Es cosa de los que escuchan el ruido que producen al romper con bronca lucidez o con mansedumbre en la orilla. Quien se aposta frente al mar y considera el horizonte como una revelación ha sentido la elocuencia de la luz y la misericordia del agua. La soledad de esa visión garantiza una epifanía sólida, que puede considerarse herramienta si se desea comprender la música de la luz y el esplendor azul del mismo mar que la alienta. No puede la mar decir su nombre, ni pronunciar el del cielo, que la abraza y acuna. Se contiene en su imposible certeza cartesiana, en su oscura narración sin brújula ni memoria. Toda épica de la que uno se fascine es un minúsculo punto en la historia de esa vasta geometría de naufragios y de fatalidad. En la orfandad de trenes y de ríos, relata Clark, no hay mejor perspectiva de aventura que la de los libros que hablan de lo que no es isla, de lo que no se deja convidar por la cárcel del mar. Una inminencia de fuga no siempre resuelta informa de la posibilidad de un fin. Se deshace el hechizo. Se cumplen las admoniciones del augur. El poema irradia su vocación de ancla.

Ningún poema es una isla
Ben Clark
El orden del mundo, Lucena, 2019

28.9.21

Dietario 200

 


Pessoa se lamenta de que vivir sea, las más de las veces, un espasmo muscular prolongado, una especie de zozobra de la que no podemos zafarnos y que nos conmina a que la atendamos, aún a sabiendas de que tiene un plazo y es cada día más corto. Así su servidumbre y su hostilidad. Si se me pregunta, diré que cualquier autor al que yo lea contiene alguna frase que conviene a mi estado de ánimo. Incluso las tristes y desocupadas de júbilo, contienen una brizna de saludable bondad. Leer, pese a todo lo maravilloso que contiene, es a veces contraproducente. Un riesgo mayor que el producido si no se lee. Uno con la contención de la ficción, que aplaza la crudeza de lo real o la magnífica. Deberíamos ser únicamente tránsito, voz que se convierte en distancia, eco murmurado a lo lejos.
Lo de escribir no es un festejo tampoco. Lo digo sin ánimo de que se me entienda: no hay día en que la escritura no sea un acto de sublime armonía, pero cunde la idea de que si este afán (escribo mucho, no es algo matizable eso) no acabará rebajando otro. Vivir no es un descuido, ni una flaqueza,  como escribió Pessoa, siempre tan echado abajo, en ese desconsuelo febril, en la creencia de que algo se va a romper adentro suya y no podrá repararlo. Releyendo ayer el Libro del desasosiego (páginas sueltas, muchas de una vez, sin tiento, un poco a ciegas, pero sabiendo qué me espera) he sentido la necesidad urgente de olvidar a Pessoa y la de pausar la escritura propia. Hay escritores a los que no se regresa, por más que nos hayan abrumado con su escritura. Empecé a leer tarde y, por ese retraso, empecé con riesgos. Tengo que hacer una lista con todos esos nombres censurados. Cuando la pierda, volveré a ellos. De momento, subo a Pessoa a la balda más alta del mueble. Me pregunto si no tendremos nosotros una balda a la que acogernos a la espera de que se nos reclame. Una dócil que no se guste tampoco en demasía. Cosa (imagino) de probaturas, de fingimientos, tan grata esa palabra para él.


25.9.21

Una oración

Una oración 

No hemos aprendido nada.
Ni a morir, ni a esperar la muerte.
Nada nos conforta, nada nos consuela.
El camino invita a que lo pisemos,
pero no se sabe de dónde viene
ni hay información fiable
sobre el lugar al que va.
Transcurre la sangre en el cuerpo,
ocupa la ciega extensión de su reino.
Sin descanso la horda terrible de las horas
deja un terco rastro de palabras.
Las pensamos, las decimos, las cantamos.
Elevamos a Dios las más hermosas.
En el cobijo de la noche, las pronunciamos
con tímida vocación de susurro.
Le imploramos que las acoja y las escuche.
Creemos que nos salvarán.
Esperamos que nos oiga. 
Cansada y ciega la carne, confiamos
en la dulzura del amor, en su condición de ala.
Persiste como la niebla.
Es un reino el suyo de fantasmas.
Pasean en la noche, no temen lo oscuro.
Estamos a lo que nos echen.
Vivimos a espaldas de la luz.
Somos los que fatigan la sombra.
Somos torpemente esos fantasmas
y Dios no escucha los lamentos.
Somos los que fatigan el polvo y la luz.
No se nos termina nunca de confortar.
No nos basta el camino. Ni el cielo basta.

24.9.21

Dietario 199

Anoche arrancó con Leopoldo María Panero. El mejor público de un poeta en un recital es el público de Panero. Gente desquiciada, me confesó. Si Panero se bajase de su nube sería el mejor poeta de España, pero no le interesa la fama ni los manuales de Historia de la Literatura. Su diálogo es otro. La catástrofe doméstica de Panero da su sublime poesía y ahí en su nube establece su particular diálogo con la eternidad mientras bebe convulsivamente largos vasos de leche y fuma tabaco negro como si el mundo contase su regreso al silencio. Además no esta mal eso de que una familia alumbre tal cantidad de poetas. Y ninguno malo. Todos malditos, eso sí. La enfermedad es un recurso literario, Emilio. Tú estás sano y escribes sobre cine, pero el día en que enfermes empezarás a escribir de otra forma.

Yo saco de mi estantería Así se fundó Carnaby Street y pongo de fondo música a Wim Mertens (Maximizing the audience). Nada, diez minutos. Cojo el paraguas y salgo.

23.9.21

Dietario 198

Una de las cosas asombrosas que le suceden al ser humano es la admiración hacia sus semejantes. Gente a salvo de la mediocridad, iluminados por la inteligencia o por la sensibilidad,  a los que con justicia nos apresuramos a prestigiar porque parte de nuestro aprendizaje vital procede de lo que han dicho o han escrito. Luego los años eliminan de esa lista a quienes se introdujeron en ella sin los méritos suficientes. Digamos que es la edad la que criba ese inventario casi siempre prolijo de individuos portentosos, de personas de la cultura que se obstinan en hacer pedagogía continuamente, que trabajan para el progreso de una sociedad que a menudo se limita a nombrarlos, a contar que han publicado tal o cual libro o subido a un escenario y representado tal o cual papel o descubierto una vacuna que nos alivia el dolor o nos procura la salud de la que carecíamos. Quedan, no obstante, los buenos, los que de verdad brillaron. No hace falta que sean famosos y ocupen los titulares en los medios de comunicación. En ocasiones, más de las que podría pensarse, no intervienen públicamente, no poseen un predicamento social: están a mano, son familiares y cercanos, nos los encontramos en la calle, tomamos café con ellos, tenemos en el móvil su teléfono y hasta entra en lo razonable que sean amigos o padres o hijos. Tanta gente anónima que contribuye con sigilo a hacer de la sociedad un lugar mejor. Están en los colegios, en los hospitales, en residencias de ancianos, en fábricas, en comercios, en las listas del paro, en los jardines del pueblo, en las calles, en los ayuntamientos. No presumen; ni siquiera poseen conciencia de que tengan una facultad especial, de la que los demás nos valemos o a la que acudimos (con intención o sin ella) para confortarnos o para aprender o para sobrellevar el trajín de la realidad, que nos lastima, a poco que nos descuidamos, sin descuido también. Proceden con asombrosa cautela, no se pavonean, ni alardean de cuanto hacen. Cada uno tendrá su pequeño héroe doméstico. Su heroicidad es de un rango menor, pero prevalece sobre la épica ajena, la que no nos pilla de cerca. Los amamos con absoluto desparpajo. Nos pertenecen de un modo íntimo. Ejercen su magisterio con sutileza. Nos guían. 

22.9.21

Dietario 197

 Carezco de la virtud que hace ver hermosas las cosas que no lo son, aunque se adiestra el ánimo y encuentra briznas de luz en la entenebrecida fealdad. Sobre la belleza poseo un sentido a salvo del desencanto o de la flaqueza. Puedo estar sufriendo la depresión más dolorosa y apreciar con absoluto detalle lo hermoso si se cruza ante mí. Me puedo limpiar de arriba a abajo asistiendo a la ceremonia de lo bello. Esa es una de sus funciones: expurgarte, extraer el gris y arrimar rojos o azules. Una de las razones por las que vivir es un oficio tan maravilloso es la de estar continuamente zarandeado por la belleza, perturbado por ella. Quien no posee esta virtud pierde una parte considerable de felicidad. Es posible que yo me pierda alguna de las otras partes. Mi descreimiento religioso hará que me pierda el deslumbramiento de la fe, que no dudo apabullante, esplendoroso. Yo me sublimo con la belleza al modo en que otros lo hacen con sus dioses. El dios al que yo me inclino está a diario circundándome. No he observado, en los años que llevamos de trato, que me abandone, no he sentido la sensación de que me evite. El lenguaje con el que la belleza me habla requiere, no obstante, cierto aprendizaje.

La destreza en la que me he ido esmerando me permite, por ejemplo, escuchar sin cansancio un aria de Bach y no flojear en el empeño, sin que el hartazgo malogre la experiencia acústica. Me permite leer a Borges sin pensar en todo lo que sé de Borges. Me permite sentarme en una sala oscura o en el émulo que dispongo en el salón de mi casa (confortable, óptimo, muy de mi gusto) y disfrutar de la soledad del coronel Kurtz, en el corazón de las tinieblas, río arriba. Tengo el corazón acostumbrado a que se agite pecho adentro. Está hecho a que Bach, Borges o Kurtz lo visiten con frecuencia.
Al cine le debo ser lo que soy. Podrán estar los libros o la música a la vera de de su deuda, escoltándola, sintiéndose también parte, pero es el cine el que me salva, el que me transporta, el que me susurra al oído las palabras de amor que anhelo. Tengo tanta confianza en que ese estado de las cosas no va a desmoronarse nunca que no le hago caso al hecho de que últimamente vea menos cine. De hecho es la época de mi vida en que menos cine veo. No sé la causa, no la he pensado mucho. Quizá la lectura o la devoción que uno siente por la maravillosa oferta de series televisivas, que te abducen al modo en que el folletín decimonónico vampirizaba al pueblo y lo hacía escapar de sus penurias, dejándolo mecido por los vapores reconfortantes de la ficción. Al final estamos hablando de lo mismo. Llevamos años diciendo las mismas cosas. No hemos hecho otra cosa que escribir de mil formas diferentes el mismo texto, pero me siento cada vez más a gusto reformándolo, considerando la posibilidad de que algo que no he dicho con la suficiente contundencia pueda ser expresado en alguna de esas tentativas cernientes.

20.9.21

Dietario 196

 Al final solo es un viaje que acaba en el dolor, por más que se disfrace, por mucho que se engalane y se travista de fiesta, pero es el dolor el que lo recibe y quien lo despide también. Algunos no lo perciben. Ni siquiera en los demás, en los que más a la vista lo exhiben. Otros no dejan de sentirlo. Creen que no hay otra cosa que dolor en el mundo. Los muy refinados, o los muy leídos, sospechan que pensar en el dolor hace que se alivie. Toda la filosofía es, en esencia, un recorrido pormenorizado de la historia del dolor. La misma literatura, la grande e incluso la que no alcanza ese rango de esplendor, es un registro de ese dolor. Todos los libros sagrados, los de todas las religiones, tutelan los relatos de la fundación del cosmos, los ruidos de los planetas cuando colisionan, el fervor de los pueblos cuando la promesa del dolor en la tierra solo la mitiga la dulzura de la vida en la eternidad. Pero detrás del dolor está la luz. Existe el dolor porque el placer lo ronda, cercándolo, cuidando de que no se despache a su antojo por el cuerpo y por el alma. Vivimos con la secreta esperanza de que no todo lo gobierne el dolor. Por mucho que la evidencia nos contradiga, por más que se empecine en malograr (iba a poner joder) las pequeñas victorias que vamos consiguiendo. De ellas vivimos. En ellas hacemos casa en el mundo. 

19.9.21

Un árbol muerto


 Al árbol muerto lo agasaja de vértigo el aire. Un fuego sin cuerpo abraza el tronco roto del que prende un desquicio de tosca lejanía. Está la muerte misma ofrecida como un cántico. La desolación absoluta como un temblor. Ni la lentitud prospera. Se impregna la luz de una fiebre abandonada. Todo en el árbol se desdice. Una prudencia con su blonda de silencio ocupa la memoria de su ensimismada travesía sin centro. Será la lluvia la que apremie su vocación de altura. La raíz es un misterio del que no se hará evangelio. Una especie de catedral en ruinas. Una religión sin un dios que la acune. Un templo del que solo perdura un altar. No tendrá quien se recree en el antiguo solaz de su sombra. Hay un bullicio adentro. Consta su clamor, cunde su anhelo de puro erguirse. Un árbol muerto es un fracaso de todos los bosques. Las hojas lo desobedecen. Cuestionan la ciega velocidad de la tragedia

16.9.21

Dietario 195

Después se suicidó: algo normal
si vives en la línea de una bala.
(Marlon Brando, Joaquín Pérez Azaústre, La vida es una mala escritora de guiones, El orden del mundo, 2021)
A Jacob Lorenzo, por invitarme al guion
Alguien me dijo ayer que querría tener valor (llegado el caso) de interrumpir adrede su estancia en el mundo. Deberíamos morir a voluntad, vino a decir, tener la facultad de decidir cuándo dejar este mundo. Fue una conversación difícil. Es un acto supremo de libertad y de conciencia de lo vivido, expuso,ñ a su tranquila manera. Debe darse esa convicción y deben (hablo yo ahora idílica o poéticamente) confluir la gracia del espíritu y la anuencia de la carne. Hay un pudor o un temor a lo que concierne a la muerte que nos debilita para el comercio de la vida. Los poetas son los depositarios del numen (lo que quiera que sea eso) que abre la luz y hace entender la injerencia de las sombras. Luz y sombra. Haz y envés de una misma cosa.
Los tocados por la varita de la fe irían (doy por legítimo ese deseo) de este mundo a otro; los incrédulos podrían ir también, qué más daría creer o no. Seguro que se les deja entrar, no van a quedarse fuera, Entra en lo posible que ninguno de ellos, ni creyentes ni descreídos, vaya a ningún sitio y todos los días de existencia lo sean terrestres, sin que intermedie después divinidad alguna y se abran las puertas de ningún paraíso. Vivir entonces a conciencia, conciliar el tiempo con la voluntad, la realidad con el deseo. Tener eso que nombra la metafísica, tan inasible, como herramienta locuaz, como vara de íntimo mando ante el extrañamiento de las cosas. No somos nada sin la injerencia noble y honda (cada cual la que se permita o anhele) de la filosofía o somos un objeto entre los objetos, una pieza de un engranaje arcano, del que carecemos de gobierno y al que obedecemos con ciego afán.
Nos concierne esa bruma de lo imposible: de contar con uno mismo a completa satisfacción, de poseer las respuestas, a pesar de la dureza de las preguntas, pero es la pregunta la que elabora el trajín de los días, ella organiza su oscuro decurso. Y tal vez sea mejor que sea así y nos guíe el asombro puro, la entereza ante la adversidad. De no ser por ella, qué podría espolearnos, hacernos mejores, curtirnos, saber apreciar lo que azarosa o mágicamente se nos ha entregado. Lo adverso da la medida de lo favorable. Lo que nos duele convoca la visita de lo que nos conforta. Una cosa trae la otra a su regazo. Cuanto haya de bueno acudirá al arrimo inevitable de lo malo, podríamos concluir. Y hay malo con colmo, gente con inclinación a la maldad. Hoy vi a alguien proceder con maldad. Fue un gesto pequeño, inadvertido si no se le prestaba atención, como tantos, pero una vez apreciado, censado y pesado, qué difícil retirar ese gesto de la cabeza, apartar su veneno, concederle el desafecto al que se recurre para más livianas y frívolas empresas. No morirse es otra opción. No tener convenida con el azar una fecha en un calendario.

15.9.21

Dietario 194


El día empieza bien, se estira como un gato recién violentado del sueño y te pone en la tesitura de poner una sonrisa complaciente o arrugar el gesto a conciencia. Llueve sin convicción. Es el tipo de aguacero de una timidez que te desagrada. Casi preferiríamos (es un decir) que rompiese el cielo de una vez y alardease de rudeza. No tener un punto intermedio hace que agradezcamos los extremos, hasta que duelen y nos hieren, es costumbre que uno y otro ejerzan con saña su oficio. Punset dijo que la intuición ocupa más espacio en el cerebro que la razón. Quizá quien posea una hacienda mayor sea la ambición. No ha dejado de gobernar al mundo, no ha dejado de malograrlo. La Historia es un inventario de esa ambición. Lo que fascina es que todo (la violencia, el amor, la inclinación a tener fe o la misma violencia) sea un coreografía de moléculas, química pura. Igual hay cierta propensión a ser nacionalista, crápula, feligrés o ludópata, cierta inercia a salir a la calle con la sonrisa puesta o con el gesto adusto. No me queda claro si el bendito influjo de la cultura es capaz de hacer bailar a las moléculas de otro modo o éstas ya vienen configuradas rígidamente y ninguna pedagogía las puede reformar y al final sea el monte el destino de la cabra interior. En realidad, sí lo sé o deseo fervientemente creer en la cultura, en su absoluto magisterio, en su ilimitado imperio. También creer en la propiedad del tiempo. En que llueve a ratos. Ahora, pronto anochecerá, ha salido el sol. Briznas de luz que contradicen el tono gris con el que se ha despachado el día. 

14.9.21

Dietario 193

 Visto de cerca, nadie es normal (Caetano Veloso) 


Hay una tendencia a declararse uno normal, a no creer padecer desviación, ni a inclinarse por ninguna conducta reprobable. La idea de que la normalidad prevalezca sobre todas las demás consideraciones (incluso las más retorcidas) es antigua y ha traído más de un problema. Uno de ellos consiente la credulidad con la que observamos nuestras extrañezas y la incredulidad dispensada a las ajenas. Nada que hagamos nos turba, ni azora. Estará mal la contención en el gesto, el echarse atrás  cuando algo nos pide excedernos y dar de nosotros lo reservado y no siempre prudente. Ser entonces normal a rajatabla, sin dejarse invitar por algún desatino útil o por algún capricho preciso, cuando es esa anomalía la que mueva la dinamo de la vida, cuando la retención de placeres únicamente enturbia y emponzoña. Visto de cerca, nadie debería ser normal. Conviene un pequeño delirio en la mirada, un ansia por ser otro o por dejar de ser uno mismo el tiempo requerido para probarse y, llegado el caso, regresar al pudor y a la cartesiana elocuencia de la rutina. No sé si hoy podría ser el día. Tal vez mañana. Quién sabe. 

13.9.21

Dietario 192


Los diccionarios son países que no vienen en los atlas y a los que, a poco que observes, descubres que las palabras que tutelan son provincias de una especie de mapa secreto. Las palabras están unidas unas a otras al modo en que el alcantarillado público conecta calles y da una tupida cartografía invisible. Hay palabras que te conducen a otras. Yo llevo desde que empezó el día con la palabra arcano en la cabeza. De pronto he pensado en la cantidad de palabras secretas que esconde el diccionario, en palabras cuyo significado conozco y en palabras que son tesoros absolutos, puertas a un universo hasta ahora vedado. Como el uso de los elementos de la tabla periódica o como los compuestos de un prospecto farmacéutico. Palabras que no alardean ni se creen de una trascendencia mayor que la convocada azarosamente, convocada por la bondad de una fonética o la precisión de un significado. Confío casi únicamente en el lenguaje. La realidad me aturde. Las palabras me confortan. Me gusta la palabra candela. Pensé en la belleza poderosa de la palabra, en su sonancia magnífica. Igual que Nabokov en boca de su perdido Humbert Humbert se despeñaba pronunciando Lo-li-ta. Hay nombres en los que te abismas. Palabras perfectas que están a salvo del rigor de lo real. Los primores de lo real, escribía Machado. Hoy tengo arcano; mañana, zangolotino. P. me dijo que no la conocía. Le encantó. Me escribió a propósito del hallazgo. Estaba feliz. Una palabra nueva, una que usar, una a la que dar el afecto de otras, tantas, algunas de tan hondo pulso. Ayer me sorprendí pensando en la hermosura de todas las palabras esdrújulas. El mundo debería ser esdrújulo, pero es arcano. Hoy empieza todo de nuevo. Es así a diario. Ahora llueve en mi pueblo. Llover es una palabra nueva, si miras con atención.

12.9.21

Dietario 191

 Juan Antonio Madrid, un cronobiológo y catedrático de Fisiología, atribuye a la falta de sueño parte del fracaso escolar. Es cosa de ciertos relojes biológicos que tenemos dentro. Dormir es una necesidad, igual que respirar. Si a esa mesa se le amputa una pata, se acaba viniendo abajo. Sirva el símil mobiliario para hacer entender que la actividad del sueño es fundamental para que todas las demás actividades existan y contribuyan (he ahí el fin de todas estas ecuaciones orgánicas) a que el cuerpo funcione bien. Es complicado el cuerpo. De pronto se me ocurre que estará perplejo por la falta de movimiento a la que le sometemos. Está hecho para ser dinámico. No sé si acabará pasando factura y tendremos que pagar algún tipo de peaje. Es nuestro y no lo es, el cuerpo. Cuando se le fuerza, replica y pide un receso. Caso de que no se lo concedamos, se colapsa, obliga a que cedamos, nos chilla. También huye del sedentarismo, esa costumbre burguesa. Creo que nacimos para correr, como decía Bruce Springsteen, y que, conforme nos hicimos mayores como género, perdimos el hábito. Hasta se nos agrandó la cabeza. Necesita más neuronas para que pensemos mejor. Le estamos dando tanto poder al cerebro, que el resto del cuerpo acabará reclamando su cuota ejecutiva, incluso afectiva. La de dormir, en particular, es una de esas actividades que hacemos mal en despreciar. Debe respetarse su aviso. Como el amante que solicita que se le acaricie y dé placer. Hay, no obstante, dulces contradicciones, ratos en los que tratar de adecuar el deseo y la realidad, como anhelaba Cernuda, no es difícil y salen días redondos, hechos a beneficio suyo, idílicos por completo. Se deja de ir como loco por ahí, haciendo esto y lo otro, cumpliendo lo mejor que se puede con el inventario de oficios a los que nos encomendaron o los que caprichosamente decidimos. Cuando uno se excede y compagina las ocupaciones del trabajo y las de la casa y las de la calle, una especie de alarma empieza a hacerse oír. Avisa con cautela, primero, pero después vibra como un diapasón ebrio y reclama un alto, una especie de armisticio. Soy de trasnochar en casa, cuando no encarta hacerlo afuera. Eso de acostarse muy tarde, de raspar la tela de la noche y hacernos creer que es de día, enfrascado en cien distracciones, también trae sus peajes. Uno trata de comedirse, pero cuesta, no cree que dormir sea más placentero (sí más necesario) que ver una película de Fritz Lang (Los sobornados) a las dos de la mañana o leer a Quevedo poco antes de conciliar el bendito sueño, eso fue lo que pasó anoche, por cierto. Son tan aprovechadas esas horas que cuesta renunciar a ellas por dormir, que es mucho menos interesante, pese a toda la normativa médica, siempre leal con la salud. Que un tercio mal contado de nuestra vida transcurra en la bruma del sueño no deja de ser una infeliz circunstancia, un cómputo infame que, visto con calma, reduce drásticamente la vigencia de la vigilia, que es donde hablamos, conversamos, paseamos o miramos extasiados el paisaje. Dormir es un alivio también. Nos rescata de todas las pandemias de lo real. Hace que se active una especie de formateo parcial del sistema operativo, traqueteado en demasía, expuesto a tiempo completo. Luego se recompone el cuerpo. Se embravece, se ofrece a elevar la cumbre de los días, como decía San Juan de la Cruz. Compensaré el exceso de anoche con una buena siesta. No sé si el reloj que ande por ahí dentro estará quejoso. Pedirá que le dé una rutina, un comportamiento fiable. Los niños que no cumplen el horario de cama, estoy lamentablemente harto de verlo, no rinden después en la escuela. Yo tendré una pata vieja en la mesa todavía relativamente nueva, pero ellos (tan jóvenes aún) no deberían darse esas licencias. No, no es así: no deberían dárselas. Ya tendrán tiempo de robar tiempo al tiempo y repartirlo como les plazca. Qué placer eso, qué dulce veneno. 

En la ciudad de Sylvia



En la ciudad de Sylvia es una obra de arte, y no me refiero a que brille espléndidamente o a que, por razones de su composición, de su tratamiento de la imagen o por la calidad de sus diálogos, esté destinada a ser un clásico. No pretender serlo, no creo que sea ni siquiera una película fácil, de las que pueden recomendarse con desparpajo de virtudes. La película de José Luís Guerin es un hermoso poema visual, un recorrido detectivesco a través de la ciudad tras el rastro de algo que no es tangible, un rostro perdido entre otros rostros, un gesto entre los demás gestos. Va tras la verdad. En este sentido, este cronista de sus vicios se sintió plenamente satisfecho. Y se sintió voyeur de la emoción pura, un voyeur privilegiado que consiente seguir el rastro de un hombre que ha creído encontrar la mujer que amó y la busca, ensimismado y lírico, por las calles. La ciudad (Estrasburgo) sirve de laberinto. El tiempo es otro laberinto. Se puede ser espectador suyo y dejarse ir o ayuntar corazón y mirada para que todo tenga una promesa de sentido. En la ciudad de Sylvia es la promesa la que lo ocupa todo: la del amor idealizado, la de la permanencia de esa plenitud momentánea y anhelada. 

La trama, mínima, muy frágil, es una excusa: transcurre en tres días y se divide en tres apartados: prólogo, nudo y desenlace. Nada sucede o todo sucede. Para que no suceda nada podemos prescindir del diálogo: aquí es testimonial. O es simbólico. La mujer es un tótem y es un misterio, una especie de metáfora de la belleza absoluta, del proceso creativo que lleva al autor a plasmar un texto o un dibujo o una película desde donde antes no había nada. El amable lector se sentirá confundido y no es otra cosa, salvo la confusión, lo que va a encontrar en esta honesta indagación de lo real desde lo real que es En la ciudad de Sylvia. Pero no es una confusión sin objetivos, ninguna de esas confusiones aliadas con la incertidumbre o con la simpleza: ésta se envenena de poesía, de un exacerbado amor a la plasticidad de la vida, a sus infinitos mensajes varados en colores, anuncios, gestos. Todo vale para que Guerin aprehenda el latido de la vida. La ciudad, ya está dicho, es una excusa, un ámbito inevitable, pero no vincula del todo la cinta, que es capaz de proponer un sentido de las cosas al margen del contexto en el que se produce.

A estas alturas del texto y del recuerdo de Sylvia en la cabeza ignoro si Guerin es un cineasta portentoso, un poeta de la mirada, un extraterrestre que posee una inteligencia fuera de lo habitual o es un timador excepcional, un introvertido, un embaucador, un caprichoso geniecillo de la cámara que se ha propuesto captar lo invisible, recoger en una cinta magnética (el formato químico importa escasamente, es una manera de hablar) las estrofas del poema importante: la búsqueda del yo en los otros, algo así, que el lenguaje es falible y no es posible (yo, al menos, no estoy capacitado en absoluto) transmitir con fidelidad (amoldándose uno a lo visto, intentando comunicar lo observado de la forma más objetiva que se pueda) la cantidad de ideas que aturullan tu cerebro cuando has regresado a la realidad después de haberte perdido dos horas con Sylvia y con su perseguidor, con la ciudad desmenuzada y sucia, abierta y profunda, cómplice e íntima. 

Dicho (escrito) todo lo cual a uno no le queda otra cosa que rendirse (absolutamente) a este artefacto artístico que, sin ser película, ni documental, que bien podría adscribirse a ambos, es cine total, cine concebido como vehículo sensible de transmisión de emociones. Y el lector encaprichado de su instinto podrá obviar este arrebato de lujuria visual sin que su amor al cine decaiga un ápice: no opino como mi amigo J., que sostiene que hay películas (En la ciudad de Sylvia sería una)  que van en contra del cine en sí mismo. Lo habrá leído en algún sitio y ha hecho suya la frase, aunque luego sea capaz de montar la batería de argumentos que justifican su postura. Se aburriría. No lo pongo en duda. Yo disfruté muchísimo, me sentí un espectador nuevo, uno reconfigurado para la ocasión, rediseñado: como si mis hábitos cinematográficos (que son muchos y son antiguos) mereciesen un bofetón en la cara y tuviese que admitir (lo hago, lo hago ahora -ayer- por segunda vez, la primera hace algunos años) que esto también es cine, cine de mucha calidad, pero no objeto disfrutable por cualquier usuario: ya sea el advertido o ya sea el desprevenido. Todos podemos salir náufragos de la sala. De qué, no lo sé. Supongo que la obra de Guerin (es la única película suya que he visto) podrá desalentar a mucho cinéfilo. Depende de en qué momento te pille su visionado. A mí me habrá cogido en uno dulce y poroso. No creo que vuelva a verla, por otra parte. 

10.9.21

Dietario 190

 Tengo un sueño recurrente y, en cierto modo, envejecido en el que involucro a gente que conozco y los hago trasegar por peripecias de las que no poseen mayor propiedad que la proveniente de mi onírica invitación. Una prudencia que agradezco no los hace padecer más de lo preciso y, una vez despierto, observo con alivio que están indemnes y razonablemente ajenos a la zozobra a la que los he expuesto. Si concurren en el transcurso de la vigilia posterior, no suelo informarles de lo poco o mucho que recuerdo de ese sueño comunitario. Si me vengo arriba y les hago depositarios de la ensoñación, un poco por pudor y otro tanto por prudencia, eludo las partes inconvenientes, esos episodios de escaso asiento en la cordura de las cosas y me limito a narrar la periferia exhibible. Si son narraciones divertidas, me explayo con naturalidad y someto a su amable escrutinio la  sustancia de la trama. Hay quien obstinadamente acude a ella y quien accede con más extraña frecuencia. No sé si yo mismo soy también actor en los sueños ajenos. Cuando se me cita en alguno y el que lo urde está animado a compartirlo, caigo en la cuenta de que esos sueños no difieren en exceso de los míos. Todos se mancomunan en un mismo reducto inasequible. Tienen de nosotros lo que por lo común no conocemos. Quién sabe si es más nuestra esa afantasmada galería de sucesos que los acaecidos a la vista y sometidos a las herramientas de la razón. Ese sueño repetido consiente ligeras variaciones, pero es el mismo, en esencia. El hecho de pensar en él lo arrima a la rutina, deduzco. De ahí que persista y exhiba aún el vigor primero. No sorprende tanto, no repite la novicia impresión de asistir a un teatro loco. A él confiamos la parte excéntrica de la vida, la que no ejercemos por no admitir su desquicio. Una parte de ese sueño podría ocupar la realidad: gente yendo de un sitio a otro, conversaciones rutinarias. Lo asombroso nunca tendría residencia en el cartesiana trasiego de la vigilia, pero ese delirio es cada vez más cercano, tiene la urdimbre de lo real. Si A. procede como no suele en él (A. es incapaz de llamar la atención) R. (proclive a extravagancias, extrovertido con colmo) se retrae y actúa con pasmoso comedimiento. Hay un patrón fiable. No tengo manejo en nada que allí ocurra, pero se observan pequeñas reiteraciones, escenas que son familiares. Sé de ellas lo que fuerza mi ansia por traerlas de vuelta. Es un oficio agradable el de confundir lo soñado y lo vivido. Todavía gobierno la vigencia de lo real. A R. se le ha ocurrido que podríamos converger en uno de esos sueños. Como en el cuento de Borges de los dos que se soñaron. Se lo he pasado por correo con la ilusión de que se motive. 

9.9.21

Dietario 189

Hay prejuicios de los que no tenemos conciencia hasta que irrumpe con entusiasmo la aceptación de lo que no cundió en su momento y, por una u otra razón, apartamos, no dimos el afecto necesario o hasta lo repudiamos sin cuartel, conjurados a situarnos combativamente incluso frente a ellos, no a su lado. Esa beligerancia nos agradaba. No me gusta la ópera o no me gusta la poesía, podría decirse, pero un día descubres Turandot  y cantas en la ducha (con horroroso empeño) Nessum Dorma o alguien te muestra la musicalidad de Ruben Darío y te vuelves azul y alejandrino al instante. Un amigo me refirió la felicidad que le embargó cuando descubrió el cine marginal, decía él, así que abandonó el circuito comercial y buscó la manera de ponerse al día en la cinematografía iraní o japonesa, alejadas de la costumbre (maravillosa ella, por otra parte) de no dejar pasar todas las novedades de Hollywood o europeas. Esa novedad lo rejuveneció. Creyó volver al tiempo en que todo estaba por ver y el hambre de estímulos impedía que el tedio o la rutina lastimaran su entera capacidad de asombro. El hecho de elegir es a veces traicionero. Se le da una consideración trascendente y, al tiempo, alienta la idea de que lo no elegido no va a satisfacernos. No sé quién escribió que cuánto más exigente es uno, menos posibilidades tiene de disfrutar. Yo sólo escucho clásica, decía con engolado orgullo M. A. Bueno, algo de los Beatles, Serrat, y Louis Armstrong hay en casa, por si las visitas no se entusiasman con Beethoven. Hacia mí tenía la deferencia de preguntar qué deseaba escuchar. No tendrás nada de Queen, le preguntaría, no sé ahora. No soporto a ese Mercury dándoselas de cantante de ópera, podría contestar. M. tenía buena intención. Habrás escuchado la Titán de Mahler en la versión de Bernstein, Emilio, preguntaría. O era una afirmación. Lo que cuenta la bondad de las novedades. Son ellas las que nos mantienen vivos. 

8.9.21

Dietario 188



En este mes hará 30 años que moría Miles Davis. El jazz de Miles Davis, no el primero, el de la etapa bebop o la cool, es a veces duro de roer. A veces la dureza anuncia un júbilo aplazado al que se accede a ciegas y en donde se irrumpe después con todas las luces prendidas. Hay escuchas de su periodo de fusión (no sé, desde finales de los sesenta a casi final de los setenta) que requieren un adiestramiento, una especie de disciplina que no siempre es fácil de acometer. A Miles se le perdonan todas las excentricidades que hizo. Cada uno es un hito creativo, un nuevo mapa de la belleza. Fue el verdadero embajador del jazz, quizá juntamente con Louis Armstrong, en otro ámbito del género. A mí en particular me hechizó con Kind of blue. Lo compré en una tienda de segunda mano  en Córdoba (y que lamento no saber si todavía existe, ojalá). Había allí cientos de vinilos y toneladas de cómics. Cogí Kind of blue, un disco de standards de Joe Venuti y Stephane Grappelli llamado Venupelli's blues y un tercero de standards de Barney Kessel. Ignoro qué me hizo fijarme en ésos y desechar otros. No conocía nada de lo que contenían, pero sospechaba (bendita esa especulación) que estaba todo a favor para que me llenaran. Lo hicieron. Fueron baratos. Tampoco disponía de mucho para abastecer mis novicios vicios, permitidme la aliteración. Unos han crecido mejor que otros o yo soy el que se  ha dejado algo por el camino y no soy aquel adolescente impresionable y ávido de novedades que entró fascinado, enamorado, lírico, perfecto, en una tienda de cosas de segunda mano, un templo para aquel feligrés precoz, que lampaba por encontrar la liturgia que lo engrandeciera e hiciera penetrar en un mundo nuevo. Hay tantos que todavía agradezco la voluntad que arrimé al deseo. Después de esos tres discos iniciáticos han venido mil más. No hay día en que un poco de jazz no acuda en mi auxilio. Lo llamo y viene. No falla nunca. Pero Miles era otra cosa. Todavía recuerdo mi sobrecogimiento cuando comenzaba So what. Perdura aún. El jazz fue un acontecimiento distinto. Aún lo es. No se parece a nada. Ninguna otra manifestación artística posee esa elocuencia y ese misterio, ese preludio de algo extraordinario.


7.9.21

Anoche soñé con un museo vacío


Anoche soñé con un museo vacío. Lo paseaba con todas las luces encendidas. Un museo vacío es la exaltación más íntima de la belleza. La retira de la democracia de la mirada y la preserva del ruido de la barbarie del turismo. No hay ninguno que abra para un solo espectador, pero qué placer sería pasearlos sin el apremio de las prisas, sin que la tumultuosa afluencia impida recrearse sin estorbo en la contemplación de un cuadro y perderse en él. Las veces en que he disfrutado de alguno he sentido invariablemente opresión, un paradójico estrés que no casa con el fin primero del museo o del mismo cuadro, que sería la restitución milagrosa del arte o la morosa rendición de un patrimonio cultural. Una vez que el objeto artístico ha sido tasado y catalogado en un inventario, el museo muta en tienda. No una cualquiera, con su mercaduría ofrecida a beneficio de caja, con su protocolo antiguo de oferta y de demanda, con su cuenta de ingresos y su hoja de reclamaciones, sino el tipo elegante de comercio que alimenta el espíritu y en el que no puedes adquirir nada de lo que te entusiasme, salvo el inventario de recuerdos de la visita ofrecidos en la taquilla o en una habitación que emula el interior de la instalación y hace un simulacro perfecto del contenido que tutela. Un museo es un viaje al interior de uno mismo. En el recorrido de sus galerías y de sus salas, es a ti a quien encuentras. Está la parte tuya que no conocías. Porque al ver un cuadro, al sentirte desplazado de la realidad que te circunda a la realidad confinada en el lienzo, comprendes que de pronto la confidencia que te susurra. Te dice lo que no habrías sabido si no te hubieses plantado delante suya y dejarte ir hasta que la obra comienza a ser un poco tuya. De ahí que el deseo primero es pasear el museo sin que nadie te estorbe. Como quien pasea una dependencia de su casa. 

6.9.21

Más nuestro cuanto más perdido






Me recuerdan que hace veinte años que tengo este disco. Recuerdo que no había escuchado nada de Radiohead, pero bastó que un amigo me pusiera Paranoid Android en su casa para que corriera a la tienda y comprase el CD. La idea de que no era un banda de rock al uso, de que estaban en otro nivel, se corroboró con todos los discos que vinieron más tarde (Kid A, Amnesiac, Hail to the thief o In Rainbows, que son los que conozco bien) y con los que le precedieron (Pablo Honey y The bends). No es un grupo al que acuda con la frecuencia con que preciso a otros, pero no hay vez en que no les escuche y sienta que es un disco nuevo, uno sobre el que no han pasado los años. Ok Computer sigue produciendo la misma inquietud, ese estado de excitación que precede a la calma que a veces únicamente provee la música. Hablando con J.M. el otro día, convenimos que la emoción pura de la música no está ni en la literatura ni en el cine. No se precisa adiestramiento previo, ni rodaje para que la urgencia de la belleza irrumpa. K. dice que hay discos de jazz que se empiezan a disfrutar a la décima audición. Doce podrán ser, cien, le podría responder. Lo que de verdad fascina es la novedad de lo conocido. Como si te calzaras por primera vez los zapatos de toda la vida. Como si la puerta desde la que ingresas a tu casa fuese cada vez distinta e hiciese distinta a la misma casa. Como si careciéramos de memoria y tuviésemos que empezar de nuevo y aprender las palabras y recitarlas por ver qué efecto causan en los demás o cómo se alojan en la conciencia y avanzan. Thom Yorke es un Peter Gabriel al que no se le ocurrió vestirse de zorro en el escenario, pero interpreta como Gabriel y llora y ríe como él. Paranoid Android es una cosa sin sentido que empieza a tenerlo cuando se ha abandonado la idea de que tenga alguno. Cuatro o cinco pedazos que se han ensamblado y suenan como si una catedral se viniese abajo y se volviese a izar. Como si el ruido reclamara la intervención del silencio para que su elocuencia fuese mayor. Algo así como sucede con la vida. La versión del pianista de jazz Brad Mehldau hace una reconstrucción más cruda incluso. De hecho, Ok Computer es un disco crudo, como si no estuviese terminado y hubiesen decidido largarlo, darle curso comercial, cuando no es accesible, ni fácil de tararear. Todo lo que no podemos cantar importa más en el corazón que lo que se deja cantar. Hace años que trato de montar en mi cabeza las líneas melódicas de algunas piezas de Thelonius Monk o de Keith Jarrett, pero tengo una osadía breve que se resuelve en un caos. Anoche lo puse un rato y entendí la razón por la que me entusiasmó y también la que ha hecho que lo ponga poco, aunque entusiásticamente. Requiere un determinado estado de ánimo. Hay películas, libros y discos que precisan esa intervención del humor. También paseos y conversaciones y licores. Descansa uno del consuelo que reportan por no desquiciar su predicamento conocido  o su dulce alquimia. Es, sin embargo, darles plaza y sentir el alma izarse, adquirir la propiedad del vuelo y de la armonía. No siempre ejercen el mismo placentero efecto. Precisamente esa zozobra es la que los hace sublimes: no saber a qué bálsamo recurrirán, no comprender la naturaleza de su encanto. Se aplaza su concurso. Se vale uno de estas moratorias para saciarse después con más arrojado afán. Sólo es nuestro lo que perdimos, dejó escrito mi buen Borges. 

Dietario 187

 



Pedir que nos aten a un árbol (y que haya alguien que acceda) o enterrarse las piernas hasta medio muslo podrían considerarse extravagancias, desatinos, ocurrencias de gente muy de vuelta de todo o muy vacías de trayecto, ya se sabe que los extremos acaban encontrándose. Hay quien tiene con la realidad que lo circunda una relación creativa y dialoga con ella y la cuestiona, por si encuentra las respuestas que otros, no interfiriendo, sin llegar tan lejos, no alcanzan o por si suscita las preguntas que no existían. La vida es una pregunta continua, podrían decir. Encuentran belleza en donde no suele verse. Quizá ni belleza busquen: se darían por satisfechos con provocar, con recabar la atención de todas las miradas desatentas, con hacer pensar en lo que significa lo que acaban de urdir para manifestar su disconformidad con el arte en el que todo está lo suficientemente claro y cada cosa está en su lugar, sin que falte ninguna, sin que alguna colocada en donde no debe dé al traste con el conjunto. En la mujer enterrada por encima de las rodillas surge una duda de la que no he salido aún. No me tiene sin vivir, pero bulle adentro, lo cual es magnífico y haría feliz al maquinador de la fotografía o del acto anómalo del enterramiento demediado. Me pregunto si habrá un límite, si una vez que hemos logrado una provocación suficiente, querríamos una mayor y así hasta que no cupiese asombro en la instalación artística (las llaman así, lo he leído) y el observador abriese muchos los ojos y se sintiese conmocionado al punto de tardar en regresar a la realidad, que no crean que es gris y carece de extravagancias, desatinos, ocurrencias y composiciones inéditas de todo tipo. Tienen los artistas a veces esa facultad, la de dar con la composición inédita, con la posibilidad de que algo extraordinario irrumpa en lo conocido, en lo visto muchas veces. En cierto modo, consiguen arrastrar a todo el público posible: el que se entusiasma y aplauda todas esas licencias narrativas y estilísticas y la capacidad infatigable de ir más allá a la hora de plasmar las inquietudes estéticas  y el que se siente engañado o decepcionado o cree que no está a la altura. Gente a la que se le ocurre lo que a mí no se me ocurriría nunca. Esa es la idea. Por ahí comienza (no sé si ahí acaba también) el recado del arte, la posibilidad de que el arte exista y nos conmueva y extraiga de ahí adentra algo que no saldría de no mediar su injerencia. Yo estoy a ratos conmovido y a ratos no. El hecho de que esas imágenes me hayan forzado a escribir es un punto de partida. No sabemos qué vendrá después. Que vaya estupendamente el inicio de semana. 

4.9.21

Paseo marítimo


 Duele la evidencia del mar cuando no se escucha ni tiende a los ojos un horizonte azul como un abrazo. 

Dietario 186




A veces comprende uno el funcionamiento de la máquina, sabe cómo respira, la manera que tiene para no excederse, guardar fuerzas o exponerse al roto que la haga desistir de su naturaleza mecánica, pero lo normal es no poseer propiedad alguna sobre su comportamiento. La dejamos hacer, no hacemos cuenta de ella, sólo la revisamos cuando pierde el brío conocido. El cuerpo es la máquina de la que se surte la construcción de todas las demás. Esa evidencia no lo coloca en una posición de preeminencia. Cuidamos más el motor de nuestro coche que el genuino y original, el traído sin posibilidad de recurrirlo, con el que trajinamos la existencia. En cuanto se para uno a considerar si le damos el afecto que merece o lo maltratamos, encuentra con qué distraer esa ocupación incómoda y prosigue la inercia, la falta de cuidado en ocasiones, el frenético trasiego de las cosas. No sé si cuenta excederse y acomodarlo a cuerpo de rey, confiarle las más altas atenciones, desoír la sirena del vicio y reprimir cualquier placer que lo debilite o enferme. Cuánto mayor es el celo que le aplicamos, más celo requiere. No hay mesura ni consolación. Se quiere vivir más, se tiene el anhelo de alargar la residencia en la tierra. No hay un prontuario fiable que ilustre y acomode la realidad al deseo. Hay vidas cortas a las que se les ha agasajado con delicias y venturas que algunas de más largo recorrido ni han sospechado. Vidas milagrosamente extensas desocupadas de algo que se parezca de verdad a una vida. Fascina la virtud de quien matrimonia el fondo y la forma, la duración y la excelencia. Como no podemos ser sublimes sin interrupción, como dejó escrito el poeta, habrá que ser sublimes a ratos, arrogarse la facultad de deliberar privadamente la cantidad de venenos que ingerimos. Los hay nocivos sin discusión y también los hay permisibles, administrados con ingenio, no vaya a ser que el abuso impida la costumbre de repetir su visita. De la vida se va uno con desgana o con aflicción según se haya usado su regalo. Me dijo ayer mi amigo P. que los años que cumplimos son siempre un privilegio. A veces P. ha usado la amistad grande que nos une para aconsejarme que deje de fumar o haga más ejercicio del que hago. Siempre le escucho con atención, aunque no siempre se tenga oído para lo que no acaba de convencernos. Mi madre, qué no hará una madre por un hijo, insiste hasta el desmayo en que no beba. En cierta ocasión, M. me confió el dolor que le causaba llevar a rajatabla un régimen estricto en la alimentación del que saldría un M. más sano, con más posibilidades de durar más tiempo. Era eso. El tiempo. Como si su gobierno dependiera únicamente de sus desdichados usuarios. Como si hubiese certeza de que algo que pudiéramos hacer para que nos asistan sus favores estuviera en nuestra mano.

3.9.21

Dietario 185

 A envejecer se hace uno por error. Ninguna molestia particular preludia la vejez, nada compromete la idea de que la lozanía remitirá y será ocupada por una legión de devastaciones y quebrantos. La demolición es lenta, por lo que no se aprecia la debilidad conforme sucede, sino más adelante, cuando de cuajo irrumpen todos los dolores y todas las afecciones que se han ido acumulando y que decidieron, quién sabrá a qué obedecerá esa voluntad, hacer acto de presencia a la vez, consignar casi notarialmente su inapelable ingreso en la trama y conducirnos con parsimonia o con presteza a la misma postrimería de todo, al fin previsto, pero temido. No se constata roto, ni se descompone con convicción el cuerpo, que flaquea a ratos y exhibe la terrible oxidación de la carne y del espíritu. Apremia con sus veleidades la edad, dada a excederse o a comedirse, a franquear obstáculos o a hincar la cerviz, a escribir su discurso de sangre cada vez más cansada y más morosa. Cuando se cree tener idea de cómo manejarla, ella nos marca un plazo, nos urge, nos conmina a que hagamos balance o nos vayamos despidiendo o miremos un paisaje como no lo hemos mirado nunca o besado como nunca lo hicimos o bebido un vino en la creencia de que se está produciendo un milagro del que somos parte y que nos será retirado sin que haya moratoria o podamos interpelar algún gesto de piedad para que el milagro perdure. Ayer, cuando me preguntaron algo sobre cómo llevaba la edad que tengo, respondí que maravillosamente, lo cual no es verdad del todo, pero redujo la intemperie de la pregunta a un protocolo y los dos quedamos, el interesado y un servidor, quedamos tan contentos. Y sí, hay algo de maravilla en el hecho de que se vaya recorriendo los años y no se haya descosido el traje más de la cuenta y siga la cabeza con sus ocurrencias y sus distracciones, con las penalidades de antes (ahora serán otras, siempre son cambiantes y no obedecen a nada) y con las novedades de ahora. Será cosa de la química, de los radicales libres, de la danza de las moléculas, qué sé yo. La música es siempre dulce. Mientras suene, es dulce y es nuestra. 

Rembrandt es una catedral

  A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe  Ronda de noche , el inmort...