24.2.09

Otro año, Mickey...




Hay películas a las que se me ocurre quitarle al protagonista principal y meterle a Mickey Rourke. No sé si lo hace alguien más, pero me encantaría poder intercambiar sensaciones. Mi Mickey Rourke canjeable es un torvo animal del desencanto al que la vida le ha desquiciado lo suficiente como para no tener que rendir cuentas absolutamente a nadie. Ese tipo de gente me gusta: gente con mirada turbia, sangre fría, recluídos en la parsimonia pero capaces de hacer brotar alguna bestia parda interior que corte el aire, lo despiece y lo sirva frío, de postre. Y entonces pienso en Mickey Rourke. Tal vez Robert Downey Jr., pero Iron Man me ha obligado a reconvertirlo y considerar que ha encontrado la senda y que está dispuesto a borrar los estragos y contar a los demás lo terribles que son todas las resacas; y además habrá soltado un pastón ganso porque el rostro, que es el espejo de todos los vicios, no exhibe las dolencias, los subidones, la montaña rusa de los días narcóticos y la noria fabulosa de las noches lisérgicas. De hecho, en la alfombra roja casi coincidieron.
Las cámaras no registraron ese momento mágico: estos dos héroes paseando su redención en el centro mismo del glamour cósmico. Mickey lleva mucho tiempo en el otro lado y ahora le cuesta percibir vivir en éste, firmar contratos, elevar su caché, codearse con la alta sociedad de Hollywood. Ha vuelto del limbo, pero lo echa de menos. De hecho, El luchador lo reconcilia con el peaje que ha tenido que abonar para regresar como una estrella. Lo fue, pero le perdieron las letras oscuras del más tétrico y psicótico Lou Reed y alguna noche de parranda (imagino, ojalá esté en lo cierto y alguien en el futuro lo haga una película) con Charles Bukowski. Al fin y al cabo, Hank murió de leucemía en 1.994, lúcido y perverso, cínico y tóxico. Son las malas compañías.
Tampoco el boxeo ayuda a que uno ofrezca una imagen respetable, aunque el noble arte del ring posee una grandeza y una dignidad colosales, aunque el mito (ese lastre de la cultura enciclopédica) haya forjado una iconografía y un discurso abonados al desencanto, a la ruindad, a la parte áspera y también verosímilmente cutre de la vida. En el Kodak Theatre, la pasada noche, Mickey Rourke fue derrotado por un marica, y eso debe doler también mucho. Se tiran un par de meses diciendo que eres el mejor y luego la ortodoxia, estos tiempos sutilísimos que vivimos, aplica su política social y encuentra en Milk el objeto precioso de su discurso conciliador. Otro año, Mickey. Yo mientras te sigo colocando en películas que el azar no te puso a mano.
Estaría perfecto en Leaving Las Vegas. Y eso que Nicolas Cage, que no es santo de ninguna de mis muchas devociones, hace creíble al suicida melancólico que encuentra en el fondo del vaso toda la metafísica arcangélica del amor y de la luz que chisporrotea en el cerebro justo antes de que entre en colapso. O en Trainspotting en donde el perdedor Mark Rent Boy Renton, el multiadicto, el loser con sonrisa bobalicona, mete la cabeza en el submundo, que tiene la forma de una taza de water. O en L.A. Confidential, convertido en el viril y traumatizado policía que busca, en los cubos de la basura, en infinitas noches de nicotina y mala leche, el amor y la salvación del alma. O en A quemarropa, aunque el tiempo no nos permite este capricho, para que Walker siga buscando venganza y no sepa (hasta el final) que no hay nunca venganza sino un desahogo, que es una forma menos griega de satisfacción.
Sigo pensando esta noche en Mickey Rourke, que la otra noche salió sin estatuílla del Kodak Theatre porque se la dieron a un recién llegado, que no el espléndido Sean Penn, antes tan apocalíptico y belicoso y ahora tan dulce e integrado, sino el personaje, el homosexual al que Hollywood trata de compensar de todos los errores pasados...

23.2.09

The greatest... (II)

En muy resumidas cuentas nada nuevo en la alfombra roja. Los discursos. Los bailes. El glamour. El swing de las ocasiones importantes. Armani. Política. Bostezos. Este año: Pe. ¿Y van? España se está malacostumbrando a subir los escalones de la fama y si ayer fue Alcobendas y el español dulce de Penélope Cruz fue percibido en el ancho y ampuloso mundo, mañana es el español de Algeciras de cualquier astro por llegar. De lo que se trata (al cabo) es de que la gloria nacional relumbre: que se enseñoree la piel de toro y todos hoy, a pie de café, en la cuadrilla de íntimos a la entrada del trabajo, digamos lo guapa que estaba y lo esplendoroso que era el vestido. Luego está el cine, pero ayer lo vi muy abajo. De hecho, a mi pesar, no vi la ceremonia completa. (Sniff)Me la serviré esta noche en calma con un menor margen de sorpresas. Ya he oído, leído y visto mucho y sé qué me perdí y que gané con irme temprano (muy tarde, muy tarde) al tálamo reconciliador.
Por la mañana, servido el café, enchufo los telediarios y recibo la dosis precisa de galardonados. Slumdog. Harvey. Kate. Pe. Cuatro nombre para una noche muy larga, pienso. A mí me hubiese encantado que ganase Benjamin, pero Bollywood/Hollywood (Passolini, Dickens, etc) se llevaron la gloria en una noche (me cuentan) menos cansina que otras con un Hugh Jackman absolutamente apoteósico en su papel de conductor supremo. ¿Algo nuevo?, pregunto. Nada, Emilio. Que Penélope viene estos días en cascada. Y debo reconocer que, cayéndome muy bien la muchacha, hasta me alegro del empacho. Kate Winslet (imposible no pensar en ella) es una señora con una edad y un gusto cinéfilo perfecto para convertirse en la actriz perfecta que muchos todavía buscamos. A mi mujer le encanta Meryl Streep. A mí, desde hoy mismo, me parece que pertenezco al club de fans de la señora Mendes. El año que viene a ver si al tito Clint le dan algo. Eso siempre me emociona muchísimo. Fin. Recojan la alfombra. Devuelvan los trajes. Guarden en Ford Knox las joyas.











22.2.09

The greatest show on Earth...(I)




Pocos años he dejado sentarme frente al televisor y ver al completo la ceremonia de la entrega de los Óscars. Es como una película de Woody Allen: entra en lo razonable que sea mala, pero es imposible no sucumbir a la invitación y abonar en taquilla los benditos euros del canje. Porque esto es un canje: los jerifaltes de Hollywood se airean durante tres horas frente al mundo. Dicen: miren todo lo que hemos hecho, admiren nuestro esfuerzo, vean a sus ídolos, déjense engolosinar por el glamour y luego regresen a los cines y abonen el peaje de la belleza. Y nosotros, cofrades de esta hermandad fabulosa, asentimos, abandonamos la reticencia de los fiascos acumulados y hasta hacemos quinielas a ver si es fiable nuestra perspicacia en materia cinematográfica. Cuando nada nos va ni nos viene con que a Penélope, la nuestra, la internacional, le den esta noche el preciado galardón. Nos vamos a acostar igual de felices o igual de pobres o igual de tristes. Ni la felicidad ni la pobreza ni la tristeza se benefician o se perjudican porque a esta actriz un reducido grupo de señores (que habría que ver bajo qué criterios, en qué circunstancias, cercados por qué intereses) deciden que sea Pe y no Viola Adams (que está enorme en La duda) sea la estrella de la noche. Así que dejamos a medio escribir la entrada y la continuamos esta noche. Mañana, a renglón seguido del vendaval mediático...

21.2.09

Arpones en Jaén



A cuentas de la montería de Bermejo anda España cabeza abajo y la sangre desplazada mueve el mapa y da quebrantos al Estado llamado pomposamente del Bienestar. Se soliviantan los próceres de la moral y proclaman con los micrófonos de su facción tutelando la soflama que España se despeña con estos políticos de vuelo corto, gobernantes desatentos de lo que de verdad resquebraja la patria que, a su juicio, es el padecimiento económico, y de ahí, en cascada, proviene pulcramente todo lo demás. Así que cuando hablan de Bermejo y de sus piezas cinegéticas caídas con munición ilegal están hablando del aborto y de la eutanasia y de una cacería de más inconveniente y grosero interés que consiste en alborotar el patio y, en la revuelta, en el tráfago de votantes confusos y políticos pillados con la mano en la caja, y no en ese orden, descabalgar de su brillante montura al PP, tan audaz en su persecución electoral, tan cerca de sacarle un cuello a ZP. De lo que estamos hablando es de cómo una metedura de pata o de escopeta puede echar por tierra otros asuntos que tal vez requieran una más sobria y cabal investigación. Al modo en que Grisson, el contumaz agente del CSI, implora que no le contaminen las pruebas, los populares se han agarrado al símil que les conviene: la nefasta acción del Ministro ha contaminado las pruebas.
Eso de que un Ministro de Justicia, un juez de la Audiencia que instruye una causa importante y hasta un Jefe de la Policía Judicial se arrejunten en Jaén para darle gusto al viril instinto de la caza suena a folletín de Berlanga. Inevitablemente. Lo que barrunta la realidad ya lo ha insinuado la ficción. Si en lugar de ser todos de nacionalidad española y tener unos cuantos siglos a la espalda de tradición cinegética los protagonistas de esta ópera bufa hubiesen sido nórdicos, qué sé yo, o islandeses o de la Terranova más polar la historia habría sido de ballenas. Y hubiesen contado que no sabían dónde estaban arponeando: que ese acto infantil, por Dios, no puede distraer de la otra caza. Ballenas en todos sitios, en todo caso. Al juez Garzón, y no es cosa de chacota, ya le ha dado un aviso el débil corazón. La política es una actividad de riesgo. Y como el Capitán Ahab todos los políticos tienen una ballena blanca en lo más turbio de sus agitados sueños.

Me, myself, I


He tardado mucho en adquirir mis vicios como para andar ahora pensando en renunciar a ellos. Años enteros de bebop y de Heineken, noches de flexo y Borges, paseos urbanitas a la caída de la tarde, el periódico al repuntar el día, el café antes de entrar en clase y enseñar el inglés por el que me pagan, el palique en la barra del bar mientras afuera el mundo se derrumba o se rehace, el tacto de los libros recién comprados, la sensación de confort espiritual absoluto cuando las luces del cine se apagan y la pantalla se ilumina de sueños, el vértigo de sentirme hospitalario conmigo mismo y procurarme los deleites que me encienden y perviven, el amor inmarcesible hacia los míos, el sostenimiento y cuidado de este espejo de los sueños en el que hace más de dos años que me retrato, los riffs de Clapton, el paseo marítimo de Fuengirola, la playa de Punta Umbría, la memoria como única religión practicable, la bruma del sueño, el hartazgo de todas las demás religiones visibles, el trazo limpio y sensible de la guitarra de Joe Pass, la certidumbre de que algunos buenos amigos están detrás y nos miran. Vicios sencillos que no difieren de los vicios ajenos. En esto consiste tal vez la felicidad: en domesticar esos vicios, en conducirlos hacia nuestro beneficio y en comprender que sin ellos somos instrumentos de algo superior a lo que no alcanzamos, que nos perturba y manipula y en donde morimos más y a una velocidad más rápida. Porque incluso dentro de esos vicios, practicándolos, cercándolos, sirviéndonos de su bendita semilla de libertad para ganar experiencia y júbilo y todas demás bondades de la vida, uno se va muriendo y ahí no hay rebaja. Así que esta mañana de sábado en la que un resfriado torpe me está embotando el cerebro me dedico un post, que después de mil quinientos registrados en este rinconcito bloguero, nadie me va a echar nada en cara. En todo caso, bien mirado el asunto, todo el puñetero blog (que me cansa en ocasiones y al que ya considero darle un descanso o un receso más o menos largo) es una biografía camuflada de esos vicios. O no hay disimulo y estoy yo y las letras me regalan al mundo por si alguien recoge el ofrecimiento. Me pierdo en el envés de las palabras. Flipo con la lúbrica lozanía de los verbos...

Quentin's back...



A falta de otra cosa, me voy entusiasmando con el póster. Sublime. Clásico. Perfecto. De lo demás, ingenuo de mí que no he leído ni una palabra sobre el asunto, silencio. Lo decía Wiettgenstein y lo repetía, convicto de ego, razonablemente escarmentado de la impericia del lenguaje, el profesor Arthur Seldom: De lo que no se puede hablar mejor es callarse. Palabras mayores. Cierro el blog. Buenas noches. Ha sido un día extraño.

Slumdog millionaire: El chico del te, Carlos Sobera, Charles Dickens, Pier Paolo Passolini y todos los demás...





Carlos Sobera. Charles Dickens. Pier Paolo Passolini. Marshall McLuhan. El mérito de Slumdog millionaire es que el espectador de Ucrania sienta los mismos zarandeos emocionales que el de Bolivia. A todos nos une un Carlos Sobera y todos tenemos en el corazón un Oliver Twist. Danny Boyle factura un ameno descenso al sótano de la globalización: se olvida de los tics occidentales y filma a dentelladas, cubriendo el aire con el nervio fugitivo de un artista firmemente convencido de la trascendencia mediática de su obra. Detrás del zoom está la realidad. Debajo del píxel están los académicos de Sunset Boulevard dispuestos a zanjar cualquier discusión sobre la inconveniencia, la impertinencia o la intrascendencia de este nuevo hijo del mercado comunitario. Lo que disgusta de esta sublimación de lo exótico es que, sin merecerlo enteramente, barra, como suele decirse, y abisme a sus competidoras (me falta por ver La boda de Raquel, pero las otras tres -Benjamin Button, Nixon/Frost y The reader - son indiscutiblemente superiores) al olvido. Sólo puede quedar una. En eso quedamos todos los años.
La apuesta de 2.009 es un tramposo maratón de cuentos cortos que han sido hilvanados con muy notorio encanto para que el espectador perciba un todo compacto, novelizado, alargado hasta su predecible y ramplón finiquito. En lo demás, en la memoria final de las cosas, quedan escenas sueltas que exhuman cine muy bueno (en general todas esas historias que explican la sapiencia del concursante) al que lastran las sensiblerías de costumbre. El amor, que mueve el cielo y las estrellas, como quería Dante. El amor por encima del azar. Love over gold. Como aquel estupendo disco de Dire Straits tan escasamente comprendido. Escribo a dos días de que los pronósticos se cumplan. Tampoco pasaría nada. Es cine. Peor es la crónica de la pobreza que ese cine en ocasiones arroja al desprevenido consumidor, que está arrebujadito en su butaca de siete euros, a la espera de que los títulos de créditos (éstos bailones, desconcertantes y francamente recomendables) le empujen a la calle a comprobar si es verdad que los sueños existen.
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20.2.09

Pena


Casi nunca tenemos los políticos que nos merecemos y casi nunca los políticos tienen los ciudadanos que les gustan. Me imagino al Ministro de turno en privado, en la pandilla de íntimos, recabando adhesiones en su particular cruzada para restablecer la imagen que ha perdido, el glamour abandonado a tenor de las encuestas (interesadas, no me cabe duda) que continuamente dinamita la prensa. Me parece a mí que a Berlusconi no le afectan las opiniones ajenas, pero esta mañana me levanté pensando en qué sentiría un italiano honesto y sensible, responsable y cabal, al oír al Cavaliere desmontar el noble y antiguo edificio de la cordura con sus exabruptos de reyezuelo sacado de la más rancia tradición literaria de serie B. Tal vez haya políticos de serie B como hay fontaneros de serie A y escritores de blog sin serie alguna en el chasis, que se levantan por la mañana asqueados por esto o por lo otro y abren el editor de entradas y se explayan con lo primero que se les pasa por su calenturienta mente. Pero lo de Berlusconi, por mucho que la indignación me pueda, tiene poca explicación. No somos ciudadanos a su altura. Que aquí no cunda ningún imitador con pedigree que se lleve de calle las urnas.

19.2.09

Historia de un crimen: El arte nos hará libres





Las almas sensibles terminan desquiciadas: las desquicia la realidad y por eso refugian el dolor y la ternura traicionada en la escritura o en la pintura. Truman Capote se consideraba, por encima de todo, un artista, y bajo ese disfraz público de servidor de belleza y de entretenimiento de altura vivió a caballo entre el glamour de la alta sociedad neoyorkina y la devastadora soledad de su muy pija casa. Tal vez esa zozobra le hizo ser un tipo particularmente atento a lo sencillamente humano. Sin el cuidado desarrollo y conciencia de ese sentido jamás podría haber escrito A sangre fría.
El mérito de Historia de un crimen (ramplón transversión del más críptico y hermoso Infamous, Infame) radica en la pulcra manifestación de todos estos recovecos del alma del escritor: está el Truman dicharachero, capaz de levantar una fiesta con el chasquear fonético de su incorregible y adictivo charla, y está el Truman introspectivo, alarmado por la barbarie, ufano de su condición de homosexual, pero dolido (en lo más apartado de la epidermis) por los zarandeos de la vida, por su confusión colorista, por su inercia a darle la puntilla a quien ya viene herido de fábrica. Los artistas, vienen a contarnos aquí, son seres de una sensibilidad atroz que les impide ser felices al modo en que lo son los seres neutros, los que no crean, los que se alimentan del trabajo ajeno. Capote trabajó en lo que le gustaba, pero le vaciaba el entusiasmo.
Rainer M. Rilke escribió que todo a lo que se entregaba se hacía rico y a él le dejaba inmensamente pobre. Podría haber sido el epitafio perfecto para este estajanovista de la vida social, que buscó siempre el placer y encontró casi siempre la crueldad de quienes no compartían su perfil dionisíaco, hermoso en su derrota, cínico, irónico, torrencialmente verboso, canalla, jaranero y bajo toda esa capa de armas para descerrajar la turbia resistencia de lo real estaba el personaje doliente, el hombre en busca de la trascendencia.



Vehemente hasta el desmayo, Capote abrazó la causa de sus protagonistas (los asesinos de la familia Clutter en Holcomb) y va más allá de la tradición periodística al uso y se involucra sin hacer aparecer el histrión absoluto que llevaba dentro. El Capote escritor tenía la enorme habilidad de censurar al otro, al que se valía de su encanto y de su incontinencia verbal para ganarse la confianza, el afecto y la admiración de quienes le rodeaban. Particularmente relevante es la escena en la que gana la adhesión de los lugareños (reacios en un principio) al relatar con desparpajo y humor cómo le ganó un pulso a Bogey (Humphrey Bogart) o cómo el completo set de rodaje de La burla del diablo se detuvo: al fin y al cabo, él era el guionista al que John Huston había confiado todo el peso del film.
La película compendia con exquisito metodismo la metamorfosis inducida por la realidad a la que Truman asiste: el desvalido glamour de un preso con el que comparte sensibilidad y al que se inclina por razones piadosas y sentimentales, su condena inaplazable, le turba al punto de reconsiderar muchas de las firmes convicciones sobre las que levantaba su rutina de diletante culto y estragado por la burda holgazanería de una sociedad en continuo desajuste, proverbialmente abocada a la mediocridad, esa mediocridad de la que él huye como el que se distancia de la peste hocicando sus narices en un prado de amapolas.
Registrar en imágenes la novelización de la macabra historia de los Clutter: Douglas McGrath se distancia, a lo leído, de la anterior película sobre el mismo tema, la oscarizada Capote de la que Philip Seymour Hoffman (tremendo actor) sale revalorizado. No haberla visto me impide un más pormenorizado juego de espejos, pero sí he leído la novela de Capote (un verano, en Fuengirola, a pie de playa, esquivando niños incordiosos, qué le vamos a hacer) y he disfrutado (si cabe) mucho más de la espléndida propuesta de McGrath, que es (insisto) un muy bien acabado estudio sobre la injerencia del arte en la vida.

18.2.09

Wonderful town: Todo fluye




Hay ciertas películas que se desarrrollan enteramente en ciudades imaginarias, aunque se llamen Londres o Bombay o Madrid. Importa muy escasamente que los protagonistas sean arquitectos o boxeadores o corredores de seguros porque, a pesar de que se desplacen, hablen, escupan, lloren, forniquen o fumen, están muertos. Películas de gente muerta que transcurren en ciudades mentidas. No sabemos manejarnos cómodamente en ellas. Tampoco nos molesta esa turbación que provocan: el territorio frágil, cenagoso y triste que muestran nos es conocido y pisamos con curiosidad a la búsqueda de algo que nos reconforta.
La aldea devastada por el tsunami de Wonderful town es una aldea fantasma que la pueblan seres que no existen, aunque paseen y se presten al rumor y miren de reojo a los visitantes. Son seres que quedaron en algún tramo arcano del tiempo y éstos que vemos no corresponden con los que fueron: como si hubiesen tomado prestado su apariencia y deambulen como zombies.
Lo que la sencilla historia explica es cómo en un lugar tan estragado por el puro desastre puede surgir el amor y hasta qué infame punto esa pasión amorosa está condicionada por la amargura y el vaciamiento afectivo de los que sobreviven.
Aditya Assarat filma una extraña parábola que narra los efectos morales de un cataclismo. No hay un registro fehaciente del desastre: no importa la naturaleza caprichosa y bastarda que asoló las costas de Tailandia en 2.004. La mirada de Assarat reconstruye el sufrimiento, escucha el paisaje reconstruído, conciencia al espectador (tìmidamente, sin estrépito que desequilibre la mucha poética de las imágenes) de la inmoralidad de que algún dios rudimentario y juguetón no hubiese intervenido a tiempo. Y aborda esa orfebre labor de reconstrucción de la vida en el pueblo con un interés lacónico, vagamente interesado en un guión que lo sustente, más cómplice de la sutileza, tal vez el instrumento más convincente y práctico para mostrar al espectador la épica de la rutina, cómo las frustraciones de un pueblo de un pudor extraordinario, que sobrevive al drama sin fatalismos, se transforman en una abrasadora y aséptica (en el fondo) anuencia. No lejos de estas visiones de la realidad está el temor al forastero, el miedo a que la realidad que existe afuera termine por restañar las heridas, a las que de alguna forma se rinde tributo. Las religiones erigen su prontuario de mitos y de metáforas desde el dolor y desde la riqueza moral de ese dolor.
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Los supervivientes no son felices, pero casi parece que eso no revirtiera mayor importancia: importa vivir, sin matices, sin las aristas ni los pliegues emocionales que la vida nos ofrece como un atlas en tres dimensiones. Por eso la historia de amor entre Ton y Na está premeditamente simplificada, rebajada a pinceladas más o menos relevantes: lo que conforma el discurrir de ese encuentro amoroso es el propio atrezzo, el lenguaje de los objetos a los que el tsunami ha reconvertido en otra cosa, en algo macabro, perverso, como si la cámara escudriñara (desapasionadamente) la topografía del horror y rescatara vida en donde sólo respiraba el polvo que el tiempo abandona como único registro de su paso. Como esa tristeza que a veces vemos en los naufragios y en el inventario herrumbroso de los objetos que quedan en los camarotes o en la cubierta y en los que el tiempo ha situado una nueva y perturbada franquicia.
Los amantes espontáneos (quiénes no lo son) no los bendice la comunidad vigilante, que es pacata y reprueba esa felicidad carnal que ellos no comprenden. Los recriminan con gestos, con indicios fiables de que sólo pueden ser felices en la desidia, en la mansedumbre colorista de un paisaje que se afana por recobrar el vigor y la lozanía, pero no así los protagonistas, los damnificados, los que vivían antes de que el pánico los reventara a golpe de ola. Tal vez murieron entonces y lo que se nos ofrece es una mentira fabulosa, un sueño de alguno de los moribundos. Espectros, al cabo, que fornican y miran el cielo torpe del paraíso. Y el pueblo renace de la muerte y alcanza, a golpe de rutina, la reconciliación con la naturaleza y con ellos mismos. De eso trata esta hermosa película, de cómo siempre logramos levantar la cabeza y otear, entusiasmados, intrigados, expectantes, el horizonte alfombrado de la felicidad.

17.2.09

El mundo de los sensibles

Jaime Gil de Biedma dejó escrito unos versos hermosos que hablaban sobre la enfermedad del deseo y sobre la bendita siesta de los sentimientos cuando uno ya está de vuelta de casi todo. Escribió unos versos que todavía sé de memoria y que recito como oyendo la belleza pronunciada por quien nunca se acerca lo suficiente a ella, pero también era un poema de resentimiento hacia un país impuro, entretenido en los rumores y en la construcción morosa de una patria sin encanto. Y siempre que vuelvo a recordarlo pienso también en la letra de Imagine, esa canción perfecta de John Lennon que podría, en la distancia, querer decir lo mismo que este poema. Curioso el mundo de los sensibles.


DE VITA BEATA

En un viejo país ineficiente,
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda,
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.

16.2.09

Resistencia: Historias de la Historia


Concedí que Resistencia iluminara mi parco conocimiento sobre la diáspora del pueblo judío, quintaesencia de la resistencia misma, y asistí a la oscura sala de cine imbuído por esa vocación pedagógica. No sé que leí o no sé qué vi en la prensa del ramo (la cinéfila y también la generalista) para sospechar que la historia de los hermanos Bielski, convertidos en los Schindler de Bielorrusia, pudiera remediar esa carencia. No ando por la vida a la caza de oráculos y el cine, al que le encomendamos en ocasiones más cometidos de los que deberíamos, no tiene entre sus funciones primordiales educar, aunque en ocasiones lo haga eficazmente. Si uno sale con un mayor poso de cultura, mejor que mejor, pero basta que el rato invertido entretenga y si esa distracción, aparte de procurarnos un par de horas de limpia evasión, también nos entregue (en el mismo pack, en la misma cantidad de míseros euros) algo de formación.
No espere el amable lector de esta página que Resistencia ilumine nada. La diáspora del pueblo judío necesita otra inversión de Hollywood (o de Bulgaria o de las islas Seychelles) para que el espectador del siglo XXI posea una visión de conjunto (desafectada de odios, aséptica, objetiva) sobre el dolor de una nación diseminada por la ancha y ajena geografía que los ha ido acogiendo. Zwyck, que no es un director que haya hecho nada que merezca admiración, aunque sea un respetuoso orfebre de la mediocridad, acomete Resistencia con la idea de estar escribiendo Historia. Y ahí marra. Lo contado no conmueve, no produce zozobra, no establece ningún vínculo fiable entre los damnificados (el pobre pueblo zarandeado, la llana ciudadanía que asiste a la barbarie de quienes deciden por ellos y deciden mal) y los espectadores, que son una raza aparte y vive plácidamente el genocidio en su butaca, distanciadamente sensible, comprometido con la causa pero sin que ese compromiso le robe un minuto del tiempo que ha dedicado a asuntos de más trascendencia. La sociedad moderna es un modelo estajanovista de indiferencia. Vivimos felices y vivimos al día: lo que haya pasado en el pasado pertenece al pasado y no hay motivos en la rutina periodística reciente para pensar que estas historias de fracasos y de miseria pueden comprometer nuestro aburguesado tránsito por la vida.
Resistencia ilustra un episodio penoso (uno más, uno remarcable) de la Segunda Guerra Mundial, pero renuncia a buscar causas y se limita a exponer (con cierto desperpajo visual) azares. Las causas requieren talento; los azares tal vez únicamente osadía. El cineasta que se deja engolosinar por los motivos de lo que cuenta suele conmover; el cineasta que no alcanza o no quiere alcanzar ese grado de involucración suele (en el mejor de los casos) asombrar. De la conmoción al asombro hay mucho camino y ahí podemos encontrar cine de calidad que, sin abandonar la belleza del cine como espectáculo visual, también indague en el interior y no promueva visiones epidérmicas sino que hurgue y acceda al interior.

14.2.09

The reader: Las mil y una noches en Berlín...



I
En el siglo XX la novela se deshizo de algunas cargas que la problematizaban en exceso: lo novelesco prescindía de lo científico y adquiría un sano sesgo lúdico. Puesto a renunciar a lastres, la novela se alejó (triunfalmente) de la filosofía, que no es un ingrediente de fuste en la confección de una historia. Desinfectada, conducida a un terreno más frívolo, la novela encaja primorosamente con la complejidad moral de los nuevos tiempos: pervive sin fatalismos, registra los abundantes vaivenes del siglo y no se le exige que certifique esa visión de privilegio sino que se limite (y ya es bastante) a anotar con más o menos pulcritud lo que ve. Más que in notario, la novela es un espectador, pero uno formidablemente dotado, capaz de fijar los matices y hacer reflexionar sobre ellos sin abandonar el lirismo, la entrega poética, el sentimiento balanceado por la inteligencia.
El cine, nacido en ese siglo XX, al modo en que subsiste y crece la novela, también acoge sus mismos principios constructivos, pero vive más despreocupado: no se obstina en explicar sino que cuenta, desgrana, traduce a imágenes lo que antes (bendita imaginación) requería de cierto colaboracionismo activo por parte del lector. Así lector y espectador, siendo en muy simplificados modos, el mismo sujeto, se diferencian por la manera en que uno y otro abordan el material narrativo y el esfuerzo de decodificación. Tampoco la industria del cine y la del libro se estorban, pero buscan resultados distintos y ofrecen instrumentos de disfrute también distintos. Lo que en la literatura es trabajo de un individuo, en el cine es mancomunado esfuerzo de cientos de ellos, aunque uno se arrogue la autoría y los demás colaboren en mayor o menor medida a que esa meta artística sea culminada.
El guionista es un novelista al que le piden que no divague: el novelista es un guionista con absoluta libertad creativa, un guionista que no recurre a la plasticidad de lo que cuenta, uno al que cronometran.
II
The reader es una novela (una más) traída al cine y, a decir de quienes han leído el libro, con bastante respeto al original. Detrás de la cámara está un creador y al mando de la historia el propio novelista (Bernard Schlink) y David Hare (dramaturgo inglés en activo conocido por su especial dominio en la recreación de las obras de Shakespare). Luego o a la vez o alrededor y en todo momento está Stephen Daldry (Las horas), que renuncia al espectáculo de impacto (la historia podría haber sido un bochornoso circo de escenas de cama e imprudentes recorridos por los campos de concentración) y alarga su mirada clasicista por los recovecos emocionales de un adolescente que despierta a la carne y una mujer adulta que lo recibe como una Sheherezade más, masculina aquí, a la que exige tributos, pagos sencillos a cambio del placer fastuoso del sexo.
Daldry sabe de la complejidad emocional de la historia de Schlink y conoce (Las horas es un apabullante referente) las exigencias de la buena literatura a la hora de volcarla al buen cine. La historia de amor imposible entre el muchacho y la mujer está matizada, tocada por la secreta varita del tacto, y no ofenden al conjunto los continuos recorridos por la epidermis de dos cuerpos que se buscan y se necesitan, y de ese colaborador necesario que a veces se llama Mark Twain, otras Homero y también Chejov.
Hay una perseverancia en este recurso libresco: el amante se entrega ardorosamente a contar historias y luego recibe la compensación erótica, pero sólo al final descubrimos las razones que mueven a Hanna en todo momento y, sobre todo, en el terrible pasado. Toda esa perturbadora evocación del pasado es la que guía la vida futura del cuentacuentos Michael, también geniales David Kross y Ralph Fiennes. El nazismo sobrevuela como un pájaro hediondo por todo el metraje, aunque al final lleguemos a la conclusión de que el monstruo, el que comete atrocidades o permite que se cometan, también posee sentimientos y que probablemente haga falta hurgar en esas historias para encontrar las razones que a veces (las más de las veces) no queremos oír. Pienso ahora en el Bruno Ganz (también aquí fantástico) de El hundimiento y cómo la escritura de su comportamiento incluye (a nuestro pesar) detalles de ternura, pasajes invariablemente humanos que, a fuerza de conocer la Historia y haber sentido el dolor de sus excesos y sus desvaríos, nos incomodan hasta no desear contemplarlos.
Las reflexiones éticas que Daldry/Schlink/Hare promueven son impecables y están impecablemente explicitadas. Volvemos al papel de la novela en el siglo XX, en la actualidad: lo turbio del proceder humano ha iluminado a novelistas excepcionales y hasta es posible pensar que las obras fundamentales de la literatura provienen de historias concebidas en el dolor, concebidas en circunstancias precarias.
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No es ésta una excepción: la marca de fábrica está quemada, lo sabemos, la memoria histórica (aquí con nuestra infame Guerra Civil, afuera con el terror nazi) es un recurso bibliográfico inagotable, y tal vez podamos asistir a su remembranza con la ternura y el cuidado plástico de películas como ésta. Pienso en Los girasoles ciegos y en su falta de alma. Lo pensé (en un par de ocasiones) en mi butaca del cine. Lo que le faltó a Cuerda también le ha faltado a Daldry: se les ha escapado de todo su andamiaje artístico algo inevitablemente preciso: alma. Y todavía así, entendiendo que no es una obra maestra ni puñetera falta que le hace, The reader es cine del bueno, más ocupado en querernos involucrar en nuestra extraña historia de amor que en ofrecer un vuelo rasante (a pie de campo de batalla) sobre las heridas sin restañar de un pueblo que apenas ha despertado del mal absoluto que sus antepasados se infringieron a sí mismos.

13.2.09

La semilla del mal: Escarmiento de avisados



El desahogo: Hay películas que ya vienen deglutidas de fábrica; películas que descartan el esfuerzo del espectador y se entregan en perfecto estado de consumo; películas de trayecto intelectual muy corto o sin trayecto alguno; películas epidérmicas que suministran una superficie transitable, plana en su orografía sentimental; películas que no cuestionan la verdad de las cosas sino que se arriman a la evidencia más simple de su aspecto; películas sin aristas ni recovecos; películas de una elementalidad sobrenatural que en ningún fotograma exhiben soluciones alternativas a la más sencilla, que suele coincidir con la primera que se le ocurre al director, si es que podemos darle ese nombre tan pomposo e historiado; películas que no invaden la intimidad ética del espectador y no se plantean manifestar incógnitas, dudas, obstáculos de la psique cognitiva o emotiva o racional; películas unicelulares, rácanas en imaginación, plúmbeas; películas que no cumplen ningún requisito de belleza porque jamás se plantearon buscarla: si llega, aquí estamos y si no acude ya vendrá: no tenemos prisa y el espectador no nos lo va a echar en cara; películas que sonrojan, abochornan, impiden que el norman riego sanguíneo irrigue con la bondad previsible los receptores nerviosos que activan el puro sentimiento del disfrute; películas pueriles, cerriles, cazurras; películas que miman al estulto y depositan en su cerebro cantidades soportables de bazofia: se ha dado el curioso caso del espectador excesivamente enganchado que ha sufrido un colapso sensitivo y ha creído, una vez salido del cine y respirado las toxinas de la realidad, que la vida es una extensión de todas esas lamentables películas que ha visto durante su adocenada y rampante existencia: son sujetos que inspiran lástima a poco que prestemos atención a cómo se comportan; películas - no crean que he perdido el hilo motor de este desatino catártico - que inevitablemente afectan al alma, caso de que el usuario posea una: la dejan inservible para tareas más nobles y de mayor calado intelectual; películas que apestan a miedo porque el miedo, en materia creativa, se deja querer por los pusilánimes de talento pero arrojados sin pudor al negocio de colarnos su triste mercancía; películas a las que se debería vetar el oxígeno de las taquillas, aunque al hacer cuentas del negocio resultan ser casi siempre las que salvan la quiebra y dan unos duros para que no cierren cines y se sigan vendiendo sueños.
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El amable lector de esta espesa crónica de mis cuitas podrá condimentarla con su propio despliegue de descalificativos y tendrá (seguro) candidatas para elaborar una lista exhibible, prueba de que todo la bilis vomitada no es capricho sino espontánea reacción del cuerpo, que también emite juicios y tolera unas cosas y aborrece otras. Y si el engendro recién dinamitado le ha entretenido, no se aflija ni arremeta contra mí furibundamente. Todos tenemos días. A mí hoy me ha liberado este rendición. Tengo que procurar, en lo posible, confiar más en mis instintos. Me avisó. Dijo: Emilio, ¿qué se te ha perdido ahí dentro?

11.2.09

Bruce Springsteen: Working on a dream

Aparte de la rendición anual de cánticos de estadio, himnos legendarios y versos que desprenden pólvora, el Jefe ha tirado de blues del Delta y ha puesto un ojo en Howlin' Wolf (Good eye) y otro en el viejo Neil Diamond (The last carnival). Entremedias, un repertorio entusiasta que busca a los fans del Born to run. Tenemos (albricias, oh Señor) un álbum sin bajadas de emoción, sin mediocres rellenos: está Springsteen sembrado, le sale la inspiración por la boca torcida en el esfuerzo. Y todo sin bajarse del autobús obamista, reivindicativo, progresista, liberal, en el que nunca ha dejado de estar, pero en el que últimamente se sentía tan a gusto que no bajaba a la calle. La suya, la E, está alfombrada con las emociones de antaño, aunque el parroquiano de libro, el que se desgañita en los conciertos y se sabe de memoria la letra de Thunder Road no se va a sentir incómodo si este sacerdote del rock se aviene otra vez a facturar canciones redondas. A pesar de la cantidad asombrosa de discos que deposita en las listas, hace tiempo que Bruce Springsteen no está a la altura. Ayer, recorriendo el disco desde su épico Outlaw Pete al catártico The wrestler, sentí las mismas pasiones que hace veinte años cuando un amigo me puso The River en vinilo y escuché la historia de Mary entre armónicas dulces y robustos arrebatos de saxo. La canción que da título es una pieza monumental a la altura de los clásicos. Ahora le tengo puesta. Me voy al trabajo feliz. El Jefe siempre contribuyó a procurarme estos raticos de placer. El tiempo, el canalla, a veces se retuerce y regresa al punto en donde una vez lo dejamos.

10.2.09

El desafío: Frost/Nixon: Segundos fuera...




En el siglo XXI hemos alcanzado un nivel de asepsia informativa tan demoledora que no podemos entender, descontextualizada, la historia de Frost/Nixon. La información ha pasado de ser un instrumento de conocimiento y de revelación a competir con la ficción por el mercado global del ocio. El cuerpo doctrinal del ejercicio periodístico de hoy está subliminalmente alimentado de publicidad y en ese estado lamentable de la información, incesantemente zarandeada por los intereses de las marcas y por la tosca tiranía de las audiencias, podemos llegar a entender, aunque nos duela esa certidumbre, que los telediarios están compartimentados en bloques estancos, gobernados por el sesgo corporativista de quienes lo redactan y muy a menudo más interesados en el espectáculo que en la difusión objetiva de las noticias. Así no es difícil considerar el vacío de contenidos que abanderan las nueva tribunas mediáticas: al conformismo le hemos regalado una considerable extensión de frivolidad de modo que lo que impera es la catarsis espiritual a través del dolor ajeno o, en todo caso, la irresponsable lucidez de que la televisión puede convertirse (de hecho ya lo es) en la fantasía perfecta, en el páramo yermo ideal en el que dejarse caer al final de la jornada y contemplar la ruina del mundo, su vértigo infinito de paganos y de beatos, de brokers motivados por el ring ring de la pasta y parias anestesiados por el hambre. En ese reducto de felicidad impostada el hombre moderno aligera de pesadumbres su alma. A estas alturas del espectáculo da igual que nos endilguen un reality de procaces danesas que un estilizado desfile de moda parisina. Al programador le trae al fresco ofrecer una sesión de alta cocina que un encarnizado debate sobre el colonialismo cultural de los Estados Unidos del bueno de Obama. Hay que rellenar: hay que ocupar minutos: hay que reclutar adeptos: hay que fidelizar feligreses: hay que impedir que una excesiva reflexión sobre lo que vemos haga peligrar el hecho mismo de estar viéndolo. Todo convenientemente tamizado por el filtro dionisíaco de la publicidad, que todo lo embadurna de mediocridad y de paganismo cultural. Vean (si no) cómo una marca de lácteos o de neumáticos o de crema anti-edad subvenciona nuestro ocio y cómo aceptamos la invasión con tal de que no nos retiren la golosina. En digital y alta definición, por favor.
Pero casi nada de esto sucedía cuando David Frost, un avispado showman de la televisión británica, decidió poner entre las cuerdas a Richard Nixon y ese espectáculo, que preconizaba con inteligencia y sin pirotecnia, lo que estaba por venir constituye el verdadero fondo de la última película de Ron Howard, alejado de Dan Brown por unos instantes (aunque sepamos que ya haya regresado y filmado la deprimente Ángeles y demonios) y metido en la dirección bravamente, con desparpajo, mirando de cara a la crítica y diciendo algo parecido a Eh, que yo también soy un cineasta de raza.
Frost/Nixon maneja con pericia la escenografía de una trastienda: en realidad, el desafío al que hace mención el título español es únicamente el clímax necesario, pero no la sustancia del film. La complejidad de la trama política que subyace bajo la figura de Richard Nixon y del Watergate impide que el espectador desavisado, el que accede a la película sin el bagaje cultural preciso, pero este carencia no desaconseja su visionado. Howard, en poco más de hora y media, revisa un hecho histórico en el periodismo (las entrevistas en sí mismas) y lo convierte en un espectáculo cinematográfico brioso, al que se le pueden imputar males menores, pero jamás la etiqueta del tedio.
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Frost/Nixon discurre fluidamente y no decae en ningún tramo: su cartesiana maquinaria narrativa, apoyada en un milimétrico guión y conducida en escena por (sobre todo) dos actores con recursos y poseedores de un rango mayor de matices y de inflexiones gestuales, de mimo hacia unos personajes nítidos, sí, pero cargados también de dudas, de aspavientos. Nixon (un formidable Frank Langella) está caracterizado, antes que como político corrupto o como vividor amante del dinero, como un ser humano, que nos ofrece un rico muestrario de debilidades, franquezas y errores. Frost (también un gran Michael Sheen, antes visto como eficiente Tony Blair en la estupenda The Queen) contribuye con un muy británico modo de ocupar la escena, sugiriendo más que ofreciendo. Algún personaje secundario fácilmente prescindible (la amiga de Frost) o la incómoda sensación de que ya sabemos qué final nos aguarda son los dos únicos obstáculos (y lo son muy tangencialmente) visibles. En lo demás, Howard rinde un sincero y eficaz tributo al medio televisivo al tiempo que explica (sin excesiva injerencia) las razones morales de un político controvertido y bajo cuyo mandato el siglo XX reformuló algunas conductas sociales y definió otras como el liberalismo, el movimiento hippie o la definitiva (y ahora acelerada) primacia de lo laico sobre lo religioso en los Estados Modernos.
A la pieza teatral de Peter Morgan, llevada a escena por los mismo Sheen y Langella, se le añade una muy inteligente reflexión sobre la fascinación de la imagen que registra la cámara televisiva. Especialmente remarcable (por emotiva, por elucidadora) el comentario de uno de los asesores de Frost cuando refiere cómo el rostro del derrotado Nixon, en el último round dialéctico, exhibe el dolor, la serena certidumbre de que el combate ya ha dado un ganador y cómo la imagen aprehende (atesora, tutela, recluye) el gesto descompuesto, la anuencia final. Antes hemos asistido a una noble velada pugilística. Hay suficientes evidencias de que al director le ha parecido muy correcto recrear en su set de rodaje la coreografía de un combate de boxeo: está el púgil y están los secundarios que le aconsejan que acometa tal o cual golpe, que no se deje intimidar contra las cuerdas terribles del verbo, que no se apacigüe en exceso y demuestre, a renglón seguido de una acometida estrictamente protocolaria, la firmeza de la pegada, la capacidad de reacción, la recia musculatura dispuesta a noquear al intimidado adversario.
Y si hay un fiable testimonio del paso de Nixon por la Historia del siglo XX es (como bien sentencian en el film) la creación del sufijo gate aplicado a todos los chanchullos administrativos, judiciales o sencillamente políticos . Ese es el legado del ambicioso y trapichero Nixon.

8.2.09

Vivir y morir en dignidad...




La entrevista completa a Beppino Englaro hoy en El País.

P. ¿Qué le ha parecido el aplauso de la Iglesia al movimiento de Berlusconi?

R. De la Iglesia no hablo. Siento un sagrado respeto por ella y espero de ella lo mismo. Espero que sepan lo que dicen y lo que hacen, pero no polemizo con ellos. La Iglesia no tiene nada que ver en el asunto. No me puede imponer sus valores. Puede opinar, pero lo que diga no tiene que ver conmigo ni con Eluana. El magisterio de la Iglesia es moral; el Estado es laico, y en él están también los católicos. Lo que dice la Iglesia les debe afectar a ellos, no a los que no profesamos esa confesión. De forma que todo lo que digan es su problema, no mío.

La mujer perfecta y el tipo con su nombre en una silla...


Pensé que no eran Angie Dickinson y Howard Hawks o que no era una fotografía del set de rodaje de Río Bravo y reconozco que me costó mucho ese engaño, pero una vez formateada la experiencia personal, la imagen se disfruta de otra manera. Parece que el hombre regaña a la mujer: le puede estar diciendo que no está bien andar con esas ropas por la calle, aunque tampoco parece una calle el lugar en donde hablan.
Luego está eso de que el tipo esté sentado y ella en pie. O que el tipo, que empieza a ser un sujeto detestable, lleve escrito en la silla lo que parece su nombre. Y cuando dejas la fotografía, la señorita de los tacones altos y los shorts (que no sabemos que es Angie Dickinson) te acompaña todo el día. La ves en la cola en la farmacia. En el paso de peatones. No ves a Howard Hawks. Juro que no lo vi ni una sola vez, pero no puedes evitar pensar en Angie Dickinson, y eso que no lleva su nombre impreso en ningún sitio. Te molesta (incluso) que el hombre esté sentado. Hay una posición de dominio absoluto. Te duele la imposibilidad de defensa de la mujer. Su pudorosa actitud de obediencia.
Y no podré evitar pensar en todo esto cuando en pocos días (me lo he prometido) saque del archivo casero el DVD de Río Bravo y me encuentre de nuevo con John Wayne y con Dean Martin, que ahora que lo pienso debían andar fuera de campo, a izquierda o a derecha del objetivo indiscreto. Todos lo son. Howard Hawks nunca me cayó tan mal. Hitchcock, en parecida situación, supongo que hubiese sido más inquisitivo (cruel) todavía. ¿Y Wilder? Berlanga, qué buena persona, qué luminoso faro en el barbecho sensual del franquismo, seguro que estaría disfrutando muchísimo de tenerla en el rodaje. Muchísimo, seguro.

7.2.09

El curioso caso de Benjamin Button: Una delicia


Deberíamos disponer de la facultad de nacer y de morir cuando se nos antoje. Ya está complicado darse uno pasaporte sin que los deudos y los próximos reciban la incómoda herencia del tarado de la familia como para levantar ahora la ficción de que entre en lo posible decidir cuándo llega uno al mundo y bajo qué circunstancias se marcha. Ciencia ficción pura: la ciencia que colisiona con la fe o, dicho de otro modo, la osadía con la que las metáforas cuestionan los dogmas, aunque (como dice mi amigo K.) los propios dogmas están construídos con metáforas. Mientras tanto uno asiste al colosal espectáculo del cine, cuando está tocado por la bendita varita del numen, y confirma que la vida es una fiesta siempre. En este caso, la vida que nos regalan es la de un friki que ningún circo vio a tiempo. Tim Burton, a diferencia de David Fincher, habría metido a Benjamin en una carpa, lo hubiera enamorado de la mujer barbuda y nos hubiera hechizado con otros mejunjes, pero no éstos que, a dos días de haberla visto, todavía metido en ella, recordando trozos, gestos, palabras, me parecen muy razonables para que la historia del señor Button no se deshilache en exceso. Algo de dispersión hay: el exceso del metraje consiente episodios sueltos, bifucarciones que podrían torpedear alguna trama principal, pero no hay trama en el centro: el cuento (no es otra cosa) es un bizarro acúmulo de aportes interesadamente diseminados. Todos informan sobre un mismo aspecto: el aprendizaje del sujeto Button, el friki.
No hay nada evasivo en su vasto metraje: nada de lo que Fincher añade puede ser alegremente borrado sin que algo precioso y lírico y digno de ser incorporado a nuestra propia vida desaparezca también. Aunque el film no es únicamente un mastodóntico recorrido por las pericias vitales del entrañable Button por un país al que devastan las guerras y los cataclismos naturales (ese Katrina simbólico que ocupa el relato contemporáneo) sino (y esto es lo más importante) una historia de amor (imposible) como pocas en estos tiempos en los que el amor (en el cine) está amenazado por esa cohorte de palmeros del espectáculo que sacrifican el emoción pura por la montaña rusa de los efectos.
Y a juzgar por el derroche absoluto de emociones, El curioso caso de Benjamin Button puede aliviar la sed de buen cine, infundir esperanza a quienes sospechaban que las películas de aliento clásico estaban siendo sustituídas por las de aliento doctrinal, ententiendo éstas por todas las que persiguen la divulgación de un ideario o la sistemática defenestración de alguno contrario. Porque la historia de Francis Scott Fitzgerald, magistralmente convertida en texto cinematográfico por Eric Roth, también artífice del parejo Forrest Gump, cuestiona la realidad, la reduce a un escenario y hace circular por su indesmayable dureza a personajes alimentados por fantasía pura, capaces de progresar en el decurso de sus días con delicadeza, con dignidad, con un asombroso dominio del tiempo, y eso que ese mismo tiempo (el cronos letal) es el que con su orfebre terquedad de verdugo los aprisiona, los convierte en juguetes fácilmente desmontables. Y es aquí en donde el espectador (éste que ahora malcompone las emociones estrictamente suyas) se siente también gloriosamente humano, tocado por la belleza, recompensado después de muchas tentativas fallidas y (sobre todo) arropado por la fascinación. Este cronista de sus vicios se sintió (en unos tramos más que en otros porque la película no exhibe la misma intensidad estética o poética en todos sus episodios) zarandeado, agredido por toda esa exhibición impúdica de limpia y llana belleza. La belleza también puede ser un instrumento de dolor, pero no es masoquismo cinéfilo sino la constatación (triste) de que la falta de costumbre nos hace hostiles, atrincherados en la rutina, escasamente receptivos cuando el asombro (el verdadero) ingresa en nuestro campo de miras. Y la película de Fincher, a pesar de algunos desvaríso inherentes a su pantagruélico apetito de atenciones, a pesar de la dama moribunda que desgrana muy trabajosamente la historia de su vida, a lo Titanic, es un monumento al cine, una delicia - me estoy acordando ahora de lo escrito por un buen amigo en un comentario al margen - que debemos agradecer. Por la falta de costumbre. Por el simple placer del disfrute.

5.2.09

Valkiria: Un limbo fascinante...


Hay limbos perfectos. El cine es uno. Refugios a cargo de la credulidad de quien los visita. A mayor fe en la naturaleza lúdica del engaño, mayor júbilo, más entusiasmo en la farsa. Algunas de las más fabulosas farsas de la Historia del Cine carecerían por completo de interés o de utilidad si no mimasen los resortes que activan el asombro, esa convicción íntima de estar absolutamente abiertos a las novedades, de considerarnos inocentes y también puros frente el hecho estético. Encantamiento. Robado el encantamiento, separado el hechizo de todo lo demás, el cine es una sencilla, previsible y prescindible industria que se ocupa de contarnos historias sin que exista atisbo de ardor en su factura, sin que el arte (sea eso lo que quiera que sea) asome por ningún resquicio. Le encomendamos al cine que nos entretenga, pero también exigimos belleza, inteligencia, fascinación.
Valkiria, en parte, considerada con muy benévolos ojos, condesciende a ser uno de esos refugios a los que uno, cargado de credulidad, accede para adquirir conocimiento, conmoverse, apreciar la belleza que otros han fabricado o alimentar mitomanías, que ése es otro asunto que merece consideración aparte. Valkiria (insisto) es una buena película a la que no podemos rebajar méritos.
Amena, sacrifica el suspense (el asombro) por la corrección, el vasto dominio de la intriga por el cartesiano territorio de la formalidad. Valkiria es formal en exceso, consistente sin ser rocosa, limpia de trazos superfluos y, ante todo, honesta por no sucumbir a esa moderna afición a desdramatizar las tramas a beneficio del espectáculo circense. Bryan Singer desprecia el thriller clásico por la sencillísima razón de que su historia carece por completo de intriga: Hitler no va a morir en el atentado que forjan los disidentes; Hitler sobrevive y la crónica histórica nos confirma el triste final de quienes conspiraron, pero que el amable lector no se llame a engaño: Valkiria funciona con el desparpajo de las mejores entregas de suspense y consigue con muy elegantes métodos activar esos resortes a los que confiábamos la total rendición de nuestro yo espectador.
Los hechos narrados no se magnifican: Singer prescinde del adorno y no cae en los vicios presumiblemente adquiridos en su época X-men. Muy al contrario, conduce con maestría el proceso de ensamblado de todas las piezas que terminan por darle a Cruise una maleta con una bomba y depositarla (épicamente) a los pies del Führer y cómo, una vez fallado el complot, el intento de magnicidio, la política juega sus bazas y los actores de la conspiración fatigan la debilísima línea que separa la victoria del fracaso. En ese tramo de la película, cuando ya hemos descubierto en imágenes lo que conocíamos por los libros, pongamos por caso, es cuando la película (en mi opinión) discurre con más agilidad y deja una impresión menos deleble.
Tom Cruise como el teniente Von Stauffenberg cumple sin más: da lo que exige el papel, sin que nada particularmente brillante ni nada escandalosamente repudiable pueda permitirnos ensalzarlo ni recriminarlo. A los mandos de la pasta, Cruise ejerce de hábil demiurgo y se da el gustazo (a lo leído en prensa) de llevar a la pantalla una historia fascinante, fácilmente desmontable por partir de que conocemos el final antes siquiera de saber cómo arranca.
Tal vez Valkiria no sea el limbo perfecto: es un limbo más, uno del tamaño de nuestra capacidad de aceptar las limitadas (en apariencia) posibilidades cinematográficas de una historia tan visible, tan reconocible.


4.2.09

La duda: Plumas de almohada, dos actores en absoluto estado de gracia y pare usted de contar...




Lo primero que llama la atención en La duda, a pesar de su vestimenta religiosa, es que toda su trama puede edificarse sin concurso religioso alguno. Tampoco es un alegato contra la pederastia, aunque haya indicios que así lo hagan crear. Ni siquiera se trata de una de esas películas sobre la educación a la que Hollywood tanto le gusta acercarse y que han hecho, por sí mismas, un género con un patrimonio específico de tópicos más o menos ajustados a la realidad. La duda, la hermética y limitada película de John Patrick Shanley, es un sincero y sencillo de manejar ejercicio de cine teatral, exento de espectáculo, muy pobre en cuanto a manifestación estrictamente visual, pero convincente y atractivo como vehículo de entretenimiento. Eso sí, el entretenimiento aquí orquestado carece de la pompa de otros productos fácilmente comparables a éste y, en cambio, gana en circunstancia dramática, en un muy inteligente uso del suspense (todo el suspense que una trama tan sencilla pueda aportar) y en la intachable complicidad de unos actores (Philip Seymour Hoffman, Meryl Streep y Amy Adams) que merecen todos los elogios imaginables.
Malos tiempos para la Iglesia, o buenos por estar siempre en el frente mismo de la polémica: el frágil andamiaje de argumentos que la hacen necesaria en esta sociedad es carnaza para guionistas hambrientos, novelistas con ganas de propaganda gratuita y productores de cine necesariamente conscientes de que el público, morboso por naturaleza, requiere de estos jueguecillos de naturaleza moral para aligerar la culpa que supone haberse tragado toda la morralla pirotécnica facturada por la farmacológica industria hollywoodiense, pero en La duda no hay profundidad meramente cinematográfica: se antoja que el formato no acepta el contenido, se entiende que los solventes actores precisan un acomodo escénico que en modo alguno procura el (por cierto muy poco aprovechado) ámbito por el que se mueven los protagonistas. Lo que mueve la trama es la culpa, la redención, la honradez, la intolerancia y la capacidad del ser humano para perdonar y para ponerse en lugar de los demás y entender los motivos del pecado y la forma más pedagógica de borrarlo. Palabras grandes escritas con diálogos ágiles. Y no busque el espectador más. Igual esos mimbres bastan. Al director se obstina en rellenar los huecos que dejan los dos o tres grandes diálogos de la película. Ese relleno lastra lastimosamente el conjunto, y lo arrumba a un grado de entusiasmo menor del que quisiéramos.




Alguna escena que deslumbra (la formada por la creación del rumor-pilar del film, la denuncia en la homilía y el vuelo metafórico de plumas de almohada por los tejados de Brooklyn) no salva al conjunto, que muy estrictamente considerado no ocuparía (con otros actores) mayor hueco en cartelera que la programación vespertina de una cadena privada de televisión, pero ahí están los actores, que son los que mueven al público a las salas y los que (por encima de triquiñuelas técnicas) hacen que el cine todavía despierte emociones y contribuya a que la vida discurra más felizmente. No sé, al cierre de este comentario, si La duda merece entrar en ese pequeño parnaso particular de joyitas entrañables (no hablamos, por supuesto, de obras maestras). Sé que disfruté viendo a Meryl Streep. La disfruto más cada vez. Ella sola conduce la película y justifica la hora y media de reclusión en la butaca.

Televisión: espectáculo, manipulación y bochorno


Siempre vi al Gran Wyoming como un desubicado. De alguna forma todos los presentadores con carisma lo son. El carisma, en lo bueno y en lo malo, se mide por la cantidad de comentarios que uno va dejando por donde pasa. Lleva unos días el hombre de La Sexta en el frente de la polémica (lo suyo, a qué engañarnos) por una broma que le gastó a una becaria. Una vez decodificada, revelado el interés lúdico, tiene menos gracia todavía. La televisión es un ente canibal. Uno entiende que los que trabajan en un medio tan público, de exigencias tan inmediatas y fama tan volátil, deben acudir a trucos de prestidigitador para encandilar a una audiencia cada vez menos interesada en la magia y en la exhibición hueca de estos saltimbanquis (noble oficio) de la farándula. Wyoming, una vez desacoplado de su reverendo, va siempre por libre, vendiendo su ideario progresista a quien consienta su labia ocurrente, su teatralidad, ese vértigo en las palabras más propio de un charlatán de feria que de un periodista cuajado, serio y cabal. Nada de eso preocupa al estajanovista (cuando le dejan) caricato.
Mi abuela usaba la palabra caricato para esta caterva de graciositos con fondo intelectual que tutelan nuestro ingreso diario en el mercado menos formal de la información. Si uno quiere periodismo de hondura, tiene otros paladínes de la noticia. Wyoming (con Buenafuente, pongo por caso) es un animal de supervivencia, al que no le importa en exceso quién le pague si en la soldada no le roban sílabas ni planos ni esa querencia suya a decorar el desorden moral de Occidente con el suyo propio de modo que el menú (la breve degustación que ofrece) sea una especie de invitación a la reflexión, pero trufada de humorismo, muy a la americana, en sintonía con los cómicos de café-bar que desplegaban un periódico y daban cumplida cuenta de los males del mundo sin dejar por un momento de hacer sonreir (que ya es difícil) al respetable público congregado. No sé si el Wyoming mantiene la sonrisa o incluso abre la puerta a la risa limpia, la desprejuiciada, la que no atiende a colores ni a credos. A mí me hace gracia en ocasiones. En otras, me aturde, me derrota su onanismo fonético, ese encantado de conocerse uno con el que nos invita a conocernos a nosotros mismos. Su blog, al que entro una vez por semana, al menos, no parece (a lo leído) extensión del cómico televisivo. Se ve un Wyoming más en la brecha: la televisión crea un periodista y el medio escrito lo borra y sin renunciar a su filosofía alumbra otro.
Empachado como está el hombre Wyoming del hombre Aznar y de su muy televisada señora, empachado como está de fanatismos católicos y de grescas populares (de PP), empachado como está de esa gente cazurra que vive en continua avinagramiento y no ve las gracias y los dones que la sociedad del bienestar nos regala, empachado de Esperanza y de espectadores pasivos, se entiende que Wyoming necesite (para provocar, no se equivoquen) una estrafalaria salida de tono con el episodio servido en su programa El intermedio en el que agrede verbalmente a una becaria al punto que puso en pie de guerra al gremio de periodistas y a todo hijo de vecino con algún dedo de frente racional. Que todo haya sido un engaño no le excusa. La televisión exige reclutas avispados, gente con ideas rocambolescas, propuestas de riesgo y hasta manipulaciones como ésta con tal de que la audiencia se siente, escuche, vea, comente y luego, da igual, en serio que da igual, despotrique con todas las de la ley contra el autor de la barbarie que se han metido entre pecho y espalda. Pero se la han metido. Y eso es lo que el bueno de Wyoming, muchos años, José Miguel, en pantalla, conoce a la perfección. El circo debe continuar y a este maestro de ceremonias le viene pintiparado el traje de domador de incautos. Ya está dejando de hacerme gracia. Se le agradece las complicidades pasadas, los ratos compartidos en azoteas y desenfrenos CQC... Otros tiempos, tal vez mejores.

Camino: Sobre ángeles y demonios...


Insiste Fesser, en ruedas de prensa, en recortes televisivos ahora que Camino ha triunfado, que su película es una historia de amor, y no me puedo envalentonar para corregirle porque hay un poso infinito de amor alrededor de la crueldad sobre la que gira toda la trama. Camino, entonces, es varias películas a la vez y ninguna defrauda. La que está soliviantando al pueblo soliviantable es la película evidente, la que expone con frialdad cartesiana cómo cierto tipo de fe (entiendo que no todas) extermina la vida y se afilia (casi sin estrépito, como si se tratara de un episodio más y no precisament el más doloroso y ni siquiera el último) a la muerte. En este sentido, Camino es un vivisección con el material quirúrgico más fiable y certero de la ceguera moral a la que se accede cuando la razón (a pesar de las metáforas que contrae todo sentimiento religioso) ha sido sustituida por el sacrificio. Luego está el film tierno, el que fija su mirada en la propia niña, en Camino, en su esplendor adolescente, en sus ganas absolutas de encontrarse con la felicidad al modo en que las niñas de su edad se dan de bruces con ella con muy leves indicios. Ahí, en la mente sistemáticamente bombardeada de metáforas ininteligibles de la niña Camino, es donde está la otra película, la onírica, la que surge espontáneamente de la infinita fascinación del ser humano por sublimar la realidad que le rodea. Ésta que aquí Fesser diestramente expone no puede levantar entusiasmos: la historia real sobre la que se edifica la ficticia es en el fondo mucho más ficticia, más increíble, menos ajustada a parámetros exclusivamente racionales y justos. No hay raciocinio ni hay justicia en la perversión moral que en ocasiones el ser humano construye para acercarse a Dios, que parece últimamente un objeto de diseño, una especie de icono transrreal cuyo fin último es ponernos a todos a guerrear, a polemizar, a crear un estado de excepción ética en la que unos tiran al monte de la salvación eterna y de la palabra divina y otros se quedan en la maleza absoluta de la realidad, aunque a veces la realidad no sea nada más que incertidumbre, confusión y, en último término, concluya con un finiquito abrupto y un poco cabrón.
Javier Fesser, que disfrutó a su manera en la gala de los Goya, se pringa todo lo que puede y más en rebelar las maquinarias oscuras y torticeras de la llamada Obra, pero no se inmiscuye (en casi ningún momento de la película) en asuntos de más calado metafísico. El casi se justifica cuando la niña Camino, ya encamada y ofrecida por su madre al Dios acogedor y benéfico que la espera, en el hospital, cree verlo sentado en una silla, en su habitación. El padre, que está podrido de dudas y siempre tiene bien anclada en la realidad su pie de peaje, filma con su cámara doméstica esa visión que acaba de tener su hija. Fesser nos priva de contemplar lo que la cámara del padre graba. No sabemos qué ha visto Camino: si el vacío o si Dios. Al final de la película, como un trallazo, como una especie de rúbrica que escenifica el criterio ético del director, Fesser nos muestra las imágenes que el padre ha ido registrando durante toda su vida. Se ven las fiestas, los colores, la algarabía de la vida cuando el cáncer no había hecho doloroso acto de presencia, pero también van desfilando las escenas del abatimiento, los primeros dolores, el pañuelo anudado a la cabeza, la postración, y como seña identitaria Fesser nos da la imagen de la silla en la que Camino ha creído ver a Dios. No vemos nada. Está furiosamente vacía. La cámara (lo sabemos los que amamos el cine) no miente.
Nerea Camacho (preciosa, inteligente, intuitiva), Jordi Dauder (estricto, conciso, hipnótico) , Carme Elías (qué gran dama de la escena, qué empaque de actriz portentosa) y todos los demás actores de esta prodigiosa película (en muchos sentidos, didáctica, de obligada visión por las generaciones que se van, las que están y las que vienen) bordan lo que hacen: dan la talla como la trama merece. La tunda de premios (bofetadas al Opus Dei, decía un periódico, no recuerdo cuál, pero no era La Razón) está enteramente justificada. Parece que la taquilla, a fecha de domingo, día del evento goyesco, era paupérrima. 200.000 visitantes. Su salida al circuito comercial (videoclubs, alquiler legal en la Red, cable, digital) se está retrasando. Existe un lógico ánimo de propaganda ahora que la bondad infinita de la Academia la ha untado de éxito. Yo la vi tarde: me costaba entrar en esa vorágine de dolor y de redención a la que sabía que me iba a enfrentar. Es una de esas películas que no se limitan a contar una historia sino que involucran al espectador (ya esté en un lado del camino o esté en el otro) a considerar muchas de las cuestiones que ahora palpitan (qué verbo más efectivo) en la vida pública. Eso es lo bueno: que sea pública. Si todo fuese tan sólo una evidencia de lo privado...

Norma Jean








Revolutionary Road: Y nos quisimos tanto...



En ocasiones asisto a ceremonias que no me entran en la cabeza ni en ninguna otra parte del cuerpo. Mi amigo K. tuvo de pequeño un vicio que consistía en querer entenderlo todo y así le va ahora. Es un hombre severo, poco escorado a la conjetura, de manejo fácil pero muy terco en renunciar a lo que le interesa. Anoche me contó que había visto un montón de gente salir del cine con el kleenex en la mano, los ojos vidriosos y el corazón encogidito. Habían visto Revolutionary road. Le dije yo que también la había visto y que no eché ni una lágrima. Él, más que sentimental, salió satisfecho de no haber conocido hembra que le lleve al altar. Así (o más o menos así) me lo confesó.
Pensé entonces en cómo debería verse una película: si haría falta ser gladiador para entender Espartaco o párroco con inclinaciones venereas en Los girasoles ciegos. ¿Cómo debería verse Matar un ruiseñor o Toro salvaje o, sobre todo, El imperio de los sentidos?. Pero con K. no puedes empezar una conversación y acabarla en cuanto te aburre. K. las agota. Le he contado que Revolutionary road, en mi opinión, en la muy mía, yo que sí he caído en las redes del matrimonio, es un hartazgo, un empacho, una cosa indigesta, un grumo dramático que se te queda en mitad del estómago y no te permite ni evacuar con garantías ni proseguir en la ingesta. Que todo es una caja de bombones a los que el azar o el tedio o la apatía han requisado el sabor, aunque por fuera (y eso quizá es lo que le importa mostrar a Sam Mendes, su cualificado director) parezcan apetecibles, mordisqueables.
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Revolutionary road es seguramente (también) una de las películas en las que el director más abandona a sus protagonistas. Mendes carece por completo de interés en conducir a su pareja de fracasados hacia ningún destino confortable. Los zahiere, les roba el mimo que sí dio a los habitantes de American Beauty, otra obra suya muy hermanada con ésta, aunque diverjan en el humor y la ironía que contiene una (la antigua) y la sequedad y la orfandad emocional que trae ésta (la moderna). Además la primera me gustó mucho más que la segunda, escrito aquí como apunte.
Mendes lo que firma es un acta de defunción más del matrimonio convencional, aunque el aquí retratado no sea contemporáneo y se instale en los felices cincuenta, cuando los Estados Unidos vivían una anestesiada felicidad de país renacido de una guerra y emperrado en fabricar, a golpe de progreso, rock and roll y palomitas de maíz, un modelo duradero, envidiable, exportable y, sobre todo, limpio y creíble. Como tanta bondad no cabía en un solo patrón, el país se hizo añicos años más tarde en Vietnam, que fue la puerta por donde todos los males les han ido entrando hasta que el bueno de Obama ha cerrado el pestillo y ha dicho algo parecido a No se preocupen, ha llegado el honrado, está aquí el hombre cabal que estaban esperando...
La única ternura visible surge sin que apenas la notemos: está en la ilusión, en la ficción, en la tangible posibilidad de que el matrimonio hundido (es curioso cómo la sombra del Titanic se alarga y en su metáfora contamina también esta historia) huya a París y allí renazca y los amantes olviden que fueron prosaicos, previsibles, lánguidos, huidizos, apáticos y, sobre todo, aburridos. Al matrimonio, le he contado a K. detrás de un gin-tonic, lo mata el aburrimiento. Y Sam Mendes, qué tío, en ese aspecto, lo ha bordado. Ha escrito un naufragio de unos naúfragos. Historias cotidianas de gente vacía. Da igual que estuvieran casados. Hay gente sin pareja que busca París a cada instante...



Rembrandt es una catedral

  A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe  Ronda de noche , el inmort...