Uno nunca sabe si se está mejor dentro o fuera, si el silencio es hermoso o es en el ruido en donde la vida se expresa con más vehemencia. No saber es un estado maravilloso, en cierto modo. La ignorancia es un punto de partida, un asidero firme desde el que avanzar. Quizá lo que importe sea el riesgo. Si es cosa de arriesgarse, acepto el reto estético (o intelectual o moral, no sé) que plantea John Cage, que le escribió al silencio y dejó que su música invisible impregnara el ruido. Acepto que esos cuatro minutos y treinta tres (eso dura la pieza, podría haber durado cinco segundos o días enteros) sean trascendentes en mi vida al modo en que lo siguen siendo los valses de Strauss, eso oigo ahora, padre o hijo me valen igual. No entra en ninguno de mis muchos cálculos (de verdad que soy muy curioso y me he dejado engolosinar por propuestas literarias o musicales o cinematográficas muy arriesgadas) buscar lo que mis sentidos (todos alerta, conjurados a encontrar una brizna de asombro con la que satisfacerse) niegan. Rechazan lo que no entienden, pero hay tantas cosas que no entiendo y con las que disfruto que me planteo si me estoy volviendo uno de esas criaturas exigentes, exigentes en demasía, tal vez, que a todo le ponen obstáculos y no se sienten cómodos con casi nada, perdidos en el fondo, maravillosamente perdidos. De verdad que yo soy un alma sencilla, quizá no cándida, a mis años, pero sencilla de un modo precario y elemental y hasta inocente. Y si unos cuantos exégetas del arte contemporáneo o de la música entendida como una de las más altas y nobles pasiones me intentan convencer de que estoy ante una obra maestra, pues yo me esfuerzo en darle una oportunidad a Cage, sí, no hay problema. Y se la doy porque hoy estoy de buen humor. Será que mañana acaba el año o será que me acabo de levantar de la mesa camilla y vengo contento de brasero y de felicidad doméstica. Estoy por borrar la entrada, por dejar el concierto, los cuatro minutos y treinta y tres segundos de intriga sonora, sin que un texto lo acompañe. Que sea el silencio el que explique el silencio. Un bucle sin decibelios. Un agujero en el continuo espacio-tiempo. Tengo que ponerme al día, tengo que aguzar el oído para que deje de tener relevancia el silencio de los ejecutantes (que no ejecutan, entiéndanme) y la tenga el carraspeo de los espectadores o el murmullo inherente al hecho mismo de que se está asistiendo (no puedo negar esa evidencia) a un hecho artístico controvertido. Pero no es artístico. O lo es de una manera extraña. Nada que difiera mucho de la realidad, extraña también. Lo de Cage es humorístico también. El humor es consustancial al arte. Todo lo que hacemos es risible. Tengan un bonito domingo.
31.12.18
28.12.18
La reputación
"La reputación es un prejuicio inútil y engañoso,que se adquiere a menudo sin mérito y se pierde sin razón. La reputación es el agobio de los tontos"
William Shakespeare
No se oye tanto como antes lo de la reputación, hay palabras que se arrumban, se dejan un poco aparte, porque no se desea entrar en lo que ofrecen, por hondas tal vez. Hay palabras que tienen hondura y otras que no. Lo de la reputación se trae a veces sin cuidado, se usa sin pensar en qué se dice. Cuando se dice de alguien que tiene una reputación, buena o mala, se está diciendo poco, no se esmera quien lo dice en explicar por qué esa propiedad, si ha sido conseguida trabajosamente, acarreada en los buenos y en los malos tiempos, cincelada con mimo o, por el contrario, es una cosa maleable, voluble, de poco o ningún asiento, del tipo de reputación que oscila y se inclina a un lado o a otro según el azar o las modas, vaya usted a saber. Si acaso, cuenta la mala reputación, de la que se puede hacer chanza o chascarrillo, la susceptible de airearse a beneficio de ociosos, la que anima corrillos de maledicentes. Hay muchos corrillos de ésos. El hecho de que abunden es un indicio del tipo de sociedad que estamos construyendo. Siempre hubo fascinación por conocer de cerca la intimidad ajena y, caso de que no sea la previsible y formal, dedicarse con encono a difundirla, sin mirar qué daño se hace o si es cierto lo difundido. Una mala reputación es carne de cañón. Haga lo que lo haga, lo consideran mal, cantaba Paco Ibáñez. La buena no tiene predicamento: se pierde a poco que las circunstancias adversas la cercan o la zarandean un poco. Una vida entera de rectitud puede malograrse en un minuto suelto de desquicio. Un minuto es mucho a veces. Menos se precisa para que se arruine una buena reputación. Basta un error, en el que se esperaba que cayésemos y, mire usté por donde, al final caímos. No cuesta trabajo desquiciarse. Razones hay, a poco que se fieje uno. Por ahí anda la reputación, gloriosamente a salvo, expuesta para ser admirada por quien no la posee o, creyendo estar en posesivo suya, alaba la ajena, lo cual es una forma de prestigiar la suya. Anda expuesta, cubierta de gloria o de mierda, si se me permite la palabra gruesa, pero es una o es otra, no hay término medio. O se está bien mirado y se nos mira con respeto y, en casos, aprobación o admiración, o se nos pone a caldo, a parir, se tira por los suelos el posible nombre que uno tenga. Siempre me hizo gracia eso de que tengamos un nombre. Es muy de tiempos antiguos, pero en el fondo está mal que se haya perdido esa expresión. Hay quien se afana en labrarse un nombre (yo soy tal y tal y con eso ya debe ser suficiente, es mi aval, ahí en mi nombre están mis credenciales) y procede con dedicación y no pierde ocasión de pulirlo, ni de presumir de él. Usted no sabe quién soy yo, se oye a veces, cada vez menos, pero hace gracia, suena a folletín o a comedia en un teatrillo.
Adenda:
Sobre la consideración que se nos tiene no hay nada que podamos hacer. El poco o el mucho prestigio que tengamos fluctúa sin que concurra intervención nuestra, todo proviene del parecer ajeno, nunca de la opinión que uno tiene de sí mismo. La vanidad, por otra lado, traída sin remedio, es el prestigio que creemos tener, que a su vez es el que pensamos que se nos atribuye, meritoriamente o no. Es fácil caer en ella. He conocido algún vanidoso, quién no. Uno mismo, en ocasiones, lo es sin que se tenga conciencia. Son éstos tiempos de vanidad sobrevenida. Hace falta poco para creer que algo hemos hecho bien y que se nos reconozca el trabajo. Estará en la naturaleza humana ese deseo de ser reconocido. En el fondo, la humildad no ha funcionado nunca como motor de la Historia. ¿A cuántos humildes conoce el lector? En cambio, ah infortunio, ah calamidad, sabemos de los vanidosos, conocemos muchos, hemos tomado café con ellos, hemos visto cómo se desenvuelven, hasta somos capaces de hacer pasar por vanidosos a quienes no hicieron nada que mereciera el atributo. Siendo reprochable, vemos en la vanidad un cierto encanto. Hay quien se cree popular y reconocido y posiblemente también amado porque tiene una legión de seguidores en Facebook o en Twitter. Ser popular en las redes sociales es como ser rico en el Monopoly. Lo acabo de leer en una de ellas. Uno entra en el juego de esa popularidad impostada, la acepta sin más, se cuida de que no le envare en demasía en el proceder diario, pero en el fondo, cuando caen los halagos, si es que alguno cae, no incomodan, no se apartan, se abrazan, se consideran una parte del trabajo, la de los premios, que siempre son bienvenidos, se diga lo que se diga. El problema hoy en día es el halago mecánico, el rápido, el que se expresa con un sencillo like en un post colgado en una plataforma, en una de las muchas redes sociales. Se tienen más amigos ahí que los necesarios, que suelen no ser muchos. Tan sencillo resulta dar al clic y expresar la aprobación que la misma aprobación, en ese resumen despachado, no tiene el rango del comentario, el del gesto afectuoso, pero no podemos dar marcha atrás, todo va rápido, excesivamente rápido, no hay manera de parar la máquina. Habría que ver qué hay detrás de los emoticonos, aunque ese trabajo no hay quien lo realice, no es posible, todos son el mismo, ninguno es más hondo que otro. En el deseo de que esos emoticonos cobren más expresión, se amplió el número de ellos. Debe haber miles. Uno casi para cada sentimiento, es posible, no voy a discutir eso de modo que hemos vuelto al pasado jeroglífico, prescindimos de las palabras, las traducimos a muñecos que semejan dedos que aprueban o desaprueban o a caras que recogen un amplio espectro de sensaciones. Todo está hueco por dentro. De ahí que el vanidoso esté en su ambiente. Son buenos tiempos para no tener que detenerse a explicar mucho: basta la expresión sucinta del like o del dislike, que no sé por qué hay que recurrir al inglés, pero también ese es un peaje que estamos pagando. Un amigo ha dejado Facebook por más o menos todo esto. Está agotado, me cuenta. No necesita difundir lo que escribe más allá de su blog. Su vanidad, me refirió, se estaba atrofiando. Era otra cosa, ni siquiera la saludable y antigua vanidad. Ahora escribe, lo hace con menor frecuencia, pero no lo ha dejado, pero no tiene interés alguno en ser leído por más gente de la sucintamente precisa: ocho o diez amigos, no más. Yo a veces creo que podría hacer lo mismo y cerrar el facebook o el twitter y volver a tener solo un sencillo blog al que entran muchos amigos y algunos lectores.
Sobre la consideración que se nos tiene no hay nada que podamos hacer. El poco o el mucho prestigio que tengamos fluctúa sin que concurra intervención nuestra, todo proviene del parecer ajeno, nunca de la opinión que uno tiene de sí mismo. La vanidad, por otra lado, traída sin remedio, es el prestigio que creemos tener, que a su vez es el que pensamos que se nos atribuye, meritoriamente o no. Es fácil caer en ella. He conocido algún vanidoso, quién no. Uno mismo, en ocasiones, lo es sin que se tenga conciencia. Son éstos tiempos de vanidad sobrevenida. Hace falta poco para creer que algo hemos hecho bien y que se nos reconozca el trabajo. Estará en la naturaleza humana ese deseo de ser reconocido. En el fondo, la humildad no ha funcionado nunca como motor de la Historia. ¿A cuántos humildes conoce el lector? En cambio, ah infortunio, ah calamidad, sabemos de los vanidosos, conocemos muchos, hemos tomado café con ellos, hemos visto cómo se desenvuelven, hasta somos capaces de hacer pasar por vanidosos a quienes no hicieron nada que mereciera el atributo. Siendo reprochable, vemos en la vanidad un cierto encanto. Hay quien se cree popular y reconocido y posiblemente también amado porque tiene una legión de seguidores en Facebook o en Twitter. Ser popular en las redes sociales es como ser rico en el Monopoly. Lo acabo de leer en una de ellas. Uno entra en el juego de esa popularidad impostada, la acepta sin más, se cuida de que no le envare en demasía en el proceder diario, pero en el fondo, cuando caen los halagos, si es que alguno cae, no incomodan, no se apartan, se abrazan, se consideran una parte del trabajo, la de los premios, que siempre son bienvenidos, se diga lo que se diga. El problema hoy en día es el halago mecánico, el rápido, el que se expresa con un sencillo like en un post colgado en una plataforma, en una de las muchas redes sociales. Se tienen más amigos ahí que los necesarios, que suelen no ser muchos. Tan sencillo resulta dar al clic y expresar la aprobación que la misma aprobación, en ese resumen despachado, no tiene el rango del comentario, el del gesto afectuoso, pero no podemos dar marcha atrás, todo va rápido, excesivamente rápido, no hay manera de parar la máquina. Habría que ver qué hay detrás de los emoticonos, aunque ese trabajo no hay quien lo realice, no es posible, todos son el mismo, ninguno es más hondo que otro. En el deseo de que esos emoticonos cobren más expresión, se amplió el número de ellos. Debe haber miles. Uno casi para cada sentimiento, es posible, no voy a discutir eso de modo que hemos vuelto al pasado jeroglífico, prescindimos de las palabras, las traducimos a muñecos que semejan dedos que aprueban o desaprueban o a caras que recogen un amplio espectro de sensaciones. Todo está hueco por dentro. De ahí que el vanidoso esté en su ambiente. Son buenos tiempos para no tener que detenerse a explicar mucho: basta la expresión sucinta del like o del dislike, que no sé por qué hay que recurrir al inglés, pero también ese es un peaje que estamos pagando. Un amigo ha dejado Facebook por más o menos todo esto. Está agotado, me cuenta. No necesita difundir lo que escribe más allá de su blog. Su vanidad, me refirió, se estaba atrofiando. Era otra cosa, ni siquiera la saludable y antigua vanidad. Ahora escribe, lo hace con menor frecuencia, pero no lo ha dejado, pero no tiene interés alguno en ser leído por más gente de la sucintamente precisa: ocho o diez amigos, no más. Yo a veces creo que podría hacer lo mismo y cerrar el facebook o el twitter y volver a tener solo un sencillo blog al que entran muchos amigos y algunos lectores.
23.12.18
Una historia de amor en vísperas de Navidad
Fotografía: Emilio Calvo de Mora
El muñeco estaba apoyado en la pared, una pared sin vistosidad, de ladrillos grandes, como de obra a medio terminar. No puede saber uno quién lo puso, qué pensó cuando lo colocó con ese mimo, cuidando de que no se quebrara y cayese, expuesto a que alguien lo manumite de su posado forzado y le dé un lavado en casa. Seguro que un buen aseo lo recompone, pensé. El muñeco se ríe, se ríe mucho, hasta cierra los ojos de lo mucho que se está riendo. Tal vez le haga gracia su destino, el del abandono. A la fatalidad le sale siempre un lado humorístico. No he visto desgracia que no lleve consigo una parte jocosa. Estaría bien que ya no estuviera allí, aunque no voy a desandar el camino y comprobarlo. Lo normal es que no esté. Tampoco nosotros estamos cuando se nos espera. En parte hay algo nuestro en el muñeco, riamos o no, nos hayan dejado o no en una pared cochambrosa de un camino apartado, a las afueras del pueblo. Hay gente que vuelve a nosotros y no encuentra lo que esperaba. Lo que no sé es quién nos gobierna, la mano que nos deja al albur del azar para que otro nos mire, caiga en la cuenta de que existimos y nos eche el brazo por lo alto o nos cuente qué hizo hoy, si salió a la calle a comprar la prensa y tomó un café en un bar o si en casa se juntan por navidad y todavía no tienen nada preparado. A lo único a lo que venimos a este mundo es a que nos amen. No hay nadie que pueda contradecirme, ni siquiera el desalmado, el que cree no tener ya la bondad con la que vino de fábrica, si es que alguna trajimos. Me dio pena el muñeco, una pena sin trascendencia, si se me permite, una liviana de poco asiento en la memoria, de las que luego se difuminan y no se tiene recuerdo de ella, pero todavía la tengo adentro. Sólo hace un rato que vi el muñeco y saqué el móvil y le hice la foto. Ya da igual que lo perdamos para siempre. Cada objeto del mundo merece una historia. Yo he cumplido con él, le he traído a casa, le he dado cobijo. De alguna forma estará bajo el árbol de Navidad, cuando sea mañana de Reyes y nos levantemos a ver qué buenos fuimos y qué generosos son los que nos aman. Ya digo, es amor, sólo el amor mueve la dinamo que hace que gire el mundo.
14.12.18
Un haiku (sin haiku)
Del pasado tenemos siempre a mano un relato fantástico, uno descabalgado de la realidad, convertido en mercancía de la imaginación, usada para entretener a quien escucha o a uno mismo, llegado el caso, si se empobrece demasiado la cuenta de las cosas, la trama de esa realidad que, vista en detalle, recordada con tiento, no acaba de convencer, no es lo que hubiésemos deseado. Se tiene la impresión de que podemos merodear la responsabilidad de contar cómo pasaron verdaderamente esas cosas, todo lo que nos ocurrió y la manera en que ocurrió, pero es que el tiempo hace que no poseamos ese dominio de la trama. Digamos que todo está ahí, insinuado, convertido en una especie de prontuario fiable de narraciones, pero luego el conjunto no se apresta a transcribirlo. Además tampoco sabríamos restituir esa novela sentimental sin hacer que concurse la fantasía, es ella la que hace que la memoria exista, aunque paradójicamente todo haga pensar que es la fantasía la que la contamine, la que pudre su voluntad de credibilidad o de honestidad. No podemos ser honestos con nosotros mismos. Siempre hay algo que malogra ese deseo. En un modo extremo, en el caso de que la fantasía condimente en exceso la trama, el pasado sobre el que debemos hablar no difiere de la ficción pura. Vivir es pura literatura. Uno en ocasiones puede creer estar en un cuento de Kafka o en una novela de Welles. Hay días en que sale a la calle y lo que observa, cuanto se le ofrece, no difiere de un cuento de Kafka o de una novela de Wells. Lo malo es cuando la realidad nos hace pensar en Orwell o en Dante. Los días, juntamente con sus noches, deberían ser haikus, que no importara ni siquiera el autor, sino la hondura y la concisión, la belleza con su cómputo sencillo de sílabas. La vida debería ser uno de esos haikus, pero a veces se obstina en alargar innecesariamente la métrica, en cultivar la retórica, en incluir personajes secundarios que no son precisos, en concederle a la fatalidad excesivas líneas de texto. Un haiku. Seguro que cada uno tiene el suyo a mano. Buen viernes.
13.12.18
Defensa de la alegría / Pensando en Benedetti, en Eliot y en K.
La felicidad debería tener un mapa genético. Parece que funcionan si se tienen a mano para prevenir enfermedades o para hacer que desaparezcan si irrumpen. Quizá lo haya y yo esté únicamente evidenciando mi ignorancia. Nunca se me ocurrió que mapas y felicidad fuesen fácil de casar, como si una cosa llevase a la otra. Amé los mapas cuando no entendía lo que significaban y todavía hoy siento un placer que no sabría explicar bien cuando abro un atlas y el dedo va recorriendo los sistemas montañosas y las ensenadas, el curso de los ríos y la presencia de un populoso núcleo urbano, pero los mapas ya no son lo que eran, ya no invitan a ningún viaje, no se miran en papel, no hay libros grandes en las casa con mapas dentro, incluso la palabra cartografía está perdiendo su ímpetu, su naturaleza aventurera. En cierto modo se ha perdido esa voluntad mágica de querer ver más allá de lo que la evidencia ofrece. No sé de genética mucho más de lo que necesito, pero alcanzo a comprender que en ese baile de moléculas, de cuerpos que se abrazan y se alejan en el caos infinitesimal de la materia, debe estar la llave de algún logro sentimental al que no hemos llegado aún. Nos malogra ese milagro la contundencia a veces brutal con que la realidad nos atenaza, nos impone su crudeza, cuando la realidad debería ser un obsequio, un regalo precioso, un don. La realidad, de maleable que es, resulta incómoda, de poca o ninguna constancia, de fácil vuelo, como si nosotros, sus inquilinos, no mereciésemos habitarla, consentir que nos zarandee y nos apremie a que, conforme los años nos van formando, la entendamos. Lo dejó escrito Eliot: la realidad es insoportable, "human kind cannot bear very much reality", cito de memoria. Lo real, con sus primores, con sus trabas, con su destreza en contrariarnos cuando se le ocurre, sin que precise empecinarse, sin empeño a veces, sólo por incomodar, por dejar claro lo frágiles que somos, lo expuestos que estamos, el poco o ningún asiento del que disponemos, pero lo real es también milagroso, me dijo K. Con lo de ser felices se han perdido muchas oportunidades de estar alegres, añadió. Se obstina la gente en alcanzar la felicidad cuando no existe tal cosa, se deshace nada más irrumpir, ocupa un lugar pequeño y permanece un tiempo breve, es algo que se sabe, aunque no hacemos caso, proseguimos en el vicio de ese deseo, el de ser felices, no el otro, más sencillo, de manejo más fácil, también de presencia más frecuente, el vicio de la alegría. Y se defiende la alegría, se hace militancia en ese oficio, como Benedetti, que fue el poeta de la alegría o del entusiasmo por vivir y lo dejó también escrito. La defendió de la rutina y del escándalo, la defendió del pasmo y de las pesadillas, la defendió de la melancolía, tiro de memoria otra vez, creo que hoy ando fino, no siempre sucede así, hay veces en que la memoria desbarra, va a lo suyo, no obedece, no cuenta con uno, ni lo mira siquiera, parece de otra la memoria, no hay manera de que se avenga a razones, la pudre el olvido, que es un bicho malo. De ahí Bendetti, tan lírico y tan vital; de ahí Eliot, un poco más triste, Eliot siempre fue un poeta más concentrado en la melancolía, uno de esos poeta tirando a filósofo, buscando meses crueles (abril es el peor de todos) o tierras baldías, empobrecidas y sin atender, como si ahí anduviera la razón última de las cosas del hombre. Tal vez esté, quién sabe. Esas cosas sólo lo saben los poetas, y no todos.
12.12.18
boys don't cry
de lo que no me conforta, de lo que me excluye, de las mesas sin recoger, en una terraza de un bar, de las palabras a medio decir, en un sueño, de los golpes que no suenan nunca y que aplazan la felicidad y dan al día el tono gris, el tono gris de los poemas tristes, el día en que uno escribe un poema triste ya no sabe cómo levantarlo, se aplica, se esmera y se esmera mucho, pero no se le van de la cabeza las palabras y el poema ronronea en la cabeza, que es donde están al final todos los poemas, los poemas son una evidencia de que el mundo no va por nuestro lado, el poema es un desoír el mundo y es también un oírlo muy atentamente, un querer entrar en las tripas de la bestia, en dormir allí, en pegar la oreja a la misma tripa y empaparse del ruido que hace, yo tengo en mi cabeza todos los poemas que he escrito, he escrito mil poemas, los tristes son los que más duran, los que menos se dejan intimidar por mi voluntad de ser alegre y de poner la alegría en la ventana mientras suena una melodía pop, si no fuese por las melodías pop mi humor sería gris o no tendría humor, hay canciones en las que estoy yo, aunque no lo perciba de inmediato, canciones de tres minutos en las que mi vida discurre con absoluta eficacia, suenan en mi cabeza de poeta de miércoles de otoño en lucena una pieza de the cure, un himno, el humor es siempre un humor de circunstancias, como una mosca que de pronto se para en el brazo y la violentas con un gesto, la mosca siempre huye, no hay quien la convierta en una mosca muerta o una mosca moribunda, me da lo mismo, lo que me importa es ir avanzando y no sentir que me distrae una mosca o un coche que cruza con rapidez la calle, una mesa sin recoger en una terraza de un bar o un pobre en la puerta del mercadona clamando justicia, pidiendo un mendrugo de hacendado, pero el pobre sigue ahí, a dos calles de aquí, y yo estoy escuchando pop, boys don`t cry, abriendo la mañana escribiendo en plan disperso, no sé si alguna vez me concentraré y escribiré con más hondura, tengo un amigo que se recrea cuando me recrimina mi dispersión, emilio, deberías centrarte, poner un freno a tu verborrea, no vas a ningún sitio, no quiero ir a ningún sitio, me satisface mi oreja en la tripa de la bestia, el oído ahí bien pegado, sacando la información relevante, quién sabe lo que hay ahí, quizá se escucha a dios si uno presta la atención suficiente, ya digo, toda la atención de la que se pueda disponer, que no sé si tengo mucha o la estoy perdiendo poco a poco, sé de donde parto y miro al lugar a donde acudo y no va a ser posible, al menos no de momento, centrarme más, afinarme algo más, ya me entienden, me voy a conformar con ir cerrando el post, con ir pensando en qué ponerme, porque hoy va a ser un día largo y mi cabeza necesita desconectar, perderse, no sé qué hace mi cabeza cuando yo no la administro, si me traiciona, si malogra todos los planes que yo he ido pensando, si es la cabeza crápula o la admirable y entera, la que lee de noche a kavafis mientras escucha en el ipod una sinfonía de mahler, qué buena pareja, mahler y kavafis, yo sobro, bien mirado, deberían entenderse ellos, la cabeza es siempre la que manda, la que no se mete en problemas, la que se deja acariciar, la que lee a keats y escucha a shostakovich, la que se mete tres episodios seguidos de the killing o la que escucha el ruido que hace la lluvia en las persianas, si supiéramos qué hacer con los ruidos tendríamos un poema, quizá haya uno alojado en los huecos que van dejando los ruidos cuando no suenan, debe ser eso, yo no acierto a comprender las cosas, quién lo hace, nadie tiene las cosas nunca claras del todo, ni siquiera es bueno saber qué ruido hace el corazón cuando se encabrita, ignorar es una vía de iluminación también, lo sabían los poetas místicos, que sabían sin saber, que miraban y no había mirada interpuesta en el esfuerzo, me duelen las palabras a esta hora de la mañana, escribo torpe y ametralladamente antes de servirme el café en la cocina y preparar las clases de hoy, adjetivos comparativos en inglés, luego escribiré algo, por si pasa algo verdaderamente interesante, por si el ruido se hace música, por si la cosecha alumbra metáforas y nos llenan la boca de prodigios
2.12.18
Philip Glass
1.12.18
Moby Dick
Moby Dick. Releo de vez en cuando Moby Dick. A veces trozos, párrafos, escaramuzas más o menos intensas. Como quien entra en una habitación en la que ha sido feliz y sale a su antojadiza voluntad, sabiendo que puede regresar cuando desee. Esa lectura me recuerda a la anterior. Es como si entrara por primera vez. Así debería ser el amor. Una especie de Moby Dick del corazón. Entrar y sentir que nunca se ha estado ahí y, sin embargo, apreciar que todo es cálido y familiar y nuestro. Hay libros que se aman. Amores casi novelescos.
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