A Antonio Sánchez Huertas (Colmenero Villar), feligrés
Aquí todos flotamos. La cuestión es si flotar nos perturba o, caso contrario, conforta, agrada, produce el placer supremo del equilibrio en un medio hostil, la sensación de que a pesar de todo estamos vivos y seguimos hacia adelante, sin saber bien dónde ir, sin necesidad de conocer el destino. Imagino que Stephen King también flota. Puestos a imaginar, se me ocurre que Stephen King sea en realidad el personaje de alguna de sus novelas, pero he ahí que esa disparatada idea ya la tuvo él y se inventó al novelista de Misery.
Hay escritores que no es posible que existan. No cabe en cabeza razonable (no todas lo son, ni siquiera hace falta que todas sean razonables) que escriban como lo hacen (aquí hablo de maestría, de talento, de ingenio) o que escriban con la frecuencia con que lo hacen (aquí hablo de escribir industrialmente, como si una novela continuase en otra o como si entre las dos no pudiese concurrir un tiempo de barbecho). Stephen King es el escritor que no debe existir por antonomasia. No tendrá vida, sólo se encomendará a escribir de modo estajanovista, impelido por una fuerza oscura o bendecido por algún soplo divino. No hay nadie que rivalice con él en prolijidad. Tiene ese don donde otros tienen el de la concisión.
Habiendo leído casi todas sus novelas, mérito eso, sé qué le motiva, pero si hubiese leído solo una también lo sabría. Lo que desea (más que nada, por encima de cualquier otra cosa, sea de la índole que pueda ocurrírsenos) es contar historias. Que sean terroríficas es anecdótico. De hecho ahora se ha metido a la cosa policial, con aceptable éxito. A estas alturas no importa que ya no sea el autor de antaño. Se le lee por inercia. Es el Woody Allen de la literatura, es el Van Morrison de la literatura, es Dios, al que tampoco se le exige mucho a esta altura de la trama. Se concede que tuvo aciertos y nadie le recrimina sus fiascos. Es una cosa de fe, bien pensado. Se posee o se carece de ella. Si tuviese que elegir una sola novela suya, sería It. Es un tocho monumental, una obra maestra del pensamiento mágico, sin que intervenga la horda caribeña de pensadores de la magia. La magia de Stephen King en It es de orden sobrenatural, mística, terrorífica, por supuesto. Los monstruos con los que ilustra sus historias son de una pureza a la que no alcanzan los antagonistas, los puros de corazón, los que no han sido signados por la perversión o por la crueldad. Stephen King es mejor cuando se pone del lado del mal. Estoy a la espera de que escriba una historia de amor. Sería un reto enorme, trataría de esconder al mal, pero estaría por ahí, sacando la nariz entre las sábanas.
Uno es de Stephen King o no lo es en absoluto. Contrariamente al común de los escritores, Stephen King sale de una historia con la de idea de otra a la vista. En ocasiones, se tiene la impresión de que ya conocemos lo que nos va a contar, hasta es posible que sea cierto y haya cometido el desliz de repetir una historia o un fragmento de una historia. Lo que salva a Stephen King del plagio a sí mismo es la amnesia del lector. En los buenos lectores puede ocurrir que lo perdonen todo o que lo olviden todo, incluso que mezclen ellos mismos las historias y monten en su cabeza una especie de escritor alternativo, un Stephen King doméstico que habla sin que se le pide que lo haga, a demanda de una voz interior que ni siquiera conoce el propietario de esa cabeza singular. No podría asegurar que esté escribiendo la misma historia desde que empezó la primera.
Stephen King no es el mejor escritor al que puede uno acercarse. Los hay mejores, he leído a otros cuya escritura te emociona con más hondura, cala más adentro, te hace pensar en el temblor primigenio de las palabras, en cómo se ensamblan y alcanzan el rendimiento narrativo más idóneo o más hermoso, pero King es un amigo seguro, alguien que lleva contigo toda la vida. No todos logran esa especie de hechizo suyo consistente en armar una historia con absoluta eficacia. Importa únicamente la historia. Escribir es accesorio: podría susurrártela al oído si estuvieses cerca y tuviese la suficiente intimidad contigo. A estas alturas, no sabría decir si la escritura de Stephen King es hermosa o no lo es. Creo que hace que olvidemos la escritura y nos centremos en lo que dice lo escrito. No todos los escritores tienen ese don, el del cuento puro, liberado de la costra a veces insana de la forma, manumitido de los rigores de la sintaxis. Que nadie colija de lo aquí esbozado que Stephen King escribe mal.
Stephen King es el Benito Pérez Galdós de Maine, el Dickens de Bangor. Ha creado una biblioteca de episodios dramáticos, trágicos y sangrientos. También de amistad y de cierta épica. Se ha encomendado la misión de poblar la realidad con todos esos monstruos que pueblan las pesadillas y a los que damos poco o ningún crédito en la esperanza de que son únicamente producto de nuestro sueño, no criaturas que puedan existir, recorrer las calles, llamar a la puerta de tu casa o meterse en tu cama o en tu cabeza. Él es de lo que prefiere que estén en la cabeza. Ahí están más a mano. Al menos los ve venir con mayor nitidez.