31.1.22

31/365 Stephen King





A Antonio Sánchez Huertas (Colmenero Villar), feligrés


Aquí todos flotamos. La cuestión es si flotar nos perturba o, caso contrario, conforta, agrada, produce el placer supremo del equilibrio en un medio hostil, la sensación de que a pesar de todo estamos vivos y seguimos hacia adelante, sin saber bien dónde ir, sin necesidad de conocer el destino. Imagino que Stephen King también flota. Puestos a imaginar, se me ocurre que Stephen King sea en realidad el personaje de alguna de sus novelas, pero he ahí que esa disparatada idea ya la tuvo él y se inventó al novelista de Misery.


Hay escritores que no es posible que existan. No cabe en cabeza razonable (no todas lo son, ni siquiera hace falta que todas sean razonables) que escriban como lo hacen (aquí hablo de maestría, de talento, de ingenio) o que escriban con la frecuencia con que lo hacen (aquí hablo de escribir industrialmente, como si una novela continuase en otra o como si entre las dos no pudiese concurrir un tiempo de barbecho). Stephen King es el escritor que no debe existir por antonomasia. No tendrá vida, sólo se encomendará a escribir de modo estajanovista, impelido por una fuerza oscura o bendecido por algún soplo divino. No hay nadie que rivalice con él en prolijidad. Tiene ese don donde otros tienen el de la concisión.


Habiendo leído casi todas sus novelas, mérito eso, sé qué le motiva, pero si hubiese leído solo una también lo sabría. Lo que desea (más que nada, por encima de cualquier otra cosa, sea de la índole que pueda ocurrírsenos) es contar historias. Que sean terroríficas es anecdótico. De hecho ahora se ha metido a la cosa policial, con aceptable éxito. A estas alturas no importa que ya no sea el autor de antaño. Se le lee por inercia. Es el Woody Allen de la literatura, es el Van Morrison de la literatura, es Dios, al que tampoco se le exige mucho a esta altura de la trama. Se concede que tuvo aciertos y nadie le recrimina sus fiascos. Es una cosa de fe, bien pensado. Se posee o se carece de ella. Si tuviese que elegir una sola novela suya, sería It. Es un tocho monumental, una obra maestra del pensamiento mágico, sin que intervenga la horda caribeña de pensadores de la magia. La magia de Stephen King en It es de orden sobrenatural, mística, terrorífica, por supuesto. Los monstruos con los que ilustra sus historias son de una pureza a la que no alcanzan los antagonistas, los puros de corazón, los que no han sido signados por la perversión o por la crueldad. Stephen King es mejor cuando se pone del lado del mal. Estoy a la espera de que escriba una historia de amor. Sería un reto enorme, trataría de esconder al mal, pero estaría por ahí, sacando la nariz entre las sábanas.


Uno es de Stephen King o no lo es en absoluto. Contrariamente al común de los escritores, Stephen King sale de una historia con la de idea de otra a la vista. En ocasiones, se tiene la impresión de que ya conocemos lo que nos va a contar, hasta es posible que sea cierto y haya cometido el desliz de repetir una historia o un fragmento de una historia. Lo que salva a Stephen King del plagio a sí mismo es la amnesia del lector. En los buenos lectores puede ocurrir que lo perdonen todo o que lo olviden todo, incluso que mezclen ellos mismos las historias y monten en su cabeza una especie de escritor alternativo, un Stephen King doméstico que habla sin que se le pide que lo haga, a demanda de una voz interior que ni siquiera conoce el propietario de esa cabeza singular. No podría asegurar que esté escribiendo la misma historia desde que empezó la primera.


Stephen King no es el mejor escritor al que puede uno acercarse. Los hay mejores, he leído a otros cuya escritura te emociona con más hondura, cala más adentro, te hace pensar en el temblor primigenio de las palabras, en cómo se ensamblan y alcanzan el rendimiento narrativo más idóneo o más hermoso, pero King es un amigo seguro, alguien que lleva contigo toda la vida.  No todos logran esa especie de hechizo suyo consistente en armar una historia con absoluta eficacia. Importa únicamente la historia. Escribir es accesorio: podría susurrártela al oído si estuvieses cerca y tuviese la suficiente intimidad contigo. A estas alturas, no sabría decir si la escritura de Stephen King es hermosa o no lo es. Creo que hace que olvidemos la escritura y nos centremos en lo que dice lo escrito. No todos los escritores tienen ese don, el del cuento puro, liberado de la costra a veces insana de la forma, manumitido de los rigores de la sintaxis. Que nadie colija de lo aquí esbozado que Stephen King escribe mal.


Stephen King es el Benito Pérez Galdós de Maine, el Dickens de Bangor. Ha creado una biblioteca de episodios dramáticos, trágicos y sangrientos. También de amistad y de cierta épica. Se ha encomendado la misión de poblar la realidad con todos esos monstruos que pueblan las pesadillas y a los que damos poco o ningún crédito en la esperanza de que son únicamente producto de nuestro sueño, no criaturas que puedan existir, recorrer las calles, llamar a la puerta de tu casa o meterse en tu cama o en tu cabeza. Él es de lo que prefiere que estén en la cabeza. Ahí están más a mano. Al menos los ve venir con mayor nitidez. 

30.1.22

30/365 Frida Kahlo y Diego Rivera







A Frida Kahlo se le negó el cuerpo. Lo quería para ser madre y no lo fue nunca. Tuvo un cuerpo inútil, a decir suyo: un cuerpo desobediente. Lo escondió en una cama, lo guardó de los demás, lo miró con desdén y dejó que lo amaran por ver si emergía algo limpio y algo hermoso, por si los amantes casuales lo hacían renacer, todo para que no le tuvieran lástima. Por si el dolor se desvanecía. Frida era invencible de cuello para arriba, era la mujer valiente en una época en que la valentía costaba más que ahora, pero no alcanzó la maternidad, no se la concedieron. Tampoco la bendijo la salud. Arrastró quebrantos y pesares una vida entera. Se quedó encinta dos veces y las dos se malogró el prodigio de que su cuerpo, el cuerpo roto, alumbrase otro cuerpecito. Vida desde lo que no parece que la tenga. Frida, la enferma, amó a muchos hombres. Los metió en su cama, los empujó y dejó que la empujaran. Obró el despecho, esa idea antigua de que una vez que se ha roto el amor se puede pensar que nunca lo hubo. Diego Rivera, el muralista consagrada, su marido de ida y vuelta, el que la admiró y la odió, no logró tampoco domesticar su cuerpo inmenso; tampoco sabemos si hechizó su alma. Ninguna de esas dos partes del todo llamado Frida fueron probablemente propiedad suya. Era infiel Diego: le aceptaban las mujeres por causas remotísimas, pero no por el atractivo físico. Era un gigante, una cosa que debía verse por partes antes de reparar en que no podía ajustar la mirada sin que se extraviara en la periferia o en un promontorio inadvertido. 


Una mujer despechada, una de sus muchas amantes, incluyendo entre ellas su propia cuñada, dijo que nunca antes se había acostado con una montaña y que no volvería a hacerlo. Pero hay montañas que hablan y cuentan historias fabulosas y pintan cuadros enormes como el nacimiento de un continente, cordilleras que van a la deriva de una vida a otra, de un cama a otra, de un cuerpo a otro cuerpo. El de Frida Kahlo fue una continua deriva, un desquicio del que jamás tuvo orgullo. Quizá por eso se pintó tanto, por aprisionarlo en un lienzo, por decirle quién mandaba. Luego la devastó la gangrena. Era Frida con una pierna menos, era Frida con la imposibilidad de ser Frida completa. La hizo añicos el dolor al que sólo encontró salida con la muerte. Dejó escrito: "Espero alegre la salida y espero no volver jamás". Murió en un hospital, sin la épica que ella hubiese deseado; murió para que el Partido Comunista de México le echara una bandera roja por encima, para declarar al mundo lo roja que era y recordar que fue ella la que dio asilo a Trotsky, antes de que lo apiolaran con el beneplácito (o el auspicio) de Stalin.  De esa apropiación que ella no consintió vienen probablemente todas las demás y hoy Frida es símbolo de muchos movimientos, una especie de icono pop, una bandera en sí misma, más tras su finiquito en esta vida. 


Es posible que Frida Kahlo hubiese sido otra pintora (u otra persona, deslindada del arte, quién sabe) si no la hubiese visitado la enfermedad, la postración y el desencanto. La lucha contra el cuerpo no se gana nunca, debió aprender en el curso de los años, mucho después de que el autobús en el que viajaba fuese arrollado por un tranvía. Antes de esa desgracia había padecido la poliomielitis y, arrimada a ella, un sinfín de enfermedades. Una reemplazaba a otra, sin descanso. También es posible que se apilaran y funcionaran a la vez. Es el cuerpo el que escribe la novela, no el que cree poseerlo, quien sospecha que puede gobernarlo, su dueño aparente. No hay gobierno tal. Vivimos a expensas del cuerpo, de que engorde o adelgace, de que se entenebrezca o brille, de que no sea del gusto del que mira o del propio, de que se ruborice cuando lo tocan o sea un búnker, un territorio cerrado a cualquier intromisión, y a veces (contaba Frida en una carta a una amiga) no hay placer mayor que castigarlo, infligirle una pena severa, la de no comer o la de hacer que no pare de moverse. La historia de amor de estos dos (Frida y Diego) es una historia zoológica, etología pura: el Elefante, también nombrado el Sapo, (Diego) no desea ser elefante y la Paloma (Frida) se desdice de su condición de paloma. Se quiere ser otra cosa Frida, siempre se desea ser el otro. No hay espejo que devuelva lo que uno anhela ver. Igual por eso el matrimonio del elefante y la paloma se volcó en pintar, en inventar espejos, en hacer que la realidad mute, se transfigure, adopte otro rostro, exhiba otro matiz. Los veinte años que le saca Diego aportan el punto de experiencia de la vida que Frida no conoce a sus veintitrés. Es la época de la política, cuándo no lo es. Rivera es un activista, Frida es una idealista. Dirán antes adiós al amor que a sus inclinaciones políticas. Se divorcian y vuelven a casarse un año más tarde. Deciden no rendir cuentas de con quién puedan acostarse. Lo que importan, creeremos que es así, es la unión en el arte y en las ideas. Son como dioses los grandes pintores. Como mujer, más que como diosa, Frida estuvo un año entero postrada en una cama. A esa convalecencia monstruosa sucedieron más de treinta operaciones para reconstruirle la pelvis y la columna. 


Diego Rivera tuvo que admitir que Frida Kahlo llegaba más alto y más lejos que él. El pueblo había encontrado una de esas personalidades a las que admirar y de la que apiadarse. Primero, probablemente, sucedió la fascinación. De ella provino más tarde la ternura. Lo peor que le puede pasar a alguien es que se le dispense esa cosa tan sobrecogedora y frágil que es la ternura. Frida inspira ternura; Diego, una suerte de rechazo visceral, que se agranda cuando se airean sus devaneos con otras mujeres, incluida la hermana de Frida o cuando los periódicos ocupan la página de sociedad con hijos no reconocidos. Esas circunstancias no impiden que el muralista más famoso del mundo por aquella época trabajara sin descanso para que su amada esposa tuviese los mejores médicos y la factura de los hospitales se abonara sin retraso. Así que Diego deslumbra a pintoras húngaras o a actrices de Broadway (vivieron en Nueva York muchos años) y Frida rompe el corazón a fotógrafos italianos, a pintores españoles o a médicos alemanes. Corren rumores de que la inmortal María Félix (la Doña)  fue amante de ambos (vivió en la famosa Casa Azul por temporadas) y que abandonó a ambos. La eclosión absoluto del talento artístico de Rivera provino de la decisión de Rockefeller de hacer que su edificio de la RCA estuviese vestido con la delirante imaginación del mejicano. Al final, todo es financiación, patrocinio. Queda el arte, sí. Aparte de la historia oculta, prescindible, queda la belleza. 



29.1.22

29/365 David Lynch

 



 Creí escuchar que en la cabeza de David Lynch hay un agujero por el que entra Dios. Que en otras, a voluntad del azar o de la conjunción de los astros, sale por ese mismo agujero y que, en última instancia, nunca es él el que maneja la duración de la estancia, el tiempo en que su corazón brinca y se alboroza al contacto puro con la divinidad. Tampoco gobierna qué agujero asistirá la próxima visita o si no habrá ninguna otra y habrá una orfandad que lo extraviará para siempre. Que hay días en los que abraza la causa de la fe y la comparte con el prójimo y días en los que le hastía lo que antes le fascinó. De pronto pienso en que yo mismo soy David Lynch y tengo días de un boscoso entramado metafórico en los que percibo con pristina transparencia los misterios del cosmos y días de una vulgaridad espantosa en los que Lynch y el mismo Dios no nos merecen ni la más mínima de la atenciones. De antes tengo más conocido que de después, no se tiene propiedad de lo que aguarda y acecha, tampoco debiera preocupar esa certeza, no va a ningún lugar de provecho, ni se pueden hacer planes, los desbarata el azar o los corrompe o los cancela. De ahora se apropia uno de cosas sutilísimas, de lo tangible, sin esmero, sin que el adiestramiento oficie su trabajada liturgia, sin que la experiencia (a veces) influya u oriente. No somos nada, nada fiable, en todo caso. Vamos a lo que viene, nos resignamos a ese zarandeo ajeno, nunca propio, jamás propio, por mucho que uno crea que lo administra o que es suyo o que posee acta de su presencia. Está el antes, el ahora, el luego. De tener que escoger uno al que afiliarme, con el que sentirme conciliado con el mundo y conmigo mismo, elegiría el tiempo que no ha llegado aún, el previsto, en el que se puede depositar la confianza, la fe, a decir del creyente. Cuando uno sólo anhela mañana el presente se vuelve soportable. Es la naturaleza mágica de la fe. No pasa nada si hoy todo se desangela y emborrona, no me importa que se desquicie y se rompa: me conformo con la inminencia de la gracia, con la posibilidad (no me agüen la fiesta) de que una mañana de verano salga al jardín de mi casa (no tengo jardín, por cierto) y vea una comitiva de hormigas siguiendo el olor de una oreja. Está ahí, la oreja. Sola y sin dueño. Pronto será pasto de un millón de hormigas. No quedará nada suyo. La realidad es la posibilidad de que suceda o no suceda algo extraordinario. Tengo fe en lo invisible, en lo por venir, en la sustancia arcana, como decía el filósofo, en la trama oscura que hace que el mundo gire y las piezas, en su locura, acaben por acoplarse. Cuesta en ocasiones entender el mecanismo por el que se acoplan. Lo pienso y lo razono y no encuentro razones, tampoco motivos. El mundo es una cosa extraña, un jardín con una oreja cortada, como en Blue Velvet, la pieza maestra (una más, ahora tengo ganas de ver de nuevo Inland Empire y después Mulholland Drive y Twin Peaks en la misma tacada). David Lynch es un demiurgo, yo soy un demiurgo, Dios es un demiurgo. Ahí vamos los tres, trajinando las preguntas esenciales, despejando las incógnitas de una ecuación compleja. No hay que excederse mucho en estas cavilaciones, vienen a su antojadizo capricho, acuden sin que se las nombre, está uno tomando una caña con unos amigos  cuando de pronto la cabeza empieza a ir a sus anchas e idea argumentos que parecen incumbirnos poco o nada, pero están ahí, están llamando con fuerza, piden quedarse, reclaman su lugar y lo hacen con fiereza. Luego uno llega a casa y escribe. Más que nada por aliviarse, más que nada por el consuelo de la evacuación. Escribir es una evacuación magnífica. No voy a dejar de escribir nunca. Es la parte Lynch la que ha pensado eso, no yo, que prospero a tientas, que no tengo con qué apaciguar a veces la incertidumbre y prosigue adentro la cuenta de la fiebre y del vértigo, toda esa cuenta de milagros que no acaban por esclarecerse y son, por más que se busquen, inminencias, pequeñas tentativas. Así que tomo a David Lynch de la mano, vamos los dos por un sendero que no parece conducir a ningún sitio. Me cuenta cosas que no entiendo, pero hace que me fascine toda ese derroche de anomalías. Dicotomías, me dice. Tienes que darle las vueltas justas a la cabeza.


Sé con más o menos certeza qué hay dentro de la cabeza de David Lynch. Una parte de la mía entiende a David Lynch. La otra se empecina en contradecirme y a poco que me descuido me desbarata lo que su mitad realiza. De hecho, ahora está escribiendo la parte no-Lynch de mi cabeza. Es lunes muy temprano y tengo visitas incómodas, puedo decirme mientras saco la basura o espero en la cola a que me toque turno en la panadería del barrio. He pensado en esperar y escribir cuando el lado Lynch aflore, pero no obedece. Cuanto más me obstino en acceder a él, más se cierra. Si me dejo, si no muestro empeño en acercarme, acude y entonces veo la cabeza de David Lynch por dentro. Entiendo qué la mueve. Comprendo las razones que siempre se me resisten. A veces pasa lo mismo con Dios. En ocasiones se entra en la cabeza de Dios, pero en cuanto se regresa a la realidad una turbiedad ciega el entendimiento y no verbaliza el prodigio recién vislumbrado. No sabemos que hemos estado ahí, no tenemos esa prodigio retenido de ninguna manera. Cosas de excéntricos, dice la parte Lynch de mi cabeza de lunes. No todo el mundo vale para ser un excéntrico. Ni tampoco para que esa desviación de la norma acoja adeptos, gente entusiasmada con la anomalía ajena. Lynch es uno de ellos, lo es más a cada obra que hace, no renuncia a la periferia, no hace ascos a que su mensaje no cuaje, no acabe de ser entendido del todo, aunque su compromiso con el cine no flaquee y emerja con absoluta independencia, manumitido de las normas, separado de cualquier previsión que uno componga cuando se sienta en la butaca y decide entrar dentro de su cabeza. Sé con más o menos certeza qué hay dentro de la cabeza de David Lynch. Una parte de la mía entiende a Lynch. La otra se empecina en contradecirla y a poco que me descuido desbarata lo que esa mitad avanza. De hecho la que está escribiendo ahora es la parte no-Lynch de mi cabeza. La entusiasta del director americano está mirando la oreja en el jardín de Blue velvet y haciéndose preguntas sobre lo extraña que es casi siempre la vida. He pensado en dejar que sea mi lado Lynch el que escriba, pero el acto de la escritura no está a disposición de quien lo ejerce, no siempre es dócil, a veces se descarría. Parece como si actuara a sus anchas y decidiese, no sé a antojo de qué, escribir o no hacerlo. Cuando estoy tranquilamente sentado en la terraza de un bar, tomando un café, leyendo la prensa, fumando un cigarrillo, acude Lynch y me desbarata el remanso de paz que he construido. Sucede entonces algo que me encanta: cojo una servilleta de papel, que es lo que está más a mano, y manuscribo unas ideas, palabras que Lynch, desde mi parte cómplice de la cabeza, me dicta como en confesión multimedia, pero las ideas se atropellan y las palabras se montan unas encima de otras hasta formar un grumo semántico impresentable a mis entendederas. Cuando no hay servilleta (es romántica la idea de la servilleta) tiro de móvil. Tengo que dejar que se arruinen los recuerdos de una oreja en un jardín. Que se vayan convirtiendo en algo de poco peso. Que la tierra se los coma. Tener dos lados desde donde escribir (tener cien, tener todos los lados, tener el Aleph para escribir) hace que alguno no convenido irrumpa y entonces es lunes por la mañana y te descubres mirando a un señor que no conoces de nada o es el señor desde alguna zona oscura y remota el que te habla a ti y te dice qué debes escribir, qué palabra se zurcirá a otra hasta que el traje quede a gusto de alguno de esos dos lados. Hay que ser total, me dice David. No se te ocurra quedarte a medias en algo, deja que se agote, no te sientas flaquear y continúa. Si la creatividad te juega alguna mala pasada, deja que lo haga. Respétala. Haz lo que ella dice, aunque no lo entiendas al principio. Alguien lo hará. Tú, tal vez. 

28.1.22

28/365 Randy Newman

 




Got some whiskey from the barman,

got some cocaine from a friend, 

I had just to keep on movin'

'til I was back in your arms again.


Guilty, Randy Newman



Randy Newman es una anomalía, una fractura del sistema que se ha ido consolidando en el paisaje hasta pasar desapercibida. En todo caso, Randy Newman es la referencia absoluta del consumidor de anomalías, de quien pasea a la caza de lo asombroso, de lo que no se amolda a la rutina y se esmera en la disidencia, en lo puramente creativo, en lo sencillamente sincero. Randy Newman es uno de los más sinceros músicos que yo haya conocido. Quizá haya otros y lo sean en más agreste escala, pero uno tiene sus debilidades y este tipo, al que el azar no le premió con su físico o un rostro con carisma, que no se arrimó a las alfombras de la fama ni a los mercados de la pasta gansa, se ha granjeado el aprecio de una hueste fiel de feligreses de su arte.


Quebradizo, esquivo al ruido, como sacado de un tugurio con micrófonos que huelen a cerveza, amigo de cientos de camareros, gourmet del bourbon y de las resacas, Randy Newman oficia como pocos la litugia del artista que enreda hasta extremos a veces insoportables la ley invisible que ensalza el arte y destruye al artista. Rilke lo escribió hace mucho tiempo: Todo a lo que me entrego se hace rico y a mí me deja pobre. Uno se imagina al genio contratado en un local en unos de esos sábados por la noche que el cine americano ha elevado a la categoría de género en sí mismo.


No busque el amable lector optimismo. No está la fragancia dulce del pop que ameniza los viajes por carretera, consumiendo kilómetros, superando pasiajes. El escenario perfecto para degustar la obra de Randy Newman es justamente ésa: la del bar comido de humo de tabaco, alegremente ocupado por una clientela tan quemada como el encargado de hacerles olvidar la costosa travesía de los días. Por eso a Newman se le emparenta con la noche, con lo oscuro. De letras estremecedoras en ocasiones, ungido por el desencanto, Newman se ha convertido en un fijo de las galas de Hollywood. Pero no sospechen que ese desliz burgués le haya borrado un ápice la sonrisa tabernaria, la creencia en que sólo es posible crear canciones de amor cuando el corazón está destrozado o cuando te han dejado solo, arrumbado en la barra de un bar o sentado frente a un piano, servida ya en la madera la copa, habiendo llamado al numen y recibiendo a golpes de ginebra barata ramalazos de talento, puros espasmos de inspiración.


Tiene un asombroso parecido al noble gremio de esos seres grises, impersonales, exentos de glamour que pasean las aceras, entran en la librería y compran al lado nuestra el mismo libro que estamos comprando nosotros. Pero Randy Newman es un genio, uno de perfil bajo al que le incomodan las efímeras volutas de la fama y que no saca un disco cada año ni está en la lista de esa gente influyente tipo Bono a los que la MTV secuestra, explota y desecha. Uno de esos tipos maravillosos que están tocados por la secreta varita de la inspiración y facturan canciones hermosas que contribuyen a la felicidad ajena. En gran medida, el romántico de Newman sólo busca ser un crooner y pasear su escasamente fotogénico garbo por el Caesar's Palace de Las Vegas o venir a Marbella y tocar en alguno de esos hoteles de muchas estrellas a donde acuden, en verano, George Benson, Julio Iglesias o Lionel Richie, astros del firmamento del pop o del jazz o de lo que les apetezca hacer, aunque infinitamente menos accesibles y de un repertorio infinitamente menos sentimental. Lo que canta Newman es la purga de su corazón herido. Lo que hace Lionel Richie, al que le acepto algunas canciones de su esplendor post Commodores, es la rendición profesional (no lo duden) de un puñado de temas ajenos, universales, tan eficientes como huecos, que arrasan en las radio-fórmulas y topan el Billboard. Newman jamás ha vendido millones de discos. Igual le apartó del estrellato su excesiva filiación a sus vicios. Los mismos que a tantos antes e idénticos a tantos por venir. No quiso ese estrellato al que otros de su generación (otros con su talento también) encontraron, yendo a por él o dándose de bruces, sin anhelo ni conciencia. Newman es uno de esos tipos de una normalidad abrumadora. Carece del carisma con el que probablemente hubiese sido algo más que un señor sencillo con unas pocas ideas geniales de vez en cuando. Porque no fue prolífico, ni falta que le hacía. 

27.1.22

No time no space

 Debo tener discos como para escuchar uno diferente al día en los próximos treinta años, lo cual me hace pensar que tengo más discos que vida para escucharlos, ojalá pueda equivocarme. Con los libros el asunto discurre por la misma sensación de saturación. No sé si estaré en este mundo esos treinta años requeridos. Escribir una cifra (treinta, cuarenta) es una manera de hacer un cierre tras el que cualquier estadística será un borrón, un dato que manejarán los demás y del que no tendremos propiedad alguna, pero no era la metafísica el motivo de este texto. Sigo: podemos canjear el jazz de los discos por el número de películas. Se tarda menos en ver una película que en leer un libro. Gana, en ese recuento del tiempo, el disco. Algunos no pasan de cuarenta minutos. No hay vida para que todo lo que nos ofrece pueda ser asimilado, asumido, consumido, amado. Un participio y otro más, así hasta que te das cuenta de que uno bastaba, pero no vas a corregir la frase, no lo has hecho nunca, por qué ahora. Lo del tiempo es un asunto curioso, por lo menos. Hace un par de sábados, en una charla informal con gente a la que veía por primera vez, llegamos a la conclusión (unánime, creedme) de que el decurso de una vida no permite convidarse uno (creo que esa fue la palabra, tal vez la invente ahora) de todas esas cosas que nos hacen lujuriosamente felices. El adverbio lo decido yo ahora. Uno ponía énfasis en la cosa coleccionista. No voy por ahí yo, le repliqué. No es acumular por el hecho de acumular; podría estar en un error, quién podría asegurar nada. Hay días en los que el trasegar con las cosas me priva del tiempo necesario para la ingesta de uno solo de esos discos. No tengo cuarenta minutos. Mucho menos, dos horas, que es lo que dura una película, arriba o abajo. Ayer escuché enteros el Sgt. Pepper's de los Beatles y A night at the Opera de Queen. Qué feliz fui. Lo de los libros funciona en otro plano del tiempo. En algunos se ocupan días. Si se interponen obstáculos, puedes llegar a la semana. Dos, a veces. Recuerdo leer una novela en el plazo de dos días. Eran otros tiempos. Llegabas a casa y sólo había novela. Ella y yo. Podías acomodarte en tu sillón favorito, no hace falta que sea de orejas, y perder toda noción de la realidad. El libro la suple. La historia que cuentan se convierte en la historia que vives. Se me ocurren varias formas de subsanar esta paradoja. La primera consistiría en tomar con firmeza la determinación de no continuar alimentando la colección, pero cuesta evitar la tentación de estar al día, de no saber cómo es el último disco de Bruce Springsteen o el de Paul McCartney. ¿Y Woody Allen? ¿Hay alguna película suya que no haya visto? Creo que no, pero este hombre es una máquina incansable y, por lo que he ido viendo, un poco gastada. De verdad que no soy capaz de vivir ajeno a estas golosinas livianas. El problema está en no saber imponer un orden o incluso el problema está en no querer imponerlo. Es posible que ni exista disfrute cuando se van acumulando los discos que escuchar, los libros que leer, todas esas cosas hermosas que nos hacen sentir más adentro la felicidad o la alegría, no sé bien con qué quedarme. Tengo un  buen amigo al que no le preocupan estos asuntos: los considera cavilaciones burguesas, de la criatura ociosa en la que me siento bien y a la que saco a paseo en cuanto puedo. No hay cosa en el mundo que me gusta más que afincarme en la barra de un bar y charlar sobre la cantidad de películas húngaras que puedes encontrar en Filmin. Una joya, Filmin. Dinero inmejorablemente gastado, por otra parte. Cuando el móvil me informa de que hay alguna cosita maravillosa, entro en una especie de estado de ansia que no haga decaer hasta que me acomodo en el sillón (el de orejas ahora) y dejo que me cuenten. Qué hermoso es eso de que otros te conforten. Tienes ese privilegio. Que alguien a quien no conoces y a quien probablemente nunca vayas a conocer te haga sentir inmensamente feliz por haber escrito algo inmensamente bueno. La literatura entera es ese viaje desde el corazón de un fantasma al tuyo. Yo soy el agraciado en el tránsito. Me dejo ir, me abro cuanto puedo y dejo que se me perturbe. Una vez y otra vez. Muchas veces. Si un día no se produce ese milagro, si nada me alivia ni me conmueve, es un día perdido. Podrá tener otras bondades que lo salven, pero a lo que yo aspiro es a que ninguno esté huérfano de esa pequeña o grande revelación. Son eso: revelaciones. Algo que no conocía ha pasado a ser algo de lo que ya no puedo desprenderme: es parte de mí, me sigue, hasta me modela y nutre. Y tal vez dé igual que no tengamos treinta años para escuchar todos esos miles de discos de nuevo. Es posible que no vuelva a escuchar la quinta de Mahler con su hermosísimo Adagietto o que no regrese a París con La Maga o que Poe no me cuente de nuevo la historia del corazón delator. Hay tanto que leer, hay tanto que escuchar, hay tanto que ver, hay tanto que amar. 

27/365 William Blake

 


De Blake dejó dicho Borges que murió cantando. La poesía es cántico antes que otra cosa, anhela ser cantada, enunciada como si fuese un vuelo y cogida en el aire y escuchada con todo el cuerpo. Hay poemas que se impregnan como si fuesen orgánicos. Los hay de una fogosidad verbal tan intensa que son carnalidad pura, transverberación dulce de algún espíritu alado que sólo se deja atrapar cuando aplicamos todos los sentidos. Es la miel untada en el cuerpo o es la sangre. Es el viento que caracolea y nos mece y es el fuego cuando nos corrompe. Es la luz antes de que la haga flaquear la sombra y es también la sombra cuando reina y ocupa el espacio y lo entenebrece. Blake fue un poeta que escribió como si le fuese la vida en ello. Casi literalmente. No sólo escribió. Blake fue un pintor de talento rival a la escritura. Fue también un visionario, una especie de receptor de algún tipo de epifanía que a los demás les estaba vedada y que él (pintando o escribiendo) restituía, plasmaba en poemas o en lienzos. Confiado a la salvación universal de la especie humana, haya pecado o no, merezca la vida eterna o sea el infierno su residencia duradera, Blake fue un lector voraz de la Biblia. No hay poema suyo que no tenga alguna ascendencia bíblica. Leídos de corrido, lo que hice anoche, me pareció estar leyendo los evangelios. Tampoco tengo de esto una idea clara ya que no he sido nunca un lector habitual de las Sagradas Escrituras, pero todo rezuma santidad, rezuma mística, incluso rezuma ese caos que toda religión conlleva en sus doctrinas. La de Blake es una poesía bautismal, parece que ha sido escrita sobre el vacío, como si nada anterior a ella hubiese podido influenciarla. Es a la vez novedosa y romántica, cuando el romanticismo es una consecuencia de muchas consecuencias, un término lírico consumado. Borges (volver a Borges es muy fácil) lo comparaba con Walt Whitman. Su tigre arde en los fuegos de la noche, haciendo que el poeta se devane en dar con la mano precursora de su simetría. También hace una pregunta de una lucidez absoluta: ¿fue la misma mano la que creó al cordero y al tigre? La misma nos la hacemos nosotros, persuadidos por su hermosa elocuencia. El tigre febril penetra en los sueños, nos hace prevenirnos, pero miramos con delectación su hermosura, la divina composición de sus trazos, el loco hechizo de sus ojos. Quizá el cordero piense lo mismo antes de que la criatura más hermosa del universo se la zampe y cierre de cuajo toda interpretación posterior de la belleza. No siempre es fácil leer a Blake. Hay tramos suyos que resultan ásperos, sentimos que no disponemos a mano  de todos los elementos de la lectura  y confiamos únicamente en la belleza de las palabras, pero perdemos la comprensión. No hay que entender todo lo que se lee. Comprender es cerrar. Por eso hay un poema para cada lector. De ahí que Blake sea un poeta de ahora. Él es la armonía perdida del paraíso, él la concibió en su cabeza e hizo que los pájaros trenzaran su melodioso canto mientras las aguas de los ríos fluían y el cielo estallaba en azules y en ángeles. No llegó a ser Swedenborg, al que admiraba, pero continuó su relato de la creación hasta que cesó la canción de los pájaros. Sólo el derroche es belleza, escribió. Derroche e inocencia. 

26.1.22

26/365 Raymond Carver

 



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Lo difícil, en la escritura, es hacer sencillo lo extraordinario, manejar con ingredientes muy livianos asuntos de una hondura asombrosa. Lo contrario, lo fácil, es vestir con hechuras sofisticadas lo que en apariencia se advierte como sencillo. Raymond Carver hace lo que otros eluden: escarbar en lo real y extraer su complejidad sin interponer en esa investigación instrumentos violentos, aunque sean sintácticos o léxicos, ingredientes vistosos. Carver hace que la literatura sea verdaderamente un juego en el que importa su transcurso, las peripecias con las que se exhibe y no, al modo clásico, insistiendo en la supremacía narrativa de un final rotundo, de un cierre plausible a una trama. Las suyas son retazos de vida extraídos con una cirugía no invasiva, de ésas que apenas rozan el cuerpo intervenido. Carver explica el mundo sin que esa explicación lo vulnere, sin que su giro se ralentice o acelere. Carver fue un creador insólito, un entomólogo sutilísimo que coleccionaba piezas de una normalidad absoluta, de las que ocurren a diario y ocurren a cualquiera. Como si excluyera las mariposas y tan solo buscara moscas. Las primeras son las exuberantes, las que hechizan el ojo, aunque después narren una trama hueca, de vuelos limpios, que me perdone Nabokov. Las moscas, sin embargo, las intrépidas y molestas moscas, poseen una biografía increíble. Se podría levantar toda la novela decimonónica alrededor de la vida de una de ellas. a pesar de su brevedad o precisamente por esa circunstancia. Cruzan todos los paisajes, se posan en todos los veladores, no se esmeran en ser hermosas, incomodan con absoluto oficio, hacen que uno saque de adentro su lado animal. Prefieren lo turbio, lo desechado, lugares donde planea la amenaza de un cese abrupto, de un final terrible. No sé si hay moscas en los cuentos de Carver. Bien pudiera haber, se ajustan bien a la mecánica de sus tramas.


2

Hay algunos cuentos de Carver en donde no pasa absolutamente nada. Yo mismo tengo días que son como cuentos de Carver. Días invisibles, sin presagios ni acontecimientos relevantes, invertidos en la sola empresa de que transcurran ajenos a sobresaltos, construidos sobre la firme creencia de que lo asombroso y lo fantástico sucede siempre en las novelas, en los cuentos o en las películas. De una variedad temática notable, a pesar de que todo nos parezca cercano y familiar, son cuentos en los que se entablan diálogos de una intimidad absoluta. No hay un propósito que privilegie al lector o que indague en la naturaleza metalingüística de la obra. Lo que hay es un raspado brutal de lo real, una constatación inapelable de la épica de lo cotidiano. Como si se taquigrafiasen las pequeñas fotografías que, hiladas, ensambladas unas a otras, forman la realidad.


3

El lector de Carver caza resplandores. Los caza sin que exista tampoco una voluntad de hacerlo. El escritor carece de apego hacia lo que escribe: no es que no lo mime (en los cuentos de Carver hay un deseo infatigable de pulcritud, a pesar de la desnudez y la esquemática presentación de las frases, áridas a veces) sino que lo observado ya es así. La historia está dentro de lo que ocurre. El mérito del escritor es captarla, estar ahí en el momento en que transcurre. El de Carver en particular consiste en la consistencia casi artesanal de ese volcado, en cierta pureza que predispone a la confianza de lector, a la sensación de que no hay impostura en lo contado, en que las historias no precisan de la obligación clásica de solucionar los conflictos. Carver se limita a exponerlos. Los airea. Apunta más que indaga. Las verdaderas historias no están a mano o, al menos, no se puede inferir nada contundente del texto. Lo que el lector saca en conclusión procede, en cierto modo, de la experiencia que trae cuando lo lee. Es, en este aspecto, un escrito que dura más que la lectura que se hace de su obra. Hoy, sin ir más lejos, he pensado en Carver un par de veces. He asistido a un sinfín de hechos insignificantes que me han sugerido la posibilidad de un cuento y de cómo se harían carverianamente.


4

Los libros, en especial los que te afectan de verdad, tienen la virtud de modificar la forma en que te relacionas con los demás. Piensas en términos narrativos. Actúas de un modo narrativo. Eres narrativo. Haces como si todo pudiese ser registrado en un texto. No importa (o importa de un modo secundario y casi siempre irrelevante) que no sea una buena historia. De hecho, la mayoría de las historias son malas. Las pule quien las cuenta. Gana la impresión (durable, lúdica, íntima) de que los cuentos de Raymond Carver son un poco así. Cuentos secos. Que se impregnan adentro sin que depositen nada maravilloso. No hay prodigios, milagros, belleza, aunque existan esas cosas larvadamente, sin que emerjan y se exhiban. En esos cuentos existe (subrepticiamente) un desinterés productivo, uno apoyado sobre personajes anodinos, cuando no estúpidos, que de pronto se convierten en asesinos (Diles a las mujeres que nos vamos, De qué hablamos cuando hablamos de amor) o en individuos deshumanizados (Catedral, mismo título). Gente de los márgenes, gente escandalosamente trivial, que bebe cerveza en el porche de sus casas mientras el camión de la basura espanta a unos gatos o gente que se despierta en mitad de la noche, sale al jardín, fuma un cigarrillo y vuelve después a la cama sin que se nos invita a ingresar en ninguna historia. El personaje es la historia. Todos, al cabo, tenemos una adentro. Grandiosa, tétrica, criminal, tierna. Y a diferencia de otros autores que prescinden de la poesía, entendida como hallazgo, como revelación metafísica casi, Carver la invita a su prosa de un modo admirable. Siempre me ha parecido que la poesía en su efecto y en la manera en que se compone, se encuentra más cerca de un relato que el relato de una novela. De una imagen, a partir de una evidencia visible, se levanta una catedral de sugerencias. Ninguna es determinante, ninguna vincula de un modo absoluto. Lo que hace que los cuentos de Carver sean prodigiosos es la forma en que impregnan al lector. Poseen un asombroso sentido de la concisión y, sin embargo, se expanden casi viralmente, acceden a un territorio brumoso, conectan con cierta parte del lector que, convenientemente activada, penetra en la trama y se sienta asimismo una parte vinculada a ésta.


4

No hay finales felices en Carver. Tampoco tristes. Hay finales insólitos, hay finales que no lo parecen en absoluto. Uno desea que avance más lo contado pero, por otro lado, cree que no tendría que ser siempre así y que vale ese finiquito inesperado. Finales que piden un extra narrativo que a veces solo provee el propio lector. Está entonces esa sensación poco explicable de no saber exactamente a qué atenerse. A lo mejor no hay que atenerse a nada. Vivir es un cuento de Carver. No sabes qué pasará, no tenemos ni idea del lugar en donde empiezan las cosas y el lugar en donde finalizan. Quizá Carver a lo que aspira es a que nos perdamos en tramas alarmantemente parecidas a las que suceden en la vida real, de la que se alimenta ferozmente. No hay indicios de que exista una mínima posibilidad de piedad en el trato a los personajes. Se pueden extraviar y no habrá un gesto paternalista que los rescate. Se pueden malograr completamente y no habrá nada que los redima. En la vida, en los breves episodios que la forman, no hay una providencia de recursos que presagie la bondad de sus días o la salvación de sus almas. Carver es un dios impío, una especie de demiurgo infame para sus criaturas. Y es precisamente esa malignidad (noble, por otra parte) lo que me fascina de su escritura, su absoluta falta de pudor para explicar la perplejidad de lo humano. Al alma, a la pobre alma,  Carver la saquea, la exprime, le pide todo cuanto se le antoja y espera pacientemente a que se rinda y lo ofrezca.


5

Los cuentos de Raymond Carver deberían leerse en las escuelas o deberían ocupar las editoriales de los periódicos o incluso acompañar a los prospectos que suelen traer las cajitas de fármacos. Hay cuentos de Carver que iluminan partes de uno mismo que jamás habían visto la luz antes. No hay ninguno que no produzca la zozobra necesaria para cuestionarse cada pequeña cosa que sucede alrededor nuestra. El mundo, al ser interrogado, ofrece matices que permanecían ocultos. Un cuento de Carver, unos más que otros, todos a su manera contribuyendo un poco, hace que el mundo gire mejor, pero no hay políticas que fomenten estas iniciativas. No tenemos en la administración al devoto de Carver de turno. Los hay que veneran a las vírgenes de los templos (más de uno, créanme) o a los padres de la iglesia, pero gente como Carver queda fuera. 

 

6

El realismo sucio, eso tan de Carver: una especie de puesta de largo de lo zafio o de lo turbio o de lo envenenado. Es lo que escribe un hombre que tuvo a su padre (convaleciendo de una borrachera bíblica) en el mismo hospital en donde su novia daba a luz (dieciséis años no es edad para parir) unas cuantas plantas más abajo o un hombre que vendió enciclopedias (tenía que sacar adelante una familia) y sirvió cafés en una terraza hasta que comprendió que el negocio estaba en las palabras, no en los hechos, no en ir de casa en casa o de mesa en mesa, sino de libro en libro, lo cual es una manera de ir de casa en casa o de mesa en mesa. Todo muy a lo Carver, si me lo permiten, aunque esa gallina de los huevos de oro (la fama, las entrevistas, los dólares) no llegó pronto, ni impedió que tuviera que ganarse los cuartos en oficios de más pedestre lustre, arrebatándole horas al día (cómo podrá ser eso) para que unas cuantas le diesen cuartel y pudiese escribir. Las horas bajas (cuántas hay de ésas) se empaparon de alcohol: digno hijo del bebido padre. En las altas no rebajó la intimidad con la botella, pero escribió unos poemas y unos relatos. El éxito, pequeño él todavía. El realismo se hizo más sucio (fangoso, turbio)  cuando su mujer (con su progenie) decidió abandonarlo. He aquí al hombre nuevo. Adiós al alcohol. Hasta podría ser el título de uno de sus nuevos relatos. Una mujer nueva, otro. Y eso es Tess, la que lo encauza, la que lo hace (es frase suya) empezar una segunda existencia. Entonces viene el Carver abrumadoramente prolífico. Escribe como anda o escribe como respira. Andar no necesita retórica. Ni respirar. Se hacen ambas cosas con pasmosa naturalidad. Además no ha que darle demasiada importancia a que todo acabe bien: basta con que acabe. Luego cada uno podrá recrearse (ojalá) en el discurrir de la trama sin la responsabilidad moral (o intelectual o estética) sobrevenida por el canon o por la rutina a la que embocamos la lectura y que hace preciso un final, un cierre, cierta sensación de clausura narrativa en la que todo se ensambla y en donde las preguntas poseen su certera respuesta. No busquen eso en Carver: tienen un extenso muestrario de autores que son más de cerrar que de permitir un pequeño resquicio. Carver es el maestro de esa literatura inconclusa. Cuenta con la soltura de quien no piensa en cómo lo está contando, sino en la sobriedad de quien desea que se le entienda. 

La plenitud


No haber sido nunca Vladimir Horowitz, no haber tocado las seis sonatas de Scarlatti o la tercera consolación de la balada en fa menor de Chopin  o una polonesa de Rachmaninov vestido de negro riguroso.

No haber sentido la unánime admiración del público y haber regresado al hotel con el corazón henchido y el alma colmada.

No haber podido conciliar entonces el sueño, cerrar los ojos y no pensar en nada o pensar en algo de un modo difuso, poco nítido, con la consistencia más débil posible, la que invita a que la conciencia cese su vértigo y su fiebre.

No haber escuchado el eco de todas las piezas tocadas, repasar cada pulsación en el teclado, el eco de la melodía yendo y viniendo del aire a su cabeza.

No haber sentido el peso del mundo, que es amor, notar que lo abraza y dormir escuchando la palabra de Dios, que es como el ruido que hace el universo cuando respira.

No haber sido una vez, aunque sea una única vez, Ronald Reagan y haberle entregado la medalla de la Libertad en la Casa Blanca en 1985, después de haber tocado en el Carnegie Hall.


25.1.22

25/365 Alex DeLarge

   



Alex, vuestro humilde narrador, expía sus culpas a su manera



Un drugo aburrido es un drugo violento. El drugo máximo, un macho alfa de buena cuna y labia burguesa, bebe moloco, oye La gazza ladra, fornica con hippies y suena Beethoven como mantra psicótico. Un drugo fetén jalea a su banda para que dé caza a bandas menores y practiquen alegremente la ultraviolencia.


Un drugo puede vivir con sus padres y ejercer de vecino modélico, pero al caer la noche saca al libertino y lo entusiasma con imágenes de sexo extremo y delincuencia pura.


Un drugo revienta a bastonazos la cabeza de una señora mayor, rica, enferma de gatos y se ocupa de que la esposa joven y deseable de un escritor de éxito, talludito y excéntrico, cuya casa han violentado, pueda sentarse en primera fila y asistir al espectáculo de su humillación.


Un drugo aburrido es un drugo nihilista. El nihilismo, aplicado a un drugo, no es un concepto filosófico sino una excusa enciclopédica. Porque no es descabellado que un drugo, a pesar de su tendencia al gamberrismo, sea un individuo curtido, letrado, al cabo del vértigo de la cultura y de su periferia.


Un drugo, un verdadero drugo macho-alfa, acaba traicionado por los suyos, capturado por la autoridad, juzgado, conducido a una prisión y convertido en conejillo de indias de un programa del Estado, experimental, sin vuelo mediático, que le restituirá la bondad extinguida y hará de él, en un plazo escandalosamente breve, un antidrugo, uno que no bebe moloco ni viola amables ancianas, uno que se expresa con pulcritud y no tiene doble fondo, uno que no desafía al sistema; uno, en fin, domado y presentable en sociedad, aliño del programa político del partido.


Un drugo listo hace creer a sus carceleros que el programa funciona y que están haciendo de él un ejemplo, pero el drugo sobrevive o cree sobrevivir, guarda su desquiciamiento intacto en la podrida alma que no le han esquilmado, piensa que esas armas de tortura son inútiles y que engañará a sus captores, que le pondrán en la calle en breve, aparentemente reformado, listo para ronronear de fenómenos y actuar en consecuencia, violando, asaltando, robando la pureza del mundo a bastonazos, babeando ante la visión de una casa con pedigrí burgués, sola en la noche, promesa de jarana y chumba chumba a tutiplén.


Un drugo, sin embargo, por retorcido e inteligente que sea (se desprende que retorcimiento e inteligencia van a veces en comandita, en coyunda ideológica) se descompone si un equipo de hijos de Pavlov le droga y le satura los ojos de colirio al tiempo que un diabólico mecanismo le impide parpadear y se traga una orgía de ultraviolencia ajena. La sobredosis, antaño deleitosa, la que le producía cascadas de júbilo, le da ahora un pánico cerval, una aversión patológica.


El drugo reformado, el que el mismísimo Ministro ha tutelado y del que hasta se ha ahijado como hito en la política de reinserción social, es ahora un drugo vacío, un drugo muerto, un drugo desdrugado, uno capado para hacer el mal, uno al que le han extirpado quirúrgicamente la querencia por el daño y ahora carece de libre albedrío. Un drugo no drugo. Un zombi. Un drugo zombi. Un desecho. Un ciudadano aséptico. Un ideal para el Estado Total. Un zombi con capacidad de voto. Un sombra entre las sombras. Un pelele de drugo. 


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II/ La cuerda del juguete


Quizás el hombre que elige el mal es en cierto modo mejor que aquél a quien se le impone el bien. Eso le dice el capellán a Álex, en prisión, en una de esas conversaciones sobre la moralidad que tantos gustan al gremio de la sotana. Burgess, católico a tiempo parcial, era un escritor sin excesivo futuro al que un falso tumor cerebral le empujó a trabajar estajanovistamente con objeto de dejar a su mujer en el mejor de los mundos posibles (económicamente hablando) cuando él ya no estuviera en este perro mundo. En esos tiempos de fatiga literaria y de errado diagnóstico nació La naranja mecánica. La historia de una banda juvenil que pasean un Londres de gris ciencia-ficción es, en cierto modo, un prodigio de anticipación sociológica porque la violencia que expide, predicada por jóvenes sin ideología, amancebados en un nihilismo naïf y hueco, brutalmente arrojados al mal y ferozmente jubilosos en ese mal, es la que después ocupó Europa (mayormente) con esos mismos jóvenes, provistos de confort, hijos de la buena clase media o de la formidable clase alta, pero desclasados, en el limbo de esa insatisfacción que produce no tener un norte o, como decía mi abuela, tenerlo todo y no saber aprovecharlo.


 La violencia que ejerce Álex, el criminal que nos regala Burgess, acaba por no interesarle, le aburre y planea crear en lugar de destruir. Burgess cuenta esto muy claramente en el author's cut de la novela, en la edición revisada y elevada a icono cultural años después de que fuese censurada (en los Estados Unidos, sobre todo) y en ciertos círculos de la pétrea vida inteligente europea de los sesenta y buena parte de los setenta. Los británicos, blandos, a decir de nuevo de Burgess, que miran el progreso moral con temor, vieron La naranja mecánica como un arrebato arrebatador, una especie de libro blasfemo, un panfleto agitador de la conciencia cristiana, que no deja que sus feligreses escojan entre lo bueno y lo malo, censurando el libre albedrío (tema absoluto de la obra) y haciendo que el hombre será en sustituyéndolos a los dos) le dará cuerda. Es tan inhumano ser totalmente bueno como totalmente malvadoLo importante (insiste Burgess) es la elección moral.



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III/Lo que hicieron el doctor Brodsky y el doctor Branon en sus chaquetas blancas y lo que me obligaron a videar en aquel sótano en el que me amarraron con cintas y me abrieron muchísimo los ojos


Al lerdo de entendederas, al pánfilo en lo sustancioso del alma humana, le asustan las palabras. Al Alex que surca la travesía del mal y arriba al puerto del bien, bueno, un bien también mecánico, impuesto, obligadamente dulce y enjundioso, le duele al final de la trama que le tomen por tonto. No lo ha sido nunca durante los paseos por los barrios bajos, de cockney y de óxido de orín, ni lo ha sido en la cárcel, un poco maltratado, anulado, vejado hasta convertirlo en un pequeño zombi, pero siempre estuvo al frente de su conciencia, alerta y firme en la creencia de que una porción diminuta (pero latente) del yo antiguo late por debajo del yo recién demolido.


IV Alex dice adiós 


Vuestro humilde narrador ha tratado con toda especie de lacayos del sistema y ha visto cosas que superan en horror al horror que cometí (sin darme cuenta de lo que hacía, por supuesto, por puro juego, en mis parrandas con mis drugos) cuando era un hombre libre, piteaba moloco y me ponía pestañas postizas y escuchaba a Beethoven (mi Bogo bueno) mientras lubilubaba a unas ptitsas canijas y entusiastas. Ronroneo de fenómenos que de bien. Un poco de chumchum para festejar el ruido de la luz al abrirme los ojos. 

24.1.22

24/365 Kurtz

 


Este hombre es un dios, pero la deidad vive sola, piensa sola, se duele sola. La felicidad consiste en la presencia de un intruso. Alguien al que poder persuadir de que se quede. Otro dios. Uno más pequeño y rudimentario con el que trazar planes para el futuro. El dios en su laberinto se explaya en el relato de la proeza de su reino. Le cuenta al intruso que la soledad hiere y, al modo en que la soledad humana lo hace, termina enloqueciendo a quien la sufre, aunque el herido sea un dios. Estos días he releído a Conrad y me he prometido que en cuanto la tenga a mano, no será pronto, creo, me meto una dosis de Kurtz, una de Coppola, una de helicópteros ametrallando valkirias, una de Jim Morrison contando que se acerca el fin. Cambiaré el Congo Belga por el Mekong. Se trata de lo mismo: es la enfermedad de la que hablan las dos narraciones. Enferma el mundo y alguien tiene que aplicar unos remedios. Al final del viaje está Kurtz, está esa locura suya de hombre convertido en el único hombre o de dios convertido en un único dios. A Willard, un Caronte moderno, le dan orden de que entre en el infierno y cace al desertor. Kurtz, antes que deidad, fue numerario del Ejército. El Mekong es el Aqueronte. El barquero conduce su propia barca. Cada vez que el inframundo abre sus fauces suena música hippie. Es una emisora de radio en la jungla. No hay muchas. Suenan la Creedence, Hendrix, Cash, los Rolling, los Doors. Sólo la escuchan los elegidos, los que van a morir o los que van a enloquecer. Kurtz libera a Willard. Le dice: márchate, no has visto nada, no contarás nada, no has dado conmigo. Willard se queda allí, su cabeza es incapaz de escapar del hechizo. Ha sido ganado a la causa. Ya no es héroe, ha sido despojado de sus atributos heroicos, se ha convertido en un adepto, en un parroquiano, en un sirviente.  


La fascinación por el coronel Kurtz en Apocalypse Now es continua: no se arredra, gana conforme la trama avanza, desde que sabemos que hay algo en el corazón de las tinieblas, aguardando; desde que se le nombra (él es el huido, el coronel que decide abandonar su tarea y desaparecer en la selva) hay una especie de atracción blasfema hacia ese personaje. No es pura, no es limpia. Kurtz es real y es onírico. La realidad que le circunda es difusa, no se sabe bien si es una alucinación colectiva o es propiedad únicamente de quien la contempla y la cuestiona. Cuando le piden a Willard que elimine a Kurtz, le ofrecen un cigarrillo. A veces la comisión de un delito se inicia con un gesto frívolo. En el relato de las perversiones que adornan el alma humana siempre podemos encontrar un episodio donde la mezquindad se viste de rutina o donde el que instiga el crimen, el que lo tutela, introduce en su narración un distraimiento doméstico, un cigarrillo ofrecido antes de pedir que fulano mate a mengano. Se trataría en el fondo de rebajar la culpa aliñándola con los ingredientes del juego. Es lo mismo que poner a Wagner mientras sueltas napalm sobre los arrozales porque te gusta cómo huele por la mañana. Como nunca he matado a nadie desconozco si esa banalización del mal reconforta a quien la ejerce; sé que cuando uno comete un pecado, y en eso sí que puedo entretener al desprevenido lector, se apresta sin rubor a acometer cualquier otra actividad y sale a pasear o toma un café o lee distraídamente la prensa mientras las nubes despejan de tedio el limpio azul del cielo. Así he visto a niños pequeños, en patios de colegio, liarse a tortas y luego adentellar una pieza de fruta o jugar al balón como si el damnificado, el que está tirado en el suelo, sucio de moratones, fuese una ilusión óptica. Y lo he visto con absoluta naturalidad. Como si se produjese a diario o como si todo formase parte de un juego en el que solo cuenta la masticación golosa de las horas. Que el tiempo pase y que yo disfrute, aunque alguien salga dañado, podrían decir los niños. A lo mejor a su manera, en sus entendederas, en esa todavía precaria y elemental visión del mundo, piensan así, solo que no saben expresarlo.


Lo mejor para no apesadumbrarse en exceso tras realizar una mala obra (matar a Kurtz, soltar cuatro frescas al vecino que pone el home cinema a tope) es compartirla con los demás, introducirla en el correlato de las horas, embutirla en el extravío de las palabras y así involucrar al que escucha, hacerlo cómplice del roto, procurarnos una tertulia fiable en la que aceptar la parte canalla que llevamos dentro e incluso pulirla, elevar el asesinato a una de las más bellas artes como quería De Quincey. Es el mal que se procura así una vía normalizada por la que convivir entre nosotros. En realidad, usando un hilo bíblico de las cosas, el bien no es tal bien sin el concurso del mal. No hay ternura si no hay un hijo de la gran puta moliendo a palos a alguien en un callejón. Sin la astucia del mal, el bien sería un cuento para niños. Por eso veo con fruición las narraciones en las que el mal se apodera del escenario y en donde la trama, incluso inocente en apariencia, esconde una turbiedad, un punto enfermo de mala leche. Como una novela de Patricia Highsmith. Como un minuto de una película de David Lynch. No sé si es una desviación o un vicio de mis lecturas o del cine que he visto, pero el mal vende mucho mejor que el bien. En el fondo, queremos a Hannibal Lecter, aunque nos aterre pensar su perverso proceder tiene un huequito en nuestras emociones. En ese dolor interno, en esa batalla librada entre la realidad y el deseo, como quería Cernuda, se disfruta enormemente de la vida. Sería triste y sería aburrida si todo estuviese claro y el mal estuviese apartado, confinado, embutido en un camisa de fuerza, introducido en una botella y lanzado al mar.

Igual que Willard se pierde en la selva y en sí mismo a la caza de Kurtz, el hombre también posee en su interior una senda equivocada, un regreso a lo primitivo, a la negación del imperio de la razón: a medida que el mercenario Willard, instruido para acatar órdenes, reclutado por su obediencia, en fin, un militar en su quintaesencia, se acerca al coronel Kurtz, más se fascina por su presencia y más entiende que el ex-boina verde, el gordo y calvo y disidente Kurtz, haya intoxicado a los nativos de divinidad y se haya erigido en tótem de una religión imprecisa, paranoica, hipnótica y (como todas las religiones) tenebrosa y hostil. Lo que resulta relevante para Willard es la figura paterna que Kurtz representa, esa especie de dios rudimentario que se deja adorar por un ejército de iletrados, de oscura masa sin contaminar. Y el río, el mítico río que Coppola filma como si fuese un protagonista más, si no el único verdaderamente inalterable, sirve para conducir la historia de los dos personajes, que lo han navegado y han accedido a un limbo impenetrable, en donde las leyes de los hombres están sobrescritas, en un palimpsesto místico, de modo que Kurtz sabe más de la vida que los que la viven, aunque él esté afuera, atrincherado en su locura maravillosa. Kurtz, el Mesías, vive lejos de lo real porque lo real ha dejado de interesarlo y sólo se abastece de recuerdos para confirmar su idílica existencia en la frondosa mansión que involuntariamente ha erigido. De fondo, a caballo entre el vértigo de la guerra, operísticamente filmada por Coppola, y la dramaturgia existencialista abierta en el corazón mismo de las tinieblas (dixit Conrad) el gordo y calvo y disidente Kurtz desea, en el fondo, que lo exterminen: que alguien lo reemplace de alguna forma. Y ahí tienen al gordo, perdido ya tal vez inevitablemente, contemplando la belleza de la naturaleza, el insecto ajeno en su mano, preguntándose quizá sobre el origen del mal y sobre la esencia misma de la función del hombre en la tierra.

Willard, a pesar de Willard, no mata a Kurtz: es el propio Kurtz el que se ofrenda, quien se abre a la expiación definitiva y gana la batalla final al sistema que lo corrompió. Todo lo demás que se ve en la película es el conducto para entender este tramo infinitesimal de historia, pero a mí me sigue fascinando la autopsia del mal que Conrad/Coppola regalan, la travesía con claroscuros por los territorios de la vileza, que inventa guerras y les pone música de Wagner y de hippies para que la función adquiera categoría de representación. Es el cine organizando la realidad o el espíritu festivo de todo desalmado a la hora de rematar a su víctima. En el festín, en la celebración de la carne sacrificada, el hombre se resuelve animal, se exhibe impúdico, bestia acéfala, el reducto en el que crece el infierno, que no tiene nada que ver con ningún libro ni se deja engañar por ningún credo. Kurtz es uno mismo, en los días oscuro cuando se levanta con la mirada perdida y no sabe a qué sabrá el día. 

 


23.1.22

23/365 Joe Pass

 



La idea de que este excepcional hombre no hubiese existido (eso entra en lo normal, no requiere excesivas maquinaciones del azar) me afecta de un modo extraordinariamente íntimo. En los planes de ese azar puede suceder que haya simulacros de Joe Pass, incluso buenos simulacros, pero es el original el que contribuyo a que yo fuese más feliz y todavía hoy (tantos años después, no sé, casi cuarenta) sigue participando en ese asunto no desdeñable, el de mi felicidad. No hay vez en que, al escuchar cómo rasga la guitarra, no sienta que el mundo cobra una especie de armonía de la que carecía antes de que empezara a rasgarlas. Como soy por natural descreído y no tengo inclinación a deleitarme con coreografías cósmicas, no me extenderé en esa sensación de plenitud poética en la que mi satisfacción está conectada con el cosmos y ambos dos se entrelazan exquisitamente y parece hasta que copulan al compás de las piezas de este singular y adorado caballero. Si sigo en este hilo etéreo, me veo emulando a cualquier coehlo de turno (déjenme ponerlo con minúscula). Joseph Passalaqua empezó a tocar profesionalmente a finales de los cuarenta y no dejó de hacerlo hasta mediados de los noventa, cuando murió. 


Conocí a Pass en la portada de un disco (creo que Virtuoso) de segunda mano, cogido al azar (ya es la tercera vez que lo nombro, veremos cómo acaba esta semblanza) y súbitamente, por alguna razón que luego se esfumó, apreciado. No tenía ni idea de qué música alojaba, pero sentí que todo era proclive a esa comunión caprichosa. Me lo llevé junto con unos cuantos más (recuerdo que Chet Baker y Louis Armstrong también iban en ese lote de vinilos) y recorrí el feliz camino de vuelta a casa con la sospecha de que aquellos discos me contarían cosas hermosas. Porque la música, cuando se escucha con atención y se entra en ella, es una narradora formidable. Al discurrir de los años, no he dejado de acudir a este hombre cada cierto tiempo. Lo que toca tiene la facultad de trasponerme, eligiendo la acepción de colocarme en un lugar alejado del que en principio gozaba, como si el cuerpo (no especialmente liviano el mío) sufriera una alteración cromosómica y se descompusiera y volviera a componer en otro lugar o, más mágicamente aún, en el mismo, pero después de haber recorrido un considerable trayecto. Ya digo que puedo incurrir en describir mapas estelares y me voy a arrepentir después si me da por hacer lo que nunca hago: releer lo que escribo. 


De no haber sido alumbrado, en el hipotético caso de que la madre de Joe Pass hubiese tenido un traspié antes del parto o que en ningún momento la pareja de amantes hubiese sublimado el acto del dulce apareamiento, la vida de este escribidor hubiese sido otra, tal vez no excesivamente más dramática, pero no me cabe duda de que algo precioso y disfrutado me habría sido arrebatado. Quién sabe la de cosas que no habré gozado por el imprudente concurso del azar (ya van cuatro citas), quién podría enumerar ese listado de placeres retirados que nos rebajaron, reducido a otra cosa, el insobornable júbilo de la existencia. Una apreciable parte de la mía está emparejada con la de este hombre. La de horas que habremos pasado juntos. Él siempre en ese plan intimista, sin la vocación hostil de otros, todo mansedumbre y elegancia. Me he sentido más que bien dentro de sus discos. Cuando se ponen en ocasiones díscolos y adversos los días, en esos instante de desamparo, ustedes ya me entienden, Joe Pass me consuela como casi ninguna otra cosa. Su virtud es la de aquietar el ruido, apaciguarlo hasta que fluye con la delicadeza de un rumor. Tiene esa habilidad este señor con aspecto absolutamente convencional y vida sencilla de obrero del jazz. Hay quien se levanta a diario para hacer pan o enseñar inglés en una escuela y quien lo hace para extraer de una guitarra poemas dulces, sonidos que invitan a sentir que vivir es maravilloso. No sé decirlo de otra manera. El disco inaugural, el comprado en la tienda de segunda mano, fue Easy living, uno a dúo con Ella Fitzgerald, del mítico sello Pablo Records. Luego vinieron los discos en directo de Montreux, Newport o Concorde, los "Virtuoso" y uno que me sigue pareciendo el más íntimo y personal titulado Intercontinental. Están todos a recaudo. Los miro, me dejo llevar, paseo con ellos. Joe Pass, un hombre sencillo y excepcional, cuándo separaron esos maravillosos adjetivos. Sencillo y dulce. La suya es una música que no se extravía. Va por un camino que podemos seguir. Sus ejecuciones magistrales contienen ese virtuosismo que no alardea, una especie de discurso perfecto del que no percibes perfección alguna, sino que todo avanza con naturalidad, con la sensación de que debía hacerse así y que así se hizo.


A otros guitarristas que tocan a su manera a los que admiro no les profeso la misma devoción. Voy de una palabra a otra (adoración, devoción) como si una u otra pudieran explicar lo que siento. Como si escribir valiese para algo. Lo que de verdad aprecio en Joe Pass es su cercanía. Cualquiera podría haber sido Joe Pass si se le hubiese bendecido con su mismo don. Me imagino a Joe Pass en una barra de un bar, esperando a que se le llame. Sube, Joe. Es tu turno. La banda espera. Y allí estaría Oscar Peterson al piano o Ella Fitztgerald probando voz en un micro. No pudo, seguro que esa espinita le dolió toda la vida, tocar con su guitar hero particular: Django Reinhardt. Hizo de Django hasta que fue Joe. El alumno igualó al maestro. No entremos en escrutinios y en balanzas. Uno de sus discos que más he escuchado es Simplicity. No contiene grandes standards, pero es de una belleza arrebatadora. Toca el alma. A veces no se la escucha nítidamente cuando acompaña a estrellas rutilantes del jazz y sólo le dejan hacer un solo o llevar el acompañamiento de las cuerdas, pero qué discos en solitario, qué extraordinarios (y qué sencillos y qué milagrosos). El jazz tiene en ocasiones obreros estajanovistas como Joe Pass. Hacen su trabajo a diario. Salen de casa, toman un taxi al aeropuerto, vuelan a otro continente, se montan en otro taxi y se alojan en un hotel. No visitan Copenhague o Estocolmo o Tokio. Van de la habitación al escenario. Allí obran el prodigio y luego deshacen el camino y regresan a casa. Su casa es el mundo. No tienen una propia en la que sentarse y pensar qué han hecho de sus vidas. Les debemos tanto. 


Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...