A veces uno sólo tiene una huelga de hambre. En nada vale la educación, los años compartidos con los libros y con la bendita sociedad del progreso, con las leyes más nobles o con la razón más terca. Las palabras en ocasiones se enmarañan en un fragor cainita y dejan a la luz sílabas con sangre, obscenos grumos de letras que fueron un glorioso triunfo de la inteligencia. Todo el acervo de logros que han conducido a ser esto vagamento idílico que somos no sirve para nada cuando alguien interpone entre sus deseos y la realidad una huelga de hambre y la lleva a su efecto último, al devastador, al que confirma el grado de compromiso de su revolución.
Ignoro si una huelga de hambre es un indicio de la grandeza del ser humano. Sé que ese sucidio lento y programado alerta más que casi ninguna otra medida sobre la angustia y la impotencia de quien la ejerce. Sé también, en mis cortas miras en estos asuntos tan graves, de la convocatoria que posee una huelga de hambre: de cómo copa teletipos, aguza el ingenio de los tertulianos de la radio, roba minutos al ligamento de Pepe o a los trofeos del Barcelona y retrasa el bienestar de la sobremesa del público que, arrebujadito en el sillón de orejas, observa las noticias. Las noticias se ven con distancia, no vaya a ser que afecten en exceso. Luego, después de la exposición, regresa uno a su confort burgués o medioburgués o algoburgués. Eso pasa con las guerras, con las pandemias víricas y con las huelgas de hambre, que son instrumento para comprobar si todavía somos capaces de consternarnos o de conmovernos.
Nada hay de romántico en esa inmolación. Nada en ella conduce a nada loable porque su consecuencia primaria es la eliminación del sujeto activo que la ofrece al mundo. O se la ofrece a sí mismo, eso es otra cosa que también ignoro. Podemos involucrarnos en lo que representa, podemos secundarla, seguirla entre la fascinación y el horror y esperar, en el desconcierto, el desenlace inevitable, pero en modo alguno podemos reducirla al capricho de ninguna legislación. Uno se mata como quiere. Hay quien lo hace con toneladas de alcohol o con un Maserati biturbo o con un ración doble de matarratas. Qué más da la negación del alimento. Vivimos como queremos, o eso debe ser, y morimos de igual manera. El cuerpo, el envoltorio de este conflicto, no tiene nada de sagrado. Carecemos de alma que ascienda al cielo o se abisme en el infierno. La carne, la dolorosa, la jubilosa carne, la gobernamos nosotros. Le damos mimos o la sepultamos en escombros. Todo bajo criterio del dueño de la piel, del corazón y del cerebro que organiza el material sensible.
Entiendo que la jerifaltía eclesiástica esté abrumada por estos comportamientos paganos. Censuran que el suicida haga de su voluntad un dogma. El de ellos lo escribieron hace mucho tiempo y en estos tiempos no está en disposición de guiar ni de proclamar la bondad que propone. Esta trama sórdida o luminosa, según cuándo, que es la vida tiene un guión demasiado frágil como para entorpecer más todavía su travesía y su gozo. Por eso, más que por nada, descreo de la fe; por eso, pienso ahora, veo más negocio que espíritu y me indigna que se venda la salvación del alma y no se atienda en idéntico medida, con el mismo voluntariado de adeptos, su camino entre los vivos.
No entraré, por falta de tiempo, habrá días, o por agotamiento informativo, en la triste historia de Aminatou Haidar. Razono que ninguna tierra vale más que los pies que la pisan. O valen lo suficiente, qué corto de entendederas ando, como para que legiones de mártiires se pierdan en ella. Todo es fragmentario, provisional. Incluso el suelo, la patria, como se llama ese hosco, primitivo y problemático invento, tal vez no merezcan un precio tan alto. Otros lo pagaron con gusto y no faltará quien se arrime a esa causa en el cercano o lejano futuro. Haidar está en perfecta armonía con su alma. Ése es su derecho, inquebrantable derecho. Aunque termina sacrificándola. Aminatou renuncia a sí misma, a los suyos, en la admirable idea de que su brecha en el muro de la política podrá ser un faro, un símbolo. Una huelga de hambre deja un cadáver, un mártir, un exvoto, un nombre en la Historia, y también una brecha, un punto de acceso para que otros ganen en la batalla que algunos perdieron.
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