31.5.22

151 / 365 La Maga

 



He salido a leer, dijo alguien. Quienes lo escucharon no supieron bien a qué atenerse. Por un lado, estaba allí, no se había movido. Por otro, el hecho de leer no precisa que se le requiera al cuerpo desplazamiento alguno, salvo el eventual de ubicarnos en un lugar y algo más tarde decidir una mudanza y escoger otro. Cuando se lee a Cortázar, se sale a leer. No sé si sucederá con otros autores. A Cortázar se le conoce esa prodigiosa cualidad entre lo cinemático y lo espiritual en la que la cabeza, que es donde se impregna lo leído, no aparenta haberse movido y, sin embargo, toda ella es fuga. Hay personajes de Cortázar que son el mismo Cortázar. No la persona que escuchaba jazz y amaba los gatos, el tipo largo con una manera arrastrada de pronunciar ciertas sílabas, sino el hombre que escribía. He salido a escribir, diría Cortázar. Probablemente hiciera eso. Rayuela fuese escrita con piedad y con amor. A Cortázar le salió un artefacto discursivo más que un libro. Una vez cerró la frase con la que clausuraba la última parte y decidió que ya no escribiría más, debió sentir un vacío, pero son pistas los que tenemos, una especie de mapa confuso y, a la vez, de una claridad que aturde. Conocemos rasgos: su delgadez, su piel morena, los zapatos rojos, su fumar enfermo. Tampoco le gusta cocinar. Su hijo se llama Rocamadour, que es un bebé (un arbolito, una nariz de azúcar, un dientecito) y un pueblo de la Occitania. La tragedia viene después. Oliveira será otro cuando el bebé desaparezca. Recuerdo a Oliveira pensando en Rocamadour. Hay una neblina en la que están los dos. El bebé sin respirar en una cama y el hombre de pie, cerca de una ventana. Ignoro si es así o lo que estoy haciendo es pensar en cómo querría que podría haber sido, ahora que hace tanto que no vuelvo a Rayuela ni estoy de nuevo metido en la faena de ir derecho o decidirme a saltar y volver atrás y tener con los números una relación literaria. Recuerdo El club de la serpiente. Ellos piensan en el tiempo como no me atrevería yo ahora a pensar. Es una cosa estancada o es una cosa que se alarga o se encoge. Podemos ver algo y no saber si al pestañear estará ahí donde lo dejamos. Podemos ir por un camino y no tener posibilidad alguna de desandarlo. Los libros son caminos que a veces no se desandan. Rayuela es un desandable, es fácil de correr por sus páginas y dejarse párrafos o anotarlo todo o no anotar nada. Cuando la leí, llevaba una libretita en la que escribía cosas. Fue hace un año, fue hace diez, fue hace muchos. Las palabras sirven para que podamos hacer que se anuden o que se desanuden. En una cosa y en otra, surge la frase con la que de pronto entendemos algo o nos convencemos de que es mejor no entenderlo, aunque la guardemos, por si un día se le encuentra algo con lo que desmenuzarla o aumentar su peso. Pude escribir: ese andar sin que nos buscáramos, pero sabiendo que acabaríamos encontrándonos lo hemos repetido diez veces, muchas veces, pero no supe (no quise tal vez) dar contigo, ver tu sonrisa sin terminar de hacerse que me invitaba a leer libros de fuego en una habitación en la que una cama lo ocupa casi todo y una ventana alta por la que difícilmente podemos ver los tejados de una iglesia premia un armario flaco y una estantería de baldas combadas. Lo que dijimos estará en alguna parte. Otros lo escucharán sin caer en la cuenta de que las palabras son ropa menuda que fuimos dejando aquí y allá y que acabó por hacer una declaración primorosa de amor, aunque qué fue lo amado, dónde está ahora, quién lo salva del olvido con un susurro o una frase larga que sea entera un cuento de cosas que empiezan y no se tiene idea si acabarán o se extenderán como un hilo de agua precipitándose sin motivo ni decoro. Cono el humo de un Gauloise o de un Gitanes enredado en el aire como una voluta rota. Fuimos los dos lo que serían los demás. Te beso en un parque y es el único beso posible y no hay otro parque. Ni una pieza en un ático con discos de free jazz y botellas de ginebra. Tú hablabas de peces apáticos y terciabas sobre si el lado de la luz que el viejo flexo da en el agua los intimida y no saben si son de estar ahí abajo o darse ánimo y dar un brinco por ver si les es propio el vuelo. Vos no pensás que enterrar aquel paraguas fuese un acierto, pero allí andará, comido por lo hongos. No habrá más. Ni siquiera podrá concurrir una razón que lo cierre todo. Seguirá abierto. Rayuela es una novela abierta. No hay otra que se abra más. La Maga andará por París. Está más allí que en ningún libro. Importa poco que La Maga tuviese nombre: Edith Aron. La quisimos tanto. 

30.5.22

150/365 Jim Hawkins

 



Leer Madame Bovary ocupa algo más de 8 horas si lee a razón de 300 palabras por minuto. Guerra y paz, algo más de un día. No habría distracción que atenuara la acometida ejemplar de la lectura. Se podría conceder una tregua razonable para aliviar la vejiga o procurarse un pequeño ágape. Cabe salir a tirar la basura o atender la llamada de un buen amigo que nos pone al día de sus últimas cuitas o de la madre que se explaya en  contarnos que la fruta está por las nubes o que la vecina se ha separado, pero todas esos insertos no deben apartarte del verdadero propósito de tu existencia que es culminar el relato amoroso de Madame Bovary y lamentarnos de que confíe en el arsénico para concluir su desencanto con esa romántico herramienta o si el príncipe Andréi Bolkonsky finalmente acabará con Natasha o el amor no hará que su vida concluya a satisfacción nuestra, lo que le importará eso a Tolstói. Leemos para cancelar la realidad o para entenderla. A veces los libros nos seducen al punto de abducirnos. Caemos en su dulce trampa. Cancelan la realidad. Hay días que piden ocuparlos en novelas. Otros son la novela los que los ocupan. Somos personajes de alguna. Toda la trama que los atraviesa es de naturaleza novelesca. Se cree que alguien nos escribe y guía. Que estamos zarandeados, empujados, acariciados o humillados por alguien que no conocemos. Nada que no suceda fuera de la literatura, por otra parte, en la vida tal cual se ofrece, en su argumento ajeno del que creemos tener mando, aunque no siempre transcurra a instancias nuestras. Tampoco sabemos cuánto duran las peripecias narradas. Si poco o mucho, sí serán leídas sin pausa o el sobrevenido lector se desentenderá de vez en cuando de ella y hará que tarde en concluir. En todo caso, yo querría ser personaje de una buena trama de aventuras. Se me ocurre La isla del tesoro. Es la primera novela que leí a completa satisfacción. La guardo en mi memoria como el tesoro que la anima. Jim Hawkins podría ser el personaje seleccionado. No lo inventó Stevenson de oídas, como si se le contara algo extraordinario y él lo mudara a un libro. La vida del novelista fue novelable. Hizo un prodigio del que no se tiene más idea que la vertida en las páginas, pero qué placer sería nacer Jim Hawkins, vivir en la posada familiar y recibir de un huésped moribundo el recado de esperar la llegada de un hombre con una sola pierna, dar en sus papeles con un mapa de un tesoro, reclutar una tripulación decente y embarcarse en la Hispaniola hacia una lejana aventura, escuchar a bordo palabras de amotinamiento en boca de un bucanero llamado John Silver el Largo y llegar por fin a la isla. Por fortuna, la literatura obra el prodigio de que la imaginación desoiga a la razón y durante muchas horas (igual serían seis, igual siete) seamos Jim Hawkins y tengamos el mapa de todos los tesoros en la memoria. 

29.5.22

149/365 Frank Sinatra

 



Esta cara de payaso la pintó Frank Sinatra en el hotel Felipe II, en El Escorial. Era el año 1.956 y Sinatra rodaba Orgullo y pasión (Stanley Kramer, 1.957) en el Madrid de Franco y del Fotogramas en blanco y negro, reventón de frivolidades y fotos de estrellas de Hollywood, por un par de pesetas. Al término de las sesiones de rodaje, en el hotel, Frank Sinatra se bebe el Manzanares con falda escocesa y se consuela en un piano del bar pensando en Ava Gardner, la mujer a la que amó, por la que trató de sucidarse dos veces, a la que veneró al punto de crear en su mansión de Los Ángeles un altar, en el que cientos de fotografías y de retratos ocupaban paredes limpias de materiales caros, la mujer que recorría las tascas de Madrid de la mano de Luís Miguel Dominguín, del que cuentan que nada más terminar de hacerle el amor en un hotel del barrio de los Austrias le dijo que se iba sin dilación, "a contarlo". La cara de payaso es un autorretrato. Sinatra está dentro, herido, lleno de canciones de amor y de deseo. Ahí está el Sinatra de las baladas descorazonadas, el crooner perfecto que encandilaba a las mujeres con su voz sublime. Cuentan que Sinatra pidió en ese bar del Felipe II una conferencia con Ava Gardner, que vivía en la ciudad, un poco más abajo, hechizada por los toros y por la ginebra, convertida en el animal más hermoso de la Gran Vía, en el exótico trofeo de una España de hule y rezo, de No-Do y copla, pobre como un ayuno y pecadora como una suscripción al Playboy. Cuentan que el romántico Sinatra le susurró a la Gardner el repertorio completo de los años en la Capitol. Canciones de amor en un teléfono negro que ahora, sesenta años más tarde, sería un objeto retro, ahora que hasta los cereales Kellogg's se venden en envoltorio vintage. Cuentan que Sinatra cantó sin considerar si su amada seguía al otro lado de la línea y que sólo colgó el auricular cuando ella entró en el bar del hotel, envuelta en un abrigón de visión y sin nada debajo. El bootleg de esa declaración de amor, si alguien hubiese pulsado el rec y el play de alguna grabadora casera, improvisada a la vera del teléfono, sería ahora un documento impagable. La Voz, el genio de los ojos azules, el cantante que hizo que a mí me interesara el inglés y que me atreviera a ensayar en ocasiones especialmente etílicas Cheek to cheek o I've got you under my skin, hizo su mejor recital. No imagino una ocasión mejor. De hecho creo que la historia es falsa, aunque Sinatra bebiese media Escocia en ese hotel y su amada esquiva se bebiese la otra media en Madrid, a unas decenas de kilómetros. La Gardner se encamó lo que pudo con la chusma analfabeta de un país exótico a los ojos de una diva de la meca del cine. Sinatra se casó poco después con Mia Farrow. "Siempre pensé que Frank acabaría acostándose con un muchacho" fue lo que se le ocurrió a Ava cuando supo de la noticia de la boda. Luego sentenció con más mala sangre: "Querida, eres la hija que Frank y yo nunca tuvimos..." Todo eso tenemos. No nos faltan decenas de rumores, episodios sublimes sobre el vértigo de la carne y la ebriedad de la sangre. Amantes incansables. Bebedores insobornables. Crápulas inmortales, mujeres a salvo del olvido. Lo que no tenemos es Night and day susurrado en ese teléfono del Felipe II. Eso nos falta. Sinatra cantando desde lo más profundo de su accidentada alma. Sinatra contándonos que el fin está cerca sin pronunciar una sola palabra. Para que la semblanza esté completa faltan las canciones.  Miles de ellas, tal vez. En todas Frank fue el más grande, el más alto, el más amado. Que coqueteara con la parte peligrosa de la vida y le sacara partido a esa inclinación del alma es accesorio, aunque se disfrute y hasta se celebre que haya gente que se autorice para ejercer su santa voluntad y haga de esa empresa algo que perdure. No he leído ninguno de los obituarios que se le harían. Cualquiera sería aprovechable. Cuando estoy solo (el problema del mundo es que no sabemos estar solos, escribió De la Bruyere) me pongo algún disco de la etapa de la Columbia. Qué bien suenan, cómo se le entiende todo, con qué facilidad este hombre difícil nos hace la vida más llevadera. No sabemos si la suya lo fue, probablemente nunca cantó para escucharse. En los estudios de grabación, cantaba con las manos en los bolsillos y un cigarrillo en la boca. En la vida real, dijo más de una vez estar harto de Frank Sinatra. Nosotros nunca diríamos eso. La vida es una cosa esplendorosa, cantó una vez. Nosotros la sentimos así cuando ponemos un disco suyo y canta. 


28.5.22

148 / 365 Juan Rulfo

 


Juan Rulfo escribe desde la muerte una nueva novela. Le queda la eternidad para completarla. Se fatigó con la primera, Pedro Páramo. Le quedaron las fuerzas justitas para un volumen de cuentos, El llano en llamas. Como lo propio de Rulfo son los muertos, lo que susurran o lo que gritan, no hay mejor escritorio que el cielo. Ahí tiene con quién  hablar. Información de primera mano. Experiencias vividas. Como todo lo entenebrece el olvido o lo engalana la imaginación, Rulfo anda de cabeza. Hay tanto material que no sabe por dónde arrancar. Una cosa es fabular con los pulmones ocupados de aire y el corazón pujado de sangre y otra relatar con la inconsistente sustancia de lo etéreo, aunque de todo tiene el hombre cuenta cabal en su memoria y las palabras continúan ofreciéndose con colmo. No muchas y enloquecidas, sino las precisas, las encargadas de contar una historia y de darle una clausura más tarde. 


Rulfo era de poco hablar. Severo y hasta trágico en su mismidad, se le tuvo por un hombre con un don del que ni él conocía gran cosa. Se escribe a veces sin saber un porqué o, intuyéndolo, sin manejar mayor propósito que el meramente ocasional: hay una historia que contar y se me ha hecho el encargo de registrarla. Lo devasta su propia biografía, que es en sí misma una narración con entidad de novela o con la materia de una de esas historias que, a poco de escucharse, crecen en la memoria y ocupan la biografía propia, estremeciéndola, dándole razones para la conmiseración o para el llanto. Porque dan ganas de llorar con ella. Rulfo ve y dedica a esa empresa el tiempo preciso. Cuánto más se obstina en ver, mejor escribirá. Tal vez sea eso lo que le fascinó de verdad en vida: el paisaje de la tierra seca, el hondo pulso del hombre cuando lo invade y levanta en él el escenario de su paso por la tierra. De ella saldrán las almas cuando se callen los grillos, cuenta en El  llano en llamas. Hay un milagro en esa restitución suya del polvo y de la lluvia, de la vegetación agreste y de las nubes rompiéndose en el ancho cielo. Hace del paisaje un verdadero tratado de lo humano: hombres y mujeres, indígenas de una sencillez todavía no cuarteada, gente lacónica y arrojada al destino de una cruenta existencia. 


No hay acción relevante en los sucesos que Rulfo consigna: hay dolor y hay casi un afán periodístico en consignar ese mundo fuera del mundo, en ese  en el que, por no llover, al suelo le crecen espinas, en el que los ojos escudriñan el aire por ver si un mal pájaro lo cruza y entretiene la sequedad sin música del tiempo. Las lagartijas asoman su cabeza, otean el áspero sol y vuelven al consuelo fiable de unas piedras. Una nube negra amenaza sin empeño un amago triste de lluvia, pero son gotas, gordas perlas que no dan ocasión a que se alegre el cielo y haga desplomar un aguacero, que sería una bendición para los pulmones y para la vista. La noche avanza y el paisaje se desangela y mustia. Es un aviso de que el mundo necesita detener su vértigo de luz o de que la oscuridad se envalentona y reclama su reino de sombra y de ceniza. Rulfo no atiende a sus personajes con especial afecto: los deja ir y venir por ese paisaje Rufo y apocalíptico. No se adorna cuando hay que hacer constar un incidente de relevancia: da las palabras cabales, permite a sus hombres y a sus mujeres que expresen un lamento, pero no una vindicación de algo. Se oyen perros ladrar a lo lejos. El viento acerca el ronco susurro de la vida que avanza en el horizonte como una procesión de alucinados. Vemos a 

Juan Preciado, el hijo de Pedro Páramo, ir a buscarlo a las ruinas de Comala, que es un lugar sin futuro y tal vez sin pasado donde la muerte instruye el modo en que hay que ocuparse en la vida. Ella antojadizamente revoca todo acto de comprensión: no se deja hurgar, no hay en su carta de prodigios y de pesares instrucciones de uso. Rulfo constata ese fulgor inasible. Lo sublima. 


Borges dijo de Pedro Páramo que era un prodigio absoluto: una de las mejores novelas de la Literatura Universal. García Márquez se la sorbió en el plazo de un día dos veces. A Rulfo le debió parecer que no era preciso decir más. Dijo lo que tenía pensado decir y se desvaneció. Fue adrede el silencio. Toda esa violencia de su obra es un arrojo suyo, un volcarse y un descansar. Así lo hizo. El portentoso don de su escritura se vació en pocas páginas, a qué más. Uno escribe por contarse el mundo, pero entra en lo razonable que sepa, una vez concluye, que está todo dicho. 

27.5.22

Planchar el alma

 Uno viste a veces sin esmero, ocupa el cuerpo con la ropa que lo cubre, no privilegia una sobre otra; en todo caso, desestima más que elige. Triunfa la impertinencia de un abrigo y le concede a otro la representación de una estética. Hay quien se desmadra y quien se ajusta a un canon. También quien le atribuye a su vestimenta la consideración que no se asigna a sí mismo. Se cuida más la apariencia que el interior, podríamos decir. Al alma se la viste también y se aprecia si va desastrada o se le ha procurado un esmero, si lleva un atuendo que delate un descuido o si le asiste cierto primor, un deseo de que lo exhibido sea apreciado y cuente en la consideración que se nos da. Lo milagroso de ese vestir interior es que no precisa gasto. En lo demás, cumple la misma observancia que la vestimenta visible: agradece que se le dé cierta pulcritud, que se airee de cuando en cuando alguna prenda y se la saque a paseo, por ver en qué nos agasaja o por tener idea de cómo afecta a quienes condescienden a observarla con algún propósito durable, pero no hay nadie que todavía me haya dicho: “Emilio, qué bien planchada llevas el alma”. Quizá se le debería conceder esa atención con más decidido empeño. Porque a diario abrimos ese extraordinario armario y decidimos con qué nos presentaremos a los demás. En ocasiones, sin tener conciencia de la indumentaria, nos encrespamos o nos enturbiamos. Damos la medida equivocada de lo que realmente somos. Se desgobierna la intención más preciada: la de dejarnos ocupar por la Alegría, que es un traje entre los trajes. Tenemos muchos. Saber por qué elegimos el menos indicado es el fin (sin resolución) de este pequeño escrito vespertino. 

147/365 Dulcinea del Toboso

 


“!Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme no parecer ante la vuestra fermosura. Piégaos. señora, de membraros deste sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece”

Don Quijote


Para que podamos ver a Dulcinea del Toboso debe producirse un doble milagro. Ninguno es sencillo y hasta cabe la posibilidad de que la facultad del milagro, la de hacer verdadero lo que no tiene apresto de serlo, no obre su condición y no haya cómo verla. Primero debe darse la credulidad que da a lo contado por Cervantes peso y veracidad, ahuyentado la idea de que ha sido cobro o sustancia de su ingenio. En segundo lugar, hay que consignar que Dulcinea es un personaje dentro de la novela de una novela: no existe, no está en ninguna trama legible de la obra, no sabemos cómo reacciona o qué traza exhibe salvo que el caballero Don Quijote nos la nombre y describa. Es pues un sueño dentro de un sueño, esa construcción tan querida para Poe. Elíptica Dulcinea o Aldonza Lorenzo, en la que el hidalgo posa su fantasía galante, es tangible, se la puede observar, obedece a un proceder en la narrativa de los acontecimientos; la que se escabulle y no hace por adoptar entidad fiable como personaje es la tal Dulcinea, que es la idolatrada versión que de Aldonza hace su afantasmado galán. Una es emperatriz y bulle en virtudes; la otra maneja puercos y se la tiene por vulgar y hasta encontradiza por varones que la cortejen. 

Las andanzas de Alonso Quijano precisan del concurso de una dama a la que dedicar sus proezas en las lides de la justicia y de la que estar enamorado para cuadrar la imagen libresca del caballero andante, que es de tener el nombre de su amada por bandera y volver una y otra vez del campo del honor al de la hacienda para descansar el trajín del cuerpo y acometer nuevas empresas en su nombre. El amor es, más que un sentimiento, un instrumento más en la gesta de sus heroicidades. Labradora, de buen parecer y honesta, la moza Aldonza no deja de ser una evidencia liviana de una realidad de más ardorosa mística: la de la dama Dulcinea, que es perfecta sin más consideración al modo en que lo son las vírgenes en el recitado de las oraciones o en las transcripciones de su belleza en los pasajes bíblicos. Conferidos a ella los atributos de lo sublime, don Quijote se cree a salvo de calamidades, puesto que su amada, aparte del hecho incontestable de que aprueba o sanciona sus episodios caballerescos, le da un aura de verdadero caballero, arrimándole los dones de la fiereza y la valentía, aparte de las cualidades del justo o del piadoso. No dando el caballero con ella, Sancho Panza, su escudero fiel, le agencia una que puede ser sucedáneo de la verdadera amada, pero no triunfa el engaño: es zafia y hombruna, gasta modales bastos y hasta da un tufo maloliente si uno hocica la testuz cerca. Tampoco ella existe como personaje que de verdad actúe, aunque la cite Sancho y Don Quijote se desboque en amores y la haga ya para siempre Dulcinea. La mira con honesta prudencia y no la adula ni la corteja. No son ni Alonso ni el Quijote de lisonjas ni de arrullos galantes, pero todas esas maquinaciones del alma sensible y enamoradiza no necesitan ser reales, sino que operan en el espíritu platónicamente. Nada que usted y yo, amable lector, no hayamos ejercido en alguna ocasión, cercana o remota. 

Por evitar decir algo que ya ha sido dicho, aun a riesgo de incurrir en alguna osadía o en alentar burlas y hasta descrédito, se le ocurre a este narrador (mero cumplidor de unos plazos) que Dulcinea está en realidad enferma de libros y son de caballería casi todos. Que no teniendo caballero que se prodigue en atenciones o en halagos, huérfana de hombre que la cite en sus andanzas, se le ocurre enamoriscarse de uno al que llama Don Quijote y hace nacer en La Mancha, aunque atienda a Alonso por nombre y su apellido sea Quijano. Lo hace descender de gente de alcurnia y blasón historiado. El flaco rocín con el que su caballero fatigó los campos de sus malandanzas era en su imaginación un brioso corcel traído de las mismas tierras africanas y las armas escuálidas que portaba para deshacer entuertos eran recias y temibles. Tiene su caballero fabulado un crédulo siervo que responde al nombre de Sancho Panza, al que ha engolosinado con la promesa de la gobernanza de una ínsula remota llamada Barataria. De todo lo disuade como buenamente puede, pero cae en la cuenta de que no es posible que su señor logre los propósitos que se ha exigido para merecer a su amada. En ese punto del relato, se debería mover de ecosistema o de logística (permitid que me exprese así) a Sancho Panza y confiárselo a la dama Dulcinea, que es en esta elucubración distópica la protagonista aquejada de locura y que tiene a mano un refugio que la alivie del mal que la enferma. Serán este consuelo los libros, la literatura, al cabo. Don Quijote es inventado por Alonso Quijano para que ejerza la trama de esa literatura en lugar de escribirla. Es un acto de pura valentía o de desidia narrativa. Hay una novela invisible en la cabeza del Quijote cuya protagonista es Dulcinea, aquejada de pura ficción, como el demiurgo que la labró e idealizó. Es ella, en el personaje de Aldonza, la que, por intermediación feliz del barbero y del cura, que animan a que se cure el mal de las caballerías, la que lo emplaza a que regrese y abandone su cuenta de infortunios, que él cree hazañas. No hay tal regreso: no desea ver a la mujer labradora y rústica sino a su “emperatriz de la Mancha”. Al final, cansado, enfermo, se deja y da con sus maltrechos huesos en la hacienda donde lo esperan con propósito de recomponerle adentro y afuera, el roto cuerpo y la deshecha alma. Con todo, Dulcinea es el mismo amor, el amor como luz o como brújula. El amor como el de la Beatriz de Dante. Ninguna existe, son injerencias de la ficción en lo real, literatura volcada en la vida. O tal vez sea al revés. 


26.5.22

Breviario de vidas excéntricas/ 16 / Isaac Arriaga


 El libertino Isaac Arriaga, nacido Conde de Villamediana, otrora latifundista, pintor ocasional, conferenciante local y aficionado a las etimologías, sedujo a tantas mozas y mozos que su miembro, con fama de enorme como regia fusta, se le descolgó una noche furiosa de su base y, rebotando muslo abajo, terminó en el suelo, junto a las zapatillas de paño con borlas y su gran escudo familiar, el del león rampante acometiendo el derribo, a fuerza de zarpazos, de las almenas de una fortaleza. Como quiera que el sueño en Isaac Arriaga era de naturaleza pesada y convulsa, el estrago no le despertó y el caño de sangre que copiosamente manaba del tajo abierto le envió a otro sueño todavía más intenso y, a la postre, trágico. Fue la doncella Casandra Buenaventura quien, al llevarle, como cada mañana, el desayuno a la  cama, vio aquella cosa sanguinolenta en el suelo y una mancha roja, que rivalizaba con el estampado carmesí de la alfombra. 

El párroco de la villa, gran amigo de la familia y hombre de mundo, había hecho la solemne predicción de que el señor Arriaga no partiría con Dios sino que hablaría de tumultos y de pecados una eternidad lujuriosa con el mismísimo Diablo, pero ni él mismo (hasta que vio su cadáver) tuvo exacta conciencia de la verdad de sus vaticinios. Dios, que condena la concupiscencia y avisa sobre la debilidad de la carne, habría borrado de un solo gesto castigador el  instrumento de la infamia, la mentula monstruosa. Cuestión aparte, y Dios no se involucra en minucias, es que tras el miembro cercenado manase un caudal insoportable de sangre por el que, en torrente, fluya, en fuga, la vida.  

El miembro libertino de Isaac Arriaga fue recogido por Ignacio Buendía, un lacayo de la casa, de modo que, tratándolo como lo hizo, con mimo y maneras, lo recuperó si no para el fornicio y el estipendio venereo, sí para la exhibición y la admiración pública. “La taxidermia consigue éstos y otros prodigios”, solía comentar a quienes le felicitaban por su trabajo. El miembro puede todavía observarse en un caja de ébano e incrustaciones exóticas no mayor que un antebrazo y finamente revestida de un repujado costoso y muy agradable al tacto y a la vista. Circula el rumor de que hay noches en las que la parte sacrificada huye de su cautiverio y, sin concurso de otro  organismo, recorre, como espectro alado, las calles y, de rondón, con alevoso anhelo, preña mozas y mancilla honores de efebos de muy probada candidez, pues sabido es que no atendía el señor Isaac a examinar si era varón o era hembra el destino final de sus fiebres. 

En el cielo en donde su alma mora en la eternidad, pues Dios es de perdón fácil por su magnánima gracia, manumitido de la esclavitud de la carne, el libertino Arriaga , privado del vigor de su herramienta, ha consagrado sus días y sus noches (no sabemos muy bien si el reloj de las horas avanza igual en el paraíso que en este infierno de aquí abajo) a predicar entre los buenos de corazón la palabra del Señor y a ofrecer vivo arrepentimiento de los pecados que cometió en su estancia entre nosotros. Se le suele escuchar recitar pasajes bíblicos con grandilocuencia y ardor. Los que acuden a la plática sienten un limpio clamor en su espíritu y departen sobre la redención y el imperio infatigable de la bondad divina.

146/365 Billy Bragg

 


Hay músicos que hurgan en la melancolía y encuentran en esa bruma el alimento místico. Billy Bragg es un trovador a la usanza clásica, uno de esos bardos que se desplazan entre pueblos con un cancionero tarareable y una sonrisa ampulosa, como de bufón ya de vuelta de las tropelías de muchos reinos. El reino de Bragg es de este mundo, siempre lo fue. El músico, que nunca dejó las pasiones primerizas y un cierto apego a la intimidad más lírica, regresa siempre, se le encuentra siempre. Su activismo no descansa, hay donde acudir a mover las pancartas o a hacer que la gente se conciencie o cualquiera de esas cosas que los activistas hacen para que el mundo gire mejor. Es cosa de poetas esa función también.  El romanticismo idealista de la época de Joan Baez o de Bob Dylan (ha confesado que se crió alrededor del genio de Minnessota y que caso de que Dylan no hubiese existido, él no sería cantante ni poeta) se mantiene intacto en la obra de Bragg, que mantiene la fe en la bondad del género humano y en las causas nobles que pueden ser elevadas al cielo de la opinión pública con una guitarra y una voz. En este sentido, el poeta que encontró un púlpito desde donde pontificar las excelencias de su catecismo político existe todavía, aunque los años revelan un progresivo amaneramiento, un abandono tal vez consciente de toda la filosofía con la que se labró un nombre en el olimpo de los cantautores ingleses, que no fueron nunca muchos ni tampoco llegaron a un público excesivamente amplio. Enamora que un disco se llame “Hablando con el recaudador de impuestos sobre poesía”. El frío acero de la ley y la dulce invitación de la belleza, ese matrimonio extraño  

Bragg, el viejo zorro de las cintas de cassette que entretuvo mi vida universitaria con torrenciales soflamas entre lo cándido y lo político, se ha adaptado espléndidamente a los tiempos. Alejado del fantasma bautismal de Woody Guthrie, de sus venerados The Clash o de la apostólica sombra de Dylan, Billy sigue apostando por la idea de que el rojo triunfará y el tiempo en el que no está de gira o firmando libros en grandes almacenes (hay que llegar la masa anónima y a la masa que ignora su ideario) está visitando cárceles o acudiendo a la radio o a la prensa especializada para vender su programa electoral, que consiste en denunciar toda clase de fascismos (odia el BNP, el Partido Nacional Británico, indisimuladamente escorado a postulados radicales ). Por eso en Inglaterra Bragg es una especie de héroe de la revolución, aunque nunca sabemos bien, a esta altura de la película, qué revolución es la que sustenta y a qué feligresía entrega sus oraciones embadurnadas de activismo y de pancartas. Por de pronto yo me escucho los discos y me doy el gustazo de recrearme en sus letras. Las hace largas. Tiene fama de que sus conciertos son canciones con insertos discursivos que pueden cargar más de la cuenta, pero al hombre se le da un micrófono y puedes considerar que le has dado un púlpito. No veremos a Bragg tocar con Wilco la caja espléndida con los descartes que hizo Woody Guthrie, papá sindical y amoroso. Crean estos héroes de la resistencia antídotos contra el caos, pequeños himnos de salvación. Tocó en la Nicaragua sandinista, en la URSS, en minas, en pubs rojos, en plazas de barrio obrero. Este laborista convencido es de los escasos ejemplos de militancia política y militancia musical. No siempre casan ambas facetas, pero Bragg, al que escucho con apasionamiento es de hace muchos años, surte de buena música y, al tiempo, ideas. Es de las ideas el futuro. Se pueden discutir, enarbolar como bandera y ponerle letra y melodía. Beligerancia, voz áspera, guitarras con sentimiento, bermudas y un micrófono. Ese es el cartel. Tampoco asfixia con su proclama, no nos trata de vender nada. Persuade, se da a sí mismo entero, tal vez alguien rasgue y encuentre algo de lo que reclama. 


25.5.22

145/365 Edgar Neville

 



Cuando estaba la Guerra Civil española acabada, aunque la Guerra no se acabaría en muchas décadas y todavía hoy hay quien la saca de su sótano oscuro para reverdecer banderas, himnos y soflamas, el cine nacional cobró una relativa pujanza. Las miserias y la hambruna precisaban distraimiento, pequeños sainetes entre lo folclórico y lo propagandístico: cine, en todo caso, muy frágil, inevitablemente sostenido por una infraestructura gubernamental de escasos medios y atrincherado, sin ambages, en el doctrinario fascista, autárquico, firme en sus símbolos y empecinado en valerse del medio cinematográfico para anestesiar la sensibilidad de la ciudadanía, puesto que no era precisamente conveniente azuzarle películas de mucho pensar ni de contravenir la moral reinante. En mitad de este panorama coyuntural, tenido en ocasiones por rancio sin que yo encuentre muchos argumentos para desmentirlo, Edgar Neville, nacido Conde de Berlanga, se constituye como el primer referente del cine español, su primer icono, la primera figura intelectual fuera de los escenarios o de los nombres populares (actores y actrices ) que eran la verdadera cara del cine para la población.


Edgar Neville nació ya señorito cuando finiquitaba el siglo XIX, en Madrid. De cuna aristocrática, conoce la cultura más refinada y pronto comienza a escribir, relacionándose con Ortega y Gasset, Gómez de la Serna, Alberti, Dalí o García Lorca. Se alista por un mal de amores a la guerra en Marruecos y regresa asqueado de miserias y de sangre. Junto a Falla y Lorca, gestiona el luego inmensamente famoso Concurso de Cante Jondo en Granada. Aficionado a los toros y amigo de Juan Belmonte, recorre España entera en coche, acompañando al diestro por todas las plazas. Licenciado en Derecho y Filosofía, se decanta por la Diplomacia y ejerce en Washington como agregado cultural hacia 1930. El mundo del cine le fascina al punto que abandona la carrera política y busca empleo en la Metro Goldwyn Mayer, donde conoce a Douglas Fairbanks y Charles Chaplin, que le permite filmar algunos fragmentos de la grabación de Luces de la ciudad, en la que sale como extra. Gracias al propio Edgar, gente de la cultura patria como Jardiel Poncela, José López Rubio o Vicente Blasco Ibáñez entraron en Hollywood a principios de los años 30. Miguel Mihura, por estar enfermo en esa época, no pudo viajar. Esta diáspora no fue especialmente relevante, pero fue la primera y ese carácter pionero es lo que hay que remarcar.


Regresa a España y decide ser director. Aunque republicano de corazón y carácter, Neville se alía a los nacionales y se pone al frente del Departamento de Cinematografía. De ahí saltó a la Dirección Nacional de Propaganda en 1.940 y se rodeó de la crema de la intelectualidad para abordar un panorama cultural de altura, en sus palabras, "que retirara lo ridículo, lo cursi, lo provinciano y lo vulgar".  Es posible que esa sola intención lo convirtiera en una heroicidad de la época, en un adalid de la modernidad. Muy preocupado por amalgamar el sainete de costumbres y el retrato pintoresco del Madrid de la época, Neville hizo una serie de películas ajenas a la habitual ramplonería argumental. No en vano era escritor y no consideraba que la literatura fuese a la zaga del cine o viceversa. Para granjearse el favor del régimen y se haga borrón y cuenta nueva de su simpatía por los de la república, dirige en la Italia fascista de Mussolini algunas películas (La muchacha de Moscú, la más recordada) y se jacta de que, en el fondo, es cine de autor, si es que esa expresión existe, aunque se le guíe y hasta obligue a que siga un patrón y desoiga otros. 


La contradicción de hombre de izquierdas convertido en obrero franquista le trajo más de un disgusto. Nunca estuvo cómodo en España, aunque no hizo patria en ninguna otra. Su cine chocó muchas veces con la Censura, a la que nunca se plegó o, al menos, no lo hizo enteramente. Su ironía es temida por el régimen, aunque probablemente no supieron entenderla. Esto suele pasar a los funcionarios de todas las tiranías. Mi calle, su última película, en 1.966, constituye un sobrio ejercicio testimonial, una puesta en escena de todos sus quebrantos morales y sentimentales.

Edgar Neville fue maestro en muchas facetas del cine. Abrió una brecha enorme en el discurso fílmico, antes hasta entonces sometido a muy pobres soluciones técnicas. Su fama de hombre teatral, dramaturgo de éxito y amante de todo el teatro clásico español, le permitió dominar los diálogos, creando una estructura coral siempre al servicio de la comicidad inteligente, nada chabacana, y a la preeminencia del actor como eje fundamental de todo el complejo sistema de referencias y componentes que articulaban una película. Era la primera vez que el actor era considerado como el verdadero eje de modo que, tras Neville, empezaron a desfilar por las revistas en blanco y negro de glamour de la época los primeros nombres de actores o actrices "famosos". Además Edgar Neville era amante de la buena mesa, de la vida alegre de su Madrid de sainete y nunca abandonó un fino y natural sentido del humor. "El humor es el lenguaje que emplean las personas inteligentes para entenderse con sus iguales" decía.


En los años 40 llegó el esplendor de Neville. Su cine castizo y costumbrista reina en España. Y de esa época es lo que a juicio de muchos críticos es la mejor película de cine fantástico de la Historia de nuestro cine patrio, La torre de los siete jorobados , una rareza de fantasmas y ruletas, de mafias que maquinan sus fechorías bajo el suelo de Madrid, en unos laberintos. Ni era la época para hacer cine de esta factura ni tampoco el país. Probablemente ni siquiera tenía un público educado en esas extravagancias. Las licencias, para los extranjeros. La estricta Cinematografía nacional no parecía excesivamente contenta con esos coqueteos con lo sobrenatural. Se le llamó "sainete expresionista". No ha vuelto a ver ningún film parecido. Algo de Alex de la Iglesia en sus principios quizá. Después Neville se alejó de los gustos populares: su cine era demasiado vitalista, no afín a sensiblerías. Tampoco era popular en el sentido de facturar películas de humor grueso al gusto de una clientela ávida de carcajadas y no de continuas y leves risas durante hora y media de metraje. Guardo un recuerdo muy agradable de La torre de los siete jorobados. La vi en un ciclo matutino de cine universitario en un programa doble con otra joya de la época, El Clavo, de Rafael Gil. Era un consumado conversador y practicó, cual genio renacentista, todas las artes y en todas adquirió nombradía. Incluso jugó en la selección nacional de Hockey sobre Hierba.



Yo leí Don Clorato de Potasa, su primera novela, hace muchos veranos, a pie de ola, teniendo leves referencias sobre el Neville cineasta. Hoy la he visto escondida en un anaquel y he vuelto a ojearla. Las gracias verbales, el artificio elocuente, la ingenuidad de los personajes y el humor por encima de todas las cosas, me hicieron disfrutar, entre vaivenes de espuma, juegos de niños con paleta y mozas enamoradas del cobrizo sex-appeal del Coppertone. Novela de vanguardias, las de la época, de un erotismo escondido, pero deslumbrante, está dedicada al torero Belmonte y a Dalí. Una vez conocida su biografía, cae uno en la cuenta del tono autobiográfico o, al menos, inevitablemente personal de lo narrado. La historia va de Madrid a Nueva York. Una capital de España zafia y tosca, poblada de aristócratas comidos por las deudas y el hastío, desocupados y tristes y una Nueva York glamourosa, llena de chicas de revista y luces de neón, jovial y sentimental, abierta al mundo. Clorato, el protagonista, asesina (de una manera absolutamente delirante, no es cosa de contarlo porque es muy divertido) a una baronesa, le roban y emprenden una fuga a París en donde el buen hombre se enamora de Odette. Elegante, desprejuiciadamente divertido, arropada por una prosa cuajada de hallazgos poéticos al mismo vivo estilo de Gómez de la Serna, Don Clorato de Potasa, motivo de este largo ya comentario, es literatura de evasión de primer orden, alejada de cualquier signo de trascendencia. Eso contando con que el humor no sea trascendente, cosa que estoy dispuesto a refutar con todas mis ganas. Un director ilustrado en un cine sin lustre, lo calificó Román Gubern. Exquisito en sus gusto culinarios, cultivado en el humor más fino, engordó y adelgazó las veces que hizo falta; no se privó de la buena vida que el dinero puede proporcionar y se dedicó a hacer lo que más le gustaba: crear. Daba igual dónde. En realidad, cualquier cosa era factible de recrearse, permítaseme el verbo. A mi padre le gust5aba mucho El crimen de la calle de Bordadores. Decía que se hubiera hecho en Hollywood saldría Clark Gable o Bette Davis. 


Breviario de vidas excéntricas / 15 / Vicente Varela

 En el año de gracia de 1.678 en la muy noble y venerable ciudad de Toledo nace Vicente Jesús Varela. Educado en la estricta observancia de la fe, devoto de misa y lector precosísimo de vidas de santos, procuraba en su quehacer doméstico no pisar el abundante número de grillos esparcidos como plaga en el patio de su casa. Por más que la sangre, que obra con artera saña y desoye la admonición de los augures, le pidiese una escabechina, atento a la mirada estricta del Altísimo, Vicente Jesús se reprimía y pensaba en el momento en que Dios arrojó sobre el mundo a todos los santos grillos. Quién era él, también creación Suya, para arrebatarle la vida a las demás criaturas. Entendía que así, siendo cuidadoso y mirando por dónde pisaba, no incumplía ningún mandamiento ni se ganaba la reprimenda de sus mayores o la sanción del Señor. Los grillos eran también obra de Dios y no existía motivo para contradecir el prodigio de sus actos. A fuerza de esquivarlos, empecinado en girar el cuerpo y gobernar el paso, por no dar con el pie en ellos, el niño Vicente Jesús tomó como hábito involuntario y, a la postre, pernicioso, andar con una muy ligera inclinación del torso que le obligaba, a su pesar, a dar unos saltitos ridículos alrededor de los insectos para desplazarse a conveniencia sin que el depósito del zapato en el suelo contrajese el aplastamiento de ninguno. El párroco, Don Ramiro Hurtado, le conminó a que anduviese sin esos torcimientos que le hacían parecer lo que no era y despertaban entre las malas lenguas argumentos para rumores y razones para insultos. Trajo entonces Vicente Jesús al criterio del cura la causa de su proceder y la creencia de que Dios le observaba sin reprobar ninguno de sus actos. El párroco, campechano en sus consejos, viejo y conocedor de los vericuetos del alma humana, vino a decirle que Dios no reparaba en minucias y que pisar un grillo o una manta de grillos no ofendía su Obra. Que todos somos hijos de Dios, pero que su amor no ha sido repartido proporcionadamente y hay hombres y hay conejos y grillos y hasta moscas que no tienen el mismo rango o escalafón en la mirada atenta del Padre. Añadió que podía, en adelante, matar cuantos grillos le viniesen en gana sin que esa costumbre homicida alentase forma alguna de pecado y que insistir en tan piadosa conducta hacia la turbamulta asquerosa de grillos de su patio devastaría quizá ya para siempre su espalda y terminaría jorobado o arrumbado en una silla sin moverse por mor de ese inquietante vicio.

Al día siguiente el patio de la casa del niño Vicente Jesús era un batiburrillo informe de alas y caparazones negros, de cabezas perversamente machacadas y de ojos negros escorados hacia el imposible limbo de los grillos muertos. Como no todas las acciones que hacemos convencen por igual a todo el mundo, Vicente Jesús descubrió que aquella matanza novicia no era del agrado de su madre y, mas dolorosamente, halago a los ojos de la divinidad. No por caridad cristiana, que no faltaba, sino porque a la postre, cometida la fechoría, desarmado el ejército infame de bichos, el patio quedaba hecho un desastre, un espectáculo baboso de cuerpecillos crujiendo en el silencio blando de la noche. Así que Vicente Jesús, hijo obediente y recto, bueno sin distracción, regresó a su excéntrico paso y volvió a ser el Mesías de aquella algarabía de criaturas, un Noé rústico y convencido de su amorosa empresa. El párroco, al tanto de la renovación de tan fea costumbre, le reprendió severamente y conminó a que, en adelante, no procediera con esa insana alevosía.
Durante un tiempo, Vicente anduvo en el frágil e incómodo lugar de no tener opinión propia así que su ingenio obró el milagro de dar con una solución que contentase a ambos. Quizá también al Señor, que todo lo ve y todo termina expuesto a su criterio. Grillo que matase, grillo que recogiese del suelo y guardase en una vasija ancha de barro que haría las veces de túmulo cóncavo de grillos inevitablemente sacrificados. Una vez que la vasija estuviese llena la arrojaría a la fértil tierra de Castilla. Como si de un enterramiento protocolario se tratase. Este episodio juvenil, baladí y tal vez frívolo en el fondo, marcó indeleblemente el alma sensible de Vicente Jesús y treinta y poco años después, en las selvas del traidor Amazonas, siendo Capitán de un regimiento de su Majestad Felipe V , acabaría recordando los grillos del patio toledano mientras se entregaba, varonil y heroico, a esquivar, con desigual fortuna, con saltitos torpes, los cuerpos ensangrentados, devastados por la pólvora y mutilados por la espada, de la población indígena que alfombraba, como grillos, la tierra glauca de la selva. Y el Señor Nuestro Dios, en su Gracia Infinita, le habló al capitán Varela en sueños, pues así en ocasiones se manifiesta según tenía entendido. Indio que matase, indio que arrumbara en un carro y diese después cristiano descanso, luego de bendecir su alma impía y recitar las oraciones, en algún remanso del río, a la sombra, a salvo (mayormente) de las inclemencias y los rigores de los dioses astros. Por todo lo cual, recibió altos honores en su villa oriunda y hasta una calle tiene su nombre a mayor gloria de Dios y de nuestro Rey.

24.5.22

144/365 Vladimir Nabokov

 



                              Fotografía: Philip Halsman, 1966



"Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido y hablo como un niño"


Vladimir Nabokov




Uno miente porque no tiene un hoja a mano o porque, cuando la tiene, no sabe bien cómo armar la mentira y que ocupe muchos renglones. Se miente mejor si es un acceso espontáneo, si hacer concurrir la mentira anima la conversación o hace que quien nos escucha preste la atención que la verdad no alcanza. Se dicen  mentiras para creerlas también un poco. Una mentira mantenida durante días hace que adquiere un rango de veracidad. En ocasiones uno también miente por ver la credulidad del que se expone al juego. Porque todo queda en juego, en imponer a la realidad una trama novedosa y batallar contra ella y hacer que no se salga siempre con la suya. Hay vidas tristes que precisan de la injerencia creativa de la mentira. Se escribe para mentir menos, aunque creo que no se nota enseguida que no se va a derechas o que lo que dicho no cuadra con lo que se es. Se miente con más oficio cuando no nos conoce el que escucha. Escribir es un acto deliberado de terapia. La ficción es el territorio de la felicidad absoluta. Somos los que nunca podríamos ser, hacemos lo que nunca podríamos hacer, vamos donde nunca podríamos ir. La vida, a fin de cuentas, es un viaje extraño que elige compañeros extraños. La verdad está sobrevalorada. Importa la calidad de la trama, no que podamos constatar su asiento, su conducto tautológico. Fascina que alguien que escriba pueda reglarse después por las convenciones habituales y se comprometa a no desvariar, a no caer en la frivolidad de mentir, de dar lo que no es dable. Decía mi amado Nabokov que la literatura no nació cuando un niño prehistórico gritó “el lobo, el lobo” con un lobo enorme pisándole los talones, sino cuando un niño prehistórico - un neardenthal, dice Nabokov - gritó “el lobo, el lobo”, no habiendo ningún lobo cerca. Entre el lobo falso y el verdadero está la literatura, la ficción, la narrativa sobre la que se ha edificado toda la Historia de la Humanidad. Sigo con Nabokov. Sostenía que el niño que alertaba sobre la proximidad y el peligro del lobo fue el primer maestro, el primer escritor, el primer embaucador. Mentir (decir lo que no es, improvisar una premisa falsa para que se construya un relato) es además una máxima muy bien aplicada en esa Historia de la Humanidad. Todas las religiones han pensado si conviene más hacer que el lobo hinque el diente y devore al niño o que lo deje vivo y el niño fabule la verdad del lobo. Un lobo suyo, por supuesto, un lobo fantástico. Nabokov es el demiurgo. Se le lee con esa fascinación de estar a salvo del lobo y, sin embargo, anhelar que nos ronde, sabernos a recaudo y no tener nada mejor que nos haga sentir vivos. Nabokov arma la mentira o incluso arma varias y las embute en una que lleva ilusoriamente el peso de la trama. Los lectores somos crédulos, permisivos. Damos la consideración de legítimo a lo que no lo sería en el plano de la realidad. Aceptamos lo extraordinario sin acuse de recibo, llega con esa liviandad de las cosas que cuentan y nos cuentan. Nabokov es un contador de historias. Uno nato y conjurado a pasarlo todo por el tamiz de la literatura. Cuando pienso en un escritor, uno solo, pienso en Nabokov, pienso en la novela perfecta (Lolita), pienso en jarras de té frío que están ocupadas por whisky (eso hacia en las entrevistas), pienso en la escritura como una suerte de pesquisa entomológica de la que no se zafó del todo, considerando que amaba las mariposas y que su novela de más amplio alcance recorría el cortejo (impuro y patológico) de un señor mayor a una niña (nínfula, a decir suyo), operaciones que entrañan un cierto sentido quirúrgico, casi de acecho y conquista. La vida que contaba en sus novelas o la llevada en primera persona vendría a ser una partida de ajedrez, juego que adoraba. De él decía que era un arte "bello, complejo y estéril". No cabe mejor definición de la vida. La suya fue la de día fidelidades absolutas: la literatura y su mujer, Vera. También los lepidópteros y el ajedrez. Hizo hablar a su memoria. Eso hizo por sus lectores. Hizo que mintiera, pero era una verdad impostada la contada, la de los ojos sensibles, las del ansia de contar. Hoy pensé en él a la sombra de una iglesia, en una terraza despejada, esperando a un amigo. Hablamos de literatura, aunque la palabra literatura no se nombrase en ningún momento. En realidad nos atraviesa, está ahí sin que se la perciba. Nos ocupa, la ocupamos. 






23.5.22

143/365 Fernando Pessoa




Contrariamente al asiento popular, a lo por lo común atribuido a su persona o al decir de sus heterónimos, Pessoa no me desasosiega, no me causa zozobra, ni tristeza. Le tengo por una inspiración en momentos de flaqueza, sé encontrar en él cierto consuelo y entiendo como bueno lo que otros perciben menos favorablemente, convencidos de que su poesía no apacigua el ánimo caído, ni provee del conforte espiritual con el que franquear ese momento de fragilidad y avanzar con paso firme hacia la bonanza y la alegría. No es que uno exhiba ahora el atrevimiento de decir que Fernando Pessoa era un dechado de entusiasmos, pero no hay ocasión en la que abra el Libro del desasosiego (que marca un hito en la producción filosófica o de interés metafísico en la obra del autor) y no encuentre la restitución de alguno de los males que me aquejan. Se establece un diálogo entre los dos que puedo repetir (o me pueden repetir) si abro un libro de Montaigne o de Canetti.

Nació en un tiempo en el que la mayoría de los jóvenes había perdido la fe o la creencia en Dios por la misma razón por la que habían accedido sus mayores, un poco con el arcano de los juegos, otro poco con la tozudez de la casualidad. Se llega a Dios sin razón y no se entra en él por la misma causa, viene a contarnos el Pessoa trascendente, el pensador escondido detrás de sus más de tres cajetillas diario de tabaco y su café abundante, en una de esas mesas de bar en las que sacaba a la luz una de sus personalidades canjeables. Debe quedar clara esa idea, la de que ninguna de esas voces era suya, no había ninguna en la que poder guarecerse, ninguna con más propiedad en el sujeto escritor que otra. Pessoa no es Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Bernardo Soares o Ricardo Reis y, al tiempo, en esas emulsiones está él, se le puede ver: sólo hace falta ahondar, atreverse a pasear esa espesura. Caeiro, el más cercano, es sensual, es pagano, es el poeta, es el más libre, es el que Pessoa hubiese deseado ser, no el hombre plano, el huérfano de emociones. Porque Pessoa (persona, en portugués) se valió de esas imposturas y las usó como máscaras tras las que vivir todas las vidas que no le tocaron, las fabuladas y hasta las mentidas. No era nada, no quiso ser nada y, sin embargo (dejó escrito) «tengo en mí todos los sueños del mundo». El sueño más personal fue el del Libro del desasosiego. Estuvo años entregado a su causa, hasta que la muerte le separó de su conclusión.

Un año antes de morir vio su poesía publicada. Así que hay que pensar en un poeta oculto, que escribe para si mismo o para algunos allegados. Siempre me fascinó esa idea, la del escritor que no tiene apenas proyección, incluso la del escritor que carece completamente de la satisfacción de que su obra haya sido publicada. Hoy en día, el escritor encomienda esa difusión a un blog, que es una especie de publicación invisible, que no alcanza el rigor físico y contundente del libro, pero hace las veces de él y cumple con creces la función del mismo, pero Pessoa vivió en otra época. Creo que hubiese sido obstinado usuario de las redes sociales, de vivir hoy. Habría escrito a diario, habría ampliado a diario su diario del desasosiego, habría inventado más heterónimos. Estaría fragmentado por toda la red, no habría manera de juntar todos los pedazos y montar la figura del ortónimo, la de Fernando Pessoa, un poeta muy tímido, fumador absolutamente empedernido, lector de sí mismo, bebedor incansable de café y de aguardiente Águila Real, su ingesta favorita, en una de esas vinaterías tan fabulosas del viejo Lisboa.

 


22.5.22

142/365 Jack Torrance

 


Jack, quién sabe si Nicholson o Torrance,,se toma un whisky con Stanley Kubrick en el Overlook. Lo toma Jack Torrance antes de derribar la puerta con el hacha y tener cara de loco. La nieve siempre aguarda. Creo que no tengo una frase mejor en la que resuene tres veces la letra k, firme y estimulante. Lo que me fascina de la fotografía del rodaje de El resplandor (The shining, 1980) es la posibilidad de que afuera el mundo no exista, de que todo sea nieve y silencio. Los dos estarían hablando sobre el imperio romano o sobre la llegada del hombre a la luna. Hitos de la civilización, cosas que contar cuando no quede nada. La nieve intimida a su modo, se impregna en el carácter de quienes la observan o la pisan o la odian, y hace que las tramas novelísticas en las que aparece sean de corte agresivo, estén adornadas de muertos y la música que la amenice sea minimalista, de violines muy levemente acariciados, de guitarras lamentándose continuamente. El invierno cobra sus peajes. En Boulder o en Moscú. Gente que se desquicia cuando el termómetro se viene abajo. El frío es la oscuridad a la que acudían los románticos y los góticos para contar sus miedos o para hacer que otros los tuviesen. 


Lo fascinante de El resplandor es la posibilidad de que todo haya sucedido y un velo nos lo enturbiase. El modo en que Stephen King (otra k) dosifica la retirada de ese velo y el modo también en que lo aparta con violencia y deja que todos los demonios afluyan es parte de la moderna literatura (o cine) de terror. La frase convenida como un mantra perverso en el que se encalla la novela que Jack se ha conjurado a terminar. All work and no play makes Jack a dull boy ("Solo trabajar y no jugar hace de Jack un chico aburrido"). El escritor cree estar avanzando, pero es un bucle, es un agujero en la malla del éter, es un estribillo en una canción diabólica. Hay que ir al Overlook. Probar allí a empezar una novela. No llevar a nadie. Delirar solo. Hablar con la nieve. Jugar. No aburrirse. Desdecirse línea a línea. Crear para creer en la majestad de las sombras. Porque será un relato oscuro y, al final, no romper ninguna puerta, ni perderse en un laberinto de frío. 

Breviario de vidas excéntricas /14/ Lucas Piedrahita

Qué hermoso acto entrar en el Catastro Municipal o en la Iglesia de San Alberto Magno o en el local de la Asociación de Minusválidos de Guerra con una cuchara en la mano, ver a la señora Peláez, al señor Castillejo, al joven poeta laureado Cástor Villacisneros, autor de perlas del arte de enganchar versos, mirar la cuchara en tus dedos una o dos veces, intensamente, como en trance, pero nadie dice una palabra o hablan distraídamente de otras cosas y se despiden cortesmente. Incluso Glorita Luján ha comenzado una conversación sobre el fin de semana tan estupendo que ha pasado con un novio reciente al que le encanta la doma ecuestre, aunque no ha recalado en la cuchara, que está en mi mano derecha como un postizo de metal muy brillante, derramada dedos abajo, formando un todo inútil. La mano. La cuchara. Nadie le presta atención a mi cuchara. Podría estar el día entero. Ir a la boda de la prima Luisa Fernanda. La prima Luisa Fernanda, la que izó mi novata hombría al olimpo de los calambres en el verano de los quince años. Acudir más tarde al convite y no soltar en ningún momento la cuchara. Cambiarla de mano de cuando en cuando. Primero una vez cada hora. Luego cada cinco minutos. Al final de la noche, incesantemente. De una mano a otro como un ejercicio malabar invisible. El primo Severo se agacha si se cae. Me la devuelve con una sonrisa. Ten, tu cuchara, primo Lucas. Los Piedrahita somos así desde hace siglos. Nuestro escudo heráldico es barroco y hechizw a quien lo escudriña. Por ver si hay un oso o un Lobo o es un dragón. Es hermoso este día con mi cuchara en mi mano izquierda. Con mi cuchara en mi mano derecha. Si hubiese elegido un cuchillo, me habrían cercado. Todo se habría conducido más trágicamente. A lo mejor, es una conjetura verosímil visto el decurso de los acontecimientos, la cuchara no existe y es una invención de mi ocio. Llegado el momento de deshacerme de la cuchara, si es que alguna encontrara, la dejaría caer con mansa complacencia. Con mimo casi. Ha sido un día muy bonito. Mamá me mira. Se acerca.
Hijo, ya no veo la cuchara que has llevado todo el día.Todo lo acabas perdiendo.

 

21.5.22

Breviario de vidas excéntricas 13 / Nibelungo


Mi perro Nibelungo desconfía de los gatos y, contrariamente a lo que hacen el resto de los perros que conozco, no consiente entre sus vicios callejeros la intimidación ni el ladrido disuasorio. Mi Nibelungo es animal de raza muy retraída, se engolosina con las palomas en los parques y arrima su lomo a mi paso cuando la calle se vuelve ruidosa o advierte la cercanía de otros perros a su rabo. Otro de los asuntos que hace que Nibelungo destaque entre los suyos es su asombrosa afición a la ópera o al cine negro. En cuanto escucha una voz barítona se agita como si anduviera en celo, ladra con emoción y pone los ojos como en blanco. A poco que preste uno atención, si se le observa con detalle, se percata de que en algunos arias particularmente hermosos de Verdi, en los que las voces son arcangélicas y los violines suenan celestiales, Nibelungo sigue el trayecto invisible de las notas moviendo delicadamente la cabeza, y hay ocasiones en las que podría parecer que conoce las partituras y actúa como el director de la orquesta, subiendo o bajando la pata, escorándola a izquierda o a derecha como si fuese una batuta. Tampoco pierde oportunidad de echarse en su alfombrita de paño turco y acompañarnos a Natalia y a mí cuando ponemos El cartero siempre llama dos veces o Perdición, obras cumbres del cine negro de los años cuarenta. Cuando asesinan a alguien, por la espalda o a cara descubierta, ladra y se advierte que el ladrido perruno y el llanto humano son, en el fondo, la misma secreta y enternecedora cosa. En los títulos de crédito, Nibelungo no se levanta de inmediato. Agacha el morro, entorna los ojos y se diría que mastica las cosas que ha aprendido. Luego se yergue, estira su cuerpo pequeño y sale al patio o se retira a su colchón. 

Comparte Nibelungo conmigo estas extravagancias domésticas y me busca, caída ya la tarde del viernes, para olisquearme la bata. Le tengo yo el cariño que a veces no le dispenso a ninguna criatura de mi raza. Le saco de paseo al parque o le llevo a una tienda de animales domésticos en donde lo asean, lo pelan y le hacen sentir el perro más maravilloso del cosmos. En ese ir y venir por las calles jamás me puso en evidencia al modo en que lo hacen los perros de los demás. Nunca cortejó a hembra de su raza ni marcó con su micción su territorio de andanzas y distracciones. Esas pasiones del corazón perruno no le interesaban lo más mínimo. Tampoco se arrimaba a las peleas con las que suelen adornarse los parques que frecuento. Al verlas, alzaba una pizca el morro, movía ligeramente el rabo y abría con verdadero interés los ojillos, pero ahí acababa todo sin interés en la pendencia. Igual que Cátulo cantó al gorrión de Lesbia y Antonio Gala dedicó un librito a su perro Troilo, lo mismo que los ingleses adoran los gatos o los hindúes saben que la vaca es un animal sagrado, yo consagro este capricho literario a mi adorado Nibelungo, que anoche se fugó de casa con otro perro no sé si de su raza, torpe y aburguesado como él, seguro, cuyo dueño me confesó el amor que su mascota, Traviato, tenía por las óperas de Verdi. 

- Les pierde el bel canto, las masas orquestales, la épica de esos héroes románticos - comentó atravesado por una congoja indecible. 

Desde que Nibelungo no está en casa, todo va mal y camino de ir a peor. He perdido casi completamente el apetito, apenas me interesan las cosas que pasan en el mundo, no asisto al trabajo con la alegría de antes, no hablo con mi mujer e incluso he abandonado pequeñas normas de higiene a las que antes me entregaba con absoluta eficacia. He dejado crecer mi barba. La tengo agreste y salvaje. Falta que hagan nido un par de mariposas en su boscosa mata. Tampoco me importaría, la verdad. Igual me dan compañía en las noches y les tomo cariño y ellas me lo toman a mí. En el fondo soy un sentimental, ya ven. Uno de los que se arrugan cuando le hablan con ternura o cuando, pongo por caso, un perro se hace extensión de tu sombra y disfruta de tus cosas como nadie ha disfrutado nunca. No pongo el pie en la calle salvo que tenga que ir al médico a que me examine por si este mal que padezco tiene una cura a la que pueda contribuir la medicina. Yo sé qué hará que sane. Ni el psicólogo que mi mujer quiere que visite ni todas las pastillas de colores del mundo obrarán el milagro. Lo que quiero es que un alma caritativa, un gentil señor o una buena señora, un niño gordo o una niña con trenzas llame al timbre de la puerta y me entregue a mi Nibelungo. De verdad que la vida es insoportable sin él. He pensado muchas veces en lo idiota de mi comportamiento. He razonado que hay personas que pierden seres queridos y levantan cabeza y vuelven a tomar café en las terrazas y hacen las compras en los mercados. Sé que la vida sigue y que todas las heridas, incluso las más terribles, cicatrizan, pero no hay manera de que todas esas buenas cosas que pienso me las crea y me hagan efecto. La vida, si no fuese tan cruel, sería una de esas películas con argumentos terribles que uno ve y de las que se olvida a los diez minutos, pero mi vida es una película triste y sigo sentado en una butaca, mirando la pantalla, contemplando la secuencia patética de mi existencia. 

Hace un par de días que me dejó mi mujer. Dejó una sencilla nota debajo del imán en forma de perro de peluche que tenemos en el frigorífico. Decía: 

- A Nibelungo es posible que lo encuentres. A mí me perdiste el día en que el maldito chucho puso el pie en esta casa-

No he quitado el papel prendido al frigorífico todavía. Lo miro para que me recuerde que Nibelungo no está. Uno no le desea su mal a nadie, desde luego, pero no de vez en cuando me recreo en la posibilidad de que alguno de los que consideran que estoy loco o que solo me mueve el capricho y la frivolidad sientan en sus carnes el dolor que siento. Tampoco lo entienden mis jefes, antes tan comprensivos con todos mis asuntos. No me dijeron nada cuando llegué tarde el primer día. Se limitaron a hacer una pequeña broma con el despertador, pero cuando mi indisciplina horaria malogró la firma de un contrato, me llamaron seriamente al orden. Puedo incluso llegar a entender que les irritara la forma en que había descuidado mi aspecto. La barba montaraz, el desarreglo en el vestir o las uñas sucias y sin cortar. Lo que no comprendo es que se tomaran a broma el extravío de Nibelungo. 

Hace algo más de una semana que no salgo de casa. Entretengo mi ocio viendo libros sobre temas caninos y salgo a la terraza a fumar y a ver pasar coches y señoras con perro. Qué felices son. Con qué alegría se manejan por las aceras. Con qué delicado primor se agachan y recogen con una bolsita las deposiciones. Me pregunto si esas nobles y amables criaturas que despiertan mi envidia y alegran mi tristeza serán aficionadas a Verdi y a Wagner. Si como mi llorado Nibelungo, echarán el morro delante del televisor de plasma y no perderán ningún detalle de todas esas películas de cine negro que a mí me entusiasman. Envalentonado, venido sobrevenidamente arriba, anoche salí a la calle. En uno de mis sueños, en uno particularmente lamentable, un coche atropellaba a Nibelungo. Voy a liberar al amable lector de este informe de mis desgracias de la incómoda restitución de los detalles. Solo diré que fatigué el barrio entero. Anduve por calles en donde nunca había estado. Paseé parques oscuros en donde los jóvenes, felices como un caracol en un espejo, se bebían la vida en un vaso de plástico en donde cabe un litro de algo. A ninguno se me ocurrió preguntarle por Nibelungo. Nunca se me dio bien abordar a un extraño. En eso soy como mi Nibelungo, un ser amable en el fondo, pero de una timidez enfermiza. Por eso me cuesta tanto trabajo entender qué hace mi perro en las calles, solo, sin mi protección, sin Wagner, sin la alfombra de paño turco bajo su panza, viendo películas de Stanley Kubrick. Seguro que el sueño es una premonición. Seguro que está en el depósito de cadáveres, aunque ahora que lo pienso, ¿tendrá el ayuntamiento de mi ciudad un servicio para estas inconveniencias urbanas? Un perro muerto, a la vista de todos, expuesto al dolor de sus dueños y a la visita de las moscas , debería ser recogido, tratado con el respeto que merece. No me dejen ir por aquí, que voy a echarme a llorar. Nibelungo está con Traviato, el perro con el que se ha fugado. Porque es una fuga. Volverá a casa. Un día de éstos, sin que yo lo espere, sin que una señal en el cielo me avise, sin que me lo pronostique un sueño, rascará la puerta con sus patitas, ladrará todo lo fuerte que sabe y moverá el rabo con el ardor de antaño. Yo le pondré la cabalgata de las valkirias en el equipo de alta fidelidad, le dejaré que elija película por la noche y lo sacaré de paseo por los parques. En esa bendita felicidad, me afeitaré la barba, rogaré a mis jefes que me permitan volver al curro y buscaré a mi mujer sin descanso solo para pedirle perdón y hacerle ver que la amo y que mi vida, sin ella, es un completo desastre. Tenemos que ver otra vez los tres El cartero siempre llama dos veces. Es nuestra película favorita.

 

El mar


 El mar


El mar es entusiasmo azul y las playas son su piel antigua y su cuenta de asombros. También la aristocracia del pobre, la concreción sencilla de su anhelo de esplendor. Apostarse frente a él y escudriñar su inagotable afán de infinito es comprender la fragilidad y la belleza del mundo. Se tiene del mar la propiedad de lo fugaz y de lo divino. Es una catedral sin la arboladura de los mástiles, un cielo invertido, un libro que nos lee. Hay días en que su añoranza es insoportable. Días de seco llanto o de hondo y terco sueño. Un espejo para quien se deja mirar y luego no indaga la materia de lo reflejado. Un cuaderno de apuntes de lejanías. Un alivio para cuando el aire pesa como un mal fardo de esperanzas. 


Ilustración / José Manuel Benítez Ariza

141/365 Sylvia Plath

  



23, Fitzroy Road, Londres. Era la casa en donde había vivido W.B.Yeats. Estaba bien para ella y sus dos hijos. El alquiler no era excesivo. Una ventana daría una luz preciosa para escribir. Lo haría después de atender a Frieda y Nicholas. Ted había sido infiel, una vez más. Ya nunca vivirían juntos. Esta vez se engolosinó de una chica que también escribía versos. Londres es buen sitio para morir. Después de que Sylvia Plath decidera meter la cabeza en el horno y se apagara la cortesía de la luz que tanto amó, vivió como tal vez hubiese deseado. Resplandeció su palabra poética, ese desajuste suyo del que no supo liberarse y que la invitó a desaparecer. Frágil como uno de esos pétalos que el aire incivil y el tiempo inapelable se obcecan en desmoronar, vivió en la creencia de que el don que portaba era en realidad una especie de maldición y que ese privilegio acabaría por arruinarla. Infeliz, a decir suyo, se refugió en la escritura. Ella la acogió y ella la apartó más tarde. Escribió de modo convulsivo toda su vida. No había día en que anotara algo en sus diarios o en que no manuscribiese un verso o un poema o pensara como piensan los escritores: esto que he visto no puede perderse, esto que he sentido no puede desvanecerse. Un poeta no es más sensible que cualquier otro ciudadano, pero la poesía curte y desgasta, rasga y se esmera en su delicado oficio de tristeza. Empezó a contarse lo que veía y a aplacar esa tristeza cuando murió su padre. No volveré a hablar nunca más con Dios, dijo nada más saber que su padre había muerto. Ahí Sylvia inicia su lento proceso de vaciado. En su diario (en uno de ellos) hay una anotación suelta que dice que morir es un arte. Yo lo hago excepcionalmente bien, subraya. Se levanta temprano, se sienta a escribir. Le sale un verso que dice así: "La muerte es un hueso triste, lleno de golpes". No es Sylvia la que hace esas cosas, ni la que escribe esa línea, sino Anne Sexton, su amiga del alma, cuando se entera de que ha muerto. No sabemos si Dios deja de ser un personaje de la trama en este caso.  Nos veremos alguna vez, espérame, le cuenta. Libera mi aliento de su dañina prisión. Quedó algo sin decir, el teléfono estaba descolgado. El amor, el que hubiera, era una infección, querida Sylvia. Anne se suicidó once años más tarde. Mis admiradores creen que me he curado; pero no, sólo me hecho poeta, escribió. Ya no beberían martinis en el Ritz al acabar las clases. Sylvia dejó de mandarle cartas. Una hablaba de plantar patatas y criar abejas. "Esa muerte era mía", le dijo Anne a su médico a propósito del suicidio de su amiga Sylvia. De hecho, el suicidio era un tema de conversación habitual en ellas. Teatralmente, escogían con mimo las herramientas con qué hacerlo. Si Anne Sexton decía del escritor que era alguien que con unos muebles hace un árbol, Sylvia Plath era el mueble y era el árbol.

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Después de que eligiera el horno, abriera la llave del gas y metiera la cabeza dentro, la vida continuó. El hueso triste no descansa. Antes de irse, había dejado preparado el desayuno para sus hijos. Tenía 30 años. Su primer poema lo escribió a los ocho. El destinatario era el padre muerto. "Hubiera querido martarte, pero / moriste antes de que me diera tiempo".  Hay cientos de cartas que envió a su madre (Cartas a mi madre 1950-1963) en las que había ya algo que preludiaba un horno o algo que invitaba al hueso a que la mirara con afecto. La niña y luego la adolescente contaron una enfermedad. Era la escritora en ciernes la que se volcaba en la hoja en blanco, que ocupaba el lugar de una familia como las demás. Se escribe con lucidez cuando no se puede hacer otra cosa que escribir. En la época de universidad, Sylvia intentó quitarse la vida. El instrumento fueron unas pastillas para dormir. Las ingirió en un hueco bajo el porche de su casa. Permaneció dos días desaparecida. Al oírla gemir, dieron con ella. La internaron en un hospital psiquiátrico y sufrió los efectos de una terapia de electrochoque. Los dos verbos, dormir y morir, tienen en común la misma sustancia de clausura. También ese amago de fin era material de trabajo. Tal vez la tentativa fallida afinó a la escritora. Poco más tarde, se la becó para que estudiara en Cambridge, en Inglaterra. Allí conoció al poeta Ted Hugues, al que amaba profundamente, al que odiaba con la misma vocación. Es, le dice a su madre en una carta, increíble. Siempre lleva el mismo jersey negro y una chaqueta de pana con los bolsillos llenos de poemas, truchas frescas y horóscopos. Era "un Adán desgarbado y saludable, mitad francés, mitad irlandés, con voz de dios tronante, un bardo, un contador de historias, un león, un trotamundos". La joven Sylvia se prende del héroe de las letras. Se entrega a él a sabiendas de que Hugues es un poeta laureado con fama de mujeriego. Pasan la luna de miel en Benidorm, que se reconvino en sus cabezas como el pueblo idílico de pescadores y casitas blancas. Era el primer hombre que se preocupaba por las palabras en la misma medida que ella. "Dijo mi nombre, Sylvia, y de un soplo barrió el desierto que ocultan mis ojos". Se puede encontrar el amor en un poema escrito a cuatro manos, aunque no hay noticia de que escribieran alguno juntos. Sylvia sólo escribió dos volúmenes de poemas en vida, Ariel y El coloso. La poesía póstuma es abundante, sin embargo. La campana de cristal es su único novela. Casi toda su producción es diarística o postal. 


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Plath es otra escritora rota. Dan juego los atormentados. Lee uno lo que se sabe de ellos 

y cree estar facultado para que la obra que dejaron adquiera un sentido distinto. Probablemente suceda. Que sepamos la dimensión de las cicatrices para meter en ellas el volumen de las palabras. Que el ruido del texto sea idéntico al de la vida y escribir sea una extensión dramática de esa tragedia privada. La caligrafía del dolor es ilegible muchas veces. Tenemos la experiencia, pero perdimos su significado, como escribió T.S. Eliot. Tenemos la misma condición de lo humano, pero la argamasa que une los trozos es caótica y posee vida propia. Sylvia Plath temía estar sola consigo misma. La soledad es un indicador de todos los demás indicadores de que algo va mal. Lo que prosigue, desafiante, es la escritura. Mientras el mal la carcome por dentro, con ese desvanecerse lento al que se ha ido preparando toda su vida, las palabras brotan con adámico afán. Antes de morir, le escribió a su madre: "Soy una escritora de genio. Se me ha concedido el don. Estoy escribiendo los mejores poemas de mi vida, los que me harán famosa". Ese deseo de perdurar, de ser reconocida en la literatura, no la abandonó jamás. De hecho, esa inclinación vanidosa fue la que hizo que se enamorara de Ted Hugues o que buscara siempre amistades que leyeran o que escribieran. Todo eran libros. Los escritos, los leídos, los por leer, los por escribir. Quiso creer en la ternura hasta que vio en el suicidio el acto de ternura más elocuente. Irse sería un ejercicio sintáctico. Unir una frase a otra. Dar con un punto concreto que cierre la idea que se desea contar. La vida era la idea. A Sylvia la habitó un grito, cojo un verso suelto que tengo delante. Las nubes eran figuras pálidas, irrecuperables. La fugacidad del cielo es la misma que la de la tierra. El cuerpo es una sombra que antojadizamente vacila y desoye la admonición del alma. O es al revés y es el espíritu el que danza y se yergue y acaba tumbado o encogido, mientras que el cuerpo, obediente, se agita, se comba, se dice y se desdice hasta que lo devasta la enfermedad o lo sorprende la visión final, la de un horno en una cocina de una calle de Londres en la que vivió el poeta Yeats. Ya no hay anhelo griego, se enseñorea la sonrisa del acabamiento, todo parece decir hasta aquí hemos llegado, escribe en Límite, su último poema. Fue vertical, pero hubiera preferido ser horizontal. 

Rembrandt es una catedral

  A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe  Ronda de noche , el inmort...