Clint Eastwood ha tardado un montón de películas (y entre ellas al menos tres o cuatro obras maestras absolutas) en adentrarse en una que se formulase enteramente alrededor de la muerte. Que lo haya a los ochenta años no garantiza que su mirada sea crepuscular o que mira a la parca con más complicidad de quien frisa los cuarenta. Imagino que esta película la podría haber hecho M. Night Shyamalan, caso de que recupere la inspiración perdida desde El bosque, y el resultado sería satisfactorio, hondo, cercano al discurso clásico que embadurna el sobrio (y aburrido) film de Eastwood. Este pensar en la muerte que ha convertido en cine deja una sensación agridulce. Está por un lado la querencia hacia el trabajo bien hecho de la que todo cinéfilo parte a la hora de enjuiciar (de disfrutar, primero) una cinta. El otro lado es el aburrimiento, el tedio, la certeza de estar asistiendo a un impecable ejercicio cinematográfico, una obra modélica, pero a la que se le ha extirpado deliberadamente todo vestigio de emoción, arrumbando todo el posible interés a unas especulaciones entre lo metafísico y lo sobrenatural sobre la naturaleza de la muerte, sobre la condición misma del mas allá.
Sí, puede aducirse que este farragoso argumento de Peter Morgan (The Queen, Nixon contra Frost) podría ser, en otras manos, cine almibarado, dulzonería, sentimentalismo. Incluso podríamos haber sospechado que un punto de thriller cabría. Que Eastwood es un zorro viejo, uno hecho a hacer suyas las ideas ajenas y montar en plan John Ford (esto lo ha escrito hoy muy certeramente Carlos Boyero en El País) una cinematografía personal, distinguible, a pesar de contener pasiones de otros. La mirada que Clint Eastwood vierte es de una sobriedad que ahuyenta. Las fronteras que cruzan y descruzan los protagonistas están débilmente dibujadas: no interesa hacer paisajismo del más allá, que en la cinta son pasillos con sombras y con luces, tenebrosos fondos de un cromatismo tenue, de una inspirada (aunque escasa) intención fantasmal; interesa filosofar, humanizar la muerte, dar cuenta de los timadores que abusan de la fragilidad de los vivos y los engañan. Eastwood no engaña a nadie: ofrece un espectáculo poderoso, que no se deja inquietar por los guiños de los fantástico (salvo esa gorra que vuela en el metro y lo que el vuelo evita) ni cae en el recurso de entrar en lo religioso. Poderoso espectáculo, sí, pero carente de interés a medida que la trama avanza y se gusta a sí misma, demorándose, construyendo una previsible espiral de acontecimientos que concluyen a poco de que la cinta cierre su telón. Y esa súbita conexión de todos los elementos dispersos que han ido rellenando las dos horas de película no satisfacen del todo: piensa uno que ha habido un exceso de rigor, un abandono deliberado (imagino que deliberado) de la tensión dramática, incluso del suspense narrativo. Nada o casi nada hay en el argumento de Morgan ni en el manejo coral de Eastwood reprochable salvo el desconcertante final. Se diría que se le ha ido de las manos el tono de la historia y no ha sabido (o no ha querido, en fin, es Eastwood, es junto con Scorsese y con Woody Allen el último de los grandes) decidirse sobre lo terreno o sobre lo que no lo es. Esa indecisión emborrona el interés, desplaza el punto de atención hacia tres historias de diferente calado narrativo. Gana (con mucho) la de los hermanos londinenses y se despeña o se pierde arrastrada por el tsunami portentoso con el que abre la obra la de la periodista francesa, que lastra el conjunto y hace que uno desee que la mirada se centre y no fluctúe y no cree la incómoda sensación de no saber casi nunca qué nos están contando.
Manejar la trascendencia sin caer en el tedio: he ahí el objetivo fallado. Queda, a beneficio de fans del tito Clint y paseantes casuales por las salas de cine, la puntual rendición de un clásico que, como Woody Allen, no estando en la posesión del talento, todavía ofrece cine de calidad y algo que este escribiente considera fundamental para no perder el hilo de la felicidad: saber que de vez en cuando la cartelera va a traer otra película de Eastwood, otra de Allen, otra de Scorsese. Quiero mi ración de toxinas en forma de fotogramas. Me da igual salir del cine como hice ayer: un poco apesadumbrado, como si me hubiesen de pronto retirado la posibilidad de seguir agrandando la leyenda de alguien que ha contribuído a que yo sea más feliz. El cine, créanlo, hace esas cosas. Por eso se le excusa el fiasco. Está mayor. Yo a los ochenta, si es que llego y no me desgracia la ilusión cualquier anomalía cromosómica, creo que voy a dejarme caer en el sofá y voy a escuchar lo que me cuentan los otros. Eastwood, al menos, octogenario, sigue haciendo caligrafía. Hermosa, adictiva, las más de las veces, pero estos renglones le han salido turbios, le ha temblado el pulso, se ha empleado con menos vigor. Así que Invictus, que ya era plomiza, plana y aburrida, se ha visto superada (ay cómo me duele) con Más allá de la vida. Se oye que va a hacer un musical (remake de Ha nacido una estrella) con Beyoncé de rutilante diva. Se oye también que maneja dirigir una historia sobre el avinagrado y retorcido Hoover. Que se deje de musicales, que la vida es muy traicionera y el más allá (a los ochenta) está más acá de lo que parece. No crean que me he puesto tétrico: sólo basta que se desanime, sólo basta que se aleje de los platós y pasee su magisterio por festivales para orgullo de los entendidos.
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