30.11.20

La increíble historia de Xavi Swinger

 


El rock tiene la elocuencia de sus tiempos. Cada género adquiere la impronta de la época en que nació y progresa conforme a ella. La música es ese estado de las cosas al que uno se inclina con la intención de entender lo que le rodea y, si eso es posible, entenderse uno mismo. Hay discos que responden a ese criterio y hacen escrutinio de la realidad y la subliman. Quien los crea se sabe portador de un oficio, se respeta a sí mismo y, sobre todo, cuida que ese respeto pueda expandirse y aplicarse a quien se acerca y escucha. Hasta ahí mi escrutinio sentimental del rock como lenguaje universal. Sirva como convencido elogio del género y como prefacio de un buen ejemplo suyo.

Xavi Nuez viste de sociedad a Xavi Swinger, un Ziggy Stardust con el pedigrí de su época y de sus raíces, un poeta urbano (eso está muy usado, pero conviene aquí). La increíble historia de Xavi Swinger es un disco arrebatadoramente clásico. Esto es: no desprecia las influencias previsibles, no renuncia a ninguna influencia, pero tiene algo que lo hace genuino, eso tan difícil. Lo que consigue (hay mucho trabajo atrás para tener esa propiedad) es entregar al oyente un sonido reconocible, una textura fácilmente reconocible. Poco (muy poco) tiempo después de su anterior disco, Xavi Nuez idea otra aventura, se desplaza de un patrón a otro y factura un disco que requiere entregarse, escarbar en las historias de sus letras (pueden anudarse en una) y disfrutar de cuarenta minutos de una vigorosa lección de oficio. Está muy bien ensamblado todo: guitarras con distorsión y sustancia, vientos colocados con mimo, no como liviano aditivo, voces más trabajadas que en discos anteriores y un esmero en las melodías que se advierte a la primera y gana conforme se le conceden posteriores escuchas.
Los alardes de punk (qué músculo tuvo) los atenúa con pequeñas briznas de dulzura. Porque no es un disco seco, de áspero arrimo. Tampoco sería recriminable que lo fuese. Se advierte una voluntad de aunar fórmulas asequibles y episódicas trazas más complejas (Sadomasoquista o la que da título) o la de encaramarse a tempos más pacíficos (Amor perdido) sin abandonar el leivmotiv general del disco: su insobornable deseo de que el ruido del rock triunfe por encima de cualquier otra consideración. Dicho y hecho. El plan es dar caña (la hay) y dejar la sensación de que el género está vigorosamente vivo y exige nuevas adhesiones, más leña, más madera, mucha más presión.
Este cuarto álbum de Xavi Nuez (tras Historias varias, La ultima estación y Cuando nos creíamos poetas) es también una declaración de intenciones narrativas: las letras están más cuidadas (me encanta que Dorian Grey ande por ahí y diga que le quema el alma en Luchas en tu habitación) y hay complicidad entre lo contado y lo musicado, permitidme esa licencia. Por lo demás, mucho camino por recorrer. Xavi Nuez puede viajar sin coger un avión (Esperpéntico) y contribuir al circo de la música sin renunciar a unos ideales sonoros. Habrá disco nuevo pronto: fertilidad y compromiso, ganas de trabajar. En estos tiempos extraños, agradece uno esta convicción, este pequeño puñado de propósitos sanos y festivos. Es un tipo libre el tal Xavi Swinger. Descree y cree, ama el amor, es feliz con su provocación íntima y áspera a la vez. Rebelde y clásico. Un buen disco del amigo Xavi. Otro.

28.11.20

Las palabras

A mi amigo del alma Antonio Sánchez. En estos momentos duros las palabras cobran la importancia más grande.
Con la felicidad de las cosas sencillas, cuando el ánimo se da la licencia de ocuparse de lo liviano, he estado parte de la mañana decidiendo si un verbo era más conveniente que otro en un escrito en el que ando metido. No decidiéndome entre entenebrecerse y atenebrarse, noté que el texto cobraba una dureza que no esperaba, como si se apagara el empeño y no hubiese manera de hacer avanzar las palabras. Hay veces (las más) en que unas llaman a otras y uno hace como los escultores con un trozo grande y mudo de mármol al que desean dar forma: se limitan a seguir una inercia en el cincelado. En cierto modo, escribir es dejar que el cincel de las teclas (en este caso uso un teclado) extraiga el contenido oculto. Se tiene la certeza de que anda ahí abajo y que lo único que hacemos es retirar la sustancia inútil y hacer que aflore la relevante. Una vez que acepté con cuál verbo quedarme, el resto sucedió con absoluta fluidez. Al final, lo de menos fue precisamente el texto en sí mismo y ese obstáculo no lo malogró del todo. Lo que cundió (todavía ahora anda mi cabeza en alegre perturbación) fue la pertinencia de unas palabras o de otras. La boscosa abundancia de ellas hace que en ocasiones cueste apartar las débiles del propósito que nos ocupa y decantarse (no sé si ese verbo es el más apropiado, ahora que lo pienso) por alguna de un vigor más útil o que posea una ubicuidad perfecta, como si no hubiese ninguna otra que se arrogara la posibilidad de reemplazarla. La escritura es un discurrir ininterrumpido de voces que inadvertidamente concurren y a las que damos el mayor de los aprecios, y también el mayor entusiasmo. Da igual si se entenebrece o se atenebra uno. El verdadero interés no es el ajuste exacto de esas palabras sino (tal vez) la posibilidad de que una vez que ha concluido su volcado no haya con qué rehacer lo hecho. Como si ya no fuese posible pensarlo más, ni acicalarlo más tampoco. Como si el ingreso de una corrección perturbase algún equilibrio interno del que no tenemos evidencia, pero que intuimos. Una de las fiestas de la escritura es esa extracción feliz de las palabras. No siempre están disponible. En ocasiones, se zafan, no se avienen a que se las retire de su confinada estancia. Luego la mañana se quebró al recibir malas noticias (muy malas) del mundo real, no el narrado ni el buscado. Todo volverá a su cauce, Antonio. A eso iremos juntos.

26.11.20

Pandemia y disciplina

 Es la disciplina la que nos salvará, aunque la ciencia contribuya a que se aminore la espera. Disciplina y sacrificio, respeto y paciencia. Sin embargo, se constata que en nuestra voluntad, la adquirida por la educación que hayamos recibido, no abunda esa disciplina, ese obediencia a un bien mayor conducida con premiosidad, pero eficaz, a poco que se piense. La censuramos porque no es grata o porque implica renuncias que no estamos dispuestos a tener. No sabremos con certeza si esa medicina dará resultado, pero su ausencia sólo acentúa la enfermedad o retrasa su cese. El escrutinio de esa impaciencia ofrece, mientras tanto, bajas irrecuperables y cunde la idea de nuestro fracaso como sociedad, ahora que se la ha puesto a prueba y debe responder com entereza y con esperanza. A la fe no se le puede arrogar la facultad de la cura: ahí carece de eficacia, no es ése su campo de trabajo.

Es el desempeño personal de cada uno (la capacidad de abnegación, el peso de la responsabilidad) el que rubricará la victoria en esta pandemia. No se tienen evidencias de que esas nobles intenciones consigan un resultado feliz, ni que la disciplina, el sacrificio o la paciencia surtan el anhelado efecto sanador, pero lo que no es admisible es el egoísmo o la ciega creencia de que este caos está en manos de otros, no las nuestras. Estamos ciegos y sordos y ni siquiera tenemos conciencia de que estemos ciegos y estemos sordos. Se nos da mejor el riesgo, ese veneno. Están más inculcadas en nuestra idiosincrasia la apatía y la despreocupación. Dan igual los muertos: son de otros. Incluso los allegados nos incumben sin la fatalidad prevista. La mejor vacuna es el sentido común y es posible que no haya tiempo de que sepamos usar esa herramienta una vez que decidimos manejarla. La disciplina es la más cara de las medicinas. No la fabrica ningún laboratorio. Se aprende en casa, en la escuela, en la calle, en cualquier lugar en donde uno decida pensar en los demás y deje de buscar únicamente su propio beneficio. Y no son buenas fechas las muy festivas que se acercan. La cuesta de enero podría ser inabordable.

Nueva reseña sobre las mujeres pembote

 “Una mujer pembote micciona erguida para emular a su hombre, al hijo, al abuelo. El orín caliente resbalado muslo abajo las protege de algunas enfermedades tropicales. Una mujer pembote que no miccione erguida para emular a sus varones termina atacada por una caterva asombrosa de males que minan su salud con furia incontenida. Se le descuelgan los pechos a temprana edad y la lozanía del rostro se muda en un caos de sombras y arrugas. Las mujeres pembote, al desposarse, juran que no traerán mujeres al mundo. Si caen en el error de alumbrarlas, juran que las educarán conforme las educaron a ellas y con arreglo a los designios de su dios, que es un árbol milenario que preside la montaña. El árbol divinizado no consiente que las féminas de la tribu miccionen, como sucede en otros poblados, en cuclillas. Las virtudes del orín caliente derramado muslo abajo hasta el mismo pie ha producido una rica literatura de transmisión oral (los pembote son ágrafos) que se recita en plenilunios para conciliar más gratamente el sueño en una suerte de nana tribal y ruidosa que también posee la facultad de espantar demonios, despertar en los adultos el apetito carnal y ahuyentar fieras de la jungla. El hecho incontrovertible de que ganan en número los hombres hace que las escasas mujeres pembote, ligeras en sus costumbres amatorias, sean adoradas en algunos poblados como si fuesen diosas y se las proteja para que se encinten cuando los astros así lo concedan. En materia religiosa, el pueblo pembote no consiente dioses permanentes y los intercambia según el ánimo con el que afrontan el nuevo día o el sueño que hayan tenido durante la noche. 

Otro episodio de consecuencias literarias es aquél que fomenta la banalización absoluta del sexo. La mujer pembote propende a buscar hombre estable que la colme de hijos, pero vive en lícita mancebía lúbrica y fornica con impudor y hasta en público. Es pieza habitual ver un corrillo de muchachos que observa a una pareja entregada, en una sombra, a la vera de un cauce, al amor. Cuando la mujer pembote deja de ser fértil, se la destierra a la linde del poblado donde crece, asalvajado, el cuyampembote, la flor de los deseos. Masticada, hace que vuelva el menstruo para que todo sea como antes y el destierro concluya. El hombre pembote tiene el único deber de satisfacer sexualmente a la mujer pembote. Un collar estrambótico al cuello delata al hombre incompetente en lo que concierne al fornicio. Cuando el conquistador extremeño Ricardo de Guzmán devastó, hacia 1.540, la aldea pembote, unas cuantas mujeres lograron huir y fundaron, río arriba, un poblado. Los hombres, con el tiempo, fueron obligados a miccionar en cuclillas para emular a sus hembras y el árbol-dios fue cortado y quemadas una a una todas sus caprichosas cortezas. Una mujer pembote de rasgos extraordinariamente hermosos fue traída a España por un capitán de nao y convertida en su amante en Madrid. Con el tiempo, la mujer pembote montó un burdel y obligó a sus meretrices a miccionar erguidas. Dios no desatiende a ninguna de sus prodigiosas criaturas ”

(Tomado del diario del abad Nuño de Balboa, 1774)

25.11.20

Maradona

 


En los panegíricos se alude invariablemente a la épica, que es un género venido a menos por imperativos de la narrativa vertiginosa de la actualidad. En el día en que ha muerto Diego Armando Maradona a uno se le vienen a la cabeza hazañas increíbles en un campo de fútbol. Fuera de él, sin vestir la indumentaria de los equipos en los que jugó, Maradona fue un ser excesivo que no despertó mayores afectos, salvo que uno sea un hincha encendido. Algunos de esos ya andan diciendo que es el fútbol el que ha muerto: no han sucedido tal cosa. Lo que sí ha hecho este triste acontecimiento de hoy es hacernos volver a su genio y repensar (darán cientos de imágenes de sus endiabladas jugadas) lo sublime de su oficio. En una época en que hacían faltan héroes (cuándo no ) él se arrogó la facultad de ser el más grande de ellos, más en su Argentina, país del que no se podrá nunca disociar su gesta, la de un pibe de barrio que llegó a donde nadie lo hizo y se ganó el respeto y la admiración de todos cuantos adoramos el fútbol. Fue, en esencia, un prodigio, un talento absoluto que se difuminó a medida que el hombre, no el jugador, trasegaba miserablemente en una considerable colección de adicciones, pero ninguna de ellas desbancó al mito. No creo haber visto a nadie como él en el manejo del balón, una especie de extensión espiritual de su propio cuerpo. Era suyo, le pertenecía. Goikoetxea sólo pudo amarrarle con una entrada brutal y todo inglés que ame el fútbol le tendré en la memoria de los milagros de los que fue testigo, aunque aquel extraordinario ariete les humillara con la jugada más grande de todos los tiempos. Es ese episodio el que hoy debe prosperar, no el alcohol ni las drogas, las bravuconadas y esa pose de chulo que le granjeó la antipatía de cualquiera que tuviese un poco de sentido moral o estético. Le pudieron las tentaciones. Era más de carne y hueso que otros astros de cualquier deporte. Hizo del fútbol un arte mayor de lo que era y confirmó algo que hasta entonces no estaba comprobado: un solo jugador puede ganar un partido. El suyo, el privado, lo perdió hace tiempo. Estaba en tiempo de descuento desde que intimó con el lado oscuro que cada cual lleva adentro. No tuvo disciplina, ni compromiso consigo mismo. Una vez muerto el hombre, el mito adquirirá un grado eterno. Ya no habrá el desquicio de noticias habituales. Nada de lo que suceda en adelante restará un ápice de su grandiosa existencia. Porque fue grandioso. No debemos a veces ingresar en las alabanzas hacia alguien el relato de su humanidad. Miremos sólo su esplendor en lo que hizo para que nuestra vida fuese más feliz. Diego habló en la cancha. El Pelusa ha descansado. Falta le hacía. Llevaba más fuera que dentro de este mundo los años suficientes como para no caer ahora en lamentos improvisados. Estaba en tiempo de descuento, eso me ha dicho hace un rato un amigo. 

23.11.20

Una pequeña historia de amor


 Fotografía: Tony Marciante, NYC, 1968 (Vía José Garrido)

Una de las ocupaciones que con más agrado ejerce es la de concederse el placer de tener algún rato al día en el que no dar cuentas a nadie de lo que haga o deje de hacer y explayarse en mí misma con absoluto arrobo, en la creencia de que ese desempeño personal terminará por redundar en los demás. Dicen que hay que empezar por quererse a uno mismo y desde ahí aplicarse en el amor al resto. Se refugia en los bares. No evita los concurridos: esos tienen un apresto más cálido de afecto anónimo, invitan a sentir la hospitalidad invisible de quien tal vez comparta contigo la misma escondida pena o el mismo encendido júbilo. Ahí se amarra al periódico o se pierde en las angosturas de un libro que pasea en el bolso y que la consuela cuando pierde pie con la realidad y precisa de un asidero fiable. Cuando se cansa de la lectura (no es obligatoria, lo que procura felicidad no es obligatorio) levanta la mirada y observa con detalle el mundo alrededor. Ve las caras de los desconocidos y entrevé en ellas un atisbo de la suya: nadie es tan distinto a ella, podría invertirse la geometría de los presentes y ocupar ella el banco en la barra y otro (da igual cuál) su silla apartada, su mesa erigida como un altar en el que desplegar las herramientas de su fe. ¿En qué cree cuando no hay en que creer? Probablemente en sí misma: esa devoción siempre sale a cuenta. Una vez que emprende el camino de vuelta a casa piensa que está yendo a un lugar desconocido. Allí tendrá su rutina de fiebre y de vértigo: la fiebre de la soledad y el vértigo de no importarle mucho. Prefiere esa soledad a la compañía: ha probado de sobra ambas. En su confinamiento elegido urde distracciones que la anclen aún más al silencio. No un silencio tangible, suprimido el ruido, incluso el amago breve de algo parecido al ruido, sino uno dulce y confortable, afinado como la cuerda de un violín que ha empezado a dar muestras de debilidad y al que se le puede extraer una brizna de belleza aún. Mañana volverá a la misma mesa, podrá ser otra, no tiene empeño en repetir una escenografía. Hasta acepta que el bar sea otro y otros los sobrevenidos compañeros que inadvertidamente participan en esa trama hecha un poco de sosiego y otro de expectación. Tal vez algún día alguien muy parecido a ella pregunte si puede sentarse a su vera y entablen una conversación improvisada (cómo podría ser de otra forma) sobre el peso del mundo o sobre el olor de la tierra cuando comienza con parsimonia a llover. Luego saldrían juntos y esperarían a que uno concertase una cita posterior. ¿Nos vemos mañana? 

21.11.20

Gabinete de curiosidades / El vino de las palabras


 

Las palabras compiten en ebriedad con el vino. Hay un vicio en eso, una constancia que se aprecia en la fluidez de esas palabras o en la inercia del vino. Se escribe para que nos concierna el mundo. El acto de registrar esa revelación no siempre es sobrio y da la mansedumbre que desde afuera se le concede tal vez con ligereza o ignorancia. Escribir es duro. Hay ocasiones en que se desearía no haber caído en esa costumbre y aliviarse (es el consuelo un ingrediente de los administrados) con otras herramientas.
Jorge L. Penabade
trasciende lo cotidiano, eso hacen los diaristas, escisión privada y luego pública del escritor. No todos se afilian a ese género, el de los diarios: requiere paciencia y también una sensibilidad de mayor amplitud que la estipulada para otros menesteres literarios.
Gabinete de curiosidades, el ambicioso y muy disfrutable retablo de varia lección, es una colección completa de las vicisitudes y de las afecciones del alma humana, lo cual da al escritor una línea estilística y compositiva de rango abierto, muy dispar y aleatoria, que recaba material de cualquier manifestación de lo real y lo tamiza con el alambique de un esforzado y atento entomólogo, reparando en detalles inadvertidos y en evidencias tangibles, sin flaquear en el pulso, arrogándose la función primera de la literatura, que es contar o, a la vista del resultado, contarse y explicarse la arbitraria y maravillosa complejidad de la vida. No es poco. Labor de orfebre meticuloso.
Tiene el arrimo de la cultura todo este volcado festivo. Luce con vigor el conocimiento, pero se ofrece sin pedantería, logro primero de la obra. Agradece uno la extraordinaria erudición, los nombres y las ideas de decenas de autores que colaboran en la restitución de todo esa remisión de emociones. Porque este gabinete es ante todo sentimental. Es la idea que perdura una vez se ha leído el libro y rumia a su antojadizo capricho las cosas aprendidas y las sentidas. Unas y otras expuestas en aparente desorden, pero guiadas secretamente por un vector reconocible. Entonces se manifiesta la metafísica y el cine y la literatura y la conversación de la trama de la existencia, tan extraña a veces.
Ahora a lo que me dedico es a retomarlo a instancias del puro azar: no releo página a página sino que abro sin gobierno las páginas y me dedico a explorar (ese verbo es conveniente) fragmentos aleatorios, trozos no asumidos, pequeños prodigios de bazar goloso en un paseo dominical a la luz de sol de la mañana. Se abre entonces una lectura nueva: es lo deseable en cualquier obra. Cae uno en la cuenta de que los diarios son artilugios de una intimidad compartida. Eso lo hubiese querido escribir yo, pienso a ratos. Esa idea la he pensado y no he sabido manifestarla. La gratitud es enorme. No sólo por la elocuencia de las ideas (es un libro de ideas, miles de ellas) sino por el esmero en su registro lingüístico.
Escribe muy bien Jorge L. Penabade. El habito da destreza. Alquimia y poesía. Deslumbramiento y recogimiento. Belleza y perplejidad. Más o menos los ingredientes de esa vida que azarosa y prodigiosamente nos concierne y de la que en ocasiones no tenemos asidero fiable. Gabinete de curiosidades reluce con humilde vocación de servicio. También esa es una de las funciones de la literatura, la de concebir un bosque tupido de sombra y de confort. Se está bien dentro, agrada volver. Dentro hay colmo de amor a la vida y deseo de que nos fascine y hagamos del mundo un lugar mejor y más hermoso. Luego está el Jorge amigo. Ya le he contado lo feliz que fui cuando me entregó su libro y me erigí su único lector. Como si fuese a mí a quien iba destinado. Ese milagro sin interrupción. El vino de las palabras.

20.11.20

Otro

 Me pregunté anoche (es un decir) qué podría hacer con mi vida para que fuese otra. No por menospreciar la corriente, sino por apetencia singular, por mera distracción pasajera. No tenemos oportunidad de convidarnos a ser otro y poder, a voluntad, regresar a quien fuimos, visto que se está bien ahí (siempre hay trabas, no crean) y tenemos experiencia biográfica. No sabiendo a qué nueva indumentaria acogerme, concilié el bendito sueño con esa incertidumbre alojada en el frontispicio mismo de las primeras voluntades del día entrante. Caí al despertar en la prevista cuenta de que debía cumplir con las obligaciones habituales, en esa rutina inaplazable de picar en el trabajo y ejercerlo con el entusiasmo frecuente. En el transcurso del día, conforme avanzaba y luego cuándo declinó y anunció su previsto finiquito, no vislumbré con qué reemplazarla, en qué aplicarme devotamente para saldar mi anhelo de anoche. Careceré de la intendencia requerida para sufragar ese deseo, pensé. No sucedió tal cosa. He sido otro a plena satisfacción. He avanzado en la construcción de mi novela. Claudio Acevedo, su atormentado protagonista, me ha dejado ejercer esa bilocación y he podido estar un buen par de horas arrimado a sus peripecias. Qué alivio la escritura. Sale uno de ella reconfortado, regresa al trasiego de las cosas con renovado ímpetu, permite el vuelo.

14.11.20

La casa de las historias son las librerías




 'La librería de Pieter Meijer Warnars' (1820), de Johannes Jelgerhuis. 

Hay librerías que parecen tu casa y también uno hace de su casa una librería. Faltan baldas para los libros por venir y falta vida para leer los que todavía no han sido abiertos y esperan que se les conceda el milagro de que existan. Mientras ese prodigio no ocurre, ocupan su lugar elegido y entablan con quien se hizo de ellos una especie de tácito flirteo. El viernes fue el día de las librerías, pero siempre desconsuela que las cosas fundamentales de la vida tengan un día en el que festejarlas. Se tiene la sensación de que los otros no están a la altura o que un solo día no cuenta y haya que ampliar los festejos. He sido feliz en ellas y sé que hay esa celebración perdurará como un pequeño regalo que uno se dispensa y en el que pierde gozosamente el sentido del tiempo. Tal vez sea ese el fin último de la literatura: liberarnos de las ataduras del tiempo, confiarnos una medida diferente de las cosas, declararnos depositarios de un milagro secreto y único. Hoy he leído a mi amigo Joaquín Pérez Azaústre un maravilloso texto sobre los libros y sobre las librerías. De todo lo hermoso que ha escrito me quedo con la idea de entrar y buscar y perderse y salir con el libro que no esperabas. "Desconfía de los lectores que van buscando un libro y nunca se llevan otro, que jamás cambian de idea, que no entran en el juego de mirar y tocar". La última vez que entré en una llevaba la idea de traerme un libro de poemas de Claudio Rodríguez y salí con La trilogía de Nueva York de Auster. Tardé más de lo previsto en dar con él y en todo ese rato de duda y de felicidad y de viaje abrí y cerré decenas de ellos. Qué placer esa incertidumbre, qué festiva la vuelta a casa con mi libro en la bolsa, esa promesa de alegría y de recogimiento. Cuando compro un libro por la red (lo he hecho muchas veces, lo haré más veces), pierdo esa aventura personal, la del encuentro con el objeto físico llamado libro. Piensa uno que tiene a mano la salvación y que solo precisa escoger la forma en que dispensársela. Son las palabras las que curan. Ellas hacen todo el trabajo. Se arriman unas a otras, buscan la posición más idónea y montan un cuento o un poema. Las más osadas, las que tienen más coraje o disponen de más tiempo, construyen novelas, pero no hace falta que estén impresas o que las contenga un libro. También curan las palabras que decimos y las que escuchamos. Uno cuenta lo que le pasa o escucha lo que le pasa a los demás. El modo en que esas palabras confortan no es nuevo. Somos las historias que nos cuentan. Mientras que las escuchamos, el tiempo se encorva, se aligera, se expande, se fragmenta, se comba, se alarga. Hay libros en los que incluso desaparece. No creo que todos sirvan para ese propósito. Yo he visitado algunos. No todos son recomendables: los libros nos eligen a nosotros de alguna manera. Hay autores que idearon su historia para que tú la leyeras. Conforme entras en ella adviertes ese regalo que te hicieron. La casa de las historias son las librerías. 

13.11.20

Desahogo

 Es cosa corriente que a la escuela se la ignore o se la ningunee o se la desatienda y también que esos atropellos surjan de adentro suya y la propia autoridad que la rige caiga en ignorarla, en ningunearla o en desatenderla, ponga usted el orden o agite la masa resultante con brío, a ver qué sale. Afuera viene a suceder más o menos lo mismo: hay quien la aprecia sinceramente y quien la menosprecia (o ignora o ningunea o desatiende), eso a pesar de que incluso ese menosprecio, me refiero a la facultad de esgrimir argumentos, provenga de la misma escuela, que es al cabo la que arrima el conocimiento hasta para los que se la enfrentan. Nada hay cuyo germen no esté en los rudimentos anclados desde la escuela, luego afinados y desarrollados, como un buen instrumento que el músico cuida con embeleso y mimo. Hay una zona de penumbra de la que no nos zafamos los obreros escolares. Por más tiempo que pase, no cuaja la luz, cierto esplendor legítimo que se le hurta con obstinada frecuencia. Y es nuestro, nos pertenece. Se manifiesta ese frivolidad o dejadez con la que se habla de ella sin hurgar mucho. Semeja una niebla espesa que malogra su avance óptimo y traba su más elemental consideración: el prestigio. No abunda, no lo percibo yo al menos. Se constata esto porque llama la atención si se la cita favorablemente, cuando se la aplaude y se le conceden los galardones que merece. Al buen maestro se le reconoce por la vocación, por el optimismo y por el compromiso. También al buen médico o al buen agente inmobiliario, pero el maestro tiene en sus espaldas un peso mucho más delicado. De cuanto haga vendrá todo lo demás. Es insobornable ese argumento. Lo que sea de nosotros en el futuro se extrae de lo que produzca la escuela en el presente. Es así de sencillo. Es de la opinión ajena de lo que hablo, no de su funcionamiento, a pesar de las trabas que se le colocan y de la escasez con la que se maneja. Que hoy haya vuelto a escuchar despotricar contra la escuela en una conversación pillada casualmente no es nuevo, pero cansa. Ya no se altera uno en demasía. Se guarda su opinión, prefiere no rebajarse a entrar en una discusión de la que no saldrá feliz, aunque tal vez sí desahogado. A lo que no se resigna el oficio de maestro es a la desconsideración, eso viene de antiguo. Tal vez suceda que ahora todo se difunde más y llega más lejos y con más eco, son los signos de los tiempos, pero las dos señoras dándole caña a la institución escolar no necesita el concurso de las redes sociales. Creo que di clase de inglés al hijo de una de ellas, pero seguro que no sabría de mí, ni le importaría que escuchase su retahíla. O no, es posible que el destinatario sobrevenido fuese yo y me quisiera al tanto de su parecer. He aquí el desahogo. Me voy a mi escuela, a ver si hago algo de provecho por mí mismo (ese es el aliento primero) y, de camino, por los demás.

7.11.20

Viva Nadal

 Algunas cosas nos conciernen más que otras. Crean la sensación de que nos impelen a tutelar su presencia en nosotros y no descuidarlas. Uno puede libre y gozosamente sentir que son parte primordial de nuestro proyecto de vida, sea eso lo que sea. Así que de pronto se hace fuerte la imperiosa necesidad de participar en empresas que no se nos atribuyen. De ahí que uno se haga súbito interesado en quién ocupe el sillón del Despacho Oval o qué pasará finalmente y concuerdan en género y número pandemia y vacuna o si el emérito monarca acaba en los pasillos de un juzgado de instrucción o si la ministra Celaá pierde repentinamente el interés en la política (qué ilusión) y aplica su talento a llevar la representación legal de una firma de longanizas catalana o si Messi levanta cabeza y vuelve a ser el astro rey del planeta fútbol y así febrilmente y sin interrupción, proclamando nuestra sincera adhesión a las más razonables o peregrinas empresas: no es alocado pensar que todas ellas concurren a su antojadiza manera a nuestra llamada de consuelo o de auxilio o de sencillo y jovial entretenimiento. Hoy me siento particularmente feliz al saber que Nadal lleva mil partidos ganados en el circuito del tenis mundial. Ya ven. Nada extraordinario, habrá asuntos de más fuste y hondura, pero qué tío Nadal. Qué bien me cae. Más que la Celaá o que Trump e infinitamente más que el soso Messi. Se está bien teniendo modelos a los que seguir o aplaudir, pero llena más tener claro a quién no seguiríamos ni aplaudiríamos. El caso es tener un lugar en el mundo

3.11.20

Pandemia y rutina

 Queda uno en contable sobrevenido, sin facultad ni titulación, de la pandemia mediática. Porque ese es el problema: estar asistiendo a una debacle sin paliativos ni instrucciones de enmienda y no atisbar asidero fiable ni autoridad competente y carecer de instrumentos que hagan asumible el roto interior y ajeno, el lenitivo que cada uno se prescribe cuando a solas (sin injerencia externa) se para a pensar en qué hicimos mal, no por ser agente de este desmadre sino por ser paciente suyo, enfermo en primera o en tercera persona, según te haya alcanzado el contagio. Hay mucho dolor que tardará en cicatrizar. Cuando esto acabe (lo hará, es cosa de tiempo) tendremos que aprender a convivir con la memoria de esta guerra cruenta e invisible. Habrá más bajas, menos tangibles, negocio para los psicólogos. Hablan de la cura a ratos, pero no se encienden aún las alarmas de la convalecencia. Bullen las calles todavía, no hay prudencia, carecemos del miedo. Se le da poca jurisprudencia al miedo. Sobrevivimos a ciegas, avanzamos a oscuras. Van cayendo las víctimas, se colapsan los hospitales y continuamos retando al mal, driblando su abrazo. Con que a mí no me toque, algo así. Todo esto es una evidencia de lo poco que hemos progresado como sociedad. Es la civilización del confort, la residencia del bienestar. En cuanto se ha venido abajo el modelo construido, se ha ofrecido la verdadera imagen de nosotros mismos: irresponsables e ignorantes, no sé en qué medida cada una de esos cabales adjetivos. No habrá salud hasta que de verdad la apreciemos. Primar la economía a la salud es un atajo peligroso. No cuadra que prospere un negocio si no hay quien lo haga prosperar. Tampoco que cierren y se ensañe con ellos la bestia de la pandemia. Anda como loca. No tenemos con qué combatirla, se nos ha rebajado al tristísimo papel de contador de las bajas, ese oficio estadístico. Se pide que nos confinen o que no lo hagan, hay quien exige contundencia y quien la censura, hemos visto manifestaciones vándalas de esa segunda opción estos días. No representan a nadie, salvo a sí mismo, qué exhibición tan bárbara, ni siquiera a los que argumentan la intromisión paternalista del Estado, comprobado ya de sobra su torpe manejo del desastre. Hoy escuché a alguien reclamar paciencia: no supe si darle o no la razón. Tal vez sea ése el camino: hacer acopio de paciencia, renunciar a los privilegios inherentes a la libertad que hemos amasado en el legítimo devenir de nuestra existencia como sociedad, pero algunos no se prestan, hacen oídos sordos o incluso se pronuncian a la contra y torpedean cualquier iniciativa que lastime sus derechos adquiridos. Desobedecen a sabiendas o sin el concurso de cualquier asomo de argumentos. Hoy he visto gente sin mascarilla por la calle. No me imagino qué se les debe cruzar por la cabeza (la escasa que tengan) para no precaverse contra el contagio o (por buscar un indicio de responsabilidad o de humanidad) evitar que otros sufran su desafección, esa militancia en la subversión, ya digo que algunos no son ni siquiera subversivos, les falta esa capacitación discursiva. Lo malo es que nos estamos acostumbrado a manejarnos en estos tiempos de penurias. Podemos seguir años así, contando muertos, escuchando el escrutinio de damnificados en los telediarios, criticando al gobierno, desoyendo las advertencias, conjugando con frívola ceremonia el verbo confinar.

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...