De las vidas ajenas apena que sean tan iguales a las nuestras. Por eso se incline tanto el ánimo a festejar lo extraordinario y busquemos héroes (sin épica, más de a pie) en cualquier circunstancia. Ahí estriba el compromiso moral e incluso la dependencia estética con el triunfo de los otros, de quienes logran cotas de esplendor que no están a nuestro alcance. En esa admiración radica la vigencia del héroe. Los de ahora no son épicos o lo son de un modo accidental e irrelevante. El héroe de nuestro tiempo es un volcado de muchos grumos, una especie de monstruo de frankenstein con el que algún equipo de mercadotecnia se ha empleado a fondo y se ha lucido. Vivimos a lomos de un caballo desbocado. A poco que nos descuidemos, nos desaloja de la silla, nos arroja al barro, nos pisa si no sabemos quitarnos a tiempo de su avance. Qué caballo es el que ahora montamos es de lo menos. Lo penoso es que nos arroje continuamente al suelo. Si Godzilla paseara esta noche por mi pueblo o las nubes se viniesen abajo por alguna inclemencia meteorológica, no revestiría mayor importancia. Llevamos un tiempo en que lo asombroso se ha convertido en costumbre y eso, a poco que se piense, no es bueno. Inmunes al caos. Encapsulados y a salvo. Miramos las proezas de los otros y pensamos que no está todo perdido todavía. Hay gente admirable que nos conmueve. No queremos ser como ellos, pero agradecemos que existan. Tiene que haber héroes. Que no vistan con capa ni usen un antifaz que los preserve no es tampoco cosa apreciable. Hoy he comprobado en clase que mis alumnos son héroes: a su infantil modo hacen cosas absolutamente prodigiosas. Son los míos, los que admiro cuando necesito algo a lo que aferrarme y con lo que batallar el sindiós de los días, que están de un levantisco un poco cabrón. Eso no hay quien lo discuta. Se puede matizar el grado, pero no retirar el adjetivo.
12.1.21
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