13.1.21

Dietario 13

 La penuria es la hambruna del alma. Se la hiere con poco, de sensibles que somos, de expuestos, pero a veces basta incluso una desazón leve, un arrimo pequeño de fatalidad, y de ella andamos sobrados últimamente, entre unas cosas y otras, algunas con más fiereza. La conversación repetida suele ser la del recuento de penalidades propias y ajenas, una especie de inventario prolijo de adversidades que creemos menos cruenta si se tiene conciencia de ellas y se pronuncian, embutidas en el resto del texto, acopladas a él por ver si no desentonan en demasía. Las de hoy, algunas que se me han confiado, no rebasan la tragedia de otras que se han escuchado antes, pero tienen su cuota de dramatismo. Nos acostumbramos al dolor con pasmosa facilidad: lo hacemos familiar, parece extensión doméstica de nuestra existencia. No nos atrevemos a desoír ese relato pormenorizado, hacemos cuanto podemos por exhibir la solidaridad requerida, podemos llegar a la conclusión de que no sería de extrañar que ese relato sea también nuestro. Es un argumento repetido. Hay días en que uno cree que cuadran admirablemente en el anterior: no difieren entre ellos, leves interferencias que los hacen distintos, pero podrían ensamblarse en uno, hacer que ambos adquieran la propiedad de la unidad, aunque sean dos o tres o cien. No hay dos iguales y todos los días igual, cantaba Leño en su Calendario, una pieza del antológico Más madera. Qué tiempos. Todo sigo ardiendo, aún así. Mientras haya luz, decía un cantautor, no recuerdo cuál: en aquella época los había por decenas y ha perdido uno el ajuste en la memoria y me parecen asombrosamente el mismo. Hoy, no sé por qué, hay menos cantautores. Es verdad. No hay tantos como antes. Tiene que haber una razón. Hay una para cada cosa. 

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