Fotografía: Ramón Massats
A la pérdida que antecede al duelo no se nos prepara a fondo, no hay una pedagogía que nos asesore sobre cómo afrontar el dolor de los nuestros que se van. Decir "se van" es ya un desgarro lingüístico. Las palabras, si no se esmera uno en escoger las menos lesivas, dañan como si fuesen cuchillas que rasgan primero y, con fruición después, escarban, se obstinan en dar con el hueso, que es al límite animal, el final de la sensible carne. A los muertos que tenemos les debemos la vida que tuvimos, la que nos quede. Los vivos somos unos privilegiados, se mire como se mire: da igual que la tragedia ronde sin que se la invite o que haya días tristes o huecos o grises para los que no disponemos de herramientas que los arrimen a la luz y al color noble y limpio de la alegría. Hay una edad en la que maniobra a su antojo en la cabeza ese apesadumbrarse terco que se parece a la desgana o a la indiferencia. No creo que haya alguna edad en la que estemos libres de su influjo, salvo la espléndida niñez, que es un desentenderse de cualquier circunstancia que arruine el fluir del juego, su niebla aplazada, su pequeño paraíso sobrenatural.
Se quiere casi siempre tener menos edad de la que se tiene. Uno anhela no pensar, no ceder al cómputo invisible de los días, a la constatación de la cercanía inapelable de la noche. La relación con el tiempo es complicada. Contaba mi amigo J.M. que para él vivir bien consistía en no meterse el dedo en el ojo más de lo soportable. Porque aseguraba que tendía a hacerlo, a su desgracia. Hay días que duele el cuerpo o duele el alma, pero esas inconveniencias no incumbe al tiempo mismo: le imputamos crímenes que no son fáciles de demostrar que cometiera. Apelamos a la nostalgia, la invitamos a que nos abrace y alivie, pero el pasado es una bruma, otra niebla, y tampoco es fácil manejarse en ella. La memoria es el saco de boxeo en donde el tiempo se deja lastimar: la golpeamos, pretendemos hacerle ver que fue ella la que nos lastimó, pero ninguno de los golpes que aplicamos hace que su piel exhiba alguna herida. En ocasiones, vemos a ancianos hablar con niños. Son curiosas esas conversaciones, todos hemos escuchado las suficientes. Se les entiende todo lo que dicen, pero solo ellos (ancianos y niños) están autorizados a comprender el significado completo, esa didáctica del tiempo, ese contar de su paso.
El otro día vi al viejito muy viejito soltar una prenda aforística al joven que le escuchaba: "Todo lo que hay en esta vida es no pensar en que se va a acabar muriendo uno". Así o de parecida manera lo diría. No registré las palabras exactas, no quise o no pude. Desde entonces no dejo de pensar en las personas mayores. Cuando me topo con ellas en la calle, caigo en la cuenta de que no falta mucho para que yo mismo me ponga a hablar con niños (lo hago a diario desde hace treinta y pico años en la escuela) y les advierta o les ilustre (ningún verbo sabrá contener lo que de verdad querría hacer al hablarles) o para que inadvertidamente suelte alguna frase precisa, sentenciosa, de esas que no están destinadas a ser escritas y más tarde leídas, sino escuchadas, abandonadas en el aire y perdidas con posterioridad probablemente en él. No sabemos nada de lo que es el tiempo. Tal vez sea la única cosa que el hombre, en su afán por entenderse, ha acotado enteramente. Toda la filosofía es una tentativa de darle un sentido. Todas las novelas son novelas que hablan del tiempo. Todas las palabras que decimos se empeñan, aunque no tengamos conciencia de esa voluntad, en respetar el antes, el ahora, el después. Este mismo texto que acabo de escribir (ya debo dejarlo, debo atender a la rutina de la mañana y salir pronto de casa) se me antoja que no dice nada o que lo que dice ya ha sido dicho antes por mí, por otros, por todos. Le estamos dando vueltas a la pieza de fruta (el tiempo es carnal, es sabroso, es puro) sin saber el porqué del hambre. Y la rueda del niño gira mientras el niño ignora que está girando.
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