Consultado el poso del café y el vaho en el cristal de la ventana de la cocina, leído en la suscripción digital el horóscopo y recitadas las oraciones favorables, Praxímedes Luján procedió a realizar sus deposiciones matutinas leyendo vidas de santos. Cogió el libro y dejó que el azar le abriese de par en par las circunstancias de Santa Filomena, asaetada en los tiempos novicios de la Santa Madre Iglesia según revela el osario hallado en la catacumba de Santa Priscila en Roma. Muy vivamente consternado por el martirio infligido a la santa, Praxímedes demoró la evacuación y quedó varado en una suerte de epifanía de naturaleza enteramente orgánica que le produjo un temblor añadido: el de la súbita comprensión de los avatares más hondos del espíritu, animado por una expresiva cascada de violines que encendiaban con primores de luz el aire del excusado. Feliz por esa revelación, imbuido por su dulce efusión sin brida, comprobó la textura de las heces, que resultaron de un tono dorado que atribuyó a la Santa Filomena, milagrosamente presente en esa intimidad intestinal. Oro puro, se dijo. Milagro sin metáfora. Las depositó con extraordinario esmero en una cajita labrada en maderas nobles que reservaba para altos propósitos materiales y se conminó a difundir el prodigio con abundancia de entusiasmo. Resuelto en esa beatísima empresa, acudió a la parroquia del barrio y expuso al titular del templo con colmo de detalles, incluidos los sublimados y los meramente escatologicos, la eclosión de fe obrada en su sensible ánimo. El sacerdote le hizo ver que una manifestación milagrosa no aseguraba la veracidad del insólito fenómeno. Que constatara la continuidad de la coloración fecal y, si persistía el arrimo del oro, elevarían el acontecimiento a las autoridades eclesiásticas.
No contento con la a su juicio disuasoria recepción del milagro, Praxímedes se irritó de modo que visitó un periódico local, una activa asociación de jóvenes católicos y hasta un notario que registrase la propiedad de la maravilla acaecida. Como quiera que el relato sólo levantó mofa, volvió a casa con la idea fija de perfeccionar el repentino atributo de su deyecciones y esperar a que un milagro mayor acaeciera. Cuando el cuerpo le invitó a sentarse en el humilde retrete, entró en pánico. Santa Filomena no intercedió en la reposición del prodigio. Sin el arrobamiento, no izado por la gracia de la divinidad ni embelesado por el arrullo solemne de esa emanación sagrada, Praxímedes defecó con rutinario y prosaico oficio. Nada que fulgiera ni se recamase de fina blonda. Devastado por la retirada de los favores del Altísimo, se obligó a no volver a leer vidas de santos y pidió al reticente párroco que le buscara impresos para apostatar. Se ha aficionado a ocupar sus ratos de deposición en lecturas de más frívolo apresto. Se recrea en coplillas galantes o en revistas de cotilleo. Ha cogido afición a la prensa deportiva. No oye violines ni hay oro en las heces, pero elude tratar con gente incrédula y de áspero trato.
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