“!Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme no parecer ante la vuestra fermosura. Piégaos. señora, de membraros deste sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece”
Don Quijote
Las andanzas de Alonso Quijano precisan del concurso de una dama a la que dedicar sus proezas en las lides de la justicia y de la que estar enamorado para cuadrar la imagen libresca del caballero andante, que es de tener el nombre de su amada por bandera y volver una y otra vez del campo del honor al de la hacienda para descansar el trajín del cuerpo y acometer nuevas empresas en su nombre. El amor es, más que un sentimiento, un instrumento más en la gesta de sus heroicidades. Labradora, de buen parecer y honesta, la moza Aldonza no deja de ser una evidencia liviana de una realidad de más ardorosa mística: la de la dama Dulcinea, que es perfecta sin más consideración al modo en que lo son las vírgenes en el recitado de las oraciones o en las transcripciones de su belleza en los pasajes bíblicos. Conferidos a ella los atributos de lo sublime, don Quijote se cree a salvo de calamidades, puesto que su amada, aparte del hecho incontestable de que aprueba o sanciona sus episodios caballerescos, le da un aura de verdadero caballero, arrimándole los dones de la fiereza y la valentía, aparte de las cualidades del justo o del piadoso. No dando el caballero con ella, Sancho Panza, su escudero fiel, le agencia una que puede ser sucedáneo de la verdadera amada, pero no triunfa el engaño: es zafia y hombruna, gasta modales bastos y hasta da un tufo maloliente si uno hocica la testuz cerca. Tampoco ella existe como personaje que de verdad actúe, aunque la cite Sancho y Don Quijote se desboque en amores y la haga ya para siempre Dulcinea. La mira con honesta prudencia y no la adula ni la corteja. No son ni Alonso ni el Quijote de lisonjas ni de arrullos galantes, pero todas esas maquinaciones del alma sensible y enamoradiza no necesitan ser reales, sino que operan en el espíritu platónicamente. Nada que usted y yo, amable lector, no hayamos ejercido en alguna ocasión, cercana o remota.
Por evitar decir algo que ya ha sido dicho, aun a riesgo de incurrir en alguna osadía o en alentar burlas y hasta descrédito, se le ocurre a este narrador (mero cumplidor de unos plazos) que Dulcinea está en realidad enferma de libros y son de caballería casi todos. Que no teniendo caballero que se prodigue en atenciones o en halagos, huérfana de hombre que la cite en sus andanzas, se le ocurre enamoriscarse de uno al que llama Don Quijote y hace nacer en La Mancha, aunque atienda a Alonso por nombre y su apellido sea Quijano. Lo hace descender de gente de alcurnia y blasón historiado. El flaco rocín con el que su caballero fatigó los campos de sus malandanzas era en su imaginación un brioso corcel traído de las mismas tierras africanas y las armas escuálidas que portaba para deshacer entuertos eran recias y temibles. Tiene su caballero fabulado un crédulo siervo que responde al nombre de Sancho Panza, al que ha engolosinado con la promesa de la gobernanza de una ínsula remota llamada Barataria. De todo lo disuade como buenamente puede, pero cae en la cuenta de que no es posible que su señor logre los propósitos que se ha exigido para merecer a su amada. En ese punto del relato, se debería mover de ecosistema o de logística (permitid que me exprese así) a Sancho Panza y confiárselo a la dama Dulcinea, que es en esta elucubración distópica la protagonista aquejada de locura y que tiene a mano un refugio que la alivie del mal que la enferma. Serán este consuelo los libros, la literatura, al cabo. Don Quijote es inventado por Alonso Quijano para que ejerza la trama de esa literatura en lugar de escribirla. Es un acto de pura valentía o de desidia narrativa. Hay una novela invisible en la cabeza del Quijote cuya protagonista es Dulcinea, aquejada de pura ficción, como el demiurgo que la labró e idealizó. Es ella, en el personaje de Aldonza, la que, por intermediación feliz del barbero y del cura, que animan a que se cure el mal de las caballerías, la que lo emplaza a que regrese y abandone su cuenta de infortunios, que él cree hazañas. No hay tal regreso: no desea ver a la mujer labradora y rústica sino a su “emperatriz de la Mancha”. Al final, cansado, enfermo, se deja y da con sus maltrechos huesos en la hacienda donde lo esperan con propósito de recomponerle adentro y afuera, el roto cuerpo y la deshecha alma. Con todo, Dulcinea es el mismo amor, el amor como luz o como brújula. El amor como el de la Beatriz de Dante. Ninguna existe, son injerencias de la ficción en lo real, literatura volcada en la vida. O tal vez sea al revés.
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