20.5.22

140/365 Amy Winehouse





 Lo asombroso del talento es que no precisa cambiar nada sino que se limita a copiar patrones y hacer que parezca todo nuevo. Interviene la calidad del material que se rescata. Puedes tocar un clásico del jazz sin modificar una nota, sin que intervenga la moda imperante. Puedes escribir un soneto como si fueses el mismísimo Petrarca, perdonad el atrevimiento. Amy Winehouse es la Billie Holiday o Aretha Franklin del siglo XXI. Le sobra talento (conjugo en presente, como si viviese todavía) y se le nota a gusto con el repertorio. Su voz suena creíble y, por momentos, pareciera que estamos en Detroit y que un jukebox de un motel de carretera estrena hits de la Motown que una negra adolescente baila con una botella de Coca-Cola en la mano. Como si las Ronettes reviviesen su esplendor. El soul ha regresado: tal vez nunca se fue, pero estaba agazapado en distorsiones, escondido en melodías pop, a la espera de recuperar el cetro perdido. Politoxicómana, bulímica, anoréxica, depresiva, insegura, problemática. Todos esos adjetivos (ninguno feliz) la esculpieron a fondo. Tal vez fuese lo que fue e hiciera lo que hice por cargar con todo ese peso de tragedia. Si hace todo esto presa de su particular alquimia narcótica es que es de verdad una excepcional artista, una gema absoluta. El resto es la galería del morbo, la sórdida evidencia de que el genio casa bien con los excesos o que quizá ambos sean la misma deslumbrante cosa. Su peregrinar a clínicas de desintoxicación sólo incorporan flashes a la biografía. La experiencia en el lado oscuro alumbra prodigios vocales, letras heridas y bases rítmicas dignas de figurar en una antología sublime del soul de los cincuenta.

Rehab, esa intoxicada declaración de principios, ilumina el sendero por el que discurren las convicciones más íntimas de la diva: "They tried to make me go to rehab but i said 'no, no, no' ". El resto no difiere de este estallido de dependencias, adicciones y demás conglomerado emocional de depresiones, desencanto y rebeldía. Amy asume los riesgos, depone toda actitud conciliadora y se tira de cabeza a los titulares incendiarios de The Sun o a las revistillas de chismes que han encontrado en esta bruja inspirada el vellocino de oro. La industria del ocio requiere exvotos de este calibre: gente sacrificable que acumulan méritos para engrosar el índice de mitos. Amy Winehouse entusiasma por su chulería: al fin y al cabo es ella la que se despeña, la que embota nuestra capacidad de análisis y fomenta la sospecha de que tan sólo está siendo iluminada por las luces de la fama. Cuando su esplendor se desvanezca es más que probable que tengamos un voluntario lo suficientemente atolondrado y genial como para empantanar su futuro a base de chutes de heroína, ingestas masivas de alcohol o rayas infinitas de coca. He dicho uno: tendremos un ejército. Es cosa de que alguno descolle más y merezca portada en Rolling Stone o el honor de tener algún número uno en el Billboard.

Por debajo de la diva cochambrosa (esa imagen da, ese aspecto alimenta) está su música maravillosa, el difícil equilibrio entre el respeto a la tradición de la Tamla Motown y al riquísimo patrimonio de sus éxitos y la metódica prospección de mercado que su sello y sus productores (debe tener una caterva bochornosa de intermediarios, figurines y hasta consejeros médicos y espirituales) hicieron para calibrar el impacto de un disco vintage, ajeno a la demanda de una juventud (que es la que compra discos a tutiplén a pesar de las descargas o el streaming) huérfana de símbolos y embrutecida por una educación musical diseñada en laboratorio, planeada para bombardear las memorias de los móviles y reventar el aire con eternas transferencias bluetooth con pitido final a modo de orgasmo tecnológico. Amy iba a otra cosa (ahora paso a conjugar en pasado) y la conclusión fiable es que era también de otro tiempo. Una especie de anomalía festiva. Una cabeza clásica en un envoltorio contemporáneo. No pudo (no quiso) llevar una vida tranquila. No le convendría, no sabría, no le gustaría cuando la tuvo. Se la llevó una ingesta masiva de vodka, pero podría haber sido cualquier otro accidente narcótico. Era de una honradez ejemplar. Su vida privada no necesitaba serlo, pero sí su coherencia musical, aunque la traicionara a veces (más de la cuenta) el subidón de las drogas y no diera con la compostura en un escenario. En el estudio Amy era una artista más entera. Disponía de tiempo, no daba la cara, podía refugiarse en cierto anonimato. En el fondo, quizá no aceptara la fama y se metiera muy adentro cada vez que cogía un micrófono o se daba la gran vida en los pubs londinenses. Mi vida puede descarrilar, pero dejadme que os cante algo, parece susurrar. Esta judía británica es sofisticada. No hace lo que otros, lo que nadie. A veces suena a Nina Simone o a un Tom Waits sin embrutecer del todo. A veces suena a algo que no se conoce. Como si escucháramos soul por primera vez. Como si las canciones importaran una vez más. Se fue pronto. Qué malo eso de tener que conjugar en pasado. 

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