25.5.22

Breviario de vidas excéntricas / 15 / Vicente Varela

 En el año de gracia de 1.678 en la muy noble y venerable ciudad de Toledo nace Vicente Jesús Varela. Educado en la estricta observancia de la fe, devoto de misa y lector precosísimo de vidas de santos, procuraba en su quehacer doméstico no pisar el abundante número de grillos esparcidos como plaga en el patio de su casa. Por más que la sangre, que obra con artera saña y desoye la admonición de los augures, le pidiese una escabechina, atento a la mirada estricta del Altísimo, Vicente Jesús se reprimía y pensaba en el momento en que Dios arrojó sobre el mundo a todos los santos grillos. Quién era él, también creación Suya, para arrebatarle la vida a las demás criaturas. Entendía que así, siendo cuidadoso y mirando por dónde pisaba, no incumplía ningún mandamiento ni se ganaba la reprimenda de sus mayores o la sanción del Señor. Los grillos eran también obra de Dios y no existía motivo para contradecir el prodigio de sus actos. A fuerza de esquivarlos, empecinado en girar el cuerpo y gobernar el paso, por no dar con el pie en ellos, el niño Vicente Jesús tomó como hábito involuntario y, a la postre, pernicioso, andar con una muy ligera inclinación del torso que le obligaba, a su pesar, a dar unos saltitos ridículos alrededor de los insectos para desplazarse a conveniencia sin que el depósito del zapato en el suelo contrajese el aplastamiento de ninguno. El párroco, Don Ramiro Hurtado, le conminó a que anduviese sin esos torcimientos que le hacían parecer lo que no era y despertaban entre las malas lenguas argumentos para rumores y razones para insultos. Trajo entonces Vicente Jesús al criterio del cura la causa de su proceder y la creencia de que Dios le observaba sin reprobar ninguno de sus actos. El párroco, campechano en sus consejos, viejo y conocedor de los vericuetos del alma humana, vino a decirle que Dios no reparaba en minucias y que pisar un grillo o una manta de grillos no ofendía su Obra. Que todos somos hijos de Dios, pero que su amor no ha sido repartido proporcionadamente y hay hombres y hay conejos y grillos y hasta moscas que no tienen el mismo rango o escalafón en la mirada atenta del Padre. Añadió que podía, en adelante, matar cuantos grillos le viniesen en gana sin que esa costumbre homicida alentase forma alguna de pecado y que insistir en tan piadosa conducta hacia la turbamulta asquerosa de grillos de su patio devastaría quizá ya para siempre su espalda y terminaría jorobado o arrumbado en una silla sin moverse por mor de ese inquietante vicio.

Al día siguiente el patio de la casa del niño Vicente Jesús era un batiburrillo informe de alas y caparazones negros, de cabezas perversamente machacadas y de ojos negros escorados hacia el imposible limbo de los grillos muertos. Como no todas las acciones que hacemos convencen por igual a todo el mundo, Vicente Jesús descubrió que aquella matanza novicia no era del agrado de su madre y, mas dolorosamente, halago a los ojos de la divinidad. No por caridad cristiana, que no faltaba, sino porque a la postre, cometida la fechoría, desarmado el ejército infame de bichos, el patio quedaba hecho un desastre, un espectáculo baboso de cuerpecillos crujiendo en el silencio blando de la noche. Así que Vicente Jesús, hijo obediente y recto, bueno sin distracción, regresó a su excéntrico paso y volvió a ser el Mesías de aquella algarabía de criaturas, un Noé rústico y convencido de su amorosa empresa. El párroco, al tanto de la renovación de tan fea costumbre, le reprendió severamente y conminó a que, en adelante, no procediera con esa insana alevosía.
Durante un tiempo, Vicente anduvo en el frágil e incómodo lugar de no tener opinión propia así que su ingenio obró el milagro de dar con una solución que contentase a ambos. Quizá también al Señor, que todo lo ve y todo termina expuesto a su criterio. Grillo que matase, grillo que recogiese del suelo y guardase en una vasija ancha de barro que haría las veces de túmulo cóncavo de grillos inevitablemente sacrificados. Una vez que la vasija estuviese llena la arrojaría a la fértil tierra de Castilla. Como si de un enterramiento protocolario se tratase. Este episodio juvenil, baladí y tal vez frívolo en el fondo, marcó indeleblemente el alma sensible de Vicente Jesús y treinta y poco años después, en las selvas del traidor Amazonas, siendo Capitán de un regimiento de su Majestad Felipe V , acabaría recordando los grillos del patio toledano mientras se entregaba, varonil y heroico, a esquivar, con desigual fortuna, con saltitos torpes, los cuerpos ensangrentados, devastados por la pólvora y mutilados por la espada, de la población indígena que alfombraba, como grillos, la tierra glauca de la selva. Y el Señor Nuestro Dios, en su Gracia Infinita, le habló al capitán Varela en sueños, pues así en ocasiones se manifiesta según tenía entendido. Indio que matase, indio que arrumbara en un carro y diese después cristiano descanso, luego de bendecir su alma impía y recitar las oraciones, en algún remanso del río, a la sombra, a salvo (mayormente) de las inclemencias y los rigores de los dioses astros. Por todo lo cual, recibió altos honores en su villa oriunda y hasta una calle tiene su nombre a mayor gloria de Dios y de nuestro Rey.

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