Al final va a ser el tedio de vivir del que escribía Valéry el signo de este tiempo. Ese hastío con el que los días lo emborronan o lo vacían todo o esa melancolía dulce de la que no se posee deseo alguno de salir y la acunamos con afecto y le damos la más alta de las atenciones. Es el spleen. Hay palabras hermosas que encierran toda la dureza o toda la dulzura. Pessoa no alcanzó las cotas de puro malestar que contiene Baudelaire, pero su desasosiego es similar, encuentra en las mismas acciones (divertirse, amar, trascender) los mismos desencantos. Cosa de los humores que trajeron los griegos. El spleen es el bazo, que es donde se segrega la bilis negra que se asocia invariablemente al ánimo. Lo que hace el poeta tocado por el spleen es, una vez encontrada, escarbar en la herida, hundir ahí toda indulgencia. Hacer de la semilla misma una tentativa de ceniza; contener la locura para que no se irradie, pero prestarle oído y acompasar el ruido del cuerpo al suyo; dejarse cortejar por lo siniestro y acostumbrar el alma a que flaquee y se duela. Nadie como Baudelaire para escarbar, hundirse, enloquecer o dolerse. Habrá quien adquiera ese don triste con afán más fiero, pero ninguno lo vio antes ni nadie se atrevió a confiar al lenguaje su transcripción exacta. Si se lee por primera vez tardíamente, no se ve el roto de sus palabras, todos esas imágenes rotundas, radicales, rebeldes, pesimistas o decadentes. Nos pide que nos embriaguemos. Lo hace con una claridad tan limpia que cuesta no hacer acopio de todos esos elixires con los que el alma se perfuma cuando lo podrido la cubre. Porque es esa la vocación primera de Baudelaire: avituallarse de belleza y de vida para que no se las eche en falta cuando empiecen a emborronarse o se disuelvan en el aire hasta que nadie las perciba. Lo que no ha sido bien entendido es que esa ebriedad que exige el poeta no es únicamente física (ese enturbiarse el cuerpo, ese dejarse doblegar, ese morir un poco) sino lingüística, es decir, poética o literaria. Por eso (sigo pensando para mí) Baudelaire debe leerse cuando todo nos produce el más grande de los asombros. Hay una edad en que ya no nos escandaliza nada. Ni los gestos ni las palabras. Estamos demasiado maleados para que un poeta tocado por la desgracia nos desgracie más aún. Sentiremos una cierta comprensión, pero no nos deslumbrará. No hará que repitamos ardorosamente versos suyos (ojalá supiese francés) o que se haga cada vez más firme (hasta que se desdibuja esa nitidez y se deslíe con paradójica presteza) la clarividencia de su pensamiento, que es el fundador de una modernidad, el verdadero aliento de casi toda la literatura que le prosiguió. Toda esa sordidez sin bibliografía, comida a dentelladas, sentida adentro como un despiece lento, hace que se lea con la sensación de estar asistiendo a una especie de confesión de la que no deberíamos ser depositarios. La moralidad del poeta es la nuestra, pero es él quien la registra, el que con dureza la ordena en un libro fundamental (Las flores del mal) y, más que el propio libro, en un sentir baudelairiano, atentatorio contra el orden, declaradamente turbio, escandaloso. La indigencia, el alcohol, el opio, la sífilis, la locura o la incredulidad religiosa eran también literatura. Tal vez no haya subversión ahora en ella, pero la radicalidad de sus enunciados creó en la Francia del XIX un destrozo enorme en la moral reinante. Qué alegría más grande da saber que un libro puede escandalizar de ese modo. Que pueda prohibirse. Que el nombre de su autor haga que los ignorantes (los torpes, los ciegos) se persignen o que las mujeres se ruboricen y cierren las piernas mientras leen, no vaya a ser que algún pequeño espasmo les descuadre el gesto y alguien pregunte qué leen, Porque esas flores eran las de sensualidad y de la belleza, aunque nombraran con fervor el mal, el arrebato puro del mal cuando se hace cuerpo y toca el nuestro. Todo es amor y todo es odio. Todo es una batalla contra lo anodino y contra lo puro. Baudelaire es contradictorio adrede. Mira la hermosura y descubre que toda ella procede de un equívoco o de una fugacidad. Escribe para escapar de esa irreparable herida. Ah belleza, leemos en su Himno, ¿del hondo cielo vienes o del abismo surges? Que nos reconforte su veneno, que nos abrase su fuego, que venga Dios o el Diablo, el infierno o el cielo, pero que lo desconocido nos conduzca a la verdad. No llegaremos. Él no lo hizo, pero nos mostró un camino. Eso creemos los que amamos la poesía.
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