16.5.22

136/365 William Shakespeare

 



Es posible que todo lo que se necesita saber sobre la vida esté en el teatro de Shakespeare. Lo dicen los que los han leído, gente muy de libros, muy de haber vivido también y de saber qué hay afuera, en el mundo. No hay cosa que se pueda pensar que antes no esté en el discurso de los personajes de Shakespeare. No afirmaré yo que eso sea cierto. He leído poco y quizá mal al bardo inglés. He visto algunas adaptaciones teatrales y mucho, mucho cine y he amado el precioso sonido de la lengua inglesa, la dicción de sus actores y actrices o la sensación, luego confirmada, de que está a punto de ocurrir algo extraordinario y de que vamos a asistir a esa circunstancia, impregnándonos de su dramatismo, llevándonos después a casa un pedazo de vida, la que no solemos despachar nosotros, la grandiosa, la que escarba en lo hondo y saca todas las emociones que es capaz de sentir el alma. El teatro, el buen teatro, posee ese don: el de impregnarnos de luz o de oscuridad, el de proveernos con absoluta eficacia de vidas que no nos pertenecen, pero que sentimos nuestras, como si de verdad las hubiésemos vivido o las viviéramos en primera persona en el momento en que asistimos a su representación. Lo que hace Shakespeare es darnos la palabra, está invitándonos a pensar que ese teatro ampuloso y trascendente, cómico a veces, nos cuenta algo que ya sabemos en el fondo. Su cuota de tragedia la cubren en paralelo los informativos, la prensa, toda esa rueda infame de cosas extraordinarias que vemos a diario y de las que después no podemos, por más que deseemos, desprendernos. Uno se levanta comido por la corrupción, incendiado por la ira de la injusticia o arrebatado por el desprecio a la clase política, que en tiempos de Shakespeare eran los nobles, los reyes, los elegidos o los mimados por la fortuna. Las series de televisión están haciendo que Shakespeare no se lea, si es que es un autor leído, en el fondo, asunto del que no tengo información fiable. Es posible que esta oferta brutal acabe por aturdirnos definitivamente y no sepamos a qué acudir, qué píldora tomar cada noche, si la de la tragedia o la de comedia, si meternos en la piel de una amada despechada o en la del rey que se duele de la codicia doméstica. Y se acuesta uno sin haberse desembarazado de ese dolor con el que salió de la cama, sin creerse del todo que está en un escenario y lo que le pasa es parte de una obra que ha escrito otro, nunca uno mismo.

Hay personajes suyos de los que no te separas nunca. Piensas en Hamlet y en la inocencia yendo de la mano con la maldad hasta que una de ellas decide soltarse y la otra se siente bien en la soledad de la venganza. Ricardo III es un manipulador antológico: desquicia al que va desentrañando la trama con envenenamientos, conspiraciones, bulos y ardides larvados en el mal puro para que su camino al trono quede expedito. Son así casi todos ellos: tienen una idea fija en la mente y no cejan hasta que mueren o lo consiguen. En cierto sentido, Shakespeare es un cronista de la perseverancia. También se las ingenia para que alguno de esos personajes nos toque alguna de esas fibras sensibles, deshilachadas o recias, con las que debe estar cosida el alma. Busquen a Shylock en el monólogo de El Mercader de Venecia cuando cuestiona la misma naturaleza de lo humano y reflexiona en voz alta sobre si los judíos no tendrán ojos, manos, proporciones, afectos, pasiones y si no se alimenta de la misma comida y son las mismas armas que le hieren las usadas contra los demás y le devastan las mismas enfermedades. Al pincharlos, sangran. Ríen cuando llama la risa. Se vengan, cuando se les ultraja. El bardo de Stratford es el verdadero manipulador, no todas criaturas que hablaron por él en los escenarios.  El arte dramático requiere un don: el de la elocuencia, el del dominio de las palabras. Debieron venir esas palabras de los libros (la Biblia o los clásicos latinos) y de la calle. Shakespeare tuvo que afinar el oído y aprender a escuchar. Toda la épica de sus obras está en ella. No sucede algo distinto ahora. La realidad es todo lo que tienes cuando has creído escribir toda la ficción. Los reyes que matan o que mueren, los que anhelan la venganza y los que la padecen, los arrepentidos y los conjurados a no desdecirse o los amantes que se creen por encima de las leyes y de los dioses son gente que vemos a diario, sabemos dónde viven, cómo se llaman y de qué honrada o torcida manera llevan el sueldo a casa. 

Importa poco que un actor mediocre (un plebeyo sin talento) tuviese dentro un escritor absolutamente genial o que otro alumbrara las obras y él tan sólo las rubricara con su firma, que bien podría ser un alias bajo el que anduviesen Marlowe o Bacon o hasta ambos en alegre comandita literaria. Será asunto de otros que se zanjará alguna vez o del que nunca se verterá sentencia fiable. Importa que se le lea con apasionamiento y (como tantas veces) gratitud. Esa misma sensación de plenitud proviene de que Laurence Olivier, Orson Welles, Ian McKellen, Judi Dench, Kenneth Brannagh, Paul Scofield, Anthony Hopkins, Al Pacino o Denzel Washington hayan sido Enrique V, Macbeth, Othello, Julio César, Ricardo III, Titus Andronicus, Lear, Falstaff o Lady Macbeth. Algo de ellos acude sin que uno sepa bien de dónde, si hay algún lugar en el que reposan y basta un pequeño detalle (una conversación, un gesto de alguien, una palabra entre otras palabras) para que vuelvan a recitar en el escenario o en la pantalla o en la página del libro sus diálogos. Algunos son más nuestro que del propio Shakespeare. Es lo que sucede con la belleza o con la inteligencia: se torna nuestra, la creemos parte de nosotros como si fuese un brazo o un ojo o un pulmón. Lo que dicen parece que siempre estuvo a nuestro lado. Sus padecimientos y sus festejos son los mismos que nos duelen o que nos confortan a nosotros mismos. Ese es el arte de William Shakespeare: ser todos, no ser nadie. Así que no debe causar mayor quebranto que fuese otro el autor. Se llamará de otra manera. Cuenta lo dejado a la posteridad. Porque sangramos igual y nos reímos igual y nos conmovemos igual. 

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