Hay músicos que hurgan en la melancolía y encuentran en esa bruma el alimento místico. Billy Bragg es un trovador a la usanza clásica, uno de esos bardos que se desplazan entre pueblos con un cancionero tarareable y una sonrisa ampulosa, como de bufón ya de vuelta de las tropelías de muchos reinos. El reino de Bragg es de este mundo, siempre lo fue. El músico, que nunca dejó las pasiones primerizas y un cierto apego a la intimidad más lírica, regresa siempre, se le encuentra siempre. Su activismo no descansa, hay donde acudir a mover las pancartas o a hacer que la gente se conciencie o cualquiera de esas cosas que los activistas hacen para que el mundo gire mejor. Es cosa de poetas esa función también. El romanticismo idealista de la época de Joan Baez o de Bob Dylan (ha confesado que se crió alrededor del genio de Minnessota y que caso de que Dylan no hubiese existido, él no sería cantante ni poeta) se mantiene intacto en la obra de Bragg, que mantiene la fe en la bondad del género humano y en las causas nobles que pueden ser elevadas al cielo de la opinión pública con una guitarra y una voz. En este sentido, el poeta que encontró un púlpito desde donde pontificar las excelencias de su catecismo político existe todavía, aunque los años revelan un progresivo amaneramiento, un abandono tal vez consciente de toda la filosofía con la que se labró un nombre en el olimpo de los cantautores ingleses, que no fueron nunca muchos ni tampoco llegaron a un público excesivamente amplio. Enamora que un disco se llame “Hablando con el recaudador de impuestos sobre poesía”. El frío acero de la ley y la dulce invitación de la belleza, ese matrimonio extraño
Bragg, el viejo zorro de las cintas de cassette que entretuvo mi vida universitaria con torrenciales soflamas entre lo cándido y lo político, se ha adaptado espléndidamente a los tiempos. Alejado del fantasma bautismal de Woody Guthrie, de sus venerados The Clash o de la apostólica sombra de Dylan, Billy sigue apostando por la idea de que el rojo triunfará y el tiempo en el que no está de gira o firmando libros en grandes almacenes (hay que llegar la masa anónima y a la masa que ignora su ideario) está visitando cárceles o acudiendo a la radio o a la prensa especializada para vender su programa electoral, que consiste en denunciar toda clase de fascismos (odia el BNP, el Partido Nacional Británico, indisimuladamente escorado a postulados radicales ). Por eso en Inglaterra Bragg es una especie de héroe de la revolución, aunque nunca sabemos bien, a esta altura de la película, qué revolución es la que sustenta y a qué feligresía entrega sus oraciones embadurnadas de activismo y de pancartas. Por de pronto yo me escucho los discos y me doy el gustazo de recrearme en sus letras. Las hace largas. Tiene fama de que sus conciertos son canciones con insertos discursivos que pueden cargar más de la cuenta, pero al hombre se le da un micrófono y puedes considerar que le has dado un púlpito. No veremos a Bragg tocar con Wilco la caja espléndida con los descartes que hizo Woody Guthrie, papá sindical y amoroso. Crean estos héroes de la resistencia antídotos contra el caos, pequeños himnos de salvación. Tocó en la Nicaragua sandinista, en la URSS, en minas, en pubs rojos, en plazas de barrio obrero. Este laborista convencido es de los escasos ejemplos de militancia política y militancia musical. No siempre casan ambas facetas, pero Bragg, al que escucho con apasionamiento es de hace muchos años, surte de buena música y, al tiempo, ideas. Es de las ideas el futuro. Se pueden discutir, enarbolar como bandera y ponerle letra y melodía. Beligerancia, voz áspera, guitarras con sentimiento, bermudas y un micrófono. Ese es el cartel. Tampoco asfixia con su proclama, no nos trata de vender nada. Persuade, se da a sí mismo entero, tal vez alguien rasgue y encuentre algo de lo que reclama.
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