3.5.22

123/365 Hans Magnus Enzensberger

 



Hans Magnus Enzensberger, en adelante H.M.E., dice que tendría que haber un libro de poesía para quien no la lee. Podría encontrar dentro un camino de vuelta a casa para cuando se pierda o un modo de lavar los platos que no le ocupe mucho tiempo o un pájaro que de pronto arranque a cantar nada más pasar una página o un ruido en un sótano que pueda confundirse con grito de un niño que acaba de descubrir que lo han dejado solo. 

A H.M.E. le parece que las palabras, si se las lleva el viento, acaban por volver a caer, como semillas de álamo, pero no conviene hacer que lo asegure. Tiene sus palabras cogidas por letras sueltas y no siempre puede evitar que se las lleve el viento o que el peso las precipite contra el suelo.

H.M.E. tiene el cielo a medio hacer, pero no se le ve intención de acabarlo.

H.M.E. recomienda a un hijo suyo que no lea odas sino guías de ferrocarriles. Son más exactas. Le hace ver la conveniencia de pasar desapercibido: cambia de casa, cambio de barrio, cambia de pasaporte, cambia de cara. En el recado de llegar a salvo cada noche a la cama sin haber sufrido más de la cuenta, le enseña lo buenas que son las encíclicas para hacer un buen fuego. Nada como los manifiestos para envolver mantequilla y sal. Todo esto lo dice porque está escrito en el Libro de Lecturas del Bachillerato Superior. Ahí no se cita la palabra veneno, ni se conjuga el miedo. 

H.M.E. dice las cosas sin pensar mucho. Una vez que las pensó, lo echaron de las milicias nazis. No supe alinearme, comenta cuando se le pregunta. En lo demás, es poeta con una sólida capacidad crítica o un crítico con una sólida capacidad poética. Cuando está deprimido, escribe para alegrarse, pero dice que escribir lo deprime más. No hay bálsamo. Sigue deprimido, sigue escribiendo, sigue pensando en lo mucho que todavía no le ha dado tiempo a pensar. 

H.M.E. tiene un libro que se llama Europa en ruinas. Está al día. Se lee con lágrimas en los ojos. De hecho, no escribe mucho en ese libro. Hace un prologuito y deja que hablen los muertos o los que están a punto de morir. Gente a medio morir, como el cielo que hace vibrar las estrellas para que los vivos sepan esquivar los cadáveres. Escribir sobre lo patético se le da bien a H.M.E. Se le da mejor hacer metáforas de cuño más feliz, pero se le pone cuesta arriba la felicidad cuando al poeta se le exige el registro de la desolación, que avanza como un cáncer. 

H.M.E es más ligero que el aire, pero le pesa la memoria, por lo que si se le coge en peso acaba uno arrepentido. 

H.M.E. parece a veces leve. Su léxico poético es de andar por casa o de echarse a la calle o de mirar un paisaje o de probarse el alma por ver si siente. "La poesía es el único producto humano que ha resistido todos los intentos de mercantilización", escribió, pero a la vista del comercio de libros de poesía que ocupan los escaparates cabe resituar la aseveración y es posible que hasta él mismo se retracte y finalmente admita que hay poesía hecha mercancía, poetas que son mecanógrafos, bardos de una época mediocre. Si es de política o de filosofía a lo que acude para escribir, H.M.E. es severo, aplaza la ligereza, se concentra en los trazos bruscos, atiza con vehemencia, llora si es preciso, hace llorar casi siempre. Advertía en Perspectivas de guerra civil que "nos engañamos si creemos que reina la paz sólo porque podemos ir a comprar el pan sin que un francotirador nos reviente la cabeza". "Todo vagón de metro es una Bosnia en miniatura", escribió cuando se desmembró Yugoeslavia y el traje de la vieja Europa se hizo trizas en las mangas o en el vientre. 

H.M.E. sostiene que hasta los indeseables pueden dar con un argumento convincente. Por eso cree todavía que escribir es una obligación hacia uno mismo y hacia la sociedad en la que vive. Su europeísmo es de naturaleza estrictamente humanista. No podemos quejarnos de ella, no obstante. Crece la hierba a la vera de los caminos, la ciudad ruge como un animal ocupando la tierra, las uñas en las manos prosiguen su invisible trabajo, no pasamos hambre, estamos pagando las deudas. No podemos quejarnos, repite, pero ¿a qué estamos esperando? ¿Qué puede suceder todavía? A esa pregunta le dedica buena parte del tiempo en el que se sienta y escribe. 

H.M.E. rebosa lucidez, rebosa tristeza, rebosa humor, rebosa paciencia, rebosa heroicidad, rebosa lamento, rebosa luz, rebosa tinieblas. No hay sustancia a la que no se haya acercado; ninguna de la que haya salido satisfecho: todo es frágil, nada perdura. Ni siquiera el amor perdura. De pronto cae en la cuenta de algo: no ha dejado de haber poesía. La suya, la que se lee en la cama antes de conciliar el sueño o en un banco de un parque o en la pantalla del móvil mientras esperas a que te atienda el charcutero, sirve. Es eso que nos han dicho muchas veces sobre la función del poeta. Que es el único albacea de lo que somos. Él registra los prodigios. No hace falta grandilocuencia. Es lo sencillo lo que a veces más vale. Las palabras de la vida. Los libros son otra cosa. Creo que H.M.E. los amará también, pero preferirá la voz viva, el peso de la palabra al decirse. 





1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué buenas estas aproximaciones. Incitan a seguir leyendo.

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