Leer Madame Bovary ocupa algo más de 8 horas si lee a razón de 300 palabras por minuto. Guerra y paz, algo más de un día. No habría distracción que atenuara la acometida ejemplar de la lectura. Se podría conceder una tregua razonable para aliviar la vejiga o procurarse un pequeño ágape. Cabe salir a tirar la basura o atender la llamada de un buen amigo que nos pone al día de sus últimas cuitas o de la madre que se explaya en contarnos que la fruta está por las nubes o que la vecina se ha separado, pero todas esos insertos no deben apartarte del verdadero propósito de tu existencia que es culminar el relato amoroso de Madame Bovary y lamentarnos de que confíe en el arsénico para concluir su desencanto con esa romántico herramienta o si el príncipe Andréi Bolkonsky finalmente acabará con Natasha o el amor no hará que su vida concluya a satisfacción nuestra, lo que le importará eso a Tolstói. Leemos para cancelar la realidad o para entenderla. A veces los libros nos seducen al punto de abducirnos. Caemos en su dulce trampa. Cancelan la realidad. Hay días que piden ocuparlos en novelas. Otros son la novela los que los ocupan. Somos personajes de alguna. Toda la trama que los atraviesa es de naturaleza novelesca. Se cree que alguien nos escribe y guía. Que estamos zarandeados, empujados, acariciados o humillados por alguien que no conocemos. Nada que no suceda fuera de la literatura, por otra parte, en la vida tal cual se ofrece, en su argumento ajeno del que creemos tener mando, aunque no siempre transcurra a instancias nuestras. Tampoco sabemos cuánto duran las peripecias narradas. Si poco o mucho, sí serán leídas sin pausa o el sobrevenido lector se desentenderá de vez en cuando de ella y hará que tarde en concluir. En todo caso, yo querría ser personaje de una buena trama de aventuras. Se me ocurre La isla del tesoro. Es la primera novela que leí a completa satisfacción. La guardo en mi memoria como el tesoro que la anima. Jim Hawkins podría ser el personaje seleccionado. No lo inventó Stevenson de oídas, como si se le contara algo extraordinario y él lo mudara a un libro. La vida del novelista fue novelable. Hizo un prodigio del que no se tiene más idea que la vertida en las páginas, pero qué placer sería nacer Jim Hawkins, vivir en la posada familiar y recibir de un huésped moribundo el recado de esperar la llegada de un hombre con una sola pierna, dar en sus papeles con un mapa de un tesoro, reclutar una tripulación decente y embarcarse en la Hispaniola hacia una lejana aventura, escuchar a bordo palabras de amotinamiento en boca de un bucanero llamado John Silver el Largo y llegar por fin a la isla. Por fortuna, la literatura obra el prodigio de que la imaginación desoiga a la razón y durante muchas horas (igual serían seis, igual siete) seamos Jim Hawkins y tengamos el mapa de todos los tesoros en la memoria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario