Florencio Acevedo nació en una pompa de jabón. En el momento de su alumbramiento, la madre hacía sus abluciones en el bidé de mármol rosa con grifería cuello de cisne comprado en Paris en su luna de miel. La tiritera que produce nacer en una pompa de jabón le regaló un catarro del que jamás logró recuperarse del todo. En cada estornudo arrojaba una pompita diminuta (y a gusto de las féminas, coquetona) de jabón y levantaba el asombro de quienes participaban del singular fenómeno. Cuando Florencio, a la temprana edad de doce años, tuvo su primera eyaculación, una pompa enorme de jabón lechoso, amasada una vida entera en la fontanería de su hombría, inundó el cuarto de baño, se estrelló contra el espejo y lo impregnó de una sustancia viscosa que, sin ser semen, tampoco era jabón. Una desmesurada misoginia, causada por las inclinaciones higiénicas de su madre o por su madre, en términos absolutos, hizo que Florencio apenas saliese de casa. Se hizo a leer cuanto caía en sus manos: libros de antropología, de Derecho Romano, de Biología Molecular, de Historia del Arte Grecorromano, de Arte Mesopotámico. Harto de lecturas, porque hasta lo bueno acaba por cansarnos, decidió escribir su propia historia. Antes de acometer esa especie de diario personal, tenía que comprobar si había, en el ancho mundo, en el ajeno trajín del capricho de Dios, un caso idéntico o similar al suyo. Días antes de que aquel catarro mal curado lo privara de una explicación racional, pues era eso lo que anhelaba, vio un titular en una gacetilla dominical que mamá solía comprar. Refería la existencia de un hombre ecuatoriano (o del Perú) que nació en el vaho del grito de su madre, cumplida ya, molesta por los rigores del esfuerzo y aterida por el intenso frío de la Cordillera de los Andes. Dio con él, hoy en día todos estamos a mano de todos, y se dispuso a escribirle unas letras. La carta que le envió era un inventario prolijo de su vida. De algún modo supo que no habría nadie que le entendiese mejor. Tenía absoluta convicción de que aquel hermano sobrevenido allende los mares abriría una nueva senda en su angustiada vida y tal vez él mismo podría consolar recíprocamente la suya. Fue su madre la que abrió el buzón y vio la carta transoceánica. Una película de fino vaho impedía que el sello (de unas montañas sobre un cielo blanquísimo) quedase fijo, y mientras ella rumiaba sobre la pericia de la Estafeta de Correos –una carta así acaba con el sello caído y no hay emisor, destinatario o carta– miraba a su hijito, amortajado, quieto, serio en la caja, huérfano de luz y de candor materno. El destino es bicho cabrón, sentenció, circunspecta, aunque no le gusta blasfemar, ni de decir palabras soeces. El azar arruina una vida antes de que eche a andar. Dan ganas de mirar a Dios a la cara y pedirle cuentas por el precario e infame curso de la trama.
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