24.5.22

144/365 Vladimir Nabokov

 



                              Fotografía: Philip Halsman, 1966



"Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido y hablo como un niño"


Vladimir Nabokov




Uno miente porque no tiene un hoja a mano o porque, cuando la tiene, no sabe bien cómo armar la mentira y que ocupe muchos renglones. Se miente mejor si es un acceso espontáneo, si hacer concurrir la mentira anima la conversación o hace que quien nos escucha preste la atención que la verdad no alcanza. Se dicen  mentiras para creerlas también un poco. Una mentira mantenida durante días hace que adquiere un rango de veracidad. En ocasiones uno también miente por ver la credulidad del que se expone al juego. Porque todo queda en juego, en imponer a la realidad una trama novedosa y batallar contra ella y hacer que no se salga siempre con la suya. Hay vidas tristes que precisan de la injerencia creativa de la mentira. Se escribe para mentir menos, aunque creo que no se nota enseguida que no se va a derechas o que lo que dicho no cuadra con lo que se es. Se miente con más oficio cuando no nos conoce el que escucha. Escribir es un acto deliberado de terapia. La ficción es el territorio de la felicidad absoluta. Somos los que nunca podríamos ser, hacemos lo que nunca podríamos hacer, vamos donde nunca podríamos ir. La vida, a fin de cuentas, es un viaje extraño que elige compañeros extraños. La verdad está sobrevalorada. Importa la calidad de la trama, no que podamos constatar su asiento, su conducto tautológico. Fascina que alguien que escriba pueda reglarse después por las convenciones habituales y se comprometa a no desvariar, a no caer en la frivolidad de mentir, de dar lo que no es dable. Decía mi amado Nabokov que la literatura no nació cuando un niño prehistórico gritó “el lobo, el lobo” con un lobo enorme pisándole los talones, sino cuando un niño prehistórico - un neardenthal, dice Nabokov - gritó “el lobo, el lobo”, no habiendo ningún lobo cerca. Entre el lobo falso y el verdadero está la literatura, la ficción, la narrativa sobre la que se ha edificado toda la Historia de la Humanidad. Sigo con Nabokov. Sostenía que el niño que alertaba sobre la proximidad y el peligro del lobo fue el primer maestro, el primer escritor, el primer embaucador. Mentir (decir lo que no es, improvisar una premisa falsa para que se construya un relato) es además una máxima muy bien aplicada en esa Historia de la Humanidad. Todas las religiones han pensado si conviene más hacer que el lobo hinque el diente y devore al niño o que lo deje vivo y el niño fabule la verdad del lobo. Un lobo suyo, por supuesto, un lobo fantástico. Nabokov es el demiurgo. Se le lee con esa fascinación de estar a salvo del lobo y, sin embargo, anhelar que nos ronde, sabernos a recaudo y no tener nada mejor que nos haga sentir vivos. Nabokov arma la mentira o incluso arma varias y las embute en una que lleva ilusoriamente el peso de la trama. Los lectores somos crédulos, permisivos. Damos la consideración de legítimo a lo que no lo sería en el plano de la realidad. Aceptamos lo extraordinario sin acuse de recibo, llega con esa liviandad de las cosas que cuentan y nos cuentan. Nabokov es un contador de historias. Uno nato y conjurado a pasarlo todo por el tamiz de la literatura. Cuando pienso en un escritor, uno solo, pienso en Nabokov, pienso en la novela perfecta (Lolita), pienso en jarras de té frío que están ocupadas por whisky (eso hacia en las entrevistas), pienso en la escritura como una suerte de pesquisa entomológica de la que no se zafó del todo, considerando que amaba las mariposas y que su novela de más amplio alcance recorría el cortejo (impuro y patológico) de un señor mayor a una niña (nínfula, a decir suyo), operaciones que entrañan un cierto sentido quirúrgico, casi de acecho y conquista. La vida que contaba en sus novelas o la llevada en primera persona vendría a ser una partida de ajedrez, juego que adoraba. De él decía que era un arte "bello, complejo y estéril". No cabe mejor definición de la vida. La suya fue la de día fidelidades absolutas: la literatura y su mujer, Vera. También los lepidópteros y el ajedrez. Hizo hablar a su memoria. Eso hizo por sus lectores. Hizo que mintiera, pero era una verdad impostada la contada, la de los ojos sensibles, las del ansia de contar. Hoy pensé en él a la sombra de una iglesia, en una terraza despejada, esperando a un amigo. Hablamos de literatura, aunque la palabra literatura no se nombrase en ningún momento. En realidad nos atraviesa, está ahí sin que se la perciba. Nos ocupa, la ocupamos. 






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