7.5.22

127/365 Philip Roth

 



Dios debe ser bueno cuando nos tiene aquí. La otra opción, no estar, por inadmisible, realza y prestigia las restantes. Se prefiere la credulidad, no caer en el vicio de cuestionarlo todo y a todo poner traba y duda. Tiene Dios todas las de ganar. Es más fácil creer en él que aplazar o negar su existencia. Hay mañanas en que anhelas fieramente que se te escuche. Pides elevar la cumbre del día que acaba de imponerse ante ti. Por otro lado, no tiene mucho sentido, si es que tiene alguno, que en esa vastedad suya caiga en la cuenta de que le estás hablando y, cosa más extraordinaria todavía, se haya apartado de otras conversaciones y se esmere en la entablada contigo. Se comprende que la vanidad le coma por dentro y no condescienda a fijar sus atenciones en quienes se las solicitan. 

Philip Roth es un dios a su manera. Cualquier novelista se erige en deidad a poco que uno indaga a fondo en su obra. No una novela, sino una manera de estar en el mundo y de crear otros al modo en que Dios no es contemplado por una circunstancia exclusiva, sino que se recrea uno en la creación completa, en el pulso más pequeño de vida en una charca y en las catedrales, en el corazón que late dentro del pecho de quien no ha sido alumbrado todavía y en el paisaje de un río que se aleja y emboca el horizonte sin alarde ni vanidad. Crea quien escribe a partir de la nada, levanta una historia que no existía antes de que maquinara su nacimiento. La credulidad del lector hace que después todas las piezas engarcen. En cierto modo, Roth es un dios a los ojos de sus criaturas. Lo es en cuanto las alumbra, no antes: no tiene el perfil de la divinidad hasta que empieza a escribir y deja montada la primera frase completa o el primer párrafo. 

No existe Philip Roth si no es en sus libros. No debe interesar la persona, no demasiado, al menos; no se hace aprecio a que se levante por la mañana temprano, se asee y vista para elevar la cumbre de ese día, compre el pan y diga buenos días a los vecinos, compruebe el saldo en el cajero automático o elija en el supermercado la marca de vino o la fruta que llenará su despensa. Son cosas que interesa muy poco. Lo que cuenta es Roth cuando se sienta y empieza a ser otro, no necesariamente alguien que se relacione con el que dijo buenos días o escogió el vino o departió con un amigo sobre la conveniencia de cenar alguna noche juntos. 

Lee uno que Philip Roth es un obseso del sexo y de la escritura, pero se puede colegir eso con abrir cualquiera de sus libros (El animal moribundo, se me ocurre) y ver que los personajes hacen de la lujuria un oficio o que incluso alguno se declara escritor y entonces sea el mismo Roth el que tome la palabra y le haga hablar con más arrojada intimidad. Te enteras que fue habitual de prostitutas y que su labor docente (magnífica, parece) poseía un punto de insano y deliberado contenido sexual. 

Fue un mecenas de sus cercanos, a los que bendijo con apasionadas recomendaciones, y fue un cincuentón amigo de encariñarse y encamarse con jóvenes que acudían para impregnarse de su aura de escritor laureado. Trata uno de substraerse de ese conocimiento cuando lo lee, pero no puede evitar, en ocasiones, dejarse llevar, recordar tal o cual cosa que supo y no ha sabido apartar. La realidad y la ficción se entreveran, una toma de otra la luz o la sombra y también podría creerse (es la credulidad la que acude ahora) que la realidad bucee en lo fabulado y todo sea, se ha dicho y escrito muchas veces, una misma sustancia. 

A mí Roth me parece un poco ruso, una especie de Dostokievski o de Tólstoi. Como ellos, escarba en lo más acendradamente humano y extrae oro. Concede mi indulgencia que no se aprecie cansancio cuando una novela es la novela que leíste antes y Roth no se extienda en novedades. Sexo, semitismo. Roth es el escritor total americano que escribe sobre el sueño total americano. Esa idea de totalidad lo impregna todo. Leer a Roth, lo que recuerdo que es leer a Roth, es un viaje a un mundo que no nos pertenece. Tampoco Macondo es nuestro. Ni la Barcelona de Juan Marsé. Lo que hace la literatura es cancelar esa cosa ajena de lo leído. De pronto nos sentimos judíos o creemos que lo que le sucede a los personajes podría pasarnos a nosotros. Dice Roth que el trabajo del escritor es parecido al del ventrílocuo. Su arte consiste en estar y no estar, en ser otro sin que desaparezca la persona que hace a ese otro tangible y posible. De ahí que a veces interesa saber si Roth es un degenerado o un alma beata o si dejó el comunismo (esto es especular, lo que hacía él) y abrazó una doctrina capitalista radical, pero al final, cuando abres un libro de Roth sientes que es el único libro del mundo. Da igual que el personaje sea un tipo que no tiene nada que ver contigo, como el joven judío Alexander Portnoy, cuando se sincera en sus sesiones de psicoanálisis. Una existencia anodina lo aboca a depravarse. ¿Será Portnoy el propio Roth? Porque hay un Roth sórdido y depravado, ajeno a la delicadeza, convencido de que toda ese exaltación promiscua tendrá un castigo. La conclusión es, no obstante, feliz: Roth hace una novela que divierte. Humor doliente, a veces. Corrosivo. Como si la degradación moral de alguien tuviese algún tipo de comicidad. 

En Némesis, Roth saca de la nada a Bucky Cantor, un profesor de una escuela de verano en Newark. Es 1944 y la polio está diezmando la población infantil. Bucky habla consigo mismo, se cuestiona las razones por las que hay que morir y mira a Dios para encontrar las respuestas. Como no escucha nada, Bucky se encomienda a Roth. Dialogan los tres: Dios, el autor y el personaje. Se van trenzando las acusaciones y las justificaciones. Dios, en última instancia, delega a Roth la responsabilidad de resolver la historia a su antojadizo capricho. Roth, mientras escribe, le culpa, le deja en evidencia, no se deja convencer por ninguno de los argumentos que esgrime la fe. Los dos, Dios y Roth, son los narradores ficticios, los omniscientes, los facultados para animar el vacío y crear una trama. Luego esa trama se extiende sin que ninguno tenga conciencia de lo que sucederá después. Los dioses son responsables en los primeros minutos de la obra. Se desentienden más tarde. A Dostoievski, que es el Roth ruso del siglo XIX, le dolía esa pregunta sin respuesta, la del Dios que permite que mueran los inocentes. A Roth se le nubla la vista, se le viene el llanto, se arroga la figura absoluta del Creador y juega al ajedrez con él. La novela es la partida que montan cuando la novela acaba. Al final da igual quién gane. Es la muerte la que triunfa. Siempre es ella, la muerte. 

Se contenta uno sabiendo que Dios quiso ponernos en la trama. La otra opción sería la de no estar, la de que sean otros los que salen a la calle y pasean y vuelven a casa y enferman y sanan y aman y lloran. Como no es una posibilidad asumible, le hablamos con dulzura, medimos las palabras, sabemos que es posible que nos escuche o es posible que no lo haga. No tenemos la estadística de sus favores, ni siquiera tenemos la certidumbre de que acceda a conceder los que humildísimamente le pedimos. Todo queda en una cosa muy griega, supongo. Todavía dura en mi cabeza Némesis, o Pastoral americana o La mancha humana, que recuerde ahora. Hay novelas de las que no sales. Lo que te cuentan permanece sin que podamos interferir en su cese. Son las novelas que hablan de las cosas trascendentales, imagino. çç

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